Guerra santa
Dink salió echando chispas del despacho de Graff.
—Si no pueden ver la diferencia entre rezar ocho veces al día y meter un poema en un zapato una vez al año…
—Era un gran poema —dijo Flip.
—Era bobo.
—¿No se trataba de eso? Era un gran poema bobo. Me siento mal por no haber escrito uno para ti.
—Yo no puse mis zapatos.
Flip suspiró.
—Lamento haber hecho eso. Sentía nostalgia de casa. No pensé que nadie fuera a hacer algo al respecto.
—Lo siento.
—Los dos lo lamentamos muchísimo —dijo Flip—. Excepto por eso, no lamentamos nada en absoluto.
—No, la verdad es que no —dijo Dink—. De hecho, es divertido meterse en problemas por celebrar el día de Sinterklaas. Imagina lo que sucedería si celebráramos la Navidad.
—Bueno —dijo Dink—, todavía nos quedan diecinueve días.
—Cierto.
Cuando llegaron a los barracones de la Escuadra Rata, quedó claro que la historia ya era de sobras conocida. Todos guardaron silencio cuando Dink y Flip se detuvieron ante la puerta.
—Estúpidos —dijo Rosen.
—Gracias —respondió Dink—. Viniendo de ti, eso significa mucho.
—¿Desde cuándo os ha dado por la religión? —exigió Rosen—. ¿Por qué os metéis en una especie de guerra santa?
—No era nada religioso —respondió Dink—, era holandés.
—Bueno, capullo, ahora estás en la Escuadra Rata, no en Holanda.
—Dentro de tres meses no estaré en la Escuadra Rata, pero seré holandés hasta que me muera.
—Aquí arriba las naciones no importan —apuntó uno de los demás niños.
—Las religiones tampoco —añadió otro.
—Bueno, está claro que la religión sí que importa —repuso Flip—, o no nos habrían llamado para echarnos la bronca por cortar una tortita en forma de F y escribir un poemita divertido y meterlo en un zapato.
Dink contempló el largo pasillo, que al final tomaba forma de curva en dirección hacia arriba. Zeck, que dormía al fondo del barracón, no podía ni siquiera verse desde la puerta.
—No está aquí —dijo Rosen.
—¿Quién?
—Zeck. Vino y nos dijo lo que había hecho, y luego se marchó.
—¿Alguien sabe adónde va cuando quiere estar solo? —preguntó Dink.
—¿Por qué? —respondió Rosen—. ¿Estás planeando darle una paliza? No puedo permitirlo.
—Quiero hablar con él.
—Oh, hablar —dijo Rosen.
—Cuando digo hablar, quiero decir hablar.
—Yo no quiero hablar con él —dijo Flip—. Estúpido capullo.
—Sólo quiere largarse de la Escuela de Batalla —dijo Dink.
—Si lo sometiéramos a votación, se marcharía en un segundo —dijo otro de los niños—. Qué desperdicio de espacio.
—Una votación —dijo Flip—. Qué idea tan militar.
—Vete a meter el dedo en un dique —respondió el niño.
—Así que ahora somos antiholandeses —comentó Dink.
—No pueden evitarlo si todavía creen en Santa Claus —dijo un niño americano.
—Sinterklaas —añadió Dink— vive en España, no en el Polo Norte. Tiene un amigo que lleva su saco, Black Piet.
—¿Amigo? —inquirió un niño de Sudáfrica—. Black Piet me suena a esclavo.
Rosen suspiró.
—Es un alivio cuando los cristianos luchan entre sí en vez de cargarse a judíos.
Fue entonces cuando Ender Wiggin se unió a la discusión por primera vez.
—¿No se supone que es esto exactamente lo que las reglas pretenden impedir? ¿Qué la gente se pelee por motivos religiosos o de nacionalidad?
—Y sin embargo de todas formas lo hacemos —añadió el niño americano.
—¿No estamos aquí para salvar a la raza humana? —reprendió Dink—. Los humanos tienen razas y nacionalidades. Y costumbres. ¿Por qué no podemos ser también humanos?
Wiggin no contestó.
—No tiene mucho sentido que vivamos como insectores —dijo Dink—. Ellos tampoco celebran el día de Sinterklaas.
—La condición humana conlleva el hecho de masacrarnos unos a otros de vez en cuando —dijo Wiggin—. Así que, tal vez hasta que derrotemos a los fórmicos, deberíamos intentar no ser demasiado humanos.
—Y los soldados luchan quizá por lo que quieren, y lo que quieren es a sus familias y a sus tradiciones y a su fe y a su nación —respondió Dink—. Las cosas que no nos permiten tener aquí.
—Tal vez luchamos para poder volver a casa y encontrar todas esas cosas allí, esperándonos —dijo Wiggin.
—Tal vez ninguno de nosotros está luchando —comentó Flip—. Puede que no sea real lo que hacemos aquí.
—Te diré lo que es real —dijo Dink—. Anoche fui ayudante de Sinterklaas.
Entonces sonrió.
—Así que finalmente admites que eres un elfo —observó sonriendo el niño americano.
—¿Cuántos niños holandeses hay en la Escuela de Batalla? —preguntó Dink—. Sinterklaