Residencia La Rosa de Plata
Llanes, Asturias, abril de 2005
Era imperativo que regresara a Madrid para, entre otras cosas, volver a ver a Alfonso Flores. Por su densidad y peculiaridad, y por lo que se derivó de ella, recordé con nítida claridad lo acontecido en la visita que le hice en diciembre del año anterior. No era fácil olvidar la entrevista, abundada de sensaciones.
Él vivía en una zona de chalés de buena planta al otro lado de Arturo Soria. Un mayordomo con rasgos indianos me recibió en la verja y me hizo pasar a un gran salón-biblioteca, tras atravesar un cuidado y exuberante jardín colmado de fragancias y de piar de pájaros invisibles. El lugar me dejó pasmado, no sólo por la gran cantidad de libros apretujados en estanterías acristaladas y óleos de temas marinos y bodegones. Entre cuatro grupos de tresillos montaban guardia grandes esculturas de bronce, algunas sobre pedestales. Las dos grandes arañas del alto techo sacaban brillo a las figuras de plata que se exhibían en unas vitrinas.
Alfonso era esbelto y había licenciado sus cabellos.
Mis informes señalaban que tenía superada la barrera de los ochenta, si bien su rostro terso y su expresión de agrado le distanciaban de la cercana ancianidad. Podría concluirse que había sido un hombre guapo. Otro hombre, de estatura media, faz rubicunda y buche abundoso, no me quitaba ojo. Tendría su edad, más o menos, y estaba tan rasurado que al principio creí que era barbilampiño. Vestía traje gris azulado, sin corbata, y ofrecía una imagen de tal pulcritud que pasaba al acicalamiento. En el ojal, un botón que no descifré al principio. Luego supe que era del Arma de Ingenieros. Algo debía de pasarle a su mano izquierda porque la llevaba enguantada.
—Mi amigo Dionisio. Puede usted hablar sin reservas. No tenemos secretos. Permítame que apague las lámparas. Entra suficiente luz desde el jardín.
Me hizo sentar en uno de los sillones, duros como una tabla. Debí de mostrar un gesto de sorpresa.
—Sí —rio al ver mi expresión—. No se hunden. No me gustan los sofás donde la gente se sienta secuestrada, con la barbilla a la altura de las rodillas. —Luego escondió la sonrisa y me miró desde sus grandes pestañas—. Bien, don Corazón Rodríguez. Le he recibido porque ha sido usted muy agradable al teléfono, aunque no convincente. Una cosa antes que nada. ¿Cómo sabe mi dirección?
—No ha sido difícil, aunque en el piso de Ríos Rosas donde usted vivió nadie sabe de usted.
—¿Me ha estado investigando? ¿Por qué?
—No lo considere bajo esa óptica. Es usted una figura de la moda española. Sale con frecuencia en los medios.
—Salía, lo dejé hace años.
—Como cualquier famoso, usted nunca dejará de serlo.
—Pero no viene por lo de la moda. Y creo que no soy el objeto de su curiosidad.
—Cierto. Me gustaría ampliar mis datos sobre Carlos Rodríguez, primo suyo.
—¿Carlos Rodríguez? —Movió la cabeza y no pudo disimular la atmósfera de cautela en la que se envolvió—. ¡Ah, Carlos! ¿Puedo preguntarle el motivo de su interés?
—Desapareció. Intento encontrar su pista.
—¿Por qué?
—Alguien quiere saber si vive o no.
—Eso no es ampliar datos.
—Tiene razón. Me expresé mal.
—¿Qué es lo que tiene?
—Sé que estuvo en la Legión y luego en la División Azul. Según los archivos él fue uno de los aproximadamente mil trescientos hombres que fueron repatriados en el primer contingente en mayo del 42. Consta su nombre y que estuvo enfermo del pecho por el frío del terrible invierno del 41. Había una Jefatura de Servicios de Retaguardia que tenía el control de tránsito de los divisionarios pero, según parece, no ejerció bien su trabajo porque algunos se perdieron por el camino. Carlos salió de Rusia pero no llegó a España. Se quedó en alguna parte del camino, probablemente en Francia. Ahí se pierde la pista.
Sus ojos estaban fijos en mí pero no me miraban.
—La División Azul, la Blaue División para los alemanes y la Galubaya Divisia de los rusos… ¿Sabía por qué ha quedado con ese nombre, cuando su registro militar es otro?
