Lena, julio de 1928
Capienda rebus in malis praeceps via est.
(En la desgracia conviene tomar algún camino atrevido).
SÉNECA
José Manuel tardó en conciliar el sueño. La lluvia repicaba fuera y fue consciente de la soledad en que se encontraban. La realidad mostraba que la escapada era diferente en vivo que la imaginada. No tenía miedo pero había fuerzas incontrolables, como esa lluvia intempestiva que podía malograr el proyecto. Oyó el fuerte respirar de su amigo y admiró su lealtad para con él. Tenía razón en lo de las tundas que les esperaban. A pesar de ello, sabiéndolo, le había secundado, como en todas sus ocurrencias. Siempre tan unido a él como su sombra. Su misteriosa ausencia habría sembrado la alarma en las familias porque eran muchas horas sin aparecer y no tendrían idea de dónde podrían estar. Seguramente habrían llamado a la Guardia Civil y les estarían buscando por todos los sitios. Pero nunca se les ocurriría pensar que fueron a descubrir el escondrijo del tesoro. El tesoro. Un asunto del que llevaba oyendo desde que tuvo uso de razón. Había sido testigo de discusiones entre sus padres, tíos y vecinos cuando se agrupaban durante los inviernos ante el llar, rodeando el fuego instalado en el suelo de piedra, entre vaharadas de humo y vino. Y la verdad es que ninguno de los que visitaron la cueva descubrió nada nunca. En noches macilentas, cuando el viento y la nieve atemorizaban fuera y el hambre hacía crepitar las tripas, su padre repetía a su madre que el único camino para salir de la pobreza era encontrar el tesoro. Hablaba de él como si lo tuviera delante. Cuando le miraba a hurtadillas creía verlo en el reflejo de la lumbre en sus ojos extraviados, tal era el hechizo que embargaba a su progenitor. José Manuel creció viendo arder esa fiebre en ese hombre amordazado de palabras, el tesoro atrapando sus pensamientos.
—Sólo quiero que tengamos un poco de felicidad —oyó susurrar una noche a su madre.
—¿Qué felicidad puede haber en la maldita miseria? Mira al indiano. Ese cabrón sabe lo que ye vivir. A lo meyor debiera haber marchado como él, como mi tío Antón, como tantos otros…
—Entonces… —el susurro se volvió brisa—, entonces no me conocieras…
—Y qué más da. Tuviéramos mejores vidas, seguro —sentenció, sin atender al dolor que se instalaba en el rostro de ella—. Pero no sigamos por ahí. Lo importante ahora ye encontrar el tesoro.
El y su tío Miguel, el padre de Jesús, lo habían buscado muchas veces, pero la cueva fue reacia a mostrarles su secreto. Les había visto a los dos salir muy temprano en las mañanas de los festivos cargados con cuerdas, mochilas, picos y palas. Los veía regresar en la noche desplomada con el gesto amargo pero el mismo fervor en los ojos. El resto de la semana trabajaban en El Chaposo, la mina de antracita de Campomanes, adonde iban caminando sobre sus madreñas aunque cayeran rayos, por lo que no disponían de más días. Durante las cortas vacaciones marchaban al mismo destino, del que volvían dos semanas después sin éxito pero no vencidos. Hasta que llegaron al convencimiento de que el único modo de profundizar en ese terreno rocoso que mellaba los metales era utilizar dinamita, algo muy difícil de conseguir por su alto precio y sus escasos ingresos. Tendrían que demorar la búsqueda hasta que pudieran ahorrar para el explosivo y los pertrechos, lo que supondría la paralización de la exploración durante un largo tiempo, quizá dos veranos, porque lo primero era alimentar a las proles, seis hijos la de su padre y los mismos la de su tío Miguel, cuyas hambres se equilibraban y nunca desaparecían.
