Madrid, abril de 1941
… y cuento cada nube
para no olvidar nunca
cómo crece la nieve alrededor del miedo
y se amontona el silencio sobre el mundo.
ROSANA ACQUARONI
Temprano en la mañana tía Julia llegó a la Basílica de la Milagrosa en la calle de García de Paredes. Era un edificio sobrio con fachadas de ladrillo oscuro y dos torres gemelas que, desde su construcción a principios de siglo, funcionaba como iglesia y sede de la Congregación de la Misión, como se denominaban los Paúles. Pasó por la puerta lateral y accedió directamente a la sacristía. El sacristán no se extrañó de verla aunque sí a esa hora primera.
—¿Qué traes, hermana?
—Deseo ver al hermano Iñigo.
—Está en el despacho capitular. Pasa. Conoces el camino.
Tía Julia cruzó el jardín y entró en la oficina, una sala grande revestida de paneles y puertas de madera que ocultaban las ropas, cálices y demás objetos litúrgicos. En el centro, una mesa grande despejada sobre la que un clérigo en sotana leía un libro. Se levantó y mostró una estatura mediana y una delgadez acentuada.
—¿Qué puedo hacer por ti, hermana?
—Verá, hermano —dijo, sacando dos cartas de su bolso—. Quisiera que me dijera si la letra de estas cartas es la misma, si están escritas por la misma persona. Usted es una autoridad en grafología.
El religioso la miró.
—¿En qué andas metida, hermana?
—Nace una duda dentro de mí y necesito eliminarla.
—Bueno, déjamelo y vuelve mañana.
—Hermano Iñigo, ¿no podría hacerlo ahora? Sé que está muy ocupado, pero necesito saberlo ya.
El vio la ansiedad de la mujer.
—Bien. Espera en la iglesia.
Tía Julia pasó a la gran nave y se sentó en un banco. No era muy lista y siempre le costó comprender las cosas, pero lo que aprendía se le quedaba fijado como una arruga. Por eso supo la diferencia que existía entre un hermano y un padre paúl y que había una relación hermanada entre los Paúles y las Hijas de la Caridad porque ambas congregaciones fueron fundadas en París en el mismo lugar por el sacerdote diocesano San Vicente Paúl y Santa Luisa de Marillac, respectivamente, durante el primer tercio del siglo anterior. También sabía que hacían votos directamente a Dios, no al Papa, que el Superior General estaba en Roma y que los que dirigían los centros en España eran designados como Provinciales o Visitadores, siendo el Principal el de ese templo de Madrid donde tenía la residencia con su secretaría y sus archivos.
Miró la imagen de la Virgen en lo alto de la pared situada detrás del altar. No había retablo sino varias hornacinas y ella estaba en la más grande, en el mismo centro. La estatua, de elegante factura y un rostro de gran belleza, necesitaba una mano de pintura en su manto azul cuando menos. Tenía los brazos apuntando al suelo con las palmas hacia delante y sus dedos parecían irradiar energía y sosiego. Su coronada cabeza se refugiaba en un nimbo dorado. La llamaban La Milagrosa y no todo el mundo sabía que representaba a dos mujeres. Ella conocía bien la historia. Una noche de julio de 1830, mientras dormía, a la novicia Catalina Laboure se le hizo presente un niño en su celda del noviciado de la casa Madre, que pidió se vistiera y le acompañara a la capilla. Allí le esperaba la Virgen, con la que estuvo hablando más de una hora. Se lo contó al director espiritual, quien velaba por las virtudes teológicas y les animaba en el servicio hacia los necesitados. Al principio los padres tuvieron dudas, mas en su narración había múltiples detalles que no podían ser ignorados. A partir de ahí fueron varias las apariciones del niño y la Virgen. Catalina empezó a realizar milagros que Ella le dictaba. Los sacerdotes, convencidos de la aparición de la Virgen a la joven, acuñaron cientos y luego miles de medallitas con una imagen que trataba de ser fiel a la figura que viera la doncella. Y grabaron una leyenda que afirmaba el convencimiento de que la aparecida era la Inmaculada Concepción: «Oh María sin pecado concebida, rogad por nos que recurrimos a Vos». El mensaje saltó a todos los países de Europa y veinticinco años después Pío Nono lo estableció como dogma de fe, sentencia que consideraba pecado mortal el no creer en la pureza de la Virgen. Fue también desde entonces que la Virgen Inmaculada y la Milagrosa se unieron en la misma imagen aunque, sorprendentemente, la antigua novicia no estaba canonizada.
