Tauima, Protectorado de Marruecos, abril de 1941
Y el aire se deshacía en espumas
con el templado color de la mañana.
ALMUDENA URBINA
El coronel del Tercio hizo formar a todas las banderas en la gran explanada. Unos altavoces carraspeaban antes de que su voz atronara.
—En esos montes que podéis ver en la distancia, más allá de Zeluán, está Monte Arruit. En 1921 murieron allí, en Annual y en Igueriben, diez mil soldados españoles. No existía la Legión. Si hubiera estado, aquella matanza no se hubiera producido.
»Cumplimos nuestra misión pacificando este país. Y ahora, en el horizonte, aparece otra misión: La de luchar al lado de los alemanes, que se baten bravamente contra las mayores potencias de Europa.
»Nuestro Caudillo ha apostado por apoyar a Alemania, aunque no ha dicho de qué forma. Nosotros deseamos que España entre en esta guerra europea para devolver a Hitler la ayuda que nos prestó en la eliminación de los comunistas de nuestro país. Y también para demostrar que somos los mismos que dominaron Europa durante siglos, aunque hayamos estado dormidos durante las dos últimas centurias. Así que debemos estar preparados para entrar en combate. No vamos a hacer ejercicios rutinarios como si tuviéramos las tareas hechas. A los nuevos se les someterá a una instrucción intensiva para adelantar la Jura de Bandera. Y luego, a prepararnos a fondo para lo que venga, demostrando, una vez más, que somos una unidad de combate sin comparación.
En su mayoría, los legionarios distaban de ser gruesos. No podían serlo por la secular carencia de alimentación en la gran masa poblacional del país. Tampoco eran altos y atléticos como los soldados alemanes, americanos y británicos que mostraban los noticiarios y las películas. En realidad, y salvo excepciones, eran un conjunto de hombres escuchimizados que, sin tareas guerreras y con la buena comida legionaria, podían hacer prominentes sus buches y glúteos, lo que lastraría la actividad corporal. El comandante de la 2.ª Bandera, al igual que los demás mandos, sabía que resultaría imposible transformar en atletas a esos desarraigados, algo que por lógica conseguirían las generaciones posteriores. Pero sí podía, en consonancia con las ideas del coronel, conseguir que fueran unos resortes prestos a la acción, incansables y eficaces en su condición de soldados.
Desde el primer día Carlos demostró su aptitud para cada prueba. Los sargentos instructores se admiraron de su habilidad y rapidez en el montaje y desmontaje del Máuser y su conocimiento y nombre de cada pieza. En los ejercicios de instrucción y en las paradas iba de gastador, por su estatura, llevando el paso sin titubeos. En tiro quedó muy por delante de los demás, una puntuación tan alta que asombró a los superiores. No era normal.
—¿Dónde aprendiste a tirar con esa puntería? —le preguntó el teniente Martín.
—No aprendí en ningún sitio. Supongo que es algo innato.
La Jura fue un mes después, y de inmediato comenzaron los planes advertidos por el coronel. Tres días por semana hicieron marchas y maniobras en ropa de faena con todo el equipo: correaje con cartucheras, bayoneta, Máuser, mochila con vituallas y utensilios, y manta, sin olvidar las ametralladoras ligeras MG-34 de 7,92 mm para uso de los veteranos aunque, por triplicar el peso de los mosquetones, los hacían cargar a los más torpes. Fueron a Tistulin, donde acababa la línea ferroviaria, y luego a Kandussi, a Dar Drius y a otros lugares, cruzando barrancos, sorteando ríos, subiendo montes, atravesando quebradas, hiriéndose en los nopales y tropezando en los bosquecillos de jarales. Conquistaron posiciones de otros Cuerpos, a veces con fuego real simulado. Este tipo de operaciones consistía en que un grupo seleccionado disparaba balas de verdad a los claros, entre los espacios de los hombres, sin peligro para ellos, con el fin de que se acostumbraran a escuchar el ruido de los proyectiles y «sentir» lo que es estar en una batalla de verdad. Los tiradores eran oficiales, suboficiales y veteranos de alta puntería. Más de una vez, sin embargo, algún soldado había sido herido de bala por accidente, pero ello formaba parte del riesgo en este tipo de instrucción, igual que las roturas de tobillos, piernas, brazos y cráneos por caídas en los salvajes terrenos, lo que daba trabajo intenso a los camilleros y hacía que el hospital tuviera gran actividad.
