Capítulo 29

Oviedo, octubre de 1934

Yo vivo para amarte con locura

y para hacerte amar por lo que has hecho.

Y pues que soy tu hechura,

un deseo hay tan sólo en mi pecho,

una gloria que anhelo con delirio:

o que muera de amor en duro lecho

o que alcance la palma del martirio…

SANTA TERESA DE JESÚS

El sábado 6 de octubre treinta mil revolucionarios, con los incalmables mineros a la cabeza, se lanzaron a la conquista de Asturias. Pero, a diferencia de la huelga revolucionaria de 1917, no se hacía sólo para acabar con el hambre congénita de los campesinos, el sufrimiento y miseria de la masa analfabeta y la explotación de los proletarios por parte de los poderosos empresarios minero-metalúrgicos. El propósito ahora era mucho más ambicioso. Tenían que cumplir su parte del programa de Largo Caballero, jefe máximo de la rebelión, que consistía en cambiar totalmente las estructuras sociales, económicas y culturales de España para transformarla en un Estado marxista de obreros y campesinos.

Desde Mieres, cuartel general de la rebelión, se extendieron como una ola imparable por toda la provincia, venciendo toda resistencia armada. Miles de mineros llenos de furia, determinación y convencimiento se dispusieron a conquistar la capital. Salieron por la carretera general aniquilando la oposición armada en La Peña, La Rehollada y Olloniego. En El Cruce se unieron a los que procedían de Langreo y se encaminaron por San Esteban de las Cruces y Los Arenales. Sabían que tenían que ocupar el Ayuntamiento, la emisora de radio, Correos y cortar las comunicaciones telefónicas y telegráficas. Al mismo tiempo deberían conquistar la Comandancia de Carabineros, los cuarteles de la Guardia de Seguridad y Asalto, de la Guardia Civil y el de Pelayo, donde estaba el Regimiento de Infantería Milán número 3. Para realizar esa enorme tarea habían de pasar por el único camino: el barrio de San Lázaro, zona marginal y de prostíbulos. Y allí, en medio del caos inminente, como si lo hubiera diseñado el destino, estaba el viejo caserón del convento dominico de Santo Domingo, a la sazón compartido con el Seminario Mayor regido por los paúles.

* * *

Aquel sábado una cortina gris cubrió los relieves de las casas y no permitió que el frío escapara. Pero no era la heladera quien mantenía a toda la ciudad en vilo, como si el Naranco fuera un volcán a punto de erupcionar de un momento a otro. En el vetusto y destartalado convento de Santo Domingo algunos de los sacerdotes y seminaristas habían dormido mal porque conocían lo que se estaba gestando extramuros. La noche renqueó lenta o se deslizó rápida según los temperamentos. Cuando el horario se impuso los residentes iniciaron sus funciones. Ese día la misa fue más larga y en el desayuno, preparado y servido por ellos mismos porque los cocineros habían escapado, se aligeraron algunos temores por lo bajini, la regla respetada. Intentaron hacer oídos sordos a las explosiones que avanzaban desde San Lázaro como cuando el trueno se anunciaba desde detrás de las cumbres. Los profesores mantuvieron sin esfuerzos la disciplina. Pero el nerviosismo cundió entre los estudiantes cuando los disparos y los bombazos se hicieron tan evidentes que ignorarlos hubiera sido absurdo.

—¿Qué va a pasar? —dijo Juan José Castañón Fernández, de dieciocho años y que cursaba segundo de Filosofía.

—A nosotros, nada —apaciguó Ángel Cuartas Cristóbal, subdiácono de veinticuatro años.

—¿Cómo estás tan seguro?

—Porque no hemos hecho nada malo. Somos estudiantes.

—Pero somos religiosos. Y ellos desean aniquilar a la Iglesia, acabar con el clero —terció José María Fernández Martínez, en primero de Teología y de dieciocho años—. ¿No oyes los gritos, lo que dicen esas mujeres? Piden nuestra muerte.

—Siempre hay exaltados. Pero los mandos serán gente responsable —aseguró Ángel Cuartas—. Ahora están intentando tomar el control de la ciudad, rindiendo los cuarteles, lo que les llevará mucho tiempo.

—¿Y después?

—Depende de quién gane.

—Pero ¿y si ganan ellos? —insistió Jesús Prieto López, de veintidós años y en tercero de Teología—. Son muchos. Parecen imparables.

—Intentarán negociar su ideario con las autoridades. Nosotros no somos ningún botín de guerra —afirmó Ángel Cuartas.

—Admiro tu seguridad. Pero corre el rumor de que en el convento hay depósito de armas.

