Wiggin
Zeck se encontro con Wiggin en uno de los ascensores. No era un ascensor que usaran mucho los estudiantes: estaba apartado de las rutas normales de tráfico y, principalmente, sólo lo utilizaban los profesores, cuando llegaban a utilizarlo. Zeck lo usaba precisamente por ese motivo. Podía esperar a los ascensores más ocupados durante mucho rato, pero de algún modo nunca llegaba a la primera fila de la cola hasta que todos los demás ya se habían ido. Normalmente, eso no le importaba, pero, a la hora de comer, cuando todo el mundo se dirigía al mismo destino, significaba la diferencia entre una comida caliente con un amplio menú y una comida fría y escasa.
Y allí estaba Wiggin, sentado de espaldas a la pared, agarrándose la pierna izquierda con tanta fuerza que apoyaba la cabeza en la rodilla. Obviamente, estaba dolorido.
Zeck casi pasó de largo. ¿Qué le debía a esa gente?
Entonces recordó al samaritano que se paró a atender al hombre herido, y al sacerdote y el levita que no lo hicieron.
—¿Algo va mal? —preguntó Zeck.
—Estaba pensando en otra cosa y no miré dónde pisaba —contestó Wiggin con los dientes apretados.
—¿Algún cardenal? ¿Te has hecho sangre?
—Un esguince de tobillo.
—¿Está hinchado?
—No lo sé todavía —respondió Wiggin—. Cuando lo muevo, me duele.
—Extiende la otra pierna para que pueda comparar los tobillos.
Wiggin así lo hizo. Zeck le quitó los zapatos y los calcetines, a pesar de que Wiggin dio un respingo cuando le movió el pie izquierdo. Los tobillos descalzos parecían exactamente iguales.
—No parece hinchado.
—Bien —dijo Wiggin—. Entonces supongo que estoy bien.
Extendió la mano, agarró el antebrazo de Zeck y empezó a levantarse.
—No soy una barra de bombero —protestó Zeck—. Déjame que te ayude a levantarte en vez de agarrarme el brazo.
—Claro, lo siento.
En un momento Wiggin estuvo de pie, aunque dio un significativo respingo cuando trató de apoyarse en el pie lesionado.
—Ay, ay, ay —jadeó parodiando a un bebé sufriente. Y dirigió una sonrisa a Zeck—. Gracias.
—No hay de qué —contestó Zeck—. ¿De qué asunto querías hablarme?
Wiggin sonrió un poco más.
—No lo sé —dijo. No intentó negar que todo eso lo había estado preparando para tener una oportunidad de hablar con él—. Sólo sé que, sea cual sea tu plan, no está funcionando demasiado bien o no está funcionando para nada.
—No tengo ningún plan —respondió Zeck—. Sólo quiero irme a casa.
—Todos queremos regresar a casa —dijo Wiggin—. Pero también queremos otras cosas. Honor. Victoria. Salvar al mundo. Demostrar que podemos hacer algo difícil. A ti no te preocupa nada excepto salir de aquí, no importa a qué precio.
—Así es.
—Pero ¿por qué? Y no me digas aquello de que sientes nostalgia de casa. Todos lloramos por papá y mamá durante las primeras noches que pasamos aquí, y pasado un tiempo dejamos de hacerlo. Si hay alguien en este lugar lo bastante duro para superar un poco la añoranza, ése eres tú.
—¿Así que ahora eres mi consejero? Pues olvídalo, Wiggin.
—¿De qué tienes miedo?
—De nada.
—Chorradas —dijo Wiggin.
—Ahora se supone que he de abrirte mi corazón, ¿no es eso? Porque has preguntado de qué tengo miedo, y eso me demuestra lo listo que eres. Y yo te cuento todos mis temores más profundos, y tú me haces sentirme mejor, y luego somos amigos para toda la vida y decido convertirme en un buen soldado para complacerte.
—No comes —dijo Wiggin—. Los humanos no pueden vivir tan aislados como tú. Creo que vas a morir. Si tu cuerpo no muere, lo hará tu alma.
—Perdóname por recalcar lo obvio, pero tú no crees en el alma.