Dormían en tiendas de campaña y, a veces, a la intemperie, viendo tantas estrellas y tan juntas que parecía que les iban a caer encima de un momento a otro. Ya no había un solo soldado cansado. Podían correr con toda la carga y no llegaban bufando a las metas. Sin embargo, no les faltaron días para el paseo. Carlos y Javier, como otros, iban en los autobuses de la Hispano a los bullangueros cafetines de vino y grifa de Nador, población creada por España en las arenas salinas y situada a unos seis kilómetros del cuartel. Carecía del peso y la importancia de Melilla pero era un lugar grande, con casas de piedra, lleno de gente, con restaurantes, bares, pensiones, todo tipo de tiendas y oficinas, y hasta un cine.
Una tarde, en un bar-burdel de ambiente sahumado, una de las chicas se arrimó a Javier, que ocupaba una mesa junto a Carlos.
—Cómprame, legionario bravo.
Era una española muy joven, de pestañas como abanicos y boca diseñada para acostar los males del mundo. Javier se quedó sin habla, tanta era su belleza.
—No te vi antes.
—Vine de Málaga la semana pasada. Te he observado. Me gustas.
Javier se levantó, entre galante y hechizado.
—Siéntate con nosotros —ofreció, balbuceante.
—Debes invitarme a una consumición.
—Claro, claro…
Ella pidió coñac y cerveza, que no tocó.
—No bebo. Podéis tomarlo vosotros.
Era temerosa de palabras pero pródiga en sonrisas avaladas de deslumbres. Dijo llamarse Marina y tener diecisiete años. Javier había quedado despojado de su vivacidad habitual y Carlos se limitaba a asistir a tan insospechado como intenso despliegue de sensaciones. Al rato, un legionario se acercó y pidió a la chica que le acompañara para un servicio. Ella miró a Javier.
—Lárgate —espetó él, la ira rondándole—. ¿No ves que está con nosotros?
—Bueno, es que como no…
Se alejó. Marina miró a un lugar entre las sombras y se puso en pie, urgida.
—Tengo que trabajar —dijo, un hilo de voz—. Si tú no…
—Espera, espera —articuló él, levantándose también—. Es que no… Bueno, ¿cuánto cobras?
—Cincuenta pesetas. Para ti, veinticinco.
—Vales mucho más. Te daré todo lo que tengo. Y serás sólo mía. Para siempre.
Las conversaciones y la música parecieron desaparecer en el embrujo. Ella parpadeó, vencida de sorpresa, y por un momento Carlos notó que un ligero viento había movido el saturado aire, como si lo hubiera originado la chica al mover sus pestañas.
—Para siempre es mucho tiempo.
—No sé quién eres pero sé quién serás desde ahora.
Carlos los vio difuminarse en el umbrío rincón que daba a los aposentos interiores. Siguió bebiendo su cerveza. No se extrañó del impulso avasallador de su amigo. Ciertamente era una de las mujeres más bellas que nunca viera. Una hora después la pareja regresó a la mesa. Ella portaba ropa en un brazo y asía un bolso de cordobán.
—No volverá aquí —dijo Javier—. Alquilaré una casa en Tauima. Me casaré con ella.
No eran pocos los legionarios que se casaban con prostitutas. Se aseguraba que se convertían en mujeres de fidelidad a toda prueba, abnegadas en el mantenimiento de la armonía conyugal. Carlos no imaginaba, sin embargo, una pasión tan fulminante. Así, de sopetón, como si les hubieran alcanzado todas las prisas del mundo. Sabía, empero, lo frágil de la línea que equilibra el raciocinio y lo irracional porque él había experimentado el mismo hechizo con Cristina, tan lejos ahora pero siempre en sus entrañas. La diferencia estaba en que él no podía casarse porque la mujer de sus sueños no tenía el consentimiento paterno y se regía por las normas tradicionales, donde la obediencia a los mayores era un factor determinante.