—Supongo que porque hubo muchos falangistas —dije, presintiendo lo que me esperaba.
—Más que eso. Ellos impulsaron la creación de esa unidad militar. La inventaron. Sin ellos nunca hubiera existido. Franco, siempre atento a capitalizar impulsos e ideas ajenas, como ocurrió con el Alzamiento, la transformó en División Española de Voluntarios. Pero no cuajó. Para siempre será la División Azul, una fuerza nacida de unos espíritus acerados capaces de conquistar lo infinito.
—Disculpe, no deseo remover sus recuerdos —dije, esforzándome en parecer sincero. Sabía que el alterar pasiones dormidas entraba en el trabajo. La gente mayor siempre aprovecha para soltar lastre. Pero he de convenir que a veces sus fantasmas son de gran provecho.
—Fue la mayor gesta hecha por jóvenes visionarios desde la Conquista de América. Nunca habrá nada igual en España… ¿Y sus hazañas? ¿Sabía usted lo de la marcha de mil kilómetros a pie en un país desconocido, acosados por un enemigo agazapado? Ella sola basta para engrandecer a aquellos tíos. Se ha mitificado la de los diez mil kilómetros de Mao Zedong. No hay parangón porque aquélla fue la marcha de todo un pueblo por tierras más o menos conocidas, sin fecha de llegada. La de nuestra División era de voluntarios y hubo de hacerse en tiempo récord. —Se avino a un silencio—. Dio muchos héroes, que sólo aparecen cuando se bucea en esa no bien enjuiciada epopeya. ¿Conoce ese tango de Carlos Gardel que empieza: «Silencio en la noche, ya todo está en calma…»? Cuenta de cinco hermanos que fueron a morir a Francia en la Primera Guerra Mundial. Cinco fueron también los hermanos García Noblejas, todos tan jóvenes y con tanta pasión que su recuerdo enternece. ¿Oyó hablar de ellos? Una tremenda historia de la que nadie hizo una merecida película, como esa de Salvar al soldado Ryan. Tres de ellos y el padre murieron durante la guerra civil. La familia de siete se había reducido a la madre y dos hijos. Cuando se crea la División Azul, los dos hermanos vivos, jefes de milicia de Madrid y falangistas de los primeros años, son parte activa de los impulsores de aquel voluntariado. Los dos van a la URSS. Rafael muere al caerle una bomba. Lo enterraron en el cementerio de Gringorowo, un miserable pueblo de Rusia, siendo velado por su hermano Ramón y por los otros camaradas. Es de los pocos que poseen la Palma de Plata, máxima condecoración falangista creada por José Antonio. ¿Le aburre el relato?
¿Qué podía decirle, si estaba en su casa y había alterado su sosiego? Me vino a la memoria la conversación mantenida con la hija de Andrés Pérez de Guzmán cinco años antes. Parece que me hallaba ante un mismo fervor falangista, como si tuvieran algo pendiente de reparación y aprovecharan las ocasiones para demandarlo. Negué y le rogué que siguiera.
—Vea lo que ocurrió. La madre se pone en contacto con Franco y le expresa que la familia ha cumplido sobradamente con la Patria, por lo que le pide que le devuelva al único hijo vivo. Franco llama a Muñoz Grandes, y éste, como en la película americana, hace regresar al muchacho en noviembre del 41. Ramón, absolutamente inmerso en su dolor y dominado por su fervor falangista, meses después, a la salida de unos funerales por el aniversario de la muerte de Alfonso XIII, encabeza un grupo de camisas negras que tildan de cobardes a los oficiales monárquicos y a todos los emboscados que vivían instalados en el Régimen mientras la juventud creativa moría. Acusa al Ejército por su injusto protagonismo en la División Azul, y a Muñoz Grandes por su negativa a que el cadáver de su hermano Javier pudiera ser repatriado a España y no quedara para siempre en tierra roja. Regresa al frente ruso, del que le hacen volver con el cargo de desacato e insulto a la fuerza armada. Parece que no estuvo en prisión, pero le apartaron de toda actividad. Y en agosto del 42 muere en accidente de automóvil, como si el destino le impulsara a juntarse con sus hermanos y padre sin más demora. ¿No es para estremecerse con la tragedia de esa familia?
Dejé que calmara su ánimo mientras simulaba que escribía en mi bloc. Noté que Dionisio no me quitaba ojo, como si me estuviera analizando.
—¿Qué opina usted de lo que dice Alfonso? —inquirió, rompiendo su mudez.