—Bueno, entrarán y como verán que no es cierto nos dejarán en paz.

José Manuel no estaba intranquilo. Había terminado el ciclo de Latinidad en Valdediós y cursaba segundo de Filosofía Escolástica. No le sorprendió el temor que apreciaba entre los compañeros pero sí la desorientación de los superiores paúles. No sabían qué hacer y recomendaban esperar. En las clases nadie prestaba atención a los temas. Los disparos cercanos, que habían sonado durante toda la mañana, cesaron, no así los distantes. ¿Qué habría ocurrido? Algunos habían oteado atemorizados la avalancha minera cuando pasaba rugiente por delante, hacia la derecha, camino de los cuarteles. El silencio significaba la rendición de una de las partes. ¿Quién habría vencido? En la incógnita la gran iglesia se fue llenando de atemorizados estudiantes, algunos impregnados con la mística del fatalismo.

De repente, justo a las cuatro de la tarde, oyeron los impactos de las balas en la fachada principal del convento. Significaba que la Guardia de Asalto y la Comandancia de Carabineros habían sido arrolladas por los revolucionarios, que ahora estarían lanzados sobre la guarnición que el Ejército tenía en el Pelayo, suponiendo que no lo hubieran tomado ya. Significaba también que les consideraban un objetivo militar y parecía que iban a tomarlo a sangre y fuego. Ya no hubo dudas. Había que escapar. Sin tiempo para organizarse muchos cambiaron a toda prisa el atuendo por ropa seglar, José Manuel entre ellos, y se abalanzaron hacia la parte de atrás que daba a un gran prado y a la vía del ferrocarril minero El Vasco, medio de transporte para el carbón desde las cuencas hasta el puerto de San Esteban de Pravia. Se descolgaron por las ventanas y corrieron a la desbandada tratando de dispersarse por el monte, solos o en grupos. Otros grupos, entre ellos quienes no habían renegado de la sotana, prefirieron refugiarse en las casas adyacentes.

En la febril huida José Manuel se vio atrapado en un grupo que comandaban Ángel Cuartas y José Méndez Méndez, también subdiácono y de veintisiete años. Bajaron a un sótano que parecía haber sido carbonera. Allí encontraron escondido a Esteban Sánchez, un padre dominico. Hacía un frío tremendo. Pocos tenían ganas de hablar y cuando lo hacían era en susurros. Fuera se oían gritos y detonaciones. La oscuridad les cubrió y se arrinconaron unos con otros en el húmedo suelo para pasar la noche. El tiempo avanzó. Las campanas de la catedral habían enmudecido y en su lugar surgían disparos de los revolucionarios apostados en la torre. Nadie sabía en qué parte de la madrugada estaban.

—¿Alguien tiene reloj? —musitó José Manuel. Ninguno tenía.

—¿Para qué quieres saber la hora?

—Debemos escapar ahora que es de noche.

—Estás loco. Precisamente a estas horas nadie puede circular —señaló Mariano Suárez Fernández, de veinticuatro años y ordenado de menores—. Seguro que esa gente disparará a quien no sepa el santo y seña.

—Éstos no tienen santo. Se llamará de otra manera.

—Consigna. Lo llaman así.

—Vale, pero no la sabemos.

—Éste tiene razón —dijo José Méndez—. Tendremos que salir en algún momento. Mejor ahora.

—Esperemos a que se haga de día.

—Entonces nos atraparán y no sabemos lo que nos harán.

—Nos matarán.

—¿Otra vez? —dijo Gonzalo Zurro Fanjul, de veintiún años y que cursaba segundo de Teología—. ¿Por qué no te calmas?

—Nos estaban disparando. Por eso escapamos. ¿Quieres mejor prueba?

Hablaban sin verse, intentando conocerse por las voces.

—Si nos entregamos verán que no tenemos nada que ocultar —adujo Gonzalo Zurro—. Propongo que esperemos a que se haga de día y salgamos. Y que recemos.

Pero José Manuel no estaba preparado para ser martirizado.

—Yo salgo ahora —dijo.

—¿Quién habla?

—Soy José Manuel González.

—Ah, el más joven. Deberías confiar en el instinto de los mayores.

—Yo soy mayor y estoy de acuerdo con él —dijo José Méndez.

—¿Adónde pensáis ir?

—A encontrar un sitio mejor, una casa abandonada. Esta no parece estarlo y los dueños pueden venir y denunciarnos.

Tanteando se dirigieron a la puerta. Al abrirla un atisbo de claridad delimitó sus figuras.

—Que Dios os guíe.

—Que Él os cuide.