Al salir, un tipo grande vestido de paisano y con el pelo negro abrillantado les interceptó en la puerta. Tenía la nariz tan ladeada que parecía albergar un solo agujero. Detrás de él dos fulanos de la misma ralea. A pesar del calor cargaban con trajes de buen corte.
—¿Adónde coño vas? —habló a la mujer.
—Conmigo —dijo Javier.
—¿Y tú quién eres?
—Su marido.
El otro emitió un sonido raro con la boca, algo parecido a una risotada, y luego intentó coger a Marina de un brazo. El puñetazo de Javier lo lanzó contra el suelo y allí se dejó la risa. Al levantarse echaba humo y tenía en la mano una navaja grande, surgida como por arte de magia. Seguramente la emboscaba en su manga y la descubría mediante un resorte.
—Esta puta es mía y nadie me la va a quitar.
Javier sorteó el arma y lo volvió a lanzar al suelo de otro puñetazo.
—No te permito que hables así a mi mujer. Ya no es una puta.
El proxeneta volvió a levantarse y el ambiente se llenó de tensión. No había soltado la navaja.
—Venga —dijo Javier—. Te enderezaré las napias.
El macarra especuló sobre lo que le convenía hacer. Miró al largo legionario, que permanecía junto a su agresor, y luego a los otros, todos con sus ojos fijos en él. Seguro que si intentaba algo le caerían encima. Eso de «¡A mí la Legión!». Se aquietó. Buscaría mejor ocasión. Sujetó su encono, se apartó y dejó que marcharan los tres.
—Estaré con ella —dijo Javier al llegar a una de las casas—. Volveré antes de la lista de retreta. No te preocupes.
Carlos esperó hasta que la puerta se cerró. Se guareció en un soportal fundiéndose en la sombra. Tiempo después cesó en su vigilancia y regresó al cuartel.
Javier pasaba con ella los tiempos libres de cada tarde hasta el toque de retreta, hora de cenar con paso de lista previa. A veces, cuando la vigilancia nocturna estaba a cargo de su compañía, el enamorado hacía valer su necesidad ante el comprensivo centinela y escapaba saltando la muralla. Pasaba la noche y antes del toque de diana volvía de la misma forma. Una mañana, al traspasar las almenas en el regreso se encontró con la mirada alerta de un sargento de otra compañía. Estaba junto al vela, cuyo rostro había expulsado todo atisbo de color.
—Bien, bien. Así que saltándoos a la torera las más sagradas obligaciones de un centinela. Ya sabéis cuál será vuestro premio.
Fueron enviados al pelotón de castigo durante una semana, durmiendo cada noche en el calabozo. Carlos fue a verle la primera tarde antes de la cena. Ya había observado los duros ejercicios a que fue sometido junto a los otros condenados. El habitáculo estaba situado dentro del Cuerpo de Guardia. Era grande, con tres literas de tres catres, todos ocupados. Les llevaban las comidas y hacían sus necesidades en las letrinas del conjunto de Guardia. Javier se acercó a los barrotes.
—¿Cómo estás?
—Baldao. Esos tíos que mandan son unos cabrones.
—Ten paciencia. Siete días pasan pronto.
—No me quejo. Pero la echo de menos y temo que le ocurra algo.
* * *
El hombre llevaba ropa vulgar y un sombrero deformado. Sólo destacaba de los demás por su corpulencia. Un poco por detrás de él, y vestido de la misma guisa, un sicario. Fueron acercándose a la casa sin prisa, deteniéndose en los puestos de mercadillo y mezclándose con la gente. Era hora mañanera y todos los militares estaban en sus faenas, lejos del poblado. El hombre cruzó una seña con su compinche y luego se adentró en el callejón que llevaba a la casa de Javier. Al aproximarse, una forma alargada salió de la sombra y se paró delante. El proxeneta quedó paralizado por la sorpresa.
