Capítulo 9

Madrid, octubre de 1940

Cuando quieras mirarme y no me veas, habrás de mantenerte igual de afable pues nada de lo que hubo habrá cambiado.

RAÚL LOSÁNEZ

Andrés tenía una educación somera y ningún oficio definido. Era huérfano desde hacía años y predispuesto a la confraternización y a la alegría, aunque consciente de que en ocasiones no tenía libre licencia para tales demostraciones. Procuraba en todo momento hacer discreción de lo que se consideraba como defecto de nacimiento. No siempre lo conseguía y ello le hacía colectar torcidas sonrisas y comentarios vejatorios de algunos, incluso de aquellos que siendo amigos caían en el impulso de hacer la chanza hiriente. No conocía a nadie en la capital salvo a su tío Paco, hermano de su padre y oriundo de Algezares, su mismo pueblo murciano. Le había escrito para brindarle su casa y procurarle un trabajo seguro. No tenía hijos y con el apoyo de su mujer deseaba completar una familia con él. Nunca contó en demasía a la larga para nadie, salvo para Carlos, su misterioso amigo, al que conoció en el largo trayecto de Oviedo a Madrid en un vagón de tercera clase que iba hasta los topes. La proximidad y el bamboleo propiciaron que él iniciara su charla contagiosa y salpicada de chistes, logrando saltar la coraza de silencio del desconocido viajero aunque no sus confidencias. Al llegar a Madrid diez horas después, la noche en vela, habían puesto la simiente de su amistad. De eso hacía cuatro meses. Cuando Carlos dejó el trabajo en la estación siguieron viéndose con cierta frecuencia. Había estado varias veces en su casa y conocido a su tía Julia y a su primo, que le encantaron. Alfonso le impactó por su vitalidad y simpatía. En todo ese tiempo nunca vio en Carlos el chispazo de la suficiencia en su mirada abierta ni en su comportamiento. Era el amigo sin fisuras, dispuesto siempre a la ayuda. Pero aunque le tenía desalojado de secretos, ahora guardaba uno que creía debía mantener camuflado hasta circunstancias más favorables. Se trataba del amor encontrado al fin, ese amor ansiado durante su corta vida. Temeroso de su fragilidad, prefería dar tiempo a su consolidación antes de hacérselo partícipe y darle la sorpresa. Con sus compañeros de Contrata mantenía una buena relación a pesar de todas sus cautelas. Pero nunca imaginó el buen trato que le dispensaron el encargado y su hermano, y las posibilidades que se derivaban del mismo.

En realidad el grupo era más amplio porque había otros mozos turnándose durante la noche, aunque no tenía casi comunicación con ellos por imposición del encargado. Trabajar, callar y cerrar los ojos: ése era el lema. Claro que a él le resultaba difícil no comentar las cosas con alguien. Lo hizo en los encuentros de las tabernas, cuando los peones que estaban en el ajo desahogaban temerosamente la tensión ante unos vasos de vino. Era entonces cuando los demás expresaban sus recelos sobre los encargados. Desde luego que eran estrictos y despedían en el acto al que no les cumpliera. Pero de ahí a que fueran peligrosos, o que hubieran eliminado a más de uno, había una gran diferencia. Decían que a un tal Gerardo no se le había vuelto a ver. Pues claro. Los despedidos se desvanecen Dios sabe en qué lugares. Tuvo cuidado de no participárselo a Carlos. Su amigo apenas hablaba, parecía haber abandonado en Asturias la capacidad de conversar. Nunca le hacía preguntas, aunque a veces había interrogantes en su franca mirada. Era como estar en un confesionario. Pero un día antes de dejar el empleo fue extrañamente explícito.

—Sobre tu trabajo en las noches. Tienes que dejarlo.

—¿Por qué? El que puede lo hace. No todos tienen esa oportunidad. Deberías estar conmigo.

—Déjalo, Andrés.

No le haría caso porque era absurdo. Como otras noches salió por la puerta número 5, la que daba frente a la calle Murcia, en el largo muro que se prolongaba por la calle Méndez Álvaro hacia el arroyo de Abroñigal. La verja estaba entornada porque a esas horas de la madrugada casi nadie cruzaba, sólo los de servicio nocturno. Pero durante el día el trasiego era grande, con salida de las mercancías, sobre todo la gran cantidad de pacas de paja. Y, destacando por su número, los productores de leche que a diario traían sus cántaras desde Alcalá, Arganda y otros pueblos, y causaban un enorme guirigay delante de la taberna Domínguez, un lugar grande donde realizaban las transacciones a los lecheros de la capital.

Andrés saludó al guarda jurado y fue a la taberna, que siempre mantenía un turno de guardia. Allí le esperaban los dos encargados con los que había quedado. Charlaron un buen rato en un rincón, él con alguna cautela porque quisiera o no algo se había adherido en su ánimo. Pero, cuando uno de ellos le entregó un sobre con billetes de veinticinco pesetas que sacó de un bolso de cuero, se le desvanecieron todas las inquietudes. Dijeron que era por su trabajo, que estaban contentos porque veían que correspondía a la confianza depositada en él y que, si mantenía la boca cerrada en beneficio de todos, podía estar mucho tiempo ganando un buen dinero. Se sintió importante y a gusto con ellos. La vida le estaba sonriendo en todos los sentidos. Hasta podría alquilar un piso para compartirlo con la persona amada.

Unos tragos más tarde salieron; él un poco achispado, como parecían estar los otros. Al rato notó que iban en dirección a la parte más oscura de Méndez Álvaro, donde se juntaban los viejos cementerios de San Nicolás y San Sebastián. Los camposantos ocupaban un gran terreno y sus lindes se adentraban en el enorme campo virgen que se perdía hacia el suroeste y que era atravesado, medio kilómetro más abajo, por las vías férreas que conectaban las estaciones de Atocha y Príncipe Pío.

Por el día la Metalúrgica Torras y la Sociedad Comercial de Hierros, próximas a las vías, generaban la actividad de sus cientos de obreros y empleados. Todo estaba lleno de vida. En las noches, sin embargo, era un enorme espacio degradado, tenebroso y poco recomendable. Los cementerios habían sido clausurados años atrás y demolidos en gran parte. Pero no había cercas y, entre los escombros y los nichos y tumbas que aún se mantenían, convivían grupos de gitanos y vagabundos que parecían seres de ultratumba.

—Te vamos a enseñar algo que ni te imaginas —le dijo el más alto, poniéndole un brazo sobre los hombros en un gesto amistoso.

—¿Qué es? —se interesó Andrés.

—Algo que descubrimos éste y yo. Es un secreto.

Avanzaron casi a oscuras hacia un panteón parcialmente demolido y sembrado de cascotes. No había nadie cerca, aunque sombras fugaces se adivinaban en las inmediaciones. El hombre alto llevaba en la mano una pequeña barra de hierro. Se situó detrás de Andrés y se la colocó en el cuello sin precipitación. Apretó con fuerza sin encontrar resistencia. Expertamente, ambos compinches desnudaron el cadáver, lo vistieron con un mono sucio de grasa que llevaban al efecto en una bolsa y lo echaron en el hoyo. Guardaron la ropa en la bolsa y se fueron.