Valdediós, Asturias, octubre de 1929
Nihil est quod non expugnet pertinax opera et intenta ac diligens cura.
(Nada hay que no sea vencido por el trabajo asiduo y por el cuidado atento y diligente).
SÉNECA
En el largo año transcurrido desde su llegada, todo su mundo había ido desapareciendo. José Manuel ya estaba en el segundo curso. La ausencia de libertad era lo que más añoraba. Ello se acentuó cuando en los primeros días supo que debía permanecer enclaustrado la mayor parte del tiempo. Y no podría jugar al guá ni al cascajo por consideraciones lúbricas, según dijeron; algo que no sabía lo que significaba. Tampoco podría pescar en el río ni dar caminatas por los montes a su albedrío. Sería como un pájaro enjaulado tras muros agobiosos y docenas de ojos vigilantes. No creía que fuera capaz de soportarlo.
Por eso al principio pensó seriamente en escapar. No le sería difícil desaparecer porque su cuerpo menudo era resistente como el carbayón y ágil como la ardilla. Si le habían negado volver a casa podía ir a Oviedo o a las minas de Langreo y Mieres. Allí había guajes más pequeños que él ayudando en duras faenas.
La idea persistió en él durante un tiempo porque en las primeras noches de invierno sentía el ulular del viento, algo desconocido para él cuando estaba en la aldea, o puede que entonces no lo apreciara, y que se asemejaba a grandes jaurías de lobos aullando a la vez. Lo mismo ocurría con la lluvia, el golpear del agua contra las viejas tejas allá en lo alto del tenebroso techo, como si alguien hubiera soltado miles de piedras. Eran ruidos nuevos, a veces amedrentadores, nunca antes notados en su aldea por lo que consideró que sólo existían en ese lugar y le hacían pensar que podrían ser mensajes de ese Dios en ese mundo distinto. Él era inmune al temor y recibía esos fenómenos, como todos los que iban llegando a sus sentidos, convencido de que se presentaban para la ampliación de su conocimiento sobre las cosas que ignoraba. Buscaba respuestas a su insaciable curiosidad que pocas veces satisfacían o no le explicaban con la necesaria claridad, por lo que se frecuentaba de inopia hasta que obtenía la solución por sí mismo.
A ello había que añadir el frío, tan terrible a veces que la débil ropa no mitigaba y que le llenaba de sabañones los pies y las orejas; tanto que incluso el hablar suponía un tremendo esfuerzo. En los inviernos su madre le ponía periódicos debajo de la camisa porque en el pueblo caían heladeras semejantes. Hubiera sido bueno proceder de la misma forma, pero en el monasterio no había periódicos por estar prohibidos, además de que soportar el helor era prueba de sacrificio. Por las noches en su casa dormía, como toda la familia y como todos los de la aldea, encima del establo porque el calor natural del ganado mantenía el suelo cálido. Pero aquí, debajo de esa cama, el suelo era como la escarcha y, más abajo, sólo había salas frías con témpanos por suelos.
Y también estaba lo del cagatorio. La loza era tan fría que al principio muchos se encaramaban a los bordes, sabiendo que era una falta. Los cuidadores miraban por el hueco debajo de la puerta y les pillaban, al no ver los pies apoyados en el suelo. Se castigaba con la pérdida de puntos. Así que nadie volvió a hacerlo. Tenían que poner papeles en las orillas del aparato sanitario porque a algunos se les quedaban pegados los muslos, provocándoles heridas. Con lo fácil que lo tenían en la aldea. Allí, durante los inviernos desalojaban el vientre en los establos, acuclillados sobre el cuchu, y luego las gallinas se encargaban.
Otra cosa que no entendió y a la que no acababa de acostumbrarse era hacer deporte con la sotana. Los pantalones cortos estaban prohibidos por lo que jugar al fútbol provocaba no pocas caídas al enredarse con los faldones. Y el uso obligado de los zapatos ocasionó heridas a sus silvestres pies, que tardaron en curar. La suma de tantas novedades adversas eran barreras para integrarse en ese tremendo escenario.