—¡Tú, otra vez! —dijo, reaccionando y sacando la navaja al tiempo que su secuaz.
En el duro forcejeo, Carlos se empleó a fondo sabiendo que le iba la vida. Al acercarse gente, el fornido decidió huir con su compinche, ambos renqueantes y con el cuerpo desordenado. Dos navajas estaban en el suelo pero una de ellas había cumplido. Carlos supo que estaba herido cuando vio la sangre salir de su abdomen.
Fue operado con urgencia en el Hospital Militar de Melilla, tras unas rápidas curas. En la convalecencia acudieron a verle el capitán Rosado, los tenientes y los sargentos. Y Javier, con la mujer de ojos inusitados por la que cobró la herida.
—¿Cómo supiste que ese cabrón lo intentaría?
—Pagué a uno de confianza para que vigilara. Vino a decirme que el sujeto rondaba. No quise preocuparte pero debía protegerla mientras tú estabas en el Pelotón. El permiso que pedí para asuntos familiares y estancia en Melilla fue para estar al acecho. Me instalé en casa de mi informador. Al tercer día apareció el matón.
—Casi te matan por mí… Puedes contar conmigo para siempre —dijo Javier, intentando que las lágrimas no le fluyeran.
El asunto salió en la Orden del día y fue muy comentado, no sólo en el Tercio. Se hicieron discursos acerca de la solidaridad y ejemplaridad legionaria. En pocos sitios los hombres actuaban así en defensa de un compañero. El suceso llenó de orgullo a los soldados y constituyó tema de conversación en todos los acuartelamientos de las distintas Armas instalados en esa zona del Protectorado.
El tipo grande de pelo acicalado fue buscado. Sus datos constaban en la Comandancia, pero de él y su sicario, ni rastro. Se dio orden de búsqueda, que abarcaba todo el territorio, y se enviaron despachos a la policía de España.
Diez días después Carlos fue dado de alta. Y todo volvió a la rutina. Pero el aviso no quedó en saco roto. Javier decidió casarse para acceder al permiso nocturno y a la residencia en el poblado, al igual que todos los legionarios casados. La boda, que formalizó el capellán de la bandera en la capilla, tuvo a Carlos como padrino destacado. Fue un acto sencillo y alegre, y hubo una pequeña fiesta en la que participaron los amigos, el capitán Rosado, el teniente Martín y los sargentos Ramos y Serradilla. Desde entonces los dos amigos sólo se veían durante el tiempo de sus obligaciones militares. Y el tiempo fue perseverando incansable.
Pero un sábado por la tarde llegó un compañero presuroso y se precipitó sobre la litera donde Carlos leía.
—¡Ven conmigo, rápido! Ha ocurrido algo.
Corrieron hacia el poblado. Delante de la casa de Marina había un corro de gente y la Guardia Militar. Subieron. Los estrechos pasillos se hicieron más angostos a medida que su imaginación se inundaba de los peores presagios. No había habitación, ni paredes, ni nada. Sólo ese cuerpo inerte, blanco rosado, como si dentro le estuviera naciendo una luz, los ojos de obsidiana escatimados. A su lado su amigo, desalojado de ira, sobornado de pesar, vacío de llanto.
Nadie dudó de la autoría del asesinato. El frustrado macarra habría pagado a alguien para cometer el acto. La Policía Militar hizo redada en toda la zona y cayeron algunos maleantes. No pudieron situar al sicario y la creencia final era que nunca se encontraría. Desde la Península se informó que el proxeneta seguía sin ser localizado.
Javier cayó en una enfermedad que pareció no tener cura y casi desertó de la vida. Fue ingresado en el Hospital Militar de Melilla donde Carlos iba a verle cuando estaba libre de servicios. Y al fin llegó el día en que se integró de nuevo en la milicia activa aunque su gesto ya no fue el mismo.