8

Paz

El asunto de Santa Claus terminó. Dink sabía que ya no lo controlaba: se le había ido de las manos. Pero cuando los niños musulmanes fueron detenidos en el comedor, dejó de ser un juego. Dejó de ser un modo de retorcer la nariz de la autoridad. Las consecuencias eran graves y, como Zeck había señalado, era más por culpa de Dink que de nadie más.

Así que Dink rogó a todos sus amigos que pusieran fin al asunto de los calcetines. Que dejaran de hacer regalos relacionados con la festividad de Santa Claus.

Y, un día después, se acabó.

Dink creyó que eso supondría el final de ese incidente.

Pero no ocurrió así, por culpa de Zeck.

Zeck no hizo nada, por supuesto. Era de determinada manera, y no había cambiado su conducta. No hacía nada en las prácticas excepto revolotear, y en las batallas se limitaba a ocupar un espacio. Pero asistía a clase, hacía sus tareas y entregaba los trabajos.

Y todo el mundo lo ignoraba. Siempre lo habían hecho, pero no de esa forma.

Antes lo habían ignorado de un modo tolerante, casirespetuoso y a regañadientes: era un idiota, pero al menos era consistente.

Ahora lo ignoraban del todo. Ni siquiera se molestaban en burlarse de él o en acosarlo. Simplemente, no existía. Si trataba de hablar con alguien, se daba la vuelta. Dink lo percibía y le hacía sentirse mal. Pero Zeck se lo había buscado. Una cosa es ser un solitario porque uno se siente distinto, la otra es meter al personal en un problema por culpa de tus propios caprichos egoístas. Y eso era lo que había hecho Zeck. No le importaba la regla que prohibía las religiones: él mismo la violaba a todas horas. Sólo utilizó el regalo de Sinterklaas de Dink a Flip como medio para salirse con la suya con el comandante.

Y yo también fui muy infantil, pensó Dink. Supe cuándo parar. El no.

No es culpa mía.

Y sin embargo Dink no podía dejar de observarlo. Sólo miradas. Sólo… fijarse en él. Había leído un poco sobre la conducta de los primates, como parte de la teoría de las lealtades de grupo. Sabía cómo se comportaban los chimpancés y los babuinos que vivían apartados del resto de la tropa. Depresión. Autodestrucción. Antes, Zeck parecía sobrevivir aislado; ahora, cuando el aislamiento era completo, ya no sobrevivía.

Parecía consumido. Empezaba a andar en una dirección y de pronto se paraba. Luego se ponía en marcha, pero muy despacio. No comía mucho. Las cosas no le iban bien.

Y si había algo que Dink conocía, era el hecho de que los consejeros y profesores no valían un cubo de mierda de cerdo cuando se trataba de ayudar a un niño con graves problemas. Tenían sus propios planes, es decir, lo que convenía que hiciera cada niño. Pero, en caso de tener claro que el niño en cuestión no iba a responder a sus planes, perdían interés en él, como lo habían perdido en Dink. Aunque Zeck pidiera ayuda, no se la darían. Y Zeck no se la iba a pedir.

A pesar de saber lo inútil que era, Dink lo intentó de todas formas. Fue a ver a Graff y trató de contarle lo que le estaba pasando a Zeck.

—Interesante teoría —dijo Graff—. Crees que está siendo ignorado.

—Lo .

—¿Pero tú no lo ignoras?

—He intentado hablar con él un par de veces, pero me ignora.

—Así que él te rechaza.

—Pero todos los demás le ignoran.

—Dink —dijo Graff—, ego te absolvo.

—Por mucho que lo crea, eso no es holandés.

—Es latín. De la confesión católica. Te absuelvo de tu pecado.

—No soy católico.

—No soy cura.

—No tiene usted el poder de absolver nada de nadie.

—Pero mereció la pena intentarlo. Regresa a tu barracón, Dink. Lo que le ocurra a Zeck no es problema tuyo.

—¿Por qué no lo envían de vuelta a casa? —preguntó Dink—. Nunca va a llegar a nada en este ejército. Es cristiano, no soldado. ¿Por qué no pueden dejar que regrese a casa y sea un cristiano?

Graff se acomodó en su sillón.

—Muy bien, sé lo que me va a decir —dijo Dink.

—¿Ah, sí?

—Lo mismo que dice todo el mundo. Si le dejo irse, entonces tendré que dejar que lo hagan también todos los demás.

—¿De verdad?

—Si la disconformidad de Zeck, o lo que sea, lo envía de vuelta a casa, entonces muy pronto habrá un montón de niños más que se mostrarán disconformes. Para poder marchar también a casa.

—¿Tú serías uno de ésos? —preguntó Graff.

