Madrid, abril de 1941
¿Quién enterró ayer la última bala?
JUSTO BOLEKIA BOLEKÁ
Los inspectores Perales y Blanco llegaron a la hora de la comida, la mejor para sorprender a quienes buscaba la policía. Alfonso les abrió la puerta, pero no les invitó a pasar.
—¿Podemos…? —inició Blanco.
—No a estas horas. Vengan más tarde.
—No es por ti. Buscamos, a ese familiar tuyo, Carlos Rodríguez. Tenemos unas preguntas que hacerle.
—No está.
Perales le apartó y entró en el comedor seguido de Blanco. Tía Julia estaba sentada a la mesa y les miró por encima de las gafas. Perales no intentó disimular su impaciencia.
—Le mandamos un aviso de comparecencia. No contestó.
—¿Cómo iba a hacerlo si no vive aquí? Se lo dijimos al agente que vino con el aviso.
—¿Cómo que no vive aquí?
Alfonso hizo una seña a su madre, que se levantó y salió de la casa.
—Digan qué es lo que quieren.
—No seas pesado. Dinos dónde está.
—Haciendo la mili. Fue llamado a filas.
—¿A qué lugar?
—¿Para qué lo buscan?
Los dos policías se miraron. Blanco notó la frustración de Perales. Le vio cerrar y abrir la mano derecha y supuso que echaba de menos la palmeta.
—Han aparecido dos cadáveres en el cementerio donde fue encontrado tu primo. —Alfonso puso un gesto de estupefacción—. No estaban desnudos pero les faltaban los documentos. Aun así pudimos saber quiénes eran porque los identificaron las personas que denunciaron su desaparición.
—Eran dos hermanos y trabajaban de encargados en unas contratas ferroviarias, en la estación de Atocha —añadió Blanco.
—Sigo sin entender.
—Tu primo, antes de trabajar de albañil también estuvo en esa contrata.
La puerta se abrió y fueron entrando ocho hombres jóvenes, todos vestidos de azul y los escudos del yugo y las flechas refulgiendo en sus camisas. Desprendían gran vigor y sus ojos no albergaban propósitos de amistad. La tía Julia se quedó en la puerta, expectante.
—Ahora —dijo Alfonso— van a quitarse los sombreros y dar los buenos días a la señora. Estoy seguro de que se les pasó por alto mostrar la educación, que sin duda poseen.
Los ojos de Perales se llenaron de tormenta. Era inspector y miembro del Servicio de Seguridad Interior. Podía llevarles detenidos a todos a punta de pistola. Pero la realidad del momento pintaba otra cosa. El poder no estaba sólo de su lado. Sabía que Serrano Súñer había dejado la titularidad de Gobernación en octubre pasado para asumir Exteriores y que el Ministerio estaba dirigido temporalmente por el subsecretario José Lorente Sanz, falangista y fiel colaborador de Serrano, a quien tenía puntualmente informado de las cuestiones internas. Era como si el presidente de la Junta Política de Falange siguiera ejerciendo de ministro de Gobernación. También sabía que el director general de Seguridad, de quien dependía, seguía siendo José Finat y Escrivá de Romaní, falangista de la vieja guardia, secretario personal en su momento de José Antonio Primo de Rivera, aunque se hablaba de que lo nombrarían embajador en Berlín. No tuvo dudas de que a la mínima esos energúmenos ofrecerían resistencia y hasta les podrían dejar malparados. Y pudiera ser que en las actuaciones posteriores él llevara las de perder porque, además de invocar allanamiento de morada respetable, sin justificación ni orden judicial, los hombres de azul estaban tan protegidos de autoridad como ellos. Así que optaron por obedecer.
—Sus modales no intimidan a todo el mundo. Deberían saber medir sus pasos en ciertas ocasiones. Y ahora, antes de marcharse, quizá podrían explicar su especial interés por mi primo. Si han identificado a los estrangulados, poco les valdrá su testimonio.
El inspector jefe se tomó un tiempo para digerir su cólera. Habló como si tuviera un flemón en la boca.
—Los dos hermanos no murieron estrangulados. Recibieron un tiro en la cabeza.
—¿Un tiro? ¿Y qué tiene eso que ver con mi primo?
—No descartamos que él sepa algo y nos lo haya ocultado, como ocultó conocer al hombre estrangulado cuya foto le enseñamos en el hospital.
—¿Están seguros de que le conocía?
—Lo hemos confirmado. No sólo eso sino que, además de trabajar juntos, eran amigos. Por eso queremos saber en qué lugar está para hacerle unas preguntas.
—Tendrán que esperar cinco años a que vuelva. O a que venga de permiso.
* * *
Al caer la noche, a solas Alfonso con su madre, ella dijo:
—¿Crees que Carlos tiene algo que ver con esos muertos?
—No, de ninguna manera.
—¿Por qué no les has dicho que Carlos está en la Legión?
—Son policías. Que lo averigüen.
—Todavía no entendí por qué marchó a la Legión.
—Te lo expliqué. Fue llamado a filas porque no había hecho la mili. Prefirió ir a un cuerpo donde se come mejor y se gana más. Menuda diferencia. Si yo tuviera que hacer la mili también iría al Tercio. Aparte de ello, sabes que Carlos es algo extraño, quizá por haber estado solo muchos años. No deja nada atrás. Lleva consigo todo lo que tiene.
—¿Qué me dices de Cristina?
Alfonso miró a su madre y movió la cabeza.
—Demos tiempo al tiempo.
Más tarde Alfonso volvió a pensar en lo ocurrido con los policías. No le extrañó su comportamiento porque era la forma que tenían de señalarse, pero sí el cabreo que mostraba el jefe. Dejó la sensación de que creía que Carlos era o podría ser el asesino de los dos capataces. Qué estupidez. Estuvo un rato pensando. Luego miró en el dormitorio de su madre y comprobó que dormía. Fue a la habitación utilizada por su primo. En el armario había un traje con chaleco, un par de zapatos, dos corbatas, un pantalón y dos camisas, todo limpio y bien conservado. Carlos le había encomendado que lo vendiera todo y le enviara el dinero en la primera ocasión. Constituían todos sus bienes, además de la pequeña maleta situada encima del mueble. La cogió y la puso encima de la cama. Estaba cubierta por una funda de tela abotonada. La quitó y apareció una pieza bella, de buena madera, hecha sin duda por un esmerado ebanista. Tenía unas artísticas cerraduras, que abrió. Había varias cajas de regular tamaño. Manipuló en los cierres y levantó las tapas. Fue mirando en su interior. Cartas y fotografías, dos estrellas de cinco puntas, dos medallitas doradas, trece monedas de peseta, las «rubias» de la República, y un bulto envuelto en una tela. Se sentó en la cama y estuvo un rato pensando. Desenvolvió el bulto. Miró la pistola durante un largo rato antes de empuñarla. Era pequeña, negra y plana, muy manejable. Unos 800 gramos. Era una FN modelo 1921 fabricada en la ciudad belga de Herstal, bajo patente Browning, por la Industria Nacional de Armas de Guerra. Como gran aficionado a las armas y a la Historia sabía que era reglamentaria en el ejército belga y en distintas policías europeas, tal como la española, y que fue usada durante la guerra civil por los capitanes y comisarios de la República. También que con una del modelo 1910 un patriota serbio asesinó en Sarajevo al archiduque Francisco Fernando, heredero del Imperio Austrohúngaro, junto a su esposa Sofía en junio de 1914, lo que fue el detonante para el comienzo de la Primera Guerra Mundial.
La guardó en su lugar y luego miró hacia la noche a través de la ventana.