Capítulo 20

Valdediós / Pradoluz, Asturias, abril de 1932

Nullis boni sine socio incunda possessio est.

(De ningún bien se goza la posesión sin un compañero).

SÉNECA

José Manuel fue llamado al despacho del rector, recién terminado el desayuno. Tuvo un principio de temor porque de esas llamadas nunca surgían buenas noticias. ¿Qué habría hecho mal? Llamó quedamente. Al lado del director estaba su profesor.

—El propio que va a Villaviciosa cada semana a recoger el correo, trajo una nota del alcalde. Habían telefoneado desde Campomanes —dijo el rector, mirándole y analizando lo que veía. Ante él no estaba el asustado principiante sino un mozo alto y bien parecido, aunque seguía teniendo los ojos llenos de preguntas—. Toma, léela.

De esa forma se enteró de que su padre había sucumbido a la silicosis y que falleció cinco días atrás. Miró a ambos clérigos con desconcierto. Luego sintió un acceso de ira que se enredó dentro de sí mismo sin salir al exterior. Muerto, a los 44 años. Sin tiempo para llegar a beneficiarse de los proyectos que albergaba para él.

—Quiero ir a verle.

—Para qué. Ya lo enterraron.

—De todas formas, le ruego me permita ir.

—Si quieres rezar por él, puedes hacerlo desde aquí. Te acompañaremos en tu sentimiento. Espera a las vacaciones.

—Padre, necesito ir ahora. Quiero ver a mi madre.

—Tendrías que ir solo y ahora no es buen momento.

José Manuel sabía a lo que se refería. La República había llegado y por todas partes se producían manifestaciones en contra de los patronos, de los ricos y, fundamentalmente, de la Iglesia. Habían tenido algunas algaradas en los paseos desde entonces. En las primeras ocasiones, caminando en grupo por la carretera a Amandi, habían sido insultados y amenazados por mozos iracundos. Les llamaban cuervos, les piaban, se burlaban y algunos hasta pedían su muerte. En ocasión posterior, en Villaviciosa sufrieron una agresión. José Manuel se asombró de que algunos alumnos respondían a puñetazos y otros con palos que llevaban escondidos, lo que puso en desacuerdo a los furiosos. No creía que tal cosa pudiera ocurrir. Nadie le había dicho que repeler agresiones era permitido a quienes se formaban sobre la base de la bondad y el amor entre los hombres. Pero más se asombró cuando en el convento, al volver, los profesores avalaron esa conducta porque «hay que hacerse respetar por esa masa asilvestrada». Para evitar conflictos no les permitieron pasear fuera del valle y menos en solitario.

—Este mes se cumple un año de esa calamidad que ensombreció el país. Habrá exaltados que desearán celebrarlo. No te será fácil transitar por tu zona de nacimiento.

—Procuraré soslayar los problemas —aseguró.

—Bien. Tienes dos días de permiso. Te daremos dinero para el viaje. —Miró la hora en un reloj de bolsillo—. Mandaremos al propio a Villaviciosa para que telefoneen a Campomanes avisando de que llegarás a mediodía en tren. Que Dios te guíe.

Media hora más tarde subió andando los tres kilómetros hasta San Pedro de Ambás, el pueblo grande situado en plena carretera general para coger el autobús que lo llevaría a Oviedo. Era el camino usado por los que escapaban del convento. Chicos que tenían otros planes para sus vidas y que no aguantaban el severo régimen. También los que fueron desestimados. Pero el seminario estaba bien provisto de estudiantes porque otros llegaban para que la rueda siguiera girando.

El autobús era un «Imperial» de la línea Salustio. La gente le miraba porque no era frecuente ver a un seminarista solo en esos tiempos. Subió a la parte de arriba, sobre el techo, al aire libre. La superficie estaba ocupada por unos bancos de madera atornillados a la chapa y el viajar en ellos suponía un precio menor. Se quitó el bonete de tres picos, se ajustó la esclavina y dejó que el aire acariciara sus cortos cabellos, sin dejar de agarrarse bien a los reposabrazos. El chofer no ponía empeño en conducir con sosiego, y en las múltiples curvas y bajadas todos iban de un lado para otro como si estuvieran en un barco, a punto de caer en cualquier momento. Algunas mujeres vomitaban y el líquido se esparcía hacia los de atrás provocando denuestos y sonoras blasfemias.

