Capítulo 2

Lena, Asturias, julio de 1928

Audendo magnus tegitur timor.

(Con la audacia se esconden grandes miedos).

LUCANO

Llevaban horas caminando por el monte igualado de verdor, cada uno con su boina encasquetada. Se ayudaban con un palo previsor para afianzarse en los desniveles y para descubrir hoyos arteros. Los robles, hayas, acebos y abedules aparecían en grupos como vigías en acampada. Vieron levantarse perdices y más de una liebre saltó rauda ante ellos.

—Olvidé el tirachinas. Pudiéramos cobrar alguna pieza —se lamentó Jesús, de once años, fuerte, corpulento, mirando a su compañero.

—No tamos a eso. No podemos perder tiempo, aunque lo trayeras.

Por esas alturas el sol perdía fuerza. Pero ellos sudaban, las ganas apremiantes, aunque distaban de estar cansados. La aventura emprendida les estimulaba, si bien con intensidad diferente.

—¿Paramos un momento? —dijo Jesús con un tinte de inseguridad en su mirada.

—Sí —concedió José Manuel, adhiriéndose a la idea. Tenía la misma edad que su primo, era delgado como un bambú y miraba siempre con la agudeza del águila.

Se detuvieron y bebieron de las cantimploras. Miraron hacia atrás. Reconcos, Villarín, Piñera y otros se veían lejanos al otro lado del valle del Huera. Y más allá apenas se perfilaba Pradoluz, su pueblo, como si lo hubieran perdido y ya no pudieran regresar a él. Aquí y allá los almiares se erguían aunque muy disminuidos de volumen en esas fechas. Había escasa circulación por la sinuosa y estrecha carretera que unía la mayor parte de las aldeas. Carros tirados por mulos, un camión de tarde en tarde. Vieron un alimoche, el buitre blanco con cara amarilla, flotando en el espacio.

—¿Cuánto queda?

—Tamos cerca —aseguró José Manuel.

—No pregunté eso.

—Pasando la Tesa, ya mismo. —Le miró—. ¿Qué te ocurre, ho?

—Nada. —Jesús golpeó distraídamente un terrón con el palo—. Bueno… Espéranos una buena felpa.

—Con eso ya contamos.

—¿Merece la pena, verdad?

Amigos desde los primeros reconocimientos. Tan distintos en todo salvo en su pelo incendiado y en sus ojos celestes. No hace tanto, siendo chiquitajos, iban a coger grillos durante los veranos hasta que se les terminaban las meadas necesarias para hacerles salir de las cavidades pétreas. Los retenían en los puños, riendo, los dientes alzados al sol hasta ver quién aguantaba más las cosquillas. Luego los dejaban ir y los veían desaparecer entre las rendijas. También cogían pomas, chiquitas y verdes, que su fuerte dentadura desmenuzaba. Y escalaban los teixos y los carbayones hasta que las ramas les advertían del peligro de seguir. Pero aunque ya no eran rapacinos tampoco tenían el cuerpo maduro. Habían emprendido algo serio, más allá de todas sus travesuras. Algo que era cosa de mozos, y ellos estaban en medio de ese tiempo lento en el que no se es nada todavía.

—Lo habláramos muchas veces. Hiciéramos un plan.

—Hiciéraslo tú y pareciome bien. Pero ahora… No sé…

José Manuel rehusó responder. Se calmó los tobillos, que no cubrían los muy remendados pantalones de dril. Las ortigas y raíces habían dejado sus huellas también en las alpargatas de suela de esparto. Cuando fueran mayores quizá podrían tener botas de cuero con cordones o esas polainas con hebillas que protegían las piernas hasta la rodilla y que usaban algunas autoridades de esos pueblos y señorones de Oviedo, cuando llegaban para vigilar sus quintanas arrendadas. Echó a andar hacia arriba y su primo le siguió. No había pistas ni senderos en las amplias erias, sólo la referencia de los altos montes con los picachos surgiendo como centinelas. Para guiarles allí estaban la Mesa y la Marujas, al frente, en plena Sierra Negra. Antes de llegar a ellos los prados competirían con los roquedales.