Pero poco a poco fue admitiendo la idea de que podría sobrevivir a esas pruebas. Porque el sermón versaba siempre sobre la superación de los deseos terrenales y la voluntad de alcanzar la virtud en beneficio de Dios, que estaba en todos ellos, lo que significaba llegar a encontrar la verdad sobre uno mismo, algo que parecía muy importante en la vida. Y ello sólo podían lograrlo los de espíritu fuerte. En definitiva, un nuevo reto. Conocía su capacidad para el esfuerzo y el sufrimiento y eso le decidió a seguir, al menos durante un tiempo. Así que se concentró en cumplir de forma efectiva, mientras dejaba su ánimo abierto para la, según decían, indefectible conjunción con ese Dios tan desconocido como incomprensible. Y siguió fielmente las líneas marcadas.
Le quedó claro que había dos comportamientos a administrar. Uno, el estudiantil. Los que no llegaban al 5 en los exámenes quedaban eliminados automáticamente. El otro comportamiento era el realmente difícil porque atañía a la actitud respecto a la observancia de los valores religiosos, morales y espirituales. En todo momento debían demostrar su obediencia, austeridad, respeto, silencio y disciplina. Muchos que alcanzaron altas puntuaciones en los exámenes fueron expulsados porque en ellos no germinaban las aptitudes necesarias para aceptar la pureza que vibraba en cada pensamiento y que llevaba a la rectitud y a lo divino. Recordó el primer día del curso en la gran iglesia, donde los alumnos ocupaban los bancos próximos al altar. El rector apareció desde un lateral y se acercó como si se deslizara, casi echándoseles encima. Hizo un exordio con palabras que no entendía, y que más tarde le dijeron que eran en latín, mientras se persignaba reiteradamente, lo que todos imitaron. Luego saludó a los congregados y habló con voz que intentaba ser cautivadora pero que mostraba inflexiones que producían cierto temor.
—Me dirijo fundamentalmente a los nuevos alumnos aunque el mensaje para los antiguos, no por oído les será menos importante. No todos los que estáis aquí seréis curas. La mayoría no llegará ni siquiera a los cursos medios. Muchos son los llamados, pocos los elegidos. Los rechazados, que no lo serán por su escasez de bondad como personas sino por su inadaptación a lo exigido, tendrán que dedicarse a otros oficios fuera de la Iglesia y desde ellos también pueden ser útiles al Señor, además de a la sociedad. Aquí sólo llegarán los que cumplan con las condiciones contenidas en nuestras normas, que pueden resumirse en tres: obediencia, estudio y comportamiento. No importa que ahora tengáis dudas sobre Dios y sobre muchas cosas. Si avanzáis en la línea marcada, Él se os aparecerá y tendréis la gloria de formar parte de esa legión de discípulos que ofrecen su existencia en bien de las almas.
A los pocos días José Manuel comprendió que no debía buscar un amigo entre los demás porque la regla era la de estar en armonía con todos pero sin inclinaciones por ninguno en particular. En las clases les cambiaban frecuentemente de sitio y en los paseos por el cercano exterior o por el enorme claustro, el más grande de los existentes en Asturias según decían, debían ir solos o en grupo, nunca en pareja, ni siquiera un trío porque así se evitaban las confidencias entre los alumnos. Sin embargo, había tomado relativa amistad, apaciguada por el sistema, con José María Fernández Martín, un chico mayor que él y que iba por tercer curso.
—Dijéronme que vienes de Lena. ¿De qué parte, ho?
—De Pradoluz, en el Huera.
—¡Ah!, por allá sois muy parrulos. Yo soy de Muñón Cimero, más al norte, a un paso de Mieres.
—Bueno, nosotros tenemos el aire más puro del Concejo, con los montes más altos. Los vieyos viven más tiempo.