—En realidad sólo vine a buscar pistas. Mi opinión sobre el tema sería extemporánea, además de que podría chocar con su convencimiento sobre los hechos.
—No, diga, se lo ruego. Siempre viene bien otro punto de vista.
—Bueno. Supongo que en cuanto a hermanos caídos, habrá habido casos semejantes en el bando republicano durante la guerra civil.
—Posiblemente, aunque yo no conozco ninguno ni me interesa. Estamos hablando de la División Azul. Mencioné la guerra civil en relación con esa familia. Y añadiré que hubo otras familias falangistas y no falangistas, españoles fervientes con idénticos y trágicos destinos. Está la de Chicharro Laramié de Clairac. Cinco hermanos, dos muertos en la guerra civil y otros dos en tierras soviéticas. Y la de Ruiz-Vernacci, con tres hermanos en el frente ruso, dos caídos en aquel infierno…
—¿De qué sirvió todo eso? —dije, notando su desconcierto.
—¿Qué quiere decir?
—Me refiero a todos los que murieron en la División Azul. Creo que fueron unos cinco mil, la mayor parte jóvenes emprendedores, con carreras y oficios, necesarios para hacer grandes cosas en aquella España destrozada. Doy por hecho que muchos eran amigos de usted. Eligieron el peor de los destinos: claudicar de la vida, lo más preciado. Jóvenes tan ilusionados quizás hubieran podido modificar la historia posterior de nuestro país. Por eso repito si aquella gesta valió la pena.
—Bueno… —Se agitó—. Desde esa perspectiva, nada sirve para nada. Pero cada acción tiene su reacción. El tiempo demostró que el comunismo es malo. Como creo en Dios estoy seguro de que tanto las almas de los supervivientes como las de los perdidos en tumbas anónimas habrán recibido el mensaje divino de que lucharon por una buena causa. La vida es breve y la mayor parte de los humanos no dejamos enseñanzas. Ellos sí dejaron magníficos ejemplos en muchos de los que respiramos. Y tengo por cierto que si hubieran podido revivir repetirían aquellas hazañas.
En ese momento entró una joven con un punto exótico en sus rasgos. Se paró y me observó sin decir nada, poniendo en sus ojos una mirada desconfiada. Estaría en la veintena. Era guapa, delgada, de estatura media y proyectaba un ligero aroma a jazmín. Un tajo carmesí invadía su mejilla izquierda hacia la oreja. Llevaba unos vaqueros ajustados y zapatos de tacón corto.
—Es Graziela, mi ahijada —dijo Alfonso, ensayando otra sonrisa—. ¿Un café, algún refresco?
Negué y ella se fue sin decir palabra, no sin antes obsequiarme con otra enigmática mirada.
—Esa chica es una belleza —ponderé.
—Lo es, a pesar de la cicatriz en su cara. ¿La vio?
—Sí. Podría hacerse la cirugía y no le quedaría señal.
—No quiere. Dice que es como penitencia por lo que hizo. —Le miré—. Sí. Perteneció a una de esas bandas latinas. Cometió algunos delitos graves y la enviaron a un reformatorio. Era menor de edad. El centro enviaba boletines invitando a que familias normales acogieran a estos adolescentes marcados por la violencia. Adopciones. Cuando vi su foto decidí ir a verla. Y me la traje. Es colombiana. Su padre la violó muchas veces hasta que reunió años y la valentía necesaria para escaparse. Buscó refugio en las calles, como tantos niños en algunas de las grandes ciudades de Iberoamérica. Unos tipos la trajeron a España, junto a otras chicas, como si fueran sus padres. Su destino, la prostitución. Ella ejerció de nuevo su rebeldía, escapándose e integrándose en una banda, que la protegió contra los proxenetas a cambio de ser una «guerrera». —Se concedió una pausa—. La prohijé. Fue una apuesta que salió como yo deseaba. Es la chica más fiel y honrada que puede darse. Aquí encontró el calor y el hogar que nunca tuvo. Es libre y nos…, quiero decir, me cuida mejor que si fuera una hija. Siempre está pendiente de mí y tiene la casa como un espejo.
—¿No tiene compañero? —me sentí obligado a preguntar.
—Odia el contacto carnal, comprensible tras años de ser obligada.