Habían salido de casa cuando la noche aún palpaba los contornos de las cosas y un presentir de palideces se agazapaba para reclamar su turno. Habían caminado por la caleya para no pisar la gleba y, cuando la ruta impuso la dirección adecuada, se afanaron por los prados, algunos todavía henchidos de pasto, la siega retrasada, con la oscuridad difusa sosteniéndose alrededor. Escapaban de la vigilancia familiar y del lento despertar del domingo. Apenas hablaban. Eran herederos de una forma de vida donde las palabras salían menguadas y los esfuerzos se prodigaban. Además se perdían fuerzas y lo sustancial lo habían tratado con todo detalle a lo largo de los últimos meses. Llevaban una bolsa cada uno colgada a la espalda conteniendo los candiles de carburo y otros pertrechos. Aparte, un rollo de cincuenta metros de cuerda y otra más corta. La lista la había hecho José Manuel y Jesús no se sorprendió de su meticulosidad porque era posiblemente el más listo del pueblo. Debían tener gran cuido de esos utensilios porque costaban un montón de perronas y el conseguirlos supuso sacrificios para sus padres. En cualquier caso, no les iban a perdonar el haber dispuesto de su uso.

Siguieron adelante por la empinada ladera refugiándose en su vitalidad, caminando los ribazos y sorteando montañuelas. En las brañas altas y lejanas las vacas ponían puntos rosas en el verdor inacabable. Cuando dejaron atrás la Tesa y se asomaron al río Foz, el sol estaba al otro lado y les daba en la espalda. De la ribera hicieron acopio de arándanos. Bajo una ristra de laureles oyeron un canto melodioso. El pájaro, totalmente blanco, simulaba sonidos con galanura.

—Ye un mirlo —dijo José Manuel.

—No. Ningún mirlo ye blanco.

—Te digo que ye un mirlo.

El ave les miró y se eclipsó en el ramaje. Ellos quedaron un momento en silencio esperando verlo reaparecer.

—Nos traerá suerte —aseguró José Manuel, mirando el rostro cada vez más desanimado de su primo.

—Vamos a necesitarla —respondió Jesús.

Nunca se habían alejado tanto de su casa solos y era la primera vez que subían a esos parajes. Pero no se extraviarían porque él había hecho un plano basado en datos que fue recogiendo de las conversaciones de unos y otros. En lontananza, a la derecha, los imperturbables Peña Vera, Pico Almagrera y Peña Ubiña señalaban la provincia de León. Ellos no llegarían tan lejos. No tenían reloj pero calcularon que habrían empleado unas cuatro horas cuando vislumbraron las praderas antesala de los puertos de la Ballota, donde pastaban más vacas. Dieron un gran rodeo para evitar ser descubiertos por los pastores, que mostraban su indiferencia a la festividad del día. Vieron venir unas nubes de inocente apariencia por el oeste. Pararon a repostar. Comieron una parte de las fayuelas, único alimento que llevaban de casa, y unas panoyas requisadas de un maizal, finalizando el avío con los arándanos. Luego examinaron la copia de la gaceta que él había ido copiando poco a poco cuando nadie en casa le observaba.

La gaceta era una simple hoja que alguien había manuscrito en castellano dudoso y con nutridas faltas de ortografía no se sabe cuándo. En ella se decía que en la cueva había un tesoro, pero no su lugar exacto ni en qué consistía. En otro papel, unos trazos confusos querían representar el dibujo de algo no comprobado. Esa era la misión que se había impuesto: descifrar o establecer si el asunto se enraizaba en lo real o en lo imaginario. Porque si el tesoro era tan importante, ¿cómo es que todavía nadie lo había encontrado? Decían que podía haber sido guardado por los moros. ¿Qué moros? Allí nunca los hubo desde que Pelayo los echara a todos. Podría ser de los caballeros cristianos, esos que llevaban cota de malla y que fundaron el reino Astur-Leonés. O quizá de cuando los franceses, los que vinieron con Napoleón. Ficticio o no, lo cierto es que el asunto venía de muchos años atrás, según pudo saber cuando indagó. Y eso era a tener en cuenta.

