Capítulo 14

Madrid, noviembre de 1940

Y fue cuando pusiste

definitivamente

mi mano en tu silencio.

VANESA PÉREZ-SAUQUILLO

Había un pozo sin fondo en la parte trasera de la trinchera. Cuando los hombres caían a él sus gritos iban languideciendo en la negrura despiadada hasta desaparecer en una inimaginable distancia, Carlos no sentía terror sino la impotencia de no poder moverse porque el enemigo batía el parapeto con descargas de ametralladora y mortero, diezmando inexorablemente a la sufrida compañía. Era un escenario cerrado de metralla, barro y sufrimiento. El cielo ausente, el paisaje borrado.

Sintió el tiro en la cabeza y cayó hacia atrás al pozo, imposibilitado para el grito. Se vio descendiendo en un espacio sin bordes, hondo, interminable. Y de pronto una mano fuerte le agarró. Anotó una claridad. Detrás de sus párpados iba desparramándose la luz. Intentó abrir los ojos y sólo uno le respondió. Atisbo un rostro borroso. Cerró el ojo y puso argumentos para vencer el deseo de permanecer en esa guisa. Oyó palabras, llamándole. Volvió a liberar su mirada y tardó en interpretar lo que veía, el abrupto cambio de panorama.

No estaba en el frente de guerra sino en la sala de un hospital, tendido en una de las camas que se alargaban en doble hilera. Un brazo era prisionero de algo, pero la mano del otro la asía su joven vecina, Cristina, que le miraba con ojos esperanzados. La oyó llamar. Apareció una enfermera.

—Vaya, vaya —le sonrió—. Al fin ha vuelto con nosotros. Tranquilo. Buscaré al doctor.

Soltó la mano y se palpó. Un vendaje le cubría la cabeza y un ojo. Vino el médico, acompañado de Alfonso.

—La herida era tremenda. Un golpe así hubiera matado a cualquiera. Es inexplicable que haya sobrevivido. Tiene usted la cabeza muy dura. Le quedará una buena cicatriz.

Más tarde, cuando todos se fueron, ya sabía que estaba en el Hospital General y que llevaba allí cuatro días. Le habían encontrado tirado en uno de los viejos cementerios de Méndez Álvaro, vestido con un mono y ningún documento encima. Tenía un fuerte traumatismo en la cabeza. Había sobrevivido con sueros y transfusiones, y su estado físico era satisfactorio dentro del cuadro traumático. Al día siguiente ya pudo ingerir alimentos líquidos. Al comenzar el horario de visitas aparecieron Alfonso y Cristina.

—¿Qué recuerdas? —dijo su primo.

—No mucho.

—Te golpearon la cabeza con un hierro. Intentaron estrangularte. De hecho lo creyeron. No imaginaron lo fuerte que eres. Luego te tiraron en un pozo. Los perros de los gitanos dieron la alarma. ¿Quiénes fueron?

Carlos negó con la cabeza. Dijo no recordar haber estado en ningún cementerio. Quizá lo golpearon en otro lugar y lo llevaron allí.

—¿No los viste?

—No.

—¿Por qué te atacaron?

—Dices que estaba desnudo. Lo harían para robarme.

—No. Ya no hay ladrones en España, ni tampoco asesinos. —Carlos miró a su primo y él supo lo que bailaba en sus ojos—. Este Gobierno no comete asesinatos. Las ejecuciones, no tantas como se cuentan, obedecen a sentencias dictadas por jueces en los Consejos de Guerra. Los condenados son gente con numerosos delitos de sangre.

—¿Lo crees sinceramente? —musitó Carlos—. ¿Crees que todos los fusilados tienen las manos manchadas?

—Por acción, omisión o participación. Sí lo creo. —Alfonso se sentó a su lado y movió la cabeza—. No pareces saber lo que hicieron esos pistoleros de las JSU y de la FAI. Crímenes nefandos contra personas inocentes. Las famosas checas. No es venganza acabar con los culpables. Esos asesinatos no pueden quedar impunes. Deberías entenderlo.

Carlos no contestó. Se limitó a mirarle y Alfonso sintió una gran desazón. Nunca vio a nadie mirar de esa mañera. En realidad no era la mirada sino el misterio que proyectaban sus ojos.

—Sería injusto atribuirnos otras motivaciones. Sólo queremos una España mejor. No todos recurrimos a las armas como razones. No maté a nadie y creo que nunca lo haré. Pero comprendo a muchos de los que lo hacen.

—No te pregunté.

—Tampoco yo te he preguntado si mataste a alguien en tus andanzas por Asturias. Eres mi primo.

—Puede que haya quitado la vida a alguien, en el frente. No lo sé. En cuanto a matar por venganza, quién sabe el agua que estaremos obligados a beber —contestó Carlos, sosteniendo la mirada. Añadió—: ¿Cómo llegué hasta aquí?

—Como no aparecías te buscamos por todas las comisarías, hospitales y casas de socorro. Estabas aquí. Cristina ha estado junto a tu cama día y noche, vigilando tus palpitaciones.