Yo escuchaba con la debida atención como siempre hago cuando mis entrevistados cuentan sus historias. Es curioso, pero en general sueltan con gran detalle confidencias que no se les piden mientras que son remisos a responder sobre lo que se les pregunta. El relato de Alfonso quitaba tiempo a mi verdadera función. Por eso agradecí a Dionisio cuando dijo:
—Nos hemos ido por los cerros. Hablábamos de la División Azul.
—Usted era falangista —dije, mirando a Alfonso.
—Lo soy —corrigió—. Siempre lo seré.
—¿En qué regimiento de esa división sirvió?
Me miró con cierto desdén.
—No estuve en ella. Hijo único, una madre que atender, por debajo de la edad requerida. No me dejaron ir. —Se removió en el asiento—. ¿Qué tiene eso que ver?
—Mucho. Permítame decirle que, de haber vivido aquello, es muy probable que ahora tuviera la ecuanimidad y la distancia suficientes para aceptar la realidad de los hechos en su conjunto. Creo que sólo ve la parte heroica, dejándose arrastrar por la veneración que le producen aquellos hombres sacrificados, sin detenerse a pensar que no debieron haber muerto.
—No entiendo lo que quiere decir —dijo, adoptando un gesto de beligerancia.
—Me parece que usted no admite la mínima sombra de comentario adverso sobre aquella escabechina, adornada como gesta. Pero ahora podría ser la ocasión.
—Vale —dijo, alzando una mano y mostrando un gesto incalmado—. Diga lo que piensa. Le escucho.
—De verdad, prefiero reservarme mi parecer. No vine a eso.
—Hable, se lo estamos pidiendo —ordenó Dionisio, con lo que estableció que él estaba al mando de los tiempos.
—Bien —inicié, consciente de que no podía negarme a ese imperativo si quería sacar algo positivo de la visita—. Creo que todos aquellos jóvenes falangistas insuflados de ilusiones sólo querían participar en la gloria de estar presentes en la destrucción de la Unión Soviética. Usted mismo lo sentía así. Nunca imaginaron que podrían sufrir y morir. Pensaban que Alemania ganaría esa guerra y que ellos, casi sin disparar un tiro, estarían en las terrazas del Kremlin de Moscú haciéndose las fotos para la historia. Lo dicen la mayoría de los supervivientes. Se puede leer entre líneas a aquellos que dejaron su experiencia en libros. Fue un error. Los ejércitos alemanes estaban sobrevalorados. Cierto que hasta ese momento se habían mostrado invencibles, pero… ¡Aniquilar al ejército ruso, ocupar la Unión Soviética…! —Hice la necesaria pausa—. ¿Tienen un mapa de lo que fue la URSS? Incluso la actual Rusia impresiona por su desmesura. No es Francia, ni Polonia, ni toda Europa junta. Nada comparable. Es un país inocupable, el más extenso del mundo. Si los ejércitos del Tercer Reich hubieran podido conquistar Moscú, Leningrado y Stalingrado, ¿qué? Sería cosa de meses que fueran devorados por su inmensidad. La geografía y la historia estaban en contra de las esperanzas de los alemanes.
—Creo que habla usted a toro pasado.
—Entiendo que no lo vea, pero Alemania se equivocó. Y la División Azul nunca debió crearse. La aportación española en esa tragedia general fue inútil, como un parpadeo durante el sueño. Una división entre trescientas sesenta alemanas y de países partidarios; poco más de diecisiete mil hombres de inicio entre cuatro millones de combatientes del eje, en un frente de vértigo. Una gota de agua. Sólo sirvió para que, por nada, murieran jóvenes con empuje, lo que le vino de perlas a Franco.
De repente, Dionisio empezó a descalzarse. Llevaba botas y cuando descubrió su pie derecho comprendí que eran ortopédicas. Le faltaba la mitad, desde el empeine hacia los dedos. Luego se quitó el guante. No tenía mano izquierda. El muñón casi empezaba en el nudillo.
—Yo estuve allí, en el 2.º Grupo de Artillería, bajo el mando del comandante Prado O’Neil. Casi pierdo las piernas por la congelación, como la mano. Nadie que haya estado puede saber lo que es hacer la guerra a cuarenta grados bajo cero. Creo que estoy autorizado para opinar. Y este hombre tiene razón, Alfonso. Te lo vengo diciendo siempre que sale el tema. Yo creía que era llegar y besar el santo. Ansiaba pisar el Kremlin.
—Conozco tus teorías —dijo el aludido.