Subieron con cuidado los escalones, tropezando, hasta dar con la siguiente puerta. La cruzaron y salieron al callejón. Se asomaron. Todo estaba en penumbra y se oían disparos y cañonazos de forma continua, no muy lejos. Caminaron unos metros y vieron una casa con partes derrumbadas, sin signos de vida. Aun siendo más joven, José Manuel dirigía. Se adentraron y caminaron sobre cascotes. La casa era de dos plantas. Ascendieron, esquivando los desprendimientos, y se guarecieron en una especie de palomar lleno de agujeros, bajo una parte indemne del tejado. Se acurrucaron y dejaron pasar las horas temblando de frío y sin poder pegar ojo.

Amaneció el domingo que nunca olvidarían. Oyeron voces y ruidos. Se asomaron sigilosamente. Unos milicianos armados estaban frente al callejón que abandonaran la noche anterior. Salieron siete seminaristas. Les pusieron en fila india y los vieron caminar hacia la carretera de Santo Domingo y desaparecer en el cruce, seguidos por varias prostitutas blasfemantes. No cesaban los disparos. Tiempo después llegaron otros rebeldes encañonando a un seminarista y se plantaron frente al convento. Con dinamita volaron la puerta y parte de la fachada. Entraron todos. Más tarde los vieron salir llevando a otros dos seminaristas que habían permanecido escondidos y al rector Vicente Pastor. A él le reconocieron pese a la distancia pero no a los compañeros. Llegaron unas mujeres gritando.

—¡Mataron a los que sacaron antes! ¡Acabar con éstos también!

—¡Sí, matarlos a tos pa questo sarregle!

Los llevaron calle abajo, con las mujeres de recua. Aparecieron otros milicianos que colocaron más cargas en el desmochado edificio. La explosión derribó la mitad del mismo. Insatisfechos, echaron un caldero de gasolina. Las llamas se extendieron con rapidez y hasta las piedras parecieron arder.

—¡Registrar los alrededores!

José Manuel y José Méndez retrocedieron y se colocaron tras un parapeto de tablas y escombros. Pasó un tiempo. Oyeron crujir el suelo y dos sombras avanzaron hacia el lugar que ocupaban. Empujando las sombras aparecieron dos milicianos armados.

—Mira, mira. Dos pajaritos pal cementerio.

A punta de fusil les hicieron bajar a la calle entre los vítores de las mujeres.

—¡Cogieron a otros!

—¡Que los maten aquí mismo!

—¿Pa qué matarles? Nanecho na —se atrevió a decir una, entre otros rostros acobardados.

—¡Hay que eliminar a tos los que viven a costa el pueblo! ¡Viva la Revolución! —gritó otra.

Un miliciano se acercó. Llevaba el fusil en la mano derecha como si fuera una maleta. Era tan alto como José Manuel y tenía su misma contextura delgada. Presentaba la imagen del revolucionario aguerrido. Sucio, boina calada hasta las cejas, barbado, chaqueta sobre el mono azul, ancho cinturón de cuero, botas y morral. José Manuel le notó un parecido con alguien conocido, impreciso en ese momento.

—Yo me hago cargo. Seguir por otro lado.

—Son míos, yo los vi… —protestó el que mandaba. Cuando vio los ojos del recién llegado, se atragantó—. Vale, vale. Son tuyos.

El minero señaló el prado a los seminaristas y les hizo caminar cuesta abajo hasta llegar a las vías del ferrocarril. Los paró tras una caseta de obras. Había gente a lo lejos, nadie cerca.

—Hacer exactamente lo que os diga —dijo, pareciendo que no había abierto la boca. Hurgó en sus bolsillos—. Poneros estas boinas, ensuciaros las ropas y rasparos los zapatos para envejecerlos.

Anduvieron hacia el sur, junto a las vías, hasta la fábrica de explosivos la Manjoya. Pasaron la estación y siguieron por la vía hacia el oeste sin detenerse. José Manuel tenía frío, hambre y estaba cansado. Supuso que al silencioso fusilero le pasaría lo mismo aunque su ritmo decidido daba sensación de gran vigor.

Tiempo después llegaron a Las Caldas y luego a Fusa. En todas las estaciones había mineros gesticulantes, casi todos armados. Ya de noche alcanzaron Trubia. La estación y calles principales hervían de gente llena de ardor combativo enarbolando fusiles. Los saludos con el puño en alto eran repetidos, así las coreadas consignas. El desconocido les hizo caminar hasta las afueras donde varias casas desperdigadas hacían frontera con el campo. Abrió la puerta de una de ellas y les hizo pasar. Raspó una cerilla y encendió un candil de aceite. Era una vivienda de una sola pieza, llena de bártulos, un camastro en un rincón y dos ventanas cubiertas con lonas. En otra esquina el lugar para el fuego, ahora apagado. Hacía tanto frío como en la calle. El desconocido dejó el fusil en una pared y buscó en una alacena. Encontró pan duro como único alimento y lo puso en un banco corrido. Luego echó agua en una jarra y acercó unos vasos. Les invitó a sentarse y a roer los mendrugos, haciéndolo él mismo. Luego los miró.