Estaba en cuarto curso de carrera y notaba lo que en él influía el seminario, el mundo que descubría en los libros, los conocimientos de cosas que ignoraba existieran. Al margen del latín y las obligaciones puramente religiosas, sentía pasión por las matemáticas, geografía, literatura e historia. Pero dentro de él seguían porfiando las dudas.

Llegó a Oviedo y quedó deslumbrado, más que la vez anterior porque entonces era un guaje y carecía del discernimiento adquirido con la edad y el estudio. Tanta gente y tanto movimiento. Fue a la estación del Norte e hizo esfuerzos para disimular su torpeza en el guirigay del enorme lugar. Sacó billete de tercera clase para el primero que partía hacia Lena. Tenía tiempo hasta la próxima salida, por lo que decidió caminar hasta la catedral. En la calle Uría, la principal de la ciudad, se admiró de los bellos edificios, especialmente uno llamado La Casa Blanca, cuya fachada de mármol le hacía sobresalir de entre otros de apreciable diseño. Con su espigada figura y su fajín rojo atraía las miradas de todos. Ningún cura transitaba, al menos él no los vio. Intuyó que también por allí dictaba la orden de que se guardaran de andar solos. Para algunos paisanos podía ser una demostración de valentía, y para otros, una provocación. Pero nadie se metió con él. De reojo miraba a las mujeres y sentía zozobrar su fortaleza. Tan hermosas, elegantes, emitiendo feminidad como esas plantas que lanzan sus efluvios para atraer y atrapar a los insectos. Era la prueba más dura para él. En los paseos desde el seminario veía a las mozas por la carretera y en las faenas de los caseríos y notaba las urgencias dentro de sí, nunca consumadas. Pero las féminas de Oviedo eran increíbles y le aplastaban. Recordó la conversación tenida con el confesor en uno de los repasos de culpas, tiempo atrás, al principio, cuando declaraba todo lo que sentía.

—¿Te dejaste vencer por la práctica solitaria del falso deleite carnal?

—No, no, padre, nunca me toqué pero… ¿por qué ye falso?

—Porque es deshonroso para el espíritu y perjudicial para la salud del cuerpo.

—¿Por qué ye malo para el cuerpo?

—Es una práctica antinatural y como tal deja secuelas, como la ceguera y la sordera.

—¿En serio queda uno ciego?

—Bueno, afecta mucho a la vista. Es un hecho comprobado.

—Entonces, casi todos los curas se la mueven porque la mayoría lleva gafas. Usted mismo las tiene.

El confesor se atragantó.

—Bueno, no todas las afecciones oculares vienen de eso. Los curas gastamos la vista en las muchas lecturas que hacemos durante años. Es importante no olvidar que la función principal del órgano masculino es la de orinar.

—Sí, pero todos los días amanece dura y grande como el palo de la fesoria, hasta duele de lo tiesa.

—Son mecanismos del cuerpo que luego ceden. Como estornudar o tener calambre en una pierna. Cuando tengas esas… durezas, ve a la ducha o mete los pies en el arroyín. Y reza. Los rezos con fe anulan cualquier otro sentimiento que el de la pureza. Eres de los mejores en todo y me consternaría si tuvieras que dejar el seminario por sucumbir a tan perniciosa atracción.

Sabía que, con el fin de torpedear su ansiedad y mantener el miembro en flacidez, en la bebida les echaban una cosa llamada bromuro, algo que resultaba ineficaz para la brava mayoría. Tampoco era desconocedor de que les vigilaban. Miraban las sábanas para ver si había huellas. No ignoraba que muchos buscaban hacerlo en el retrete, donde desaparecían los rastros del impulso pecaminoso.

La catedral le extasió. Entró y con sus ojos acarició las bóvedas, las columnas, las figuras de los santos y vírgenes, el coro y todo lo demás. Se sentó y estuvo meditando cómo los hombres antiguos podían hacer tan bellas obras. Recordó a su padre. Se arrodilló y oró por él. Al deán que le atendió le expuso su deseo de ir al Palacio Episcopal con la intención de ver al obispo. Le quitó la idea porque estaba enfermo y, además, había que pedir audiencia con antelación. La entrevista mantenida en tono reverencial con el canónigo le hizo notar todo el poder de la Iglesia.