—Deberías aceptarlas. Este hombre ha expuesto algo que vengo defendiendo. —Se calzó y se acomodó—. Hablas de la marcha de los mil kilómetros. Fue un insulto de los alemanes, que Muñoz Grandes encajó y convirtió en una hazaña absurda, desde cualquier punto que se mire. Una mala decisión de nuestro general que, contrariamente a lo que se escribe de él, no estoy seguro de que fuera un buen jefe, aunque dudo que otro lo hubiera hecho mejor.
—Y dale con eso.
—Un buen general procura diseñar la estrategia adecuada para que sus hombres actúen bajo los mínimos riesgos. Y con el objetivo de vencer en las batallas, no de constituirse en carne de cañón. Los mensajes laudatorios que buscaba de Hitler para la Blaue llegan cuando hay mil trescientos muertos, sosteniendo posiciones indefendibles. Pero antes, el desprecio más absoluto de los oficiales y jefes nazis hacia «esos gitanos sin orden ni dignidad».
—Te recuerdo que era un soldado y estaba integrado en el XXXVIII Cuerpo de Ejército alemán. Obedecía órdenes, como todo el mundo.
—Veía morir a sus hombres por docenas, cada día, sin esperanzas de vencer ni de recibir ayuda. ¿Qué responsabilidad de jefe es ésa?
—Has estado allí y parece que olvidas lo que es pertenecer a una unidad en orden de batalla. La responsabilidad mayor es evitar que el repliegue suponga abrir un boquete en las defensas por donde pueda entrar el enemigo y romper el frente.
—Al final hubo que entregar las plazas a un coste tremendo.
—Eso se supo después. Mientras se resiste hay esperanzas de subvertir la situación.
—Resistir aunque todos mueran.
—Así es el código de guerra. No hay opción.
—Muy bien. Te recordaré que los soldados no eran tontos. Sabían que estaban solos. Los había que aceptaban con fatalismo su suerte pero otros renegaban de ella. La mezcla de voluntarios para la muerte y de voluntarios para la vida. ¿Qué tipo de voluntario te gustaría ser?
Hubo un silencio concertado. Supongo que los tres veíamos a esos hombres en aquellas trincheras, el gesto alucinado entre los disparos, las explosiones y el frío terrible.
—Pero vayamos al principio —insistió Dionisio—. ¿Qué explicación se dio para justificar que la Wehrmacht no tuviera medios de transporte? Ninguna coherente. Decían que el mando alemán precisaba de todos los camiones y trenes para otras necesidades. También que al ser la Blaue una división de infantería, y no una Panzerdivision, esto es, de infantería transportada, debería hacerse a la idea de funcionar como tal. Otros oyeron que la División no estaba debidamente instruida y que la disciplina no existía en ella, al menos del modo tradicional del Ejército alemán, por lo que los divisionarios tendríamos que fortalecernos y endurecernos con la marcha. Así que nos convertimos en una unidad hipomóvil.
»En lo propagandístico, a Hitler le interesó la División Azul por venir de un país no ocupado ni beligerante. Pero en la práctica no sabía qué papel asignarle, y más tras los informes recibidos de sus generales sobre el comportamiento no satisfactorio de los españoles durante su estancia en el campamento de Grafenwöhr. Así que les reservaba para tareas secundarias, no precisadas en aquellos momentos. Algunos generales eran partidarios de que la Azul no interviniera en los combates por los centros neurálgicos de los soviéticos, para no echarlos a perder. Además, en esos momentos no se necesitaba esa Unidad que creaba grandes problemas de convivencia e integración, y a la que había que vestir, armar, alimentar y darle todos los servicios consiguientes, destacando los sanitarios. La toma de Moscú era cuestión de días y, aparte de sus imparables ejércitos, Alemania contaba con las disciplinadas divisiones de Italia, Rumania, Finlandia, Eslovaquia y Hungría, países beligerantes que traían sus propias intendencias y armamentos, y que eran fronteras del conflicto.
»Estaba claro que, por unas u otras razones, olvidaban que España estaba a miles de kilómetros y había prestado por solidaridad una división que, al ser integrada en el organigrama de la Wehrmacht como la 250 División, debía ser dotada íntegramente y sin renuencia con los mismos medios de los que disponían las otras divisiones. A mi modo de ver ahí falló Muñoz Grandes, que no supo imponer su condición de país invitado a una guerra ajena. Tuvo que escoger entre esperar a que hubiera transporte o hacer la machada. Temiendo llegar tarde a la toma de Moscú, nuestro general forzó a sus hombres a caminar como si no formáramos parte de la misma coalición. Parecía que hacíamos la guerra por nuestra cuenta, nunca mejor dicho.