—Esta casa ye de un amigo que anda por ahí batallando. Lo despidieron de la mina. Ya veis cómo viven en nuestra tierra los que nada tienen. Lo que coméis ye parte de lo frecuente. Quizá podáis comprender algo de lo que ocurre fuera de la Iglesia.

José Manuel entendió que no era una invitación a la conversación. Le contempló sin insistencia, de soslayo. No era posible adivinar su edad, con aquella pinta de guerrillero, pero no cabía duda de su juventud. Su voz era bien timbrada, con fuerte entonación asturiana. Tenía manos fuertes, de largos dedos, y una mirada profunda. Algo en sus ojos azules le resultaba tranquilizador, cercano, conocido, como si se contemplara en un espejo. Tuvo un estremecimiento. Acababa de encontrarle parecido con él mismo.

—Gracias. Le agradecemos… —intentó.

—Sabemos lo que es la vida mísera —interrumpió Méndez con prudencia—. Yo, y supongo que mi compañero, soy de familia muy humilde. Muchos hermanos, poco futuro. Por eso no entendemos que nos quieran matar.

El barbudo lo miró y Méndez se estremeció.

—En realidad no ye a vosotros a quienes odian sino a vuestras sotanas, a lo que representáis. Siglos de preponderancia de una institución distanciada del pueblo y complaciente con el poder, del que forma parte. —Recogió las migas, las puso en el cuenco de la mano y las llevó a la boca—. Hay muchas formas de matar. Ahora mismo multitud de niños son matados por las enfermedades producidas por la desnutrición. —Bebió un largo trago y se levantó—. Supongo que estaréis deseando volver a vuestros hogares. ¿De dónde sois?

—De Navia.

—De Lena.

—Hay un pasillo que cruza el Nalón y conecta con Grado, Cornellana, Salas, La Espina y Luarca. Se dice que de Galicia ha partido una columna del Ejército al mando del general López Ochoa y que avanzan por ese pasillo, aunque les costará porque oponemos fuerte resistencia. En Navia no hay lucha. —Miró a José Manuel—. Hemos tomado Pola y otros pueblos de Lena. Por ahí no hay camino para ti. Puedes ir hacia Avilés. Dicen que a ese puerto y al de Gijón se dirigen barcos con tropas legionarias. Deberás caminar hasta El Escamplero y llegarte a Marinas. Allí decides si seguir a Avilés o desviarte a Gijón. Aquí no podéis estar. Mañana tenéis que marchar antes de la amanecida. —Miró a Méndez—. Ten cuidado de no quitarte la boina. Si te ven la tonsura lo pasarás mal. Yo he de irme ahora. No debiera venir nadie. Si así fuera, no abráis. No encendáis el candil, salvo necesidad. —Se acercó a un rincón y de un revuelto de ropa extrajo dos chaquetones muy gastados—. Ponerlos. Os quitarán el frío y disimularéis. Al marchar llevaros el resto del pan y una cantimplora. Cuando salga, trancar con la aldaba. Salud y suerte.

Cogió el fusil, apagó el candil y abrió. Un turbión de aire frío se abalanzó hacia dentro. Vieron su silueta marcándose en el vano unos momentos y luego regresó la calma al cerrarse la puerta. Los seminaristas se miraron.

—¿Sabes? Ese tío se te parece mucho —señaló Méndez—. Si se quitara la barba podría pasar por tu hermano. O al revés.

El comentario de su compañero reforzó la impresión en José Manuel. Eso podría explicar que sintiera tan gran desazón cuando le vio marchar. Era como si se hubiera ido una parte de él.

—Iré a Navia por ese pasillo —dijo Méndez.

—Yo a Gijón, y de allí a Villaviciosa.

Se acostaron y, acostumbrados a madrugar, se levantaron cuando la noche seguía negra.

—Nos despedimos aquí. Cuando lleguemos al cruce cada uno seguirá su suerte. Que Dios nos ilumine —dijo Méndez.

Se abrazaron y salieron, cruzándose con sombras presurosas. Más tarde, solo en el camino, José Manuel volvió a pensar en el minero misterioso que les dio la oportunidad de salvar la vida. Quizá nunca sabría quién era y por qué lo hizo.