—Perdóname por recalcar lo obvio, pero tú no sabes una mierda en lo que yo creo. Mis padres también son religiosos.
—Tener padres religiosos no es sinónimo de creer en algo.
—Pero aquí nadie es religioso sin padres religiosos —dijo Wiggin—. Vamos, ¿qué edad teníamos cuando nos trajeron? ¿Seis años? ¿Siete?
—He oído que tú tenías cinco.
—Y ahora somos mucho más mayores. ¿Tienes ocho años ya?
—Casi nueve.
—Pero somos tan maduros.
—Nos escogieron porque tenemos una edad mental muy superior a la media.
—Yo tengo padres religiosos —dijo Wiggin—. Desgraciadamente, no de la misma religión, lo que causó un pequeño conflicto. Por ejemplo, mi madre no cree en el bautismo infantil y mi padre sí, así que mi padre cree que estoy bautizado y mi madre no.
Zeck dio un respingo ante la idea.
—No puedes tener un matrimonio fuerte cuando los padres no comparten la misma fe.
—Bueno, mis padres lo hacen lo mejor que pueden —observó Wiggin—. Y apuesto a que tus padres no están siempre de acuerdo en todo.
Zeck se volvió.
—Eso no es asunto tuyo.
—Apuesto a que tu madre se alegró de que te fueras al espacio, para librarte de tu padre. En eso están en desacuerdo.
Zeck volvió a mirarle, ahora furioso.
—¿Qué te han dicho esos cretinos de mí? No tienen ningún derecho a difundir mis intimidades.
—Nadie me ha dicho nada —contestó Wiggin—. Eres tú, mendrugo. Cuando la gente todavía hablaba contigo, cuando llegaste a la Escuadra Rata, tu padre era siempre esto y aquello.
—Tú mismo acababas de unirte a las Ratas.
—La gente habla fuera de sus escuadras —dijo Wiggin—. Y yo escucho. Siempre mencionando a tu padre. Como si fuera una especie de profeta. Y yo pensé, apuesto a que su madre se alegra de que ya no esté bajo la influencia de su padre.
—Mi madre quiere que respete a mi padre.
—Pero no quiere que vivas con él. Te pegaba, ¿verdad?
Zeck empujó a Wiggin. Antes de darse cuenta, allí estaba su mano apartando al otro niño.
—Vamos —dijo Wiggin—. Te duchas. La gente ve las cicatrices. Incluso yo he visto esas cicatrices.
—Era purificación. Es imposible que un pagano como tú entienda eso.
—¿Purificación de qué? —preguntó Wiggin—. ¿Eras el hijo perfecto?
—Graff te ha estado informando de lo que ha observado sobre mí, ¿verdad? ¡Eso es ilegal!
—Vamos, Zeck, te conozco. Si decides que algo está bien, lo haces. No importa lo que te cueste. Crees en tu padre. Lo que él diga, tú lo haces ¿Qué has hecho mal para que necesites toda esa purificación?
Zeck no contestó. Se cerró en banda. Se negó a escucharle. Dejó que su mente se dirigiera a otro lugar, al sitio donde siempre iba cuando su padre lo purificaba. Así no gritaría. Así no sentiría nada en absoluto.
—Ahí está —dijo Wiggin—, el Zeck en que te convirtió tu padre. El Zeck que no está aquí. Que ni siquiera existe. Zeck le oyó sin escucharle.
—Y por eso tienes que volver a casa —dijo Wiggin—. Porque si tú no estás allí, él tendrá que buscar a otro para purificarlo, ¿no? ¿Tienes un hermano?, ¿una hermana?, ¿algún otro niño de la congregación? Oh… oh, ya sé. Se trata de tu madre, ¿no? ¿Crees que tratará de purificar a tu madre?
Zeck hacía oídos sordos a todo lo que Wiggin decía, pero algo debió calar, porque ahora, siguiendo las indicaciones de Wiggin, empezó a pensar en su madre. Y no sólo en una imagen suya, en su madre diciéndole:
—Satán no otorga buenos dones, así que tu buen don viene de Dios.
Y entonces su padre añadía:
—Hay quienes dicen que una cosa procede de Dios, cuando en realidad viene del diablo.
Zeck le había preguntado por qué.
—Los engaña su propio deseo —le constataba su padre—. Desearían que el mundo fuera un lugar mejor, de modo que defienden que las cosas manchadas son puras, para no tener que temerlas.
No podía permitir que su padre supiera lo que había dicho su madre, porque era impuro. No puedo permitir que mi padre lo sepa.
Si azota a mi madre lo mataré.
El pensamiento lo asaltó con tanta fuerza que Zeck jadeó y se desmoronó contra la pared.
Si azota a mi madre lo mataré.
Wiggin todavía seguía allí, hablando.
—Zeck, ¿qué ocurre?
Wiggin lo tocó. Tocó su brazo, el antebrazo.
Zeck no pudo evitarlo: retiró el brazo, pero con eso no fue suficiente. Reaccionó con la pierna izquierda y le dio a Wiggin una patada en la espinilla. Más tarde lo empujó hacia atrás. Wiggin cayó contra la pared, y luego al suelo. Parecía indefenso. Zeck estaba tan lleno de ira hacia él que no podía contenerla. Fue por todas las semanas de aislamiento, por todo el miedo que sentía por su madre. Ella en realidad no era pura. Debería odiarla por eso, pero la amaba. Eso le hacía malvado. Eso le hacía merecer toda la purificación a la que su padre le sometía, porque amaba a una persona tan impura como su madre.
Y, por algún motivo, con toda esa ira y ese miedo encima, Zeck se lanzó contra Wiggin y lo golpeó en el pecho y el estómago.
—¡Basta! —gritó Wiggin, tratando de librarse de él—. ¿Qué crees que estás haciendo, purificarme?
Zeck se detuvo y se miró las manos. Miró el cuerpo tendido de Wiggin. Su propia indefensión, su posición fetal, como la de un gusano, le enfureció. Sabía por las clases lo que significaba esa reacción violenta. Significaba ansia de sangre. Era la fiebre animal que se apoderaba de un soldado y lo hacía fuerte más allá de sus posibilidades.
Era lo que su padre debía sentir al purificarlo. El cuerpo más pequeño, indefenso, sometido por completo a su voluntad, llenaba a cierto tipo de hombre de una ira que tenía que descargar sobre su presa. Tenía que infligir dolor, romper la piel, hacer sangre y causar lágrimas y gritos en la víctima.
Se trataba de algo oscuro y maligno. Si algo procedía de Satán, era eso.
—Creí que eras pacifista —dijo Wiggin en voz baja.
Zeck pudo oír a su padre hablando sobre la paz, sobre cómo los siervos de Dios no iban a la guerra.
—Convertid vuestras espadas en arados —murmuró Zeck, repitiendo las palabras de su padre donde citaba a Miqueas e Isaías, como hacía todo el tiempo.
—Citas bíblicas —dijo Wiggin, estirándose. Quedó tendido en el suelo, a merced de cualquier golpe que Zeck quisiera volver a propinarle. Pero la ira se iba disipando. Zeck no quería golpearlo. O más bien, quería golpearlo, pero no más de lo que deseaba no hacerlo.
—Prueba con ésta —dijo Wiggin—. No creáis que he venido a traer la paz a la tierra: no he venido a traer la paz, sino la espada.
—No discutas las escrituras conmigo —refunfuñó Zeck—. Las conozco todas.
—Pero sólo crees en las que le gustaban a tu padre. ¿Por qué piensas que tu padre citaba siempre las de odiar la guerra y rechazar la violencia cuando te pegaba como lo hacía? Parece que intentaba librarse de lo que encontraba en su propio corazón.
—No conoces a mi padre. —Zeck susurró las palabras, la garganta tensa. Podía golpear de nuevo a ese niño. Podía. Pero no lo haría. Al menos no lo haría si el niño se callaba.
—Sé lo que acabo de ver —dijo Wiggin—. Esa furia. No controlabas tus puñetazos. Dolía.
—Lo siento —dijo Zeck—, pero ahora cállate, por favor.
—Oh, que doliera no significa que te tenga miedo. ¿Sabes uno de los motivos por los que me alegré de marcharme de casa? Porque mi hermano amenazó con matarme y, aunque sé que probablemente no lo decía en serio, mis tripas no lo sabían. Se me revolvían todo el rato. De miedo. Porque a mi hermano le gustaba hacerme daño. No creo que ocurriera lo mismo con tu padre. Creo que tu padre odiaba lo que te hacía. Y por eso predicaba la paz.
—Predicaba la paz porque eso es lo que Cristo predicó —respondió Zeck. Quiso decirlo con fervor e intensidad, pero las palabras parecieron débiles.
—El Señor es mi fortaleza y mi cántico —citó Wiggin—. Y ha sido mi salvación.
—Éxodo quince —añadió Zeck—. Moisés. Antiguo Testamento. No sirve.
—Es mi Dios, y le prepararé una morada. Dios es mi padre, y lo enalteceré.
—¿Por qué citas la versión del Rey Jaime? —preguntó Zeck—. ¿Aprendiste esas escrituras sólo para discutir conmigo?
—Sí —contestó Wiggin—. Ya conoces el siguiente versículo.
—El Señor es varón de guerra. Jehová es su nombre.
—La versión del Rey Jaime sólo dice «El Señor» —observó Wiggin.
—Pero es lo que pasa con la Biblia cuando usan esa letra tan pequeñita. Así evitan escribir el nombre de Dios.
—El Señor es varón de guerra —dijo Wiggin—. Pero si tu padre citó eso, entonces no tendría motivos para intentar controlar esa ansia de sangre. Esa furia maníaca. Podría haberte matado. Así que es realmente bueno, ¿no?, que ignorara a Jesús y Moisés al hablar de cómo Dios es guerra y paz. Porque te amaba tanto que habría levantado media religión como un muro para impedir matarte.
—Deja en paz a mi familia —susurró Zeck.
—Él te amaba —apuntó Wiggin—, pero tú hacías bien en tenerle miedo.
—No me obligues a hacerte daño.
—No me preocupas, eres el doble de hombre de lo que es tu padre. Ahora que has visto la violencia en tu interior, puedes controlarla. No me golpearás por decir la verdad.
—Nada de lo que has dicho es verdad.
—Zeck, «Sería mejor que le colgaran al cuello una rueda de molino y lo lanzaran al mar, antes que ofender a uno de estos pequeños». ¿Lo citaba tu padre muy a menudo?
Quería matar a Wiggin. También quería llorar. No lo hizo tampoco.
—Lo citaba todo el tiempo.
—Y luego te cogía y te hacía todas esas marcas en la espalda.
—Yo no era puro.
—No, él no era puro. Él.
—¡Algunas personas se esfuerzan tanto en buscar a Satán, que lo ven incluso cuando no está! —exclamó Zeck.
—No recuerdo eso de la Biblia.
No estaba en la Biblia. Eran palabras de su madre. No podía decirlo.
—No estoy seguro de lo que estás diciendo —continuó Wiggin—. ¿Encuentro a Satán donde no está? No lo creo. Creo que un hombre que golpea a un niño pequeño y luego le echa la culpa al niño es exactamente del lugar donde vive Satán.
Tenía cada vez más ganas de llorar. Zeck apenas pudo pronunciar palabra.
—Tengo que volver a casa.
—¿Para hacer qué? —preguntó Wiggin—. ¿Para interponerte entre tu padre y tu madre hasta que él finalmente pierda el control y te mate?
—¡Si es necesario!
—¿Sabes cuál es mi mayor temor? —indagó Wiggin.
—No me importan tus temores.
—Que, por mucho que odie a mi hermano, temo ser igual que él.
—Yo no odio a mi padre.
—Estás aterrorizado, o deberías estarlo. Creo que lo que piensas hacer cuando vuelvas es matar a ese viejo hijo de puta.
—¡No! —gritó Zeck. La furia volvió a inundarlo, y no pudo impedir asestar un golpe, pero esta vez al menos contra la pared y la puerta, no contra Wiggin. Así que sólo se lastimó las manos, los brazos y los codos.
—Si le pone a tu madre una mano encima —argumentó Wiggin.
—¡Lo mataré!