—¡Ah, no! Mi pueblo ta junto a los altos del Muñón, en la Sierra Diego. Vemos la Sierra de Aramo y al este tenemos el Pico de Campusas. Somos igual de serranos pero no tan payotus.
—Esto… —tentó José Manuel, un tanto confuso—. Tamos presumiendo. ¿Eso no ye vanidad?
El otro se echó a reír.
—Qué cojones. Vanidad ye otra cosa. Ser orgullosos de nuestras aldeas no hace daño a nadie aunque ye estúpido porque son lugares en los que todos mueren de pura fame.
Al poco de llegar se percató de que el monasterio no era un edificio aislado. Junto a él, formando armonioso conjunto, se emplazaba una iglesia de menores dimensiones a la que llamaban el Conventín. Les explicaron que fue construida en tiempos prerrománicos con el nombre de San Salvador por la Orden del Císter que, posteriormente, también erigió el convento donde vivían, en ofrenda a Santa María y ahora dedicado a Seminario Menor. En él se cursaba el primer periodo de cinco años o cursos llamado Latinidad porque la asignatura principal era el latín. Cada día después de misa iban al aula grande para recibir clases de esa lengua que luego supo no se usaba en la vida real, sólo en los cánticos y lecturas de los curas, y que les capacitaba para los periodos siguientes de Filosofía y Teología, que se impartían sólo en ese idioma del pasado. También recibían lecciones de matemáticas, literatura, lenguaje, geografía, ciencias, historia, griego y otras. Incluso música y solfeo, ya que algunos querían aprender a tocar el órgano y otros deseaban cantar para ingresar en los coros. Un piano y un acordeón con evidentes años de uso les permitían desarrollar la formación práctica. Después de comer disponían de un tiempo para pasear por los largos pasillos y los dos claustros, uno de ellos techado, o para repasar las lecciones en las mismas aulas. Y en los juegos, únicamente carreras, fútbol y frontón porque no estaban autorizados aquellos en los que pudiera haber contacto físico, no había que mostrar deseos de obtener la victoria porque eso era vanidad. Sólo adiestrar el cuerpo para que estuviera sano al servicio de Dios, única finalidad de su estancia allí.
Luego, más clases y, antes de la cena, el tiempo de estudio en el mismo salón donde se hacían los exámenes y durante el que había de mantenerse un silencio absoluto, cada uno en un pupitre bajo la mirada reprensora del padre responsable. Una vez cenados llegaba la hora de los rezos en la iglesia y, finalmente, todos al dormitorio a la vez, donde caían cansados porque la actividad no cesaba desde el toque de campanillas. No se consentía la siesta ni el paso a los dormitorios, que permanecían cerrados durante el día hasta la hora de dormir. No había tiempos muertos ni oportunidades para la pereza. Todo era lento a la vez que rápido y los días se sucedían mientras iban descubriendo sensaciones que nunca imaginaron podrían llegar a experimentar.
La limpieza, tanto de la sotana y zapatos como de la pieza de dormir, era muy valorada y puntuaba alto. En particular los zapatos, que habían de estar impecables a pesar de que los usaban para todo, incluso para los juegos y el deporte. Se suponía que un hombre descuidado en esos simples menesteres no podría tener el alma suficientemente aseada para asimilar las bondades celestes. Los suelos se barrían con escobas de tamujo. Para los largos pasillos y las grandes salas se designaban turnos rotatorios. No se fregaban porque el piso estaba siempre húmedo, pero la higiene no debía descuidarse en todo el entorno asignado. Ocurrió que un día el padre examinador pasó subrepticiamente un dedo por el techo del armario. Nadie los limpiaba y el polvo se acumulaba. También le vio mirar debajo de la cama para ver si sorprendía briznas de tamo. Él tomó buena nota a espaldas del profesor y nunca el dedo chivato y el ojo analítico encontraron suciedad en esos lugares tan inutilizados. A partir de entonces obtenía las máximas notas en este apartado.