Y así el carácter de su padre se agrió aún más del que ya manejaba. Cuando le llegaba el arrebato cogía el cinto y zanjaba a golpes las disputas, las hubiera o no, siempre acompañándose de nutrida ristra de blasfemias. Sus hermanos salían de estampida y sólo quedaba la madre para aguantar los demonios que habían invadido al hombre. Entonces, y como siempre desde que era neñín, él se abrazaba a ella y recibía parte de los golpes hasta que el furor se diluía. Luego el hombre les miraba con ojos llorosos y se iba, dejándoles con sus dolores. Nunca entendió por qué el pegar era costumbre en los hogares, pues su casa no era la excepción. Incluso muchas mujeres habían enfermado y muerto por las palizas de los fieros maridos. Y ello no venía de un mal congénito sino de locuras que invadían a los amos inesperadamente.
Un día en que curaban de los correazos, él dijo a su madre que odiaba a su padre y que de mayor se vengaría por lo que le hacía. Su madre, una mujer dócil y sufrida, que había perdido los encantos que reflejaba la foto de boda, le sorprendió al disculparle. Le dijo que de soltero su padre era alegre y simpático y que las miradas de las rapazas le perseguían esperando que él las apagara con un noviazgo. Dijo que nunca le había pegado hasta que las carencias y la abundancia de hijos, a los que era muy duro mantener, le apagaron la felicidad y le volvieron así. Descubrió que aún estaba enamorada de él.
—Si los fiyos somos una carga, ¿por qué nos tienen? Padre y usted pudieron tener sólo uno o dos.
—Los fiyos mándalos Dios. No debemos oponernos a su voluntad. Si vienen, vienen. Porque son una bendición.
Él no lo entendía, a la vista de la realidad, y empezó a desconfiar ya de ese Dios que mandaba tener muchos hijos para mal alimentarlos, hacerles trabajar sin descanso, recibir palizas y llevar la infelicidad a las familias. Hasta entonces tenía por cierto que su madre les quería pero que su padre no participaba de ese sentimiento, o bien les consideraba a su manera, especialmente a él, el más pequeño, nacido debilucho y aparentemente más torpe que los otros. Era verdad que aunque ponía gran empeño en hacer las faenas, pocas veces conseguía realizarlas con el debido acierto. En sus primeros años, con frecuencia arruinaba un trabajo aparentemente sencillo, como ordeñar las vacas o colocar los tochus en la leñera. Entonces su padre le miraba con desprecio.
—¡Rediós! Este guaje non vale ni pa tomar por rasca.
Esa escasa aptitud por los trabajos del campo le hizo preguntarse si servía para algo. Y a pesar de la desconsideración con que su padre le distinguía, no por ello dejaba de querer ganar su reconocimiento haciendo cosas diferentes, como limpiar la casa, los establos o los pucheros.
—Eso ye cosa de muyeres. ¿Ye tú una muyer?
Supo desde siempre que, posiblemente como compensación a su ineptitud, tenía más imaginación e inteligencia que sus hermanos, que trabajaban en la huerta y con el ganado sin hacerse preguntas. O quizá las tenían pero la dura realidad diaria fue borrándolas de sus cabezas. El hambre y el temor al padre deshacían cualquier iniciativa que no fuera el trabajo. Y por esa curiosidad se enteró de repente de que su padre no era lo malo que parecía sino que la suerte le había dado la espalda, lo que explicaba ese llanto contenido que veía en sus ojos cuando dejaba de golpear. A partir de ese momento, y de forma imperceptible al principio, una fuerza irreprimible le fue impeliendo a buscar la forma de ayudarle con algo grande, diferente a los simples trabajos que nunca les darían el bienestar necesario. Y así empezó a sembrarse en su cabeza la idea de buscar el tesoro. Él podía conseguirlo dado su espíritu sufrido y sus ganas de reivindicarse. Buscaría el tesoro que tan necesario era, lo encontraría y se lo entregaría para que le regresara la felicidad perdida, el amor hacia su madre y la sonrisa hacia los hijos. Ese impulso fue tomando forma y desarrollado desde meses atrás, cuando los días fríos dejaban muchas horas para pensar. Y ese año, justo cuando acontecía el segundo paréntesis de la búsqueda patriarcal, se sintió lo suficientemente fuerte y con todo previsto en su mente para acometer la aventura. Después de Semana Santa consideró que era tiempo de hacer a Jesús partícipe de sus planes. Con él ultimó los detalles para hacerlo al principio de las vacaciones. Y ahora estaban allí, aunque no sabían cómo hallar el famoso tesoro.