El tren tenía destino a León. Iba lleno de gente y paraba en las estaciones principales. Al salir de Oviedo se obligó a concentrarse en el paisaje. No le fue difícil dejarse absorber. Más adelante vería los montes de su niñez. Aunque para un extraño no había diferencia en todo el diseño asturiano sí la había para un natural.

En los paseos desde el seminario durante los periodos de vacaciones, escaló El Pedroso y caminó por el Cordal del Peón, atestado de pinares y pumaradas y de una belleza anonadante. También estuvo en la Peña de los Cuatro Jueces, lugar donde decían que cada año se reunían los alcaldes de los concejos de Gijón, Sariego, Siero y Villaviciosa para cumplir con la añeja tradición entre algazara de sidra y buen yantar. En Oles había una mina de azabache y vendían los abalorios en las tiendas. Cuando tuviera suficiente dinero compraría un rosario de esa piedra negra para regalárselo a su madre. Le encantaba ir a Villaviciosa y contemplar la hermosa ría desde la carretera que lleva a El Puntal. Perezoso en la obediencia de retorno al grupo, siempre se extasiaba largo tiempo junto al Faro de San Miguel. Allá, el mar infinito que nunca vio antes ni lo había navegado. Ahora sabía que en algún lugar de la América lejana, adonde un tío suyo marchara muchos años antes, olas similares estaban desmayándose.

Pero nada era como regresar a casa, ningún lugar comparable a sus montes. No había vuelto a ver a los suyos. En los dos veranos anteriores nadie acudió a verle y él no abandonó la zona por diversas causas, tampoco por las Navidades. Recordó el viaje de casi cuatro años antes en sentido contrario. Quiso verse en aquel niño desaparecido y la imagen le vinculó a ese momento.

En la abierta estación de Campomanes le esperaba su hermano Eladio. Fue un encuentro lleno de silencios, centrando las miradas de todos los curiosos. Estaban en una esquina de la zona minera y las sotanas no encontraban ecos de bienvenida. El aire le trajo comentarios preocupantes de algunos adultos.

—Mírale, como si no supiera lo que les viene.

—Hemos dacabar con tos ellos.

Un grupo de mozalbetes se le acercó a la carrera como si fuera objeto de feria.

—¡Viva Rusia!

—¡Vivan los mineros!

—¡Mueran los curas!

Agitaban los puños en alto entre burlas y gestos procaces mientras intentaban rodearle. Eladio les dispersó sin contemplaciones.

Subieron andando por el pedregoso camino. Le vino a la memoria cuando partió al seminario en el carro y preguntó por don Abelardo. Su hermano le miró y dijo que había muerto, pero enseguida se deshizo del asunto como si fuera algo inoportuno.

Allá por donde pasaban, los paisanos de los pueblos menores se paraban y algunos le saludaban. No imaginaba que por esos lares hubiera beligerancia antirreligiosa. Sabían quién era porque la noticia había corrido. Las mozas con las que se cruzaba le miraban con curiosidad, cesando en sus labores. Lo hacían sin disimulo, con el descaro natural de quienes lo tienen por costumbre. Algunas se le acercaban y le daban la bienvenida, otras le sonreían con timidez y otras se apartaban intimidadas ante ese atractivo y delgado mozo de sayo negro.

Una hora después llegaron al cementerio. Allí estaba su madre con las lágrimas eternizadas, sus tías, su hermano Manolín, y Pepa, la mujer de Adriano, con sus dos rapacinos. Le presentaron a Georgina, que llevaba una cría agarrada al sayal. Era moza de Espinedo y mujer de Tomás, otro de sus hermanos, de cuyo casamiento fue informado por carta. Sus ojos esmeraldinos subrayaban la armonía de sus facciones. Y conoció a Adonina, con la que Eladio casara un año antes acuciado de prisas. No pudieron invitarle al casi escondido acto, según le escribieran posteriormente. Procedía del Concejo de Ibias. Era familia de los Castro de Pradoluz y visitándoles se prendó de su hermano. Ahora tenía una niña que apenas andaba y estaba encinta, lo que confirmaba las prisas que en esa línea llevaba su hermano. No se sorprendió de ver a tanta prole, pero sí de conocer a dos cuñadas realmente guapas, rubias y con similares piedras preciosas por ojos a pesar de proceder de casas distintas. Pepa distaba de ser fea pero era diferente.

—Dios no diome una moza, sólo homes —dijo su madre—. Ahora téngolas a ellas, como si fiyas fueran.

