10

Gracia

Dink vio cómo andaba Wiggin con su bandeja de comida y supo que algo iba mal. Y no era sólo que su bandeja estuviera doblemente cargada. ¿A quién le llevaba la comida? No importaba: lo que importaba era que Wiggin estaba dolorido. Dink acercó su silla.

—¿Qué ha pasado? —preguntó en cuanto Wiggin se sentó.

—Traje el almuerzo para Zeck.

—Quiero decir qué te ha pasado a ti.

—¿Pasarme a mí? —La voz de Wiggin era del todo inocente, pero sus ojos, taladrando los de Dink, le conminaban a retirarse.

—Como prefieras —dijo Dink—. Guárdate la caspa para ti. Para lo que me importa.

La conversación en la mesa los distrajo. Dink participó de vez en cuando, pero advirtió que Wiggin sólo comía, y que se preocupaba de su respiración. Algo le había lesionado el pecho. ¿Una costilla rota? No, más bien un moratón. Y cuando caminaba no se apoyaba del todo en una pierna. Trataba de no mostrarlo, pero lo hacía de todas formas. Y estaba guardándole el almuerzo a Zeck. Se habían peleado. ¿El pacifista y el genio? ¿Peleándose? Eso era una estupidez. ¿Pero qué más podía ser? ¿Quién sino un pacifista atacaría a alguien tan pequeño como Wiggin?

Cuando Zeck llegó, la mitad de los soldados se habían levantado de la mesa. La cola para recoger la comida había cerrado, pero Wiggin le vio y lo llamó. Sin embargo, fue lento al levantar la mano para llamarle, pues le dolía el pecho y, en general, todo el cuerpo.

Zeck se acercó.

—Te traje el almuerzo —dijo Wiggin, levantándose de la silla para que Zeck pudiera sentarse.

Los otros niños de la mesa se prepararon para levantarse si Zeck se sentaba allí.

—No, no tengo hambre —dijo Zeck.

¿Había estado llorando? No. ¿Y qué llevaba en la mano? Tenía el puño cerrado, pero Dink podía ver que se la había lastimado. Que había habido sangre.

—Sólo quería darte algo —dijo Zeck.

Colocó un calcetín en la mesa junto a la bandeja de Wiggin.

—Lamento que esté mojado —dijo Zeck—. Tuve que lavarlo.

—Bestial —respondió Wiggin—. Ahora siéntate y come.

Casi obligó a Zeck a sentarse.

Fue el calcetín el que lo hizo. Wiggin le había hecho a Zeck un regalo (un regalo de Santa Claus, nada menos) y Zeck lo había aceptado. Ahora Wiggin estaba de pie con las manos sobre los hombros de Zeck, mirando a los otros soldados de la Escuadra Rata, como si los retara a levantarse y marcharse.

Dink sabía que si se levantaba, los otros también lo harían. Pero no se levantó, y los otros se quedaron.

—Pues tengo un poema —dijo Dink—. Es malísimo, pero a veces hay que decir las cosas para sacarlas de dentro.

—Acabemos de comer, Dink —dijo Flip—. ¿No puedes esperar a que hagamos la digestión?

—No, esto será bueno para vosotros —dijo Dink—. Ahora mismo vuestra comida se está convirtiendo en mierda, y esto os ayudará.

La frase provocó la risa de los comensales, lo cual le dio tiempo suficiente como para terminar la rima que necesitaba.

¿Y con Zeck, qué quieres hacer?

Quieres romperle la nuez.

Pero mejor no intentarlo, cuidado,

porque para morir Zeck es demasiado obstinado.

No era un gran poema, pero sí un símbolo de la decisión que había tomado Dick: dar otra oportunidad a Zeck. Entre el calcetín de Wiggin y el poemita de Dink, Zeck había regresado a su anterior estatus.

Dink miró a Wiggin, que todavía estaba de pie detrás de Zeck, quien ahora parecía estar comiendo con cierto apetito.

—Feliz Navidad —susurró Dink.

Y Wiggin sonrió.