No le despertó el ronquido acompasado de su primo ni las vaharadas de su respiración contra su oreja, porque en su casa dormían apretados y echándose los alientos, sino el ruido cercano del agua. La lluvia se filtraba entre el ramaje del techo y los chorros habían formado charcos, afectando todo el suelo. Una débil claridad hacía perceptible los trazos de las cosas. Miró a Jesús, pegado a él, que dormía con todos los sentidos involucrados en la tarea. Sabía que, al contrario que él, nunca soñaba. Le dio una punzada de pena despertarle, pero tenían una tarea que realizar. Tuvo que empujarle rudamente. Luego se asomó. El día se anunciaba pero el sol tardaría en aparecer. Se lavaron con el agua de las cantimploras y dieron cuenta del resto del alimento. El aguacero parecía tener empeño en prolongarse. Echaron una carrera y entraron empapados a la cueva. Dentro se oía el circular del agua, que sería por filtraciones de la lluvia porque el día anterior no la oyeron. Se adentraron hasta situarse en el punto que dejaron. José Manuel buscó la fina corriente de agua y la siguió hasta verla desaparecer por una estrecha grieta.
—Espera —dijo, súbitamente alertado, como si tuviera quecabú.
Se echó al suelo e introdujo la cabeza y hombros. Alargó la mano con el candil. La luz mostró un pozo esquinado que ocultaba su fondo. Se incorporó y siguió inspeccionando la galería, seguido por el confiado Jesús. Se volvió de nuevo, la corazonada empujando, y regresó a la grieta donde se perdía el agua. Colocó el candil bien apoyado en un saliente.
—Sujeta bien ese extremo de la cuerda con las dos manos —dijo, mientras se ceñía con decisión el otro a la cintura. Luego procedió con el otro farol y prendió el gas.
—¿Qué vas a hacer?
—Bajar ahí.
—Tas loco. Ye peligroso. Puédete pasar algo. Además, ¿quién carayu pensara en meter nada por ahí? No ye lógico.
—Tú ve soltando cuerda. Cuando vaya a acabarse sacude dos veces. Cuando quiera volver, daré tres tirones. Entonces empiezas a recogerla. Aguanta fuerte.
José Manuel reptó e introdujo los pies en la grieta. Aplastó su cuerpo y fue deslizándose hacia atrás con dificultad. Jesús le vio desaparecer y arrastrar consigo la luz hasta que también ésta se desvaneció. Dejó correr la cuerda lentamente. El movimiento de la soga cesó y él tomó conciencia de que estaba solo y ello le desasosegó. Nunca había estado en tal soledad. Sintió que el miedo le inundaba. De repente la cueva se llenó de pequeños ruidos y otra vez creyó ver figuras en las paredes danzantes. Era fuerte, capaz de cargar grandes pesos, pero no era tan valiente como su primo. Si José Manuel hubiera tenido un accidente, él estaría con grandes dificultades porque, con tantas vueltas, había extraviado el rumbo. Era su primo quien se manejaba en aquel laberinto, dibujando en sus papeles el camino seguido. Si no aparecía, él vagaría perdido. Y si lograba encontrar la salida, ¿cómo iba a enfrentar solo ese desastre ante las familias? No sabría qué hacer. Siempre fue José Manuel quien dio la cara por los dos en las travesuras anteriores.
El tiempo pasó. Nervioso, se esforzó en meter la cabeza por la fisura, consiguiéndolo tras arañarse. No entendió cómo su primo pudo entrar aunque fuera tan delgado. Asomó el candil. La luz no llegaba para distinguir lo de abajo y tampoco vislumbró el resplandor de la lámpara de su amigo.
—¡José Manuel! —gritó.
No obtuvo respuesta. Repitió la llamada. Silencio. Desprendió la cabeza de las rocas y se sentó en el suelo, atemorizado. ¿Le habría pasado algo finalmente? Sacudió la cuerda varias veces y suspiró cuando recibió tres tirones en respuesta.
—¡Tira con cuidao! —oyó.
Poco a poco fue subiendo la cuerda viendo el resplandor creciente al otro lado. Apareció el candil, empujado por una mano. No fue sencillo sacar a José Manuel por la abertura. Cuando salió del todo, Jesús se asustó al verle. Estaba lleno de raspaduras sangrantes, su ropa rota por varios sitios y había perdido el gorro. Tiritaba.
