Capítulo 3

Madrid, junio de 1940

Ya asomaba la fúlgida estrella que viene entre todas a anunciar en el cielo la luz de la Aurora temprana cuando recta avanzaba a la isla la nave crucera.

ODISEA, Canto XIII

La estación de Príncipe Pío era un hervidero cuando el tren procedente de Gijón se detuvo con una hora de retraso aportando su ración de humo al de los otros trenes recién llegados. El arribo casi coincidente de los grandes expresos de la Compañía de los Caminos de Hierro del Norte de España pintaba de niebla el aire cobijado en la enorme estructura metálica. Los numerosos viajeros tardaron en dejar vacíos los coches dado que la mayoría cargaba con grandes bultos y enormes maletones de madera atados con cuerdas, como si estuvieran de mudanza. Había familias completas con colecciones de niños, todos sudando bajo el implacable calor.

Carlos y su circunstancial amigo Andrés avanzaron apretujados por el tupido andén buscando la cantina para asearse un poco. Como casi todos los que hicieron el trayecto en los atiborrados pasillos, no durmieron en toda la noche pero recogieron su ración de carbonilla, codazos y pisotones. Hubo quienes viajaron sentados en sus maletas, pero ellos estuvieron de pie todo el tiempo porque las suyas eran pequeñas. El largo convoy con coches de tres categorías llevaba la tercera clase atestada, lo que había forzado a situaciones complicadas durante el desplazamiento, como era habitual, especialmente cuando alguien necesitó utilizar los retretes, que algunos habilitaron como lugares innegociables donde pasar las largas y traqueteantes horas. Era de admirar el esfuerzo que debía realizar el revisor para cumplir con su misión en esa masa compacta.

Comprobaron que era labor imposible encontrar sitio ante la barra en tiempo razonable, lo mismo que en el raquítico retrete para ambos sexos del local. Decidieron intentarlo en el retrete de la estación. Allí, y tras esperar turno, pudieron enjuagarse las caras, secándose con los pañuelos. Andrés pensó lo curioso de que ambos buscaran quitarse el tizne antes de entrar en la ciudad. Él tenía una inclinación natural al aseo, pero con seguridad su compañero no partía de las mismas motivaciones. Sin duda que su disposición para el esmero personal era diferente, pero ese factor común les acercaba.

Salieron a la gran plaza que daba al paseo de Onésimo Redondo cuando el gran reloj de la fachada frontal señalaba las 9.45 horas. Estaba nutrida de alboroto por el ruido de las carretillas y los gritos de los botijeros y de los vendedores ambulantes de cervezas y gaseosas. Vieron a guardias civiles registrando los bultos de algunas mujeres y, a un lado, otras con aspecto de estar detenidas y cuyas cestas, con género considerado como procedente del estraperlo, habían sido confiscadas. Observaron la frialdad de los agentes ante la amargura y el llanto de las mujeres que, con grandes sacrificios, traían alimentos para familiares necesitados, o para ganarse la vida, y debían volver a sus pueblos sin haber cumplido y, además, multadas. Era sabido que en la mayoría de los casos la mercancía requisada se repartía entre los propios guardias sin llegar a los depósitos de Arbitrios.

Subieron por la acera de la izquierda, donde se concentraban varias tabernas. Entraron en una y pidieron café con leche que les fue servido en vasos grandes desde jarras de aluminio, ya mezclado e hirviendo a pesar del calor.

—Bueno, tenemos que despedirnos. —Los ojos de Andrés tenían un atisbo de pesar.

—Sí —dijo Carlos, pagando una peseta por la consumición.

—Cogeré un tranvía hasta la estación de Atocha. Creo que es la línea 60.

—No podrás ir. Ni en el tranvía ni en el metro permiten las maletas.

—¿Tú adónde vas?

—Tengo que hacer algo cerca de Neptuno.

—¿Dónde está eso?

—A corta distancia de Atocha.

—¿Y cómo piensas ir?

—Caminando. Mi maleta pesa poco.

—La mía igual. Si te parece podemos ir juntos y luego me indicas.