En el silencio de la gran sala en la que tantas veces oró, tía Julia pidió que compensara su devoción no con un milagro sino con la verdad deseada. Y luego, sin poder evitarlo, se encontró rememorando el pasado. Veía a aquel asturiano que apareciera por el barrio. Era muy atractivo a pesar de tener esquirlas negras clavadas en su piel. Apareció en el camión repartidor de una empresa minera de Mieres, supliendo al habitual. Los camiones viajaban de noche y llegaban a primera hora de la mañana a la carbonería concertada. Al principio llegaban al atardecer y dejaban el camión aparcado en la acera hasta el día siguiente, pero hubieron de cambiar el horario porque por las noches les robaban buena parte del carbón. Había sitio de sobra en las calles al ser pocas las personas que disponían de automóviles. Ocasionalmente algún taxi aparcado o un coche de importación perteneciente a algún destacado vecino. El camión estacionaba a la puerta de la carbonería y el conductor se subía a la caja y, con los pies metidos en el negro producto como si estuviera pisando uvas, echaba a paladas la antracita a la acera, de donde el ayudante la recogía y cargaba en una carretilla para llevarla a la tienda. Terminada la operación se desplazaban a otra carbonería mientras el carbonero barría la acera. Concluida la descarga, el camión vacío, se iban a habitaciones de alquiler concertadas donde se aseaban y descansaban el resto del día para retornar a Asturias en la noche siguiente.
En una de esas tardes su hermana bajó a La Bodeguilla y a sus románticos ojos se enganchó la recia figura del hombre del carbón. Y allí selló su suerte para siempre porque, tras varios servicios de reparto, se fue con él. Era viuda desde seis años antes y no había desistido de encontrar acomodo a su juventud y a su necesidad de amor.
Imborrable el recuerdo de cuando la acompañó a la estación del Norte a coger uno de aquellos expresos. Junto a ella, Carlos, de ocho años. Cuando el tren marchaba aún se veían sus manos agitándose en la ventanilla como mariposas espantadas hasta que todo se fundió en las sombras. Y luego sus cartas, pletóricas de vida y felicidad junto a aquel minero; cartas que fueron espaciándose con el tiempo. Y un día, la noticia terrible en letra de Carlos: «Mamá murió con Víctor al caer el camión por un barranco». Ella no pudo acudir al entierro ni al velatorio por falta de medios económicos, aunque el padre Gabriel le dedicó una misa.
Carlos escribía muy de tarde en tarde sin decir con quién vivía. No quería volver porque allá estaba la tumba de su madre y había entrado a trabajar de ayudante de minero. Se consideraba más asturiano que madrileño y vendría a verla cuando tuviera algún dinero ahorrado. Y luego la guerra y su silencio prolongado, ya perdido su contacto, con las cartas devueltas hasta que de nuevo empezaron a llegar. Y al fin el día venturoso en que llamó a la puerta y se presentó, reconociéndole de inmediato. Entonces, ¿por qué la duda estaba en ella? Como la cizaña, las palabras de su hijo Alfonso se habían introducido en su ánimo, imperceptibles al principio pero insoportables al paso de los días. Sólo la prueba de escritura podría darle el refrendo a su convicción.
Una hora más tarde el sacristán le pidió que la acompañara hasta la biblioteca, que era grande y estaba llena de libros encuadernados en piel oscura. La primera vez que ella estuvo en ese lugar sintió la impresión de que los libros no habían sido tocados durante años y que eran como si los que los escribieron estuvieran dentro de ellos, prisioneros sin voz, esperando una oportunidad para escapar. La claridad entraba por altos ventanales. El hermano Iñigo le indicó un asiento junto a una mesa alargada llena de objetos. Una lámpara portable empujaba su luz sobre las cartas. Al lado, dos lupas potentes, varios lapiceros y una regla milimetrada junto a un cuaderno de notas. Iñigo le sonrió.
—No es fácil la peritación porque hay notables diferencias en los soportes. Como sabes, esta carta —señaló— es de hace años y de papel superficialmente granulado. Está escrita a lápiz y tiene tachones y faltas ortográficas. Esta otra hoja es reciente y tiene menos satinado. Se escribió en tinta y los bordes de las letras están algo corridos porque el papel ha funcionado ligeramente como secante. Tiene faltas de ortografía pero bastante menos. —Hizo una pausa sin tratar de buscar ningún efecto sorpresa—. He hecho comparativas de los trazos, inclinaciones, tamaños de letras e incluso he analizado los contenidos para situar la personalidad de cada escritor. Bien. Salvando todas las diferencias, puedo decirte sin grandes dudas que la letra es la misma. Quien escribió las dos cartas parece que fue la misma persona.