* * *
Aunque se tenían en cuenta, no se ejercía control sobre las demostraciones de autotortura, como colgarse cilicios en la cintura, ponerse piedras en los zapatos, caminar de rodillas o tenderse boca abajo sobre las frías losas del suelo durante la meditación y permanecer de esa guisa mientras duraba el acto. Se consideraban testimonios de la capacidad para el sufrimiento pero no acreditaban que la decisión de realizarlos estuviera exenta de vanidad.
Cada mes había valoraciones de actitud, conducta, urbanidad, comportamiento. Los que tenían puntuaciones bajas en esos temas eran expulsados, así como los que se peleaban o discutían, gritaban o reían a carcajadas, hacían chistes o se miraban a hurtadillas. Era un proceso de selección natural desde el punto de vista de los objetivos del seminario. Allí no se formaban hombres para la vida mundana sino que se educaba a futuros miembros de la Iglesia. Había una línea marcada en la que sólo eran elegidos aquellos que superaban tanto las barreras físicas, tales como el hambre, el frío, el calor, la puntualidad, el dolor no autoinfligido y los castigos, como las espirituales, que cubrían el confesar constantemente los pensamientos, los deseos, los impulsos, los rencores, todas las dudas que les acosaban y los acuciamientos sobre la carne y el sexo. Sobre este último aspecto en particular, si tras un periodo de prueba el alumno se manifestaba imposibilitado para dominar los ardores, su expulsión era irrevocable ya que estaba considerada como una de las faltas más graves.
Las duchas tenían lugar en espacios individuales, cerradas con cortinas de lona. Podían ducharse cualquier día de la semana, pidiendo vez porque se hacía por turnos, que formaban en fila. Dentro se desnudaban, se duchaban y se vestían. Un padre vigilaba y tomaba nota de las miradas, los comentarios, los movimientos y las expresiones que salían de la boca del que se lavaba. Aunque la regla era el silencio, el agua helada proveniente del Naranco provocaba maldiciones y gritos, a veces llantos y a veces comentarios sobre la Virgen o el estado del miembro. Cuando el frío paralizaba las ganas de ducharse, salían al campo y se lavaban los pies en el arroyo, tocando el agua como a picotazos. Dado que era una comunidad cerrada, algunos adquirieron prácticas útiles. Así, más de uno aprendió a cortar el pelo al disponer de tan fiel y abundante clientela.
Estaba prohibido decir pecados, pero había cierta comprensión con los tacos. La superioridad era consciente de que vivían en una tierra donde todos parecían nacer jurando, por lo que había indulgencia en esa costumbre para los iniciados. Confiaban en que era cuestión de tiempo que erradicaran de su léxico esas expresiones, lo que realmente sucedía a medida que los alumnos iban culminando los cursos.
La alimentación que recibían distaba mucho de calmar el hambre. Si lo de «vivir como un cura» se refería a buenas comidas, el axioma les quedaba aún lejos. Sopas, berzas y fabes en cantidades que apenas cubrían el fondo del plato. De postre, unas castañas cogidas del bosque o media manzana, una entera cuando era pequeña. Y la barrita de pan de maíz amasada en el mismo convento. Aunque a nivel general podía reclamarse doble ración, en la práctica era difícil que los perderos regresaran, además de que el espíritu que se inculcaba era el de vencer la gula, cosa que los de los recientes cursos no sabían calibrar por lo que, a pesar de todo, siempre había quien expresaba en voz alta la necesidad imperiosa de sosegar los retortijones. Durante los primeros meses oyó llantos apagados en las noches, sin duda procedentes de algunos que llegaron a la vez que él. Creyó que era por la añoranza del hogar perdido, pero luego tuvo el convencimiento de que lo motivaba el hambre. En sus casas algo se pillaba entre comidas: una panoya, un trozo de pan, un tomate… Pero en el monasterio no había esas oportunidades y debían resignarse a tener la gazuza por costumbre.