—Creo que su escuela es una pérdida de tiempo —dijo Dink—. Pero yo creo en la guerra. No soy pacifista, sólo soy contrario a la incompetencia.

—Pero verás, yo no iba a dar ese argumento —dijo Graff—, porque ya conozco la respuesta. Si la única manera de que un niño regresase a casa fuera la de actuar como Zeck, y ser tratado como él, no habría un solo niño en esta escuela que lo hiciera.

—Eso no lo sabe.

—Lo —respondió Graff—. Recuerda que todos fuisteis evaluados y observados. No sólo respecto a la lógica, la memoria, las relaciones espaciales y la habilidad verbal, sino también sobre vuestros atributos de personalidad, la toma de decisiones rápidas, la habilidad para captar la totalidad de una situación, la habilidad para llevarse bien con otras personas.

—Entonces, ¿cómo demonios llegó aquí Zeck clasificado en primer lugar?

—Zeck es brillante llevándose bien con sus compañeros —respondió Graff—. Cuando quiere.

Dink no le creyó.

—Zeck puede incluso tratar con sociópatas megalómanos e impedir que hagan daño a otra gente. Es un pacificador nato en una comunidad humana, Dink. Es su mejor don.

—Eso es una chorrada. Todo el mundo lo odió desde el principio.

—Porque él lo quiso. Ahora mismo está justamente consiguiendo lo que quiere. Incluyendo que vengas aquí a hablar conmigo. Todo sucede exactamente tal como quiere.

—No le creo.

—Eso es porque no sabes lo que estaba decidiendo contarte.

—Entonces, cuéntemelo.

—No —dijo Graff—. La parte de mí que abogaba por la discreción ha ganado, y no te lo contaré.

Dink ignoró la ofuscación. Graff quería que suplicara. En cambio, Dink pensó en lo que el comandante había dicho sobre las habilidades de Zeck. ¿Había estado Zeck utilizándole de algún modo? ¿A él y a todos los demás?

—¿Por qué? —preguntó Dink—. ¿Por qué alienaría deliberadamente a todo el mundo?

—Porque nadie lo odiaba lo suficiente —respondió Graff—. Necesitaba ser odiado para que renunciáramos a él y lo enviáramos a casa.

—Creo que interpreta más planes de los que en realidad tiene —observó Dink—. No sabía lo que iba a pasar.

—No he dicho que su plan fuera consciente, sólo quiere regresar a casa. Cree que tiene que volver a casa.

—¿Por qué?

—No puedo decírtelo.

—¿Por qué no?

—Porque no puedo confiar en ti.

—Si le prometo que no lo contaré es que no lo contaré.

—Oh, sé que puedes ser discreto, lo que sucede es que no creo que pueda confiar en que hagas el trabajo que hay que hacer.

—¿Y en qué consiste ese trabajo?

—En curar a Zeck Morgan.

—Lo intenté y no me dejó acercarme a él.

—Lo sé —dijo Graff—. Así que lo que tú quieres saber, se lo voy a decir a otro. Alguien que también es discreto. Alguien que puede curarlo.

Dink pensó un momento.

—Ender Wiggin.

—¿Es ése tu candidato? —preguntó Graff.

—No —respondió Dink—, es el suyo. Usted cree que puede hacer cualquier cosa.

Graff sonrió al estilo de Mona Lisa, si ésta hubiese sido un coronel rechoncho.

—Espero que pueda —comentó Dink—. ¿Quiere que se lo envíe?

—Te apuesto a que Ender no me necesita.

—Sabrá qué hacer sin que se lo digan.

—Actuará como Ender Wiggin y, durante el proceso, descubrirá lo que necesita saber sobre el propio Zeck.

—Wiggin tampoco habla con Zeck.

—Quieres decir que no lo has visto hablar con Zeck.

Dink asintió.

—Vale. Eso es lo que quiero decir.

—Dale tiempo —respondió Graff.

Dink se levantó de la silla.

—No le he mandado retirarse, soldado.

Dink se detuvo y saludó.

—Le pido permiso para dejar su despacho y regresar a mi barracón para continuar sintiéndome como una completa mierda, señor.

—Denegado —respondió Graff—. Oh, puedes sentirte como quieras, no es asunto mío, pero tu esfuerzo a favor de Zeck ha sido debidamente advertido.

—No he venido aquí para recibir ningún elogio.

—Y no estás recibiendo ninguno. Todo lo que estás escuchando es la buena opinión que tengo sobre tu carácter. No se gana fácilmente, pero una vez conseguida, una buena impresión mía es difícil de perder. Es una carga que tendrás que llevar contigo durante algún tiempo. Aprende a vivir con ella. Ahora, sal de aquí, soldado.