—¿Qué pasó, ho?
—Nada. Busqué pero eso ye muy largo, sin fin. Se adentra en la tierra.
—¿No viste nada?
—No. Salgamos un rato.
José Manuel recogió la cuerda con ayuda de su primo y echó hacia la salida. El sol había abierto brecha en el manto nuboso y un gran arco iris les dio la bienvenida. Los colores estaban definidos con tanta nitidez que el arco impalpable parecía hecho de materiales sólidos. Nunca vieron uno así. Se sentaron en una piedra y lo miraron embelesados hasta que se deshizo. Toda la tierra rezumaba agua pero recuperaron el calor dejado en la cueva. José Manuel sacó la gaceta. No parecía corresponder con la realidad. Quizá fuera un engañu, como decía su madre. Luego miró el plano y lo comparó con el que él había hecho. Sólo había semejanza al principio. Juzgó que el suyo era más fiable. Se aplicó en él y en las notas mientras su primo oteaba la lejanía. Lo estudió girando el papel lentamente. Se fue concentrando como viera hacer a don Celestino cuando jugaba a eso que llamaban ajedrez, aislándose de las sensaciones que a su alrededor imponía el campo vivo. Y de pronto recordó algo que le quedara flotando en los rincones del cerebro. El agua que entraba en la grieta no caía al fondo del pozo. Estuvo allí y en el conducto lateral que salía de él y no se mojó los pies. Debía tomar otra dirección. Tan fácil y tan indetectable a la vez porque los papeles no reflejaban sonidos. Tendría que comprobarlo.
—Volvamos.
—¿Qué? ¿Otra vez adentro? Dijeras que ye imposible ver nada.
José Manuel ya caminaba hacia la cueva y Jesús le siguió a regañadientes. Ya en la grieta, José Manuel se deslizó nuevamente por ella con el candil. Jesús apreció que la cuerda iba hacia un lado, no abajo como la vez anterior. Esperó un buen rato y de repente oyó un ruido y sintió el tirón de la cuerda, tan fuerte que le lanzó contra la abertura y casi se le escapa de las manos. Notó que se tensaba hacia abajo.
—¡Sujeta fuerte! —gritó José Manuel. Luego añadió—: Tira despacio.
Poco a poco Jesús izó la cuerda. José Manuel apareció. Le ayudó a salir de la grieta y le tendió en la roca.
—¡Joder! ¿Qué pasó?
—Escurrime y caí. Quedara colgando. Hubiérame estrellado abajo como el candil de no ser por ti. Creo que tengo quebrada una pierna.
La sangre salía de una raja alargada que iba desde la rodilla al tobillo. Se quitó la camisa y con ella envolvió la pierna. La tiritona les envolvió.
—Átame la cuerda corta al muslo. Aprieta fuerte.
Jesús procedió. Luego enrolló la cuerda larga, recogió los bártulos y se los echó al hombro. Agarró a José Manuel por la cintura e inició el camino de salida.
—No podrás arrastrarme por el camino de escombros ni subirme por la escalera de cuerda. Y menos llevarme luego tanto camino.
Pero Jesús lo hizo, obviando la discusión. Fuera, el verde cercano estallaba de brillo como si acabara de ser pintado por una brocha gigante. No se apreciaba vida cercana, salvo un buitre balanceándose allá en lo alto. De nuevo el sol acudió en su ayuda para quitarles los temblores.
—No puedo caminar. Ties que bajar y pedir ayuda.
Jesús no hizo caso de las protestas de su primo. Lo cargó a horcajadas sobre su espalda y echóse a bajar el monte con determinación valiéndose del cayado. Caminaba lentamente, el pisar precavido. A cada paso José Manuel estallaba de dolor, sujetándolo dentro de sí, venciendo el impulso de calmarse en el grito. Pasaron minutos y minutos, largos, renuentes, el avance inapreciable, esquivo el momento de toparse con otra presencia. El aire circulaba demasiado lento, allá lejos las vacas herbajeando, los carros sin descargar ante algunas tenadas y nadie en las aldeas a su vista, como si todos hubieran abandonado el valle. Jesús sudaba, empeñoso en la porfía, sin ceder al reposo necesario.