La tumba tenía una sencilla lápida. Los nombres de los abuelos paternos, el de su hermano ahogado y, abajo, el de su padre, estaban pintados torpemente. José Manuel rezó, arrodillándose. Lo hizo con devoción pidiendo por él y rogando su perdón por no haber podido cumplir su secreta promesa. Al rato vio acercarse a una rapaza calcada a Georgina. Quedó desconcertado.

—Esta ye mi hermana Soledad, que todos creen gemela, pero ye tres años menor —dijo su joven cuñada, viendo su azoramiento. Rio—. Tien ya mozo que la ronda.

O sea, quince empujados años, uno menos que él, que también aparentaba mayor. Hizo grandes esfuerzos por no mirarla con la prolongación e intensidad que demandaba su admiración. Pero se avino al compromiso que su condición le marcaba. Sin embargo, en los breves chispazos del resto del día, sorprendía la mirada de la muchacha fijada en él.

Más tarde, ya en el pueblo, no todos los vecinos le dieron la bienvenida. Algunos le miraron con el mismo rencor que los desconocidos que le vociferaron durante el trayecto. En la cocina aceptó un generoso vaso de leche. Encontró la casa original muy pequeña. Le pareció imposible que pudieran haber vivido amontonados tantos en ella. Dos años antes tuvieron el acierto de construir sobre una parte de la huerta. Había cuatro habitaciones más, ocupando dos plantas, y ahora ya no estaban tan apretujados.

Los dos hermanos mayores, Adriano y Tomás, estaban haciendo la mili en León cuando ocurrió el deceso. Al quedar como hijos de viuda, fueron licenciados. En ese momento estaban en la mina, allá en Moreda. Llegaron al atardecer, las caras y las manos tatuadas de carbón, las boinas incrustadas. Se dieron un fugaz abrazo y luego, en el escanu, intentaron conversar, al principio con monosílabos, ellos tardiegos en poner las palabras deseadas. La diferencia entre José Manuel y sus hermanos era tan patente que sintió una punzada de remordimiento, como si fuera culpable de esa distancia cultural. Bajó la mirada, doblegando su costumbre de mirar de frente. Quería evitar interpretaciones engañosas, despegarse de cualquier gesto que ellos tomaran como de suficiencia. Estaba toda la familia, sus tías incluidas, y las mujeres pusieron la cena sobre la mesa. Mientras comían, José Manuel notaba que sus ojos tiraban de él hacia Soledad, a hurtadillas. Y siempre encontraba la mirada de ella, como si fuese la entrada a un mundo mágico.

—Espero que te vaya bien por allá —dijo Adriano, rompiendo la tregua.

—Estoy bien —contestó José Manuel, creyendo notar lo que le pareció un intento de acercamiento en su hermano—. ¿Y vosotros?

—Así vamos. Se acercan malos tiempos. Ye bueno tener a alguien al otro lao.

—¿Qué es eso del otro lado? No te entiendo. Soy de la familia.

Hubo un silencio. Georgina sirvió vino y dijo algo sobre el tiempo, pero nadie la escuchó.

—Por ahí abajo las cosas tan revueltas. El SOMA ta agitando toa la cuenca. Lo questa mañana ta pasao en Campomanes con esos chavalacos. Ye una muestra.

—Cosas de guajes.

—Guajes y mozos. No hay respeto ni seguridad. La crispación ye grande. Somos gente de orden. Por eso tamos afiliaos al Sindicato Católico. No queremos dinamitar los sistemas de extracción y carga del carbón, ni las torres, ni hacer sabotaje en las instalaciones. Ye una barbaridad. Provocan pérdidas que a nadie beneficia. Pero el sindicato socialista tien más gente cada vez. Como mineros taremos liaos en las huelgas, a pesar de tar en desacuerdo. Y si hay enfrentamientos, todos quedaremos malparaos.

—Bueno. No entiendo mucho de huelgas. Pero ¿qué tiene que ver eso conmigo? —Le miró y supo lo que estaba a resguardo—. ¿Crees también que el enemigo es la Iglesia?

—No, aquí no somos de esa opinión. Pero la Iglesia ye uno de los objetivos. Para muchos ye el mal, el oscurantismo, la opresión. Debes cuidarte.

—¿Por qué me enviaste al seminario?

