Capítulo 19

Melilla / Protectorado de Marruecos, marzo de 1941

Ahora en mis ojos reposan

los lentos ríos que el mar no acecha,

la mañana que serena se viste de mañana,

la noche que a la noche se rinde.

RICARDO RUIZ NEBREDA

Melilla apareció a la izquierda de un largo promontorio de feroces acantilados semejando la proa de un enorme buque queriendo avanzar hacia el mar abierto. Las olas batían con fuerza en la castigada roca escarpada y en los farallones que montaban guardia. A las ocho de la mañana el vapor Virgen de África, procedente de Málaga, atracó en el concurrido muelle Vizcaya, donde las aguas permanecían amansadas. Lavada por las últimas lluvias, la ciudad se mostraba reluciente y el aire era tan límpido que parecía no existir. Más allá del puerto, el monte Gurugú, con los verdes bancales en sus amplias estribaciones y su pico desnudo, el Basbil, de casi novecientos metros, daba la sensación de haber sido recientemente instalado por un equipo de escultores gulliverianos.

Los trescientos reclutas del Tercio, todos vestidos de paisano, descendieron y pasaron lista mientras la banda del regimiento interpretaba el himno legionario. En la sala sanitaria del acuartelamiento de transeúntes tuvieron que pasar el proceso de desinfección que incluía el pelado, afeitado, ducha con agua caliente y vacuna anti tifoidea. Las ropas fueron retiradas y a cambio recibieron mudas, botas y uniformes, todo nuevo y de acuerdo a sus tallas.

Dos horas después de una opípara comida toda la tropa fue embarcada en unos autobuses que tomaron la carretera que unía Melilla con Zeluán, ya en terreno marroquí bajo Protectorado. Durante el viaje por la bien conservada pista, Carlos apreció que a la izquierda las aguas marítimas eran calmadas. Más allá había una larga lengua de tierra, como un dique natural, partiendo en dos las aguas. Había estudiado los mapas y sabía que esa enorme charca se llamaba Mar Chica, un mar interior como el Mar Menor de Murcia y por el que se movían barcas de pescadores. Como la manga española, esa lengua era una tierra desnuda, de arena y sal, vacía de edificaciones. Sólo dos enclaves entre los dos mares: La Restinga, con su poblado, puerto y fortín, y el Atalayón, una península en miniatura que se adentraba en el pequeño mar, con su base de hidros.

En Nador, la población central de Mar Chica, tan sólo a quince kilómetros de Melilla, tomaron una carretera secundaria que les llevó al poblado de Tauima, donde destacaba el enorme acuartelamiento del Primer Tercio legionario, llamado Gran Capitán. Parecía un castillo medieval, con dos torreones irregulares centrando el gran arco de entrada donde un ligero viento hacía ondear la bandera de España. Allí se encontraban las 2.ª, 4.ª y 11.ª Bandera de la Legión, distribuidas en doce compañías más otras dos para grupos de zapadores, transmisiones y antitanques. Las demás Banderas integraban los otros Tercios situados en distintos lugares de Marruecos y España.

La llegada de nuevos reclutas era siempre un acontecimiento. En los dormitorios de las catorce compañías, adonde fueron repartidos provisionalmente, los veteranos les recibieron con silbidos y chanzas. Carlos y Javier fueron asignados a la 1.ª de la 2.ª Bandera. Se hicieron con las camas y las taquillas correspondientes y procedieron a organizar sus equipajes. Luego rindieron presencia en la armería, donde les hicieron entrega del fusil y las demás dotaciones. La noche llegaba pronto en esa zona. Después de la cena y antes del toque de retreta, Carlos se dio una vuelta con Javier por el inmenso patio de armas. Habían cambiado las duras botas por alpargatas de cordones y se sentían más ligeros. Carlos miró a su amigo, que permanecía en silencio. La noche era tan profunda que las estrellas parecían colgadas de hilos infinitos. Encendió un cigarrillo y reflexionó sobre la velocidad con que acontecen las cosas.