—Espera, espera —rogó José Manuel con los ojos llenos de lágrimas—. Descansa, déjame aquí.
Pero Jesús seguía, obstinado, mirando el suelo, sabiendo que si paraba podía ser vencido. Una eternidad más tarde, entre la neblina que distorsionaba su mirar, José Manuel vio algo verde moverse sobre el verde quieto.
—Allí —dijo al oído a su primo—. Un coche de los picoletos, delante.
Jesús se paró y José Manuel alzó los brazos para llamar. El movimiento descompuso el conjunto y ambos cayeron al suelo, el bastón despedido lejos. Mientras rodaban buscaron con desespero agarrarse a algo para no despeñarse en la deslizante pendiente. Clavaron sus manos en los surcos húmedos como si fueran fesorias hasta conseguir frenar la caída. Quedaron boca arriba sobre el herbazal viendo cómo el cielo giraba en una nada inédita.
Los guardias civiles les habían visto y caminaban hacia ellos. El vehículo era una excepción y significaba un cambio en su rutina porque los uniformados siempre iban caminando. Seguro que les estaban buscando, como habían sospechado. Pero cuando se acercaron, algo en sus rostros oscuros y abigotados activó la premonición que llevaba un tiempo rondándole a José Manuel.
—¿Sois José Manuel y Jesús?
—Sí señor.
—¿Qué pasó, ho?
—Éste rompiose una pierna, pero tamos bien —respondió Jesús, jadeante.
El uniformado miró la pierna sangrante.
—Debe verte un médico —dijo, cogiendo al herido y cargándoselo al hombro. Fueron hasta el coche, detenido a un lado del camino.
—Taban buscándonos, ¿verdad? —preguntó José Manuel mientras el coche bajaba dando tumbos.
—Sí. ¿Dónde tábais metíos?
—No ye sólo eso. Algo pasara, ¿verdad?
La iglesia de Piñera estaba abierta, hecho tan sorprendente para un lunes como ver a tanto paisano arracimado. Allí estaban las gentes del valle, las que no vieron en sus tareas. El cura, el alcalde pedáneo y el maestro, todos en silencio.
—¡Padre! —gritó uno de los guardias, parando el coche—. Venga acá.
El sacerdote se apartó del grupo de prebostes y corrió hacia ellos seguido de las madres, los hermanos, las tías, el maestro, el pedáneo y algunos vecinos. Se hizo cargo de la situación y quitó las cuerdas y la empapada camisa de la pierna de José Manuel.
—Dios —dijo, al ver la enorme herida sangrante—. Hay que llevarlo enseguida a Campomanes.
—¿Qué ha pasao, madre? —dijo José Manuel viendo sus lágrimas e intuyendo que sólo una parte eran para él.
—Lleváoslo rápido —urgió el cura.
José Manuel no podía evadirse de una congoja que iba creciéndole desde que viera el silencio flotando sobre tanta gente.
—Quiero ver qué pasa.
—Ya lo verás, primero hay que curarte.
—¡No, ahora! —gritó—. Ayúdame, Jesús.
Con la pierna a rastras y colgado de su primo, José Manuel avanzó y entró en el templo. La gente se apartó para dejarles paso. Al fondo, tendido en el altar de madera, había un cuerpo sin vida. José Manuel se acercó y reconoció a su hermano Pedro. Le miró durante un largo tiempo, sin entender, como si todo fuera un invento de su imaginación. Miró a su madre y a los demás. Los ojos de Adriano, su hermano mayor, se clavaron en él con tan gran rencor que le llenó de aprensión. Era un jayán de dieciocho años, recién casado con una rapaza de la aldea, a la que tenía preñada.
—¡Me cago en las pestañas de la puta Virgen! —le espetó sin que nadie pusiera gesto de escándalo—. Saliéramos a buscaros. Pedro escurriose y cayera al río. Ahogose. Y tú llegas descalabrado.
Como en un mal sueño miró a su progenitor. Se acercó a él pero su mirada le detuvo.
—Padre…
El hombre se volvió a la madre.
—Non quiero verle —dijo.