»Había que llegar andando a Smolensko, a unos doscientos kilómetros de Moscú, tomado por las unidades blindadas del general Guderian a mediados de julio. Allí esperaba el grueso del Grupo de Ejércitos Centro para el asalto definitivo a la capital soviética. Cuando estábamos cerca de Smolensko hubo contraorden. Debíamos retroceder para subir a Leningrado y olvidarnos de Moscú. La noticia causó un enorme disgusto a la División. A la tropa, porque debían caminar más, y a los mandos, porque se les privaba de clavar la bandera en el bastión odiado. Ya no habría fotos en el Kremlin. Hubimos de regresar a Orsa y alcanzar Vitebsk, donde ya sí hubo trenes.
»La decepción que tuvimos, contemplada con la distancia debida, fue absurda, como el enfurruño de un niño cuando no le dan el juguete pedido. Hitler no prometió ese regalo a los españoles ni a nadie. Reservaba la toma de Moscú para el ejército alemán en exclusiva. No quería compartir con ningún otro país la gloria que sólo a Alemania pertenecía. Y menos con una Unidad que, obviando las razones, no había demostrado aptitudes suficientes para estar en esa gran ocasión.
»Esa estéril marcha nos llevó treinta y dos días. Fue como cruzar España desde Cádiz hasta Irún. Obviamente, los integrantes de las unidades antitanques, ciclistas, sanitarias y artilleras iban sentados, como todos los oficiales. Pero los demás, la mayoría, así como los caballos, tuvimos que hacerla a pie. Aquello fue la hostia. Aquella bárbara marcha dejó inutilizados a más de tres mil hombres, la mayoría aspeados, y mató a una docena. También se perdieron más de mil caballos y quedaron inservibles más de cien vehículos. La verdad es que aquella tropa parecíamos sobrevivientes de una guerra: heridos, derrengados y desengañados, sin haber pegado un solo tiro. El ardor guerrero había desaparecido en muchos de nosotros. Verdad es que luego lo recobramos con creces, pero a la fuerza.
Quise alejarme del debate pero el viejo divisionario se esforzó en su discurso.
—Al teniente general Von Chappuis le atribuyen un informe en el que expresa que la División Azul era el gran problema del Cuerpo de Ejército. Añadió más: que nuestra División fuera retirada y su general reemplazado ya que era completamente inutilizable en cuanto a grandes responsabilidades, dados su escasa organización y adiestramiento. Realmente tenía razón pero olvidaba algo crucial. Si esos mil kilómetros caminados hubieran sido hechos en camiones, los españoles habríamos tenido tiempo de adiestrarnos. Todo lo que el general alemán reclamaba a las tropas españolas devino de un fallo o una desidia enormes de la Wehrmacht hacia la División, ya desde el principio. En cualquier caso había que comprender al general alemán. Si los muertos españoles ascendían a mil trescientos, las bajas alemanas a esa fecha pasaban de las doscientas mil.
* * *
La tarde se había emancipado tras las ventanas y el salón quedó acosado de penumbra. Alfonso no se percató de que nuestros rasgos estaban difuminados. Al igual que Dionisio, se había ensimismado en algo que nunca moría dentro de él, debatiéndose sin necesidad de comentarios ajenos. Sin duda que estaba viendo a aquellos muchachos azules que desaparecieron en tumbas blancas.
Regresó al presente, se levantó y accionó un interruptor. Un salpicado de estratégicas luces modificó la decoración del salón. Los cuadros y bronces reclamaron su puesto en la belleza de las cosas. Se sentó y nos miró mostrando un gesto de gran melancolía.
—Hitler no quería anexionarse toda Rusia sino la parte a conquistar —continuó Dionisio—, lo que quedara entre una línea teórica entre Arcángel, en el mar Blanco, al norte, y Astrakán, en el sur, junto al Caspio. Toda la Rusia europea, al oeste de los Urales. Más que Europa. Nada menos. Ignoraba que los veinticuatro años de régimen comunista habían sovietizado a la sociedad rusa y la mayoría no estaba dispuesta a ver desgajarse la Santa Madre Rusia.