Semanalmente se designaba a algunos, siempre mayores, para repartir la comida en las mesas. Eran los fámulos, que protegidos con mandiles llegaban desde la cocina con las perolas humeantes y procedían a la distribución, comiendo ellos al terminar de servir. Había otros nombrados para repartir el pan. Ellos y los fámulos no comulgaban con el espíritu de austeridad y se obsequiaban, esquivando miradas, con mayor abundamiento, lo que no escapaba a los ojos de la mayoría. Quizás era que con la veteranía se apaciguaba el dolor de corazón que producía el sosegar la andorga, que no el hambre, mientras los demás quedaban a verlas venir, con lo que el propósito de enmienda se demoraba o bien se transformaba directamente en autoindulgencia. Lo sorprendente es que los profesores, que predicaban lo bueno que una parca alimentación era para el cuerpo y la mente, poniendo como ejemplo sus esmirriadas anatomías, permitieran esa situación de privilegio y que en la designación de esos puestos no entraran equitativamente los demás.
La meditación de la mañana era profunda, todos arrodillados, con la cabeza baja entre las manos y en silencio. A veces pasaba el padre por entre los bancos y preguntaba a alguno en qué proceso de pensamiento estaba. Muchos principiantes decían con naturalidad que tenían hambre, frío, sueño, miedo o añoranza de la familia. Pues, ¿no era obligatorio decir la verdad en todo momento?
Los Ejercicios Espirituales no eran bien recibidos, por amedrentadores. Se hacían sobre la doctrina de San Ignacio, como era preceptivo, y entonces caía sobre ellos un sobrecogedor panorama de castigos futuros porque parecía que la existencia era una tendencia inevitable de acumulación de pecados. Para contrarrestar la culpa de haber nacido, debían extremarse en los remordimientos, sumergirse en largas oraciones y ejercitar un ayuno máximo. José Manuel se preguntaba que si sus vidas distaban de ser pecaminosas y los alimentos normales rayaban en la abstención, ¿para qué esas exacerbadas penitencias? Lo cierto es que al finalizar la semana tenían las almas salvadas pero sus cuerpos estaban en la ingravidez.
Llegaron nuevos alumnos y ya no estaban muchos de los que entraron con él y de los cursos superiores. Parecía que debía haber un número determinado y eliminaban el sobrante por razones ignoradas.
José Manuel obtuvo buenas notas en todas las disciplinas y supo estar a la altura de la actitud humilde requerida cada vez que se le citaba. No fue a su pueblo durante las vacaciones pero recibió la visita de su madre y de su hermano Eladio, junto con su primo Jesús y su tía Carmina, quienes dejaron un reguero de lágrimas que él no secundó, lo que no les sorprendió mucho por entender que actuaba bajo el aprendido dominio sobre los sentimientos. Pero en realidad el sorprendido fue él mismo cuando se percató de que no tenía lágrimas. Vinieron en el Citroën C-4 de 15 CV de don Abelardo quien, para sorpresa de todos, había querido visitarle. Era un coche grande, cuadrado, y cupieron los seis holgadamente en él. Estuvieron el día completo. Vieron parte del recinto y saludaron al rector, a los prefectos y a otros profesores, especialmente don Abelardo, que se dio unos paseos con el director mientras manoseaba el sombrero espasmódicamente. Les permitieron comer juntos en el exterior, cerca del río, sentados en unas mantas sobre el verde rugiente, menos don Abelardo, que llevaba una silla plegable donde, abiertas las piernas, ponía a descansar su hidrocele, prolongación de su bien cuidado buche. Fue una manduca generosa, a base de empanadas, tortillas y sidra del pueblo, que José Manuel recordaría durante los meses siguientes.
Su hermano estaba igual pero su madre había adelgazado y tenía sombras enquistadas en sus ojos, que las lágrimas no deshacían. Le dio un paquete en el que había dos mudas completas de camisetas, calzoncillos y calcetines.
—¿Quién lava tu ropa, fiyo mío?
—Una muyer encárgase de ello. Cada semana ponemos la ropa sucia en una bolsa con un número y la devuelven limpia y planchada.
