Capítulo 16

Madrid, febrero de 1941

Mi anhelo es un deseo fugado

sobre el dorso de un pez en la mar

tras el rumor de un eco escondido

en el azul.

JAIME ROMERO LIZARAZU

El Banderín de enganche en el Puente de Vallecas era un cuartel pequeño, no una simple oficina de reclutamiento como había creído. Delante del arco de entrada un centinela preguntó a Carlos qué deseaba. No pareció sorprenderse de ver su aseado aspecto. Le hizo pasar al otro lado de la puerta donde se extendía un paseo arbolado. En el cuerpo de guardia situado a la entrada un sargento le hizo la misma pregunta. Mandó a un soldado que le acompañara al pabellón central situado al fondo, quien le dejó al final de una cola de unos treinta individuos de distintas cataduras, diversas edades y desigualmente vestidos. Sólo uno alcanzaba su estatura. Mientras avanzaba para las afiliaciones miró en derredor. En un lado unas barracas, que luego supo eran los dormitorios y la cantina. Al otro lado, un patio grande donde algunos legionarios y hombres de paisano se ejercitaban sin armamento.

En la mesa de inscripción situada en la planta baja del edificio central, un sargento, flanqueado por dos legionarios escribientes, le hizo las preguntas de rigor: nombre, edad, estado, profesión, años de enrolamiento. No se preguntaba los motivos del alistamiento. Más tarde fue reconocido en el botiquín por un capitán médico, las tres estrellas de seis puntas sobre el bolsillo superior de su bata. Peso, estatura, lectura pulmonar, pruebas de visión y de audición, enfermedades padecidas, lesiones o impedimentos físicos. No se trataba de un examen de relativa profundidad sino de una auténtica exploración médica. A la Legión no le importaba de dónde procedía el material humano pero éste debía estar totalmente sano. Los que no superaban las pruebas eran rechazados y sólo a los admitidos se les ponían las vacunas correspondientes.

Carlos salió con el documento firmado que le acreditaba como recluta del especial Cuerpo, al que debía consagrar los siguientes tres años. Tendría que permanecer en el cuartel hasta la marcha a África y hacer vida de soldado, cumpliendo todos los horarios y servicios, incluido el dormir en el barracón. Por consejo se había hecho con unas ropas viejas para funcionar durante la vida del cuartel, reservándose sus habituales para los paseos.

Había rehuido el trato con los otros reclutas. No quería tener amigos. Todos los que tuvo desaparecieron de una u otra manera, como si algo dentro de él les marcara en el mismo aciago destino. Pero el muchacho alto con el que coincidió en la recluta le abordó con simpatía y tuvo que rendirse a su compañía. Se llamaba Javier Vivas y era de Plasencia. Trabajaba en una cristalería y su sueño era poder instalarse algún día en una propia. Decía ser un lector empedernido, lo que le sorprendió. La afición a la lectura no parecía concordar con hombres de acción. Con él salía a los paseos cuando las circunstancias le impedían hacerlo con Cristina.

Cristina…