Entonces Zeck se lanzó hacia atrás, se arrojó al suelo y lo golpeó y siguió golpeándolo hasta que la piel de la palma de su mano izquierda se quebró y empezó a sangrar. E incluso entonces, sólo pudo detenerse porque Wiggin lo agarró por la muñeca. La sostuvo y luego le puso algo en la palma y le cerró el puño a su alrededor.
—Ya has sangrado lo suficiente —dijo Wiggin—. Al menos en mi opinión.
—No lo cuentes —susurró Zeck—. No se lo cuentes a nadie.
—No has hecho nada malo, excepto intentar ir a casa a proteger a tu madre. Porque sabes que tu padre está loco y es peligroso.
—Igual que yo.
—No —dijo Wiggin—. Lo contrario de ti. Porque tú te controlaste. Te impediste pegar a un niño pequeño. Aunque él te provocó deliberadamente. Tu padre no podía impedir pegarte… aunque tú no hicieras absolutamente nada malo. No sois iguales.
—La furia —dijo Zeck.
—Una de las virtudes del soldado —dijo Wiggin—. Empléala contra los insectores en vez de contra ti mismo o tu padre. Y sobre todo en vez de contra mí.
—No creo en la guerra.
—No hay muchos soldados que lo hagan —dijo Wiggin—. Podrían matarte en la guerra. Pero uno se entrena para luchar bien, para que cuando venga la guerra pueda ganar, regresar a casa y encontrar a todo el mundo a salvo.
—No hay nada a salvo en casa.
—Apuesto a que en casa las cosas están bien —dijo Wiggin—. Porque, verás, como tú no estás allí, tu madre no tiene ningún motivo para estar con tu padre, ¿no? Así que creo que ella no va a soportar más mierdas suyas. ¿No crees? No puede ser débil. Si fuera débil, nunca habría producido a alguien tan duro como tú. No puedes haber heredado la dureza de tu padre: no tiene mucha, si no es capaz de controlarse. De modo que tu dureza viene de ella, ¿no? Ella lo dejará si le levanta la mano. No tiene que quedarse para seguir cuidando de ti.
Fue tanto el tono de voz de Wiggin como sus palabras lo que lo calmaron. Zeck se controló, rodó y se sentó en el suelo.
—Sigo esperando a que llegue algún profesor para preguntar qué está pasando aquí.
—No lo creo —dijo Wiggin—. Creo que saben exactamente lo que está sucediendo: probablemente lo estarán viendo en holo en alguna parte. Y tal vez estarán impidiendo que otros niños pasen por aquí. Van a dejar que resolvamos este asunto por nuestra cuenta.
—¿Resolver qué? —dijo Zeck—. No tengo nada contra ti.
—Tenías una disputa con todos los que interferían en tu deseo de regresar a casa.
—Sigo odiando este lugar. Quiero salir de aquí.
—Bienvenido al club —dijo Wiggin—. Mira, nos vamos a perder el almuerzo. Tú puedes hacer lo que quieras, pero yo me voy a comer.
—¿Sigues planeando cojear con ese tobillo izquierdo?
—Sí, después de la patada que me has dado, no tendré que fingir.
—¿El pecho está bien? No te he roto ninguna costilla, ¿verdad?
—Desde luego estás muy orgulloso de tu propia fuerza —contestó Wiggin.
Entonces entró en el ascensor y se agarró a la barra mientras subía.
Zeck se quedó allí un rato, mirando a la nada, pensando en lo que acababa de suceder. No estaba seguro de haber decidido nada. Zeck seguía odiando la Escuela de Batalla, y todo el mundo en la Escuela de Batalla lo odiaba. Y ahora odiaba a su padre y no creía en su falso pacifismo. Wiggin le había convencido de que su padre no era ningún profeta. Demonios, Zeck lo había sabido todo el tiempo. Pero creer en la espiritualidad de su padre era la única forma de impedir odiarlo y temerlo. La única forma de soportarlo. Ya no tenía que seguir soportándolo. Wiggin tenía razón: ahora que no tenía que cuidar de Zeck, su madre era libre.
Abrió el puño y vio lo que Wiggin le había puesto para contener la hemorragia. Uno de sus calcetines cubierto de sangre.