Subieron paseo arriba oyendo los pitidos de los semáforos y giraron por Bailén. Vieron a los lecheros, que iban en carros tirados por mulas. Voceaban su mercancía por las casas y servían la leche a las mujeres midiéndola en recipientes de hojalata desde las cántaras de estaño. Carlos miraba todo con ojos nuevos, la mirada desconcertada, incluso con expectación. Descubría rincones de la ciudad enorme que la guerra trastornó. Aunque andaba despacio y medido, sus largas zancadas forzaban el ritmo de su acompañante. Al pasar por la plaza de Oriente, Andrés se detuvo.

—Espera.

El edificio era el más grandioso que nunca viera. Lo admiró un momento y luego observó a Carlos, que permanecía absorto. No dejaba de extrañarle su vestimenta. La mayoría de los hombres iba con petos o ropas combinadas de mal corte y, por el calor, muchos en mangas de camisa con persistencia de sandalias, alpargatas y hasta zapatillas. Él mismo vestía de acuerdo a las circunstancias. Sin embargo, su alto y parco compañero llevaba traje cruzado, si bien con desgaste: corbata y zapatos lustrosos, lo que no era una excepción, ni mucho menos, pero establecía una diferencia. Pese a tener cedidas las hombreras de la chaqueta y negro de hollín el cuello de la camisa, su aspecto destacaba integrándolo en un indefinido aire de misterio. También le sorprendió que los policías del tren pidieran la documentación a casi todos los hombres, él mismo incluido, pero no a Carlos, como si llevara en la mirada un salvoconducto. Toda la noche juntos y no tenía idea de quién era. Sólo sabía que regresaba al hogar en que nació y que, al igual que él, estaba sin trabajo. Pero le gustaba y trataría de que su amistad perdurara.

—Eres de Madrid pero miras todo como si fuera la primera vez, igual que este paleto.

—Salí con ocho años —respondió Carlos tras un rato de silencio—. Y nunca pasé por estas calles.

—¿Por dónde vivías?

—Por Cuatro Caminos, lejos de aquí.

Llegaron a la Puerta del Sol, llena de gente cruzando por entre los tranvías. Había gran cantidad de soldados de permiso ya a esas horas esperando a las chachas en su diario paseo de los niños.

—Nunca vi tanta gente y tan variada, salvo en las evacuaciones —observó Andrés.

Carlos coincidió en silencio con su acompañante. De forma especial miraba a las mujeres y lamentaba apreciar que la mayoría carecía de atractivo. Sin duda que por efecto de la guerra y de las carencias. Eran un tanto de aluvión y ninguna paseaba. Iban deprisa a sus quehaceres, con los rostros grises y vestidos humildes. Le recordaban a las mujeres de los mineros y campesinos de las tierras del norte. Sabía que en Princesa, Serrano y otros lugares las había atrayentes, pero dudaba de que fueran como las inalcanzables mujeres de clase de Oviedo.

Frente a los leones de bronce de las Cortes Españolas hicieron una parada.

—Allí ves Neptuno. En la plaza gira a la derecha y llegarás a Atocha. De allí a Vallecas tienes un paseo.

—Ha sido bueno conocerte —dijo Andrés—. Si no encuentras curro ya sabes que yo tengo puesto en la estación.

Se dieron la mano después de anotar sus direcciones. Carlos caminó por la calle de Duque de Medinaceli y entró en el templo, grande, lleno de bancos. Allá al fondo, en tamaño natural, el Cristo Nazareno resaltaba del policromo retablo. Se colocó frente a la escultura de madera ennegrecida. Sabía que había sido enviada a Ginebra en febrero del año anterior por el Gobierno republicano, junto a los cuadros del Prado y otros muchos objetos artísticos, para salvarlo de las bombas de la aviación nacionalista; un exilio que duró hasta septiembre del mismo año. Carlos miró los ojos abatidos, el gesto sufriente que el artista anónimo del siglo XVI puso en la talla, la corona de espinas clavada en la frente, las manos atadas con cuerdas. Se estremeció porque daba la sensación de querer latir. Luego se concentró en la promesa hecha en recuerdo de aquella mujer que muriera tan joven y que tan poco disfrutara de su hijo. Un turbión de sensaciones le poseyó. Tanto tiempo. El templo estaba casi vacío, unas pocas beatonas murmurando letanías. Había un silencio casi sepulcral y dejó que formara parte de él.