Alfonso se fue y con él quedaron esos ojos negros llenos de agua y esa boca cubierta de silencios. Su vecina, que ahora le cogía la mano sana y se la llevaba a la mejilla con una expresión colmada de amor y preocupación. Las palabras habían sido abolidas pero el intenso mensaje, la confesión silenciosa, no estaban disociados de su mirada. Y él percibió que le sería muy difícil exiliarse de ese hechizo que podría impedirle realizar lo que tenía concebido para su futuro.

Un día más tarde aparecieron el médico y Alfonso acompañando a dos hombres. Iban enfundados en gabanes y con sombreros. Su aspecto era inequívoco.

—Inspector jefe Perales —dijo el más joven, sin descubrirse, al igual que el otro—. Éste es el inspector Blanco. ¿Tienes unos minutos?

Carlos se limitó a mirarles.

—Procuren ser breves —dijo el doctor, alejándose.

Perales miró a las otras camas. Los heridos dormitaban, y los despiertos, así como los familiares en visita, apartaron sus ojos al ver los del inspector.

—Fuiste atacado de forma brutal —dijo Perales, sentándose en una silla—. ¿Tienes idea de por qué?

—Quizá para robarme la ropa.

—Pocos ladrones quedan pues estamos acabando con ellos. Pero no fue por tus ropas. Nadie desnuda a una víctima y luego le pone un mono.

—Muy interesante. Pero no tengo idea.

—Necesitamos ver tu documentación, señor Rodríguez.

Carlos indicó el cajón de la mesilla. El policía miró la cédula, emitida por la Diputación Provincial de Asturias, el salvoconducto concedido por el Gobierno Militar de Oviedo y un certificado de Falange, Jefatura Provincial de Oviedo.

—Joder, vaya credenciales —se admiró el sabueso, lanzándole una mirada penetrante. Volvió a los papeles—. Nacido en Vallecas, en 1917. Profesión, minero. —Le miró—. ¿De qué trabajas? Aquí no hay minas.

—De lo que sea.

—¿Dónde trabajas?

—En Espasa-Calpe. Supongo que saben a qué se dedica esta empresa.

—¿Qué haces allí?

—Estoy de ayudante de tipógrafo.

—¿Dónde trabajabas antes?

—En una obra de la calle Maldonado, un edificio de viviendas.

—¿Qué hacías exactamente?

—Estaba de ayudante de albañil.

El inspector regresó los documentos al cajón y volvió a mirarle con el descaro amparado. Trabajos de peón. Le miró las manos. Ásperas, con cicatrices; uñas sin brillo y con injertos negros en los bordes pero fuertes aunque delgadas. Todo encajaba, lo que le producía malestar porque tenía muy arraigado el sentido de la desconfianza. Buscaría por dónde agarrarle.

—¿Por qué crees que han intentado matarte?

—Quizás el atacante se confundió. ¿Por qué tantas preguntas? ¿Soy sospechoso de haber intentado estrangularme?

—Es el procedimiento normal, cuando no hay otras fuentes. Queremos hallar algún indicio que nos permita deducir por qué te han atacado de esa forma. Verás: ocurre que en un periodo de ocho meses otros dos hombres han sido agredidos como tú. Exactamente igual. —Señaló su cuello con un dedo—. Aquí. La misma marca. Creemos que no es una simple coincidencia.

—¿Qué dijeron los otros?

—Nada. Estaban muertos. Y parece que tú no lo estás por un milagro. ¿Puedes decirnos dónde te encontrabas cuando la agresión?

—En Vallecas. Iba a coger el metro después de visitar a un amigo.

El inspector Blanco tomaba notas.

—¿Viste a tu agresor?

—No. Fui atacado por detrás.

—¿Seguro que no lo viste? —insistió el policía, apretando la mirada—. Tómate tu tiempo.

—Estoy seguro. No recuerdo nada de lo que ocurrió después del ataque. Hable con el doctor. Él anotó el nombre de la afección en su informe.

—¿Viste alguna vez a este hombre? —dijo Blanco, enseñándole una foto—. Fue hecha en el depósito de cadáveres.

Carlos reconoció a su amigo Andrés. Se guareció en un oportuno silencio. Luego elevó su ojo sano hacia los dos hombres.

* * *

—Nunca lo he visto.

Cuando los policías marcharon, Alfonso investigó a Carlos con la mirada llena de alarma y estupor.

—¡Andrés muerto! No puedo creerlo. Tus temores se confirmaron.

—Sí.

—¡Qué cabrones! ¿Quién haría una cosa así y por qué? Pero si era un chico estupendo… ¡Dios! ¿Cómo es posible?

Carlos observó el profundo disgusto que embargaba a su primo. Le causó cierta extrañeza que la noticia le consternara tanto. Al fin, la muerte era una constante en aquellos tiempos.

—Malos momentos. Es la España que nos toca vivir.

—¿Por qué dijiste que no le conocías?

—Tengo mis razones.