Siguieron subiendo y caminaron por un mayao, vacío a esas horas, en un extremo del cual se empinaban las montañas con tiznes de verdor. Habían llegado a la zona llamada Veguina Llarga. A un lado se destacaba una vetusta cabaña de piedra y techo de tejas curvas, que supusieron se destinaba como refugio para los pastores de vacas. Más allá vieron otra cabaña apoyada en la roca, también de piedra pero con techo de escoba. Buscaron en las paredes del peñasco. Por allí debería estar la famosa cueva. Tardaron en encontrarla porque se ocultaba tras una gran hendidura y se había mimetizado con otras oquedades. Eran dos cavidades separadas por un prominente cinturón escarpado, una alta y otra a ras del suelo. La de arriba semejaba un balcón asomado al interior. Había que saltar a tierra desde allí. La inferior, bajo un arco en forma de ceja, era el acceso lógico a pesar de tener menos de un metro de altura. Avanzaron de rodillas varios metros hasta alcanzar un espacio alto donde pudieron ponerse de pie. Apenas se veía a esa distancia de la entrada. El suelo era de roca y desigual, con tramos escurridizos. José Manuel desenroscó uno de los candiles mineros, echó en el compartimiento inferior un puñado de carburo de calcio que sacó de una bolsita, lo cerró y reguló el paso del agua. Prendió el gas acetileno que salía de la espita y una luz vivísima inundó el lugar. Miró los rasgos danzantes en la cara de su primo, notando en él la excitación por la aventura a pesar de no ser propenso a la inventiva. No cargaban con aparejos para excavar porque José Manuel descartaba el hacer ese trabajo. Confiaba en dar con el lugar soñado aplicando la intuición. Su padre había consultado en Oviedo con una alduvinona que le dio unas indicaciones evidenciadas como falsas por la realidad. Esa gente era poco de fiar y probablemente la gaceta tampoco decía verdad.

Empezaron a caminar con precaución por una galería estrecha que sólo permitía el paso de uno en uno y que en la parte central del piso presentaba una depresión longitudinal, como un canalillo, seguramente labrado durante siglos por el agua filtrada del techo en épocas de lluvia. La galería serpenteaba y, a unos veinte metros, terminaba abruptamente en un pozo. Había una escalera de cuerda bien fijada por la que descendieron unos cinco metros para dar en una sala amplia y alta donde encontraron un pico, una barrena, una maza, dos palas y un candil de aceite. Sin duda que eran herramientas de sus padres, como la escala. José Manuel iba contando los pasos y dibujando con un lápiz en el dorso del plano los espacios que recorrían. No había restos de animales. Los osos y lobos debieron de considerar poco adecuado el lugar, quizá por la humedad y el viento. Ni siquiera los murciélagos lo habitaban. Siguieron por el sumamente estrecho conducto abierto a la derecha, que terminaba diez metros más adelante. La corriente de aire apagó el candil. Lo encendieron. No había ningún paso, sólo una abertura en el techo, a varios metros, como una chimenea. Regresaron a la sala de los utensilios. No podía ser que ahí acabara la cueva. José Manuel miró con cuidado y en otra pared apreció una excavación casi a ras de tierra. Aproximó el candil y el viento volvió a apagarlo. De nuevo con luz vieron que la falta de espacio era por acumulación de detritus de la roca caliza, como si el alfombrado hubiera sido colocado a propósito para disimular el hueco. Allí continuaba el camino.