»¿Y qué ocurrió, en realidad? Que el Grupo de Ejércitos Norte, adonde fue a parar nuestra División, quedó detenido en otra línea irregular que bajaba desde Leningrado a Orel, en el sur de Moscú, a cientos de kilómetros de la línea soñada por Hitler. Y en el centro de ese Ejército, la División Azul quedó bloqueada en Novgorod, junto al Voljov. Fue lo más lejos que llegamos hacia el este. La Wehrmacht alcanzó Tichvin aunque fue desalojada un mes después. Ahí quedó frenado el poderío militar alemán y con él nuestra División.
Mencionaba ejércitos, aldeas y batallas como si fuera cosa normal que todo el mundo las conociera. Desde luego, para mí eran nombres desconocidos; propio de mi notoria ignorancia sobre la España reciente, aunque trataba de ponerme al día.
—Sólo el abandono a sangre y fuego de tres miserables aldeas situadas cerca del río Vishera costó más de mil muertos españoles —prosiguió—. Aquí es donde la responsabilidad de Muñoz Grandes es mayor. Por congraciarse con Hitler permitió que el 269 Regimiento y el Batallón de Reserva aguantaran hasta casi su total extinción. Fijémonos en que allí no había ninguna posibilidad de victoria, ninguna ayuda que esperar. Sólo morir por salvar el honor de España. Esa fue la noticia que nuestro general envió al Fürher para conseguir que éste hiciera elogios de la División. Palabras inútiles a cambio de muertos.
»No quiero establecer dudas sobre la capacidad militar de Muñoz Grandes, sino a su falta de visión. Años después leí algo que me emocionó sobre el mariscal Von Leeb, jefe del 2.º Cuerpo de Ejército alemán. A primeros de enero del 42 sus tropas se hallaban rodeadas por los rusos, al sur del lago limen. Viendo la imposibilidad de hacer frente al esperado ataque pidió autorización para evacuar la posición. Hitler se lo prohibió, añadiendo que tampoco le enviaría refuerzos. El veterano militar se veía enfrentado a dos responsabilidades: la obediencia hacia su comandante máximo y la obligación hacia sus hombres ante una batalla sin posibilidades. Venció el amor a sus hombres, por lo que presentó su renuncia al Führer.
—Pero era necesario que el Cuerpo de Ejército se mantuviera allí —porfió Alfonso—. No lo entiendes. De lo contrario se abriría un boquete.
—Que finalmente se abrió a costa de incontables muertos, muchos de ellos españoles que acudieron a reforzar. ¿Quién tenía la razón?
—Bajo un aspecto estrictamente militar, Hitler.
—Todavía faltaba lo más terrible —insistió Dionisio—, aunque no esta vez bajo la responsabilidad de Muñoz Grandes al haber sido sustituido por Esteban Infantes. Verdad es que ahí no hubo tiempo para pensar, por la ineficacia del Servicio de Información alemán. Me refiero a la batalla de Krasny-Bor ocurrida en febrero del 43. En sólo veinticuatro horas unos dos mil doscientos españoles quedaron despedazados, malheridos y desaparecidos. Casi la mitad de las bajas totales de la División. ¿Qué pelea era ésa? Tres batallones y cinco baterías españolas contra cuarenta batallones, una nube de tanques y ciento cincuenta baterías rusas. Un gato frente a un oso. Este hombre tiene razón, Alfonso. Siempre hablas de héroes muertos. España necesitaba jóvenes vivos.
—Esos jóvenes estarán ahí siempre, para que Falange sea considerada como lo que fue, una organización creada para eliminar la lucha de clases en España —argumentó Alfonso con pertinaz énfasis.
—Fue el canto del cisne de la Falange fundacional —arguyó Dionisio—. Aquí también acertó usted, señor Corazón. La flor y nata de la Falange pura quedó enterrada en la tundra rusa. Lo que después se llamó Falange no fue tal sino unos lameculos al servicio de la dictadura. Franco se vio libre de su principal competidor para manejar el destino de España. Y así nos fue.
Respeté unos momentos el silencio abalanzado y atisbé una oportunidad.
—¿Carlos era falangista?
—No.
—¿Por qué cree usted que se alistó?
—Quizá le obligaron a ir.
—Deja un trabajo en una buena empresa, aunque llamado para la mili, y se marcha a la Legión. Y de allí, a combatir a Rusia. ¿Tan guerrero era?
—Jamás vi a un hombre más templado. Odiaba la violencia.