Le dijeron que todos los demás hermanos estaban bien pero no el padre, que había sido alcanzado por la silicosis. Los médicos le recomendaron dejar la mina, pero él rehusó el consejo porque el dinero que le proporcionaba la lucha contra el mineral era imprescindible para la familia, que no podía subsistir sólo con la huerta. Así que él y Adriano, que también había ingresado en la mina, salían de casa a las cuatro de la madrugada porque la mina era de la Hullera Española y estaba en Moreda.
—El José, el menor de los Atilano, quedose manco —dijo Jesús—. Afilaba la guadaña, en la siega. Trabósele y cortose la mano entera. Eso no te ocurrirá. Ya ves que no ye malo ser cura.
Él había crecido, pero Jesús mucho más y ahora le sacaba la cabeza. Estaba lleno de músculos y tenía el buen color de los soles y los vientos. Seguía mirándole con la sumisión de siempre, esta vez magnificada de respeto.
Ese año de distancia había hecho merma en los dos, si no en sus sentimientos sí en sus actitudes al haberlo vivido de manera tan diferente. Además de que la sotana y la atmósfera que impregnaba el lugar imponían el natural cohibimiento. A ambos les pareció muy lejano el tiempo en que jugaban juntos, tantos años en la niñez ya acabada, pero José Manuel se esforzó en que viera en él lo que siempre fue y sería: su amigo. Por eso le hizo preguntas sobre la escuela, el pueblo, las cosas y los demás amigos como si le importaran realmente. Y se enteró de que su padre y el de Jesús habían vuelto a buscar en la cueva del tesoro todos los domingos del año, pero ya con dinamita. Conocedor de lo enfermo que estaba su padre, José Manuel renovó hacia él la gran admiración que, a pesar de sus desprecios, siempre le tuvo. Aquella tarde en el rezo pidió para que su padre encontrara el tesoro. Con él podría curarse, yendo a un buen hospital. Y quizás habría tiempo para obtener de él el cariño siempre deseado.
Pero el misterio de la cueva continuaba. Se sintió captado de nuevo por los recuerdos de aquella jornada y dejó que el silencio le amordazara. Su primo pareció leerle el pensamiento.
—José Manuel… Bueno… ¿Qué viste en la cueva aquel día?
Miró los ojos de su primo, tan transparentes como él los tuvo antaño.
—Consérvate sano, Jesús. Deja de pensar en ello.
Terminada la buena yantada, don Abelardo le llevó a un aparte y se deshizo en elogios para sí mismo, citando algunas de las obras realizadas en el Concejo a las que contribuyó con su peculio. José Manuel se enteró entonces que no sólo había prestado el carro para su viaje de inicio sino que había costeado todas las ropas.
—Y si necesitas ropa nueva me lo haces saber. Tamos para ayudarnos los unos a los otros.
—Muchas gracias, don Abelardo. Poco puedo hacer por corresponder a su gran generosidad.
El otro se dio una vuelta pensativo, girando el sombrero y soplando su tagarnina. Luego se decidió.
—Bueno… —dijo cautamente—. Oyera eso de que estuvieras en la cueva del tesoro. Yo podría ayudarte si realmente lo encontraste. No se trata de dar palos de ciego como tu padre sino de ir al punto. ¿Qué te parece, ho?
José Manuel le miró y al otro le tembló el cigarro en la mano.
—No sé de qué tesoro me habla.
—Coño, el que vieras en la cueva.
—Don Abelardo, creo que está mal informado. No hay ningún tesoro ni nada que se le parezca. Lo siento.
Cuando los suyos iniciaron la marcha no cayó en la desolación de la primera despedida. Cierto apego al lugar se había insinuado en él pero todavía le dominaba un sentimiento de abandono porque, aunque menguados de necesidades, ellos eran libres y él no, y estaba solo. Esa sensación se acentuó cuando ya a lo lejos los vio ascender la cuesta y entrar en el coche. Al desaparecer, parte de él aún pedía a gritos en su interior que le llevaran con ellos.