—No fuera yo. Fuera madre. —José Manuel la miró. A través del escudo de lágrimas percibió en ella un matiz de orgullo, como si tuviera la satisfacción del reconocimiento tardío—. Tábamos de acuerdo en que fuera lo meyor para ti. Ahora tenemos quien nos quite los pecaos.

José Manuel le miró y luego lo hizo con sus otros hermanos, uno a uno, como si estuviera fotografiándolos. Todos allí, menos el desventurado Pedro, como cuando no tanto tiempo antes tropezaban unos con otros. Adriano, Tomás, Eladio y Manolín. No se habían prodigado en afectos. Crecieron sin mucho cariño, o al menos no expresado. Así era esa tierra. Notaba una sensación, como que parecían ocultar algo que pugnaba por salir y quedaba frenado en las bocas apretadas. Pese a ello los sintió cerca de sí, como nunca antes. Supo que Adriano no lo había aojado, como siempre creyó. Y se prometió en esforzarse para no decepcionarlos.

Ya en la noche fue a ver a Jesús. Apreció distancia en el recibimiento de sus primos, no así en el de su amigo. Había equilibrado la estatura a la de él pero éste le doblaba en anchura. Parecía el Sansón de la Biblia. Se sentaron en dos tajuelas junto a la tomatera en la noche plácida. Notó que algo había cambiado en su antiguo compañero de aventuras. Estaba de ayudante de barrenista, como dos de sus hermanos, y su lenguaje había adquirido rudeza. Su padre había muerto el año anterior, también de silicosis, de lo que informaron a José Manuel por carta.

—Ese maldito polvo métese en los pulmones y ahí quédase para darte por culo. Si no inventan filtros, o lo que sea, moriremos tos. Las mascarillas que ponemos son inútiles. —Condujo el cigarrillo a la boca en una de sus grandes manos y soltó un chorro de humo—. Nuestro trabajo ye duro, el que más. Puede que algún día los patronos lo comprendan y nos paguen a la altura, no la miseria que ahora recibimos.

—¿Vas a ser minero, lo has decidido?

—¿Y qué otra cosa puedo hacer?

—¿Por qué no has ido a verme a mi casa?

—Tamos enfrentaos. Tus otros hermanos, bueno; pero Adriano ye un gañín.

—Supongo que por el trabajo en las minas.

—Sí. Ellos militan en esa asociación clerical, que no mueve un dedo en defensa de los mineros. Tan con la patronal y con las autoridades. No les conmueven los despidos masivos, las peligrosas condiciones de trabajo, el largo horario. Sin embargo se benefician de lo que el SOMA va consiguiendo. Nunca seremos amigos. Ye otra forma de pensar. No me importa, pero tú sí.

—Creo que me estás preguntando si por estar en el seminario cambiaré respecto a ti.

—La religión ye como una droga.

—Nada me hará dejar de apreciarte como siempre. Mi mejor amigo. Ni siquiera tú si decidieras que la religión es una barrera.

Algo en los ojos de Jesús movió las sombras que los camuflaban. Pasado un tiempo de tanteo soltó lo que lastraba su ánimo.

—Nosotros trabayamos la jodía vida pasando fame y miseria. Y si llegamos a vieyos no tenemos ninguna ayuda, ni una puta pensión del Gobierno, sólo lo poco del Montepío. Nacemos y morimos probes después de una vida de trabayos. Vosotros no trabayáis, nunca lo hacéis, sólo estudiar y dar sermones. Cuando llegáis a cura tenéis la vida resuelta. Y de vieyos, la residencia y dinero guardao. Morís después de una vida sin problemas y sin dar golpe. ¿Ye eso justo?

—Me has dejado de una pieza. Ha sido un gran discurso. ¿De dónde lo has sacado?

—No te burles de mí, joder. No ye falta ser sabio para saber eso.

—Amigo mío, puede que tengas razón. Pero ¿por qué no viniste conmigo al seminario?

—No quiero ser cura.

—Yo tampoco quería. Y no sé si lo seré. No he llegado a nada todavía. Ahora sólo soy seminarista. Y puedo asegurarte que la vida no es lo fácil que crees.

—Entonces puedes hacer algo para que ambos vivamos meyor, y también nuestras familias. —La oscuridad no permitía ver sus ojos pero José Manuel supo que le miraba con toda intensidad—. Sí, lo que estás pensando. Creo que llegó el momento de que cuentes si viste el tesoro.