—Debe de haber entonces una explicación. ¿No tiene cartas enviadas desde el frente?
—No conservo nada.
—Había una joven que lo visitaba en el hospital, antes de ir a África. ¿Qué fue de ella?
—¿Cómo sabe usted esas cosas?
—Ya le dije…
—Y yo también le he dicho todo lo que sé.
—Verá, don Alfonso. Hubiera querido no tener que molestarle. Pero es usted el único familiar que le queda, al menos que yo sepa. No tengo otro sitio donde indagar.
—Pues lamento malograr su expectativa. No sé de Carlos desde hace años. Pero todavía no me ha dicho para qué lo busca. Usted se reserva su secreto y quiere que yo me esfuerce en complacerle.
—Tiene razón. Es un asunto de herencia de un pariente de mi cliente, ya muerto, que tuvo cierta relación con Carlos.
Me miró y vi destellos dentro de sus ojos.
—No suena convincente.
—Para ser un simple tema de herencia, sabe usted mucho de Carlos —apuntó Dionisio.
—En mi trabajo es preciso hacer un cuadro completo de la persona indagada. Y en contra de su afirmación, hay temas de herencia que son complejos y difíciles.
—Déjese de cuentos. Creo que miente y que hay algo más.
—¿Por qué dice eso?
—Carlos ha sido buscado durante mucho tiempo por otros asuntos.
—¿Se refiere a la sospecha de que fuera culpable de la muerte de dos personas, allá por el 41?
A Alfonso se le encendieron los ojos como si fueran bombillas.
—Naturalmente. Le pillé. Eso es lo que investiga en realidad.
—Ese cargo ha debido de prescribir hace años. Se supone que dejó de ser objetivo policial.
—Pero permanece la sospecha en algunos, seguramente en su cliente.
—Tiene usted muy fijado ese asunto, según parece.
—¿Y cómo no? —se sulfuró de nuevo—. Han sido muchos años de acoso. Eso deja huellas.
—¿Por qué cree usted que la policía consideraba a Carlos culpable de aquellas muertes? La familia dice que lo único que tenían eran las balas encontradas en las cabezas de los asesinados. Son del 7,65 mm, un calibre no muy frecuente.
—De mí no va a sacar ninguna información. Creo que no tenemos más que hablar, señor detective —dijo, levantándose.
—En muchos casos, las indagaciones para un asunto propician revelaciones secundarias, no imaginadas. No es descartable que durante mi investigación pueda obtener datos que hagan considerar incluso la no culpabilidad de Carlos.
—A estas alturas, ¿a quién puede importarle una cosa u otra?
—¿A usted no le importa?
Elevó hacia mí una mirada seca.
—No me gusta usted, señor.
—Es una pena que no me facilite el trabajo. Ahora tendré que consultar los archivos policiales, lo que es muy aburrido. Seguro que encuentro algo.
Dionisio permanecía de pie, atildado, la galanura perfecta, como si fuera un dibujo sacado del lápiz de un buen artista. Ya en la puerta, Graziela se dejó ver de nuevo. No supe entonces por qué había tanto desagrado en sus negros ojos.
La puerta se abrió y la claridad rescató los perfiles armónicos de la biblioteca privada de La Rosa de Plata.
—¿Qué haces aquí, solo y a oscuras? —dijo Rosa—. Te echaba de menos.
—Estaba necesitado de luz, que ha llegado. Siempre la traes contigo —dije en el sillón anatómico donde me atrapó la remembranza.
Se sentó en mis rodillas y me besó. La comezón que sentía se eclipsó.
—¿En qué espacios navegaba tu mente?
—Rememoraba una entrevista que tuve con un investigado y su compañero. No imaginas lo intensa y esclarecedora que fue. No dejo de sorprenderme por las reacciones humanas ante calamidades vividas, su percepción de los hechos, que a veces difieren de lo esperable.
—No existe una norma para los comportamientos en las situaciones límites.
—Lo sé.
—Volverás a verles.
—Sí, ahora con otras razones, que no tenía en aquella velada, Pero también debo hacer otras visitas comprobatorias y echar una mano en la agencia. Y, claro está, identificar al pistolero. Creo que está bien de holganza. Llevo aquí tres meses, por un simple disparo.
—No has estado inactivo —dijo, inundándome con su sonrisa. Se levantó y fue a la puerta. La cerró con pestillo y empezó a desabrocharse—. Ahora tienes una misión inaplazable que realizar.