Capítulo 24

Madrid, abril de 1941

Existió una naranja,

pequeña como el mundo de tus ojos.

Fui incapaz de comerla

y la devolví al árbol nuevamente

por no verla morir entre mis manos.

ANA MARTÍN PUIGPELAT

Tía Julia llegó a casa con el devocionario y el rosario en la mano, y el velo protegiendo sus cabellos. Como cada día, venía de rezar el rosario en el templo de los Paúles. Había un gran trecho, mas eso le ayudaba a mantener a raya sus kilos. Al entrar en su cuarto sorprendió a Alfonso buscando en los cajones de la coqueta. Quedó sorprendida porque nunca antes había ocurrido cosa igual.

—¿Qué buscas, hijo?

Alfonso se conturbó. Entendió que era una falta de respeto hacer lo que estaba haciendo sin haberle pedido permiso. Pero consideraba que no tenía otra opción.

—Perdona, mamá. He estado viendo las fotos de Carlos de pequeño y las cartas de la tía, lo que te mostró cuando vino.

—¿Buscas algo en particular?

—Mamá, ¿qué sabes de Carlos?

Los cansados ojos de tía Julia mostraron su desconcierto.

—¿A qué te refieres?

—Sí. ¿Qué te ha dicho, dónde ha estado en tantos años?

—Bueno, no sé… La verdad es que no habla mucho. Ya le conoces.

—Precisamente por eso, porque no le conozco.

—Lleva con nosotros desde…

—Y seguimos sin saber nada relevante de él.

—Bueno, tampoco él nos hace preguntas.

—Nosotros sabemos quiénes somos. Esta es nuestra casa, aquí me crie, nos conoce todo el barrio. Él es un enigma que se ha instalado en nuestras vidas.

—Qué cosas dices. Es mi sobrino, el hijo de mi hermana, tu primo.

—¿Cómo lo sabes? ¿Qué evidencias tienes?

De repente la habitación se volvió un lugar asfixiante, con esas preguntas que establecían innecesarias sombras de sospecha. Ella dejó sus prendas en la cama y se sentó en una esquina.

—Me entregó la medallita del Cristo de Medinaceli que llevaba mi hermana y otra de La Milagrosa, que me compró porque sabía que era mi Virgen. Trajo las cartas, las fotos, su nombre está en su cédula…

—Una cédula sin foto.

—¿Adónde quieres ir a parar? ¿Olvidas la carta que un paúl de Oviedo mandó al Visitador diciendo que le había salvado de los rojos en el 37? Él entregó esa carta personalmente al Superior Mayor, quien me la dio. Voy a buscarla para…

—No es necesario, mamá. Ya la vi. Ocurre que… No sé.

—¿Te ha decepcionado en algo? ¿Su comportamiento no te satisface?

—No, no. Es un chico estupendo. Pero… Mamá, era un chaval cuando marchó a Asturias. No puedes recordar en él a aquel crío.

—¿Estás diciendo que no puede ser Carlitos? ¿Qué insinúas? Es mi sobrino. Lo tuve en brazos, lo siento cuando le abrazo. Siento en él a mi hermana, noto su latir.

Alfonso vio en los ojos queridos un brote de agua como si un pequeño manantial estuviese a punto de nacer.

—Mamá…

—¿Qué es lo primero que hizo al regresar a Madrid, trece años después? Nos lo dijo. Fue a rezar por ella al Cristo de Medinaceli, el preferido de tu tía. ¿Por qué iba a saber que era su Cristo? ¿Cómo podía saberlo sin ser él? ¿Por qué fue allí si no fuera el hijo de mi hermana? Además, ¿qué herencia viene a cobrar si somos igual de pobres? ¿Has visto en él algún rasgo de egoísmo?

—Claro que no, mamá. Sólo que…

—Nunca volví a ver a mi hermana, nunca pude ya escuchar su voz. Pero Carlos es ella. Es como si hubiera regresado dentro de él. Cuando miro sus ojos, tan profundos como el cielo, veo los de ella, mi hermana…

Él se acercó y apretó su cabeza contra sí. Fuera lo que fuese, aceptaría a Carlos como el primo que decía ser. No le diría a su madre que en la maleta tenía una pistola calibre 7,65. No. Nunca volvería a hacer llorar a su madre y dejaría que sus sospechas se aventaran en el fragor perdido.