—Un filósofo griego dijo hace muchos años que Studia vel optimarum rerum sedata tamen et tranquilla esse debent. Significa que el afán, aun de las cosas muy buenas, debe ser templado y reposado.

—No tengo tiempo para reposo.

—¿Crees que había algo?

—Sí, y te diré una cosa: llevelos a los dos, a padre y al tuyo. Buscáramos pero no encontré aquella puta grieta donde entraras. Aquel día diéramos muchas vueltas por las galerías. Pintaras un plano. Tu padre buscáralo en tus cosas, pero no estaba.

—Volviste allá —derivó José Manuel, repentinamente abstraído—. No me lo contaste.

—Bueno, dígolo ahora. También interviniera don Abelardo. Él pusiera dinero para dinamita y las cosas. Fracasamos. Y nadie creyome. Pensaran que habíalo inventao. Pero yo te viera dibujarlo.

José Manuel entendió entonces la evasiva de sus hermanos al hablar de don Abelardo en la mañana y también el misterio que vio en su familia durante la cena.

—¿Dónde pusiste el jodido plano, hom?

—Lo quemé.

—¿Quemástelo? ¿Cómo la encontraremos ahora?

—¿Encontrar qué? ¿La grieta o el tesoro?

—No me jodas. Lo uno y lo otro.

—¿Qué te hace pensar que vi un tesoro? Puede que hayas metido en danza a mucha gente por algo que no existe.

—Pero sí taba la grieta. Entraste en ella.

—Con las voladuras que harían, todo estará distinto. Puede que sea imposible encontrarla.

—El asunto ye si viste algo, coño. Si así fuera, ¿a qué cojones esperabas? Debieras haberlo contao. Si hay un tesoro y hubiéranlo encontrao, quizás ahora nuestros padres no tuvieran muertos.

José Manuel consideró lo que su primo decía. Ahí estaba el razonamiento natural, que siempre sorprende cuando sale de boca de un payotu. Ninguna formación académica puede superar los chispazos de la lógica más simple. Ese hombretón que tenía delante nada se parecía al guaje de sus aventuras infantiles. Pero tenía la misma autenticidad, su mirada no estaba doblada. Seguía lleno de la pureza telúrica que él había ido perdiendo. Sintió cuán lejos quedaba de sí mismo y envidió la nobleza de su amigo, la seguridad en sus deseos y actitud. Por el contrario, él estaba en algo que seguía sin columbrar, esperando el milagro del entendimiento como si el tiempo le perteneciera.

—Jesús —dijo lentamente—. Perdóname. Nunca me olvidé de ti.

—No quiero morir enfermo y en la miseria. Haré caso a los del sindicato y si hay que pegar tiros…

—No sé lo que vi allá. Fueron segundos, mientras el candil descendía, antes de estrellarse y apagarse. Quizás era algo que no merece la pena. Si ellos buscaron tanto y no encontraron, es que no había nada.

—¿Pero viste algo o no?

—Sí, creo que sí. Pero en este momento no es posible que lo comprobemos.

* * *

A la mañana siguiente José Manuel se levantó temprano según hábito, con el sigilo aprendido, todavía las estrellas sujetándose al cielo. En mitad de la noche había oído partir a Adriano y Tomás hacia la mina. Ya se había despedido de ellos, así como de los demás después de la cena. A un lado del establo se lavó y luego salió a cumplir con el vientre. Volvió a su cuartito y recogió sus cosas. Al bajar vio luz en la cocina. Soledad estaba esperándole. En la mesa, un cuenco de leche con pan. Y sus ojos.

—Ties que alimentarte —dijo ella, con un hilo de voz.

José Manuel se sentó e hizo el honor. Sabía que no podía hacer rechazo sin ofenderla. Luego ella le acompañó a la puerta, aún las sombras pertinaces. Él le dio la mano pero ella la ignoró. Alzándose sobre sus pies le dio un abrazo y le besó en la mejilla. Un roce, como si hubiera sido tocado por un copo de nieve.

—Me prestó hacerlo —dijo ella en un susurro, al despegarse—. Todavía no yes cura.

Él echó a caminar por el pedroso sendero, acosado de confusión. Llegó a Campomanes, lamentando no haber podido ver a su viejo maestro por estar fuera, de vacaciones. Ya en el tren comprendió que eran muchas las cosas que debía confesar cuando estuviera en el seminario.