Reptaron y, a menos de un metro, se encontraron con otra sala mucho más grande, de la que partía una ancha galería. El camino tenía una fuerte pendiente hacia abajo y tuvieron que extremar la precaución. José Manuel se escurrió y la mano de su primo impidió que cayera quién sabe a qué lugar. Apercibidos, se ataron la cuerda corta a la cintura para marchar unidos. Descendieron hasta llegar a una zona plana donde había hoyos y tierra amontonada a los lados, signos de las excavaciones realizadas por los buscadores que también habían agredido el techo de estalactitas. El túnel se extendía sin que se viera el final. José Manuel volvió a estudiar la gaceta. Hablaba de que en una de esas galerías había un gran duernu, una cavidad como si fuera un cofre, con el tesoro depositado en él. Decidieron buscar en otra bifurcación. También estaba con cavas. Encontraron un hoyo natural en la roca sólida. Debía de ser el cuenco citado. Contenía agua cristalina que permitió ver el fondo vacío. José Manuel metió el palo y removió. El agua se enturbió pero al poco volvió a transparentarse, lo que significaba que había una corriente de agua inapreciable a la vista. Siguieron adelante. Salieron a una zona más ancha, con grietas de varios tamaños en el borde de las desiguales paredes. Otra corriente de aire les dejó a oscuras. Volvieron a prender el gas y Jesús lo protegió con la mano mientras proseguían. Apenas perceptible oyeron un correr de agua. A su derecha vieron el reguerillo. La tambaleante luz movía los relieves de las paredes pareciendo que había rostros malignos agazapados. Continuaron por el prolongado conducto sumidos en silencio. La humedad dificultaba la respiración y se inmiscuía en la temperatura bajándola a grados insospechados. La simple camisa de manga corta resultaba insuficiente protección.

—Joder, qué frío —dijo Jesús—. ¿Qué tal si salimos a tomar un poco el sol? Podemos volver más tarde.

José Manuel valoró la sugerencia de su primo y la encontró razonable.

—Vale.

Desanduvieron el camino. En el exterior el día se agarraba aún con fuerza al paisaje. Pero las otrora inocentes nubes habían cambiado a otras grandes y henchidas de negror. Ninguna vaca se distinguía en la cercanía por lo que ese aprisco no parecía ser objetivo de pastores. Cuando iban a descender les llegó un ruido de conversación. Se apretaron contra el suelo. Dos hombres salieron de la cabaña de tejado curvo y uno de ellos señaló el ya no muy distante nubarrón. Los vieron entrar y salir de nuevo, esta vez con unos costales vacíos colgados del hombro. No daban señales de haberles detectado. Habrían llegado mientras ellos estaban en la búsqueda para llevar quién sabía qué cosas, seguramente panoyas o leños. Esperaron pacientemente hasta verlos desaparecer y quedar seguros de estar solos.

Se olía la lluvia que llegó a ellos de golpe y acompañada de relámpagos. Corrieron hacia el teito, la cabaña más cercana. La puerta estaba sin trancar. Eran cuatro paredes de piedra protegiendo un suelo de tierra. Había costras de humo enredadas en las paredes, testimonio de largas vigilias. En un rincón ennegrecido la llábana señalaba el lugar asignado al fuego. Cerca, un montón de panoyas desgranadas para utilizar como combustible. Un tablón sobre unas cajas de madera hacía la suerte de mesa. Encima, unos vasos de hojalata, botellas vacías, un cenicero lleno de colillas y un cuchillo. De unos clavos colgaban dos monos, que ambos reconocieron como pertenecientes a sus padres. Por tanto, estaban en la cabaña que ellos construyeron mano a mano y donde pasaban las noches de las cortas vacaciones de verano dedicadas a la obsesionante búsqueda. En el ambiente podía percibirse el sudor de tantos años gastados. Los amigos se miraron y tuvieron un mismo sentimiento de respeto y temor. Era como estar en un lugar sagrado, rezumante de esfuerzos, esperanzas y desesperación.

No hicieron fogata a pesar de que hacía algo de frío por las alturas y la lluvia. Se refugiaron en la paciencia esperando que escampara. Horas después la nube seguía aposentada en el lugar. Lo más aconsejable era esperar al día siguiente para continuar la exploración. Tomaron otra parte de las fayuelas, del maíz y de los arándanos. En otro rincón había un colchón informe de hojas de panoya con pinchos y una gastada manta. Se echaron encima del jergón tapándose con el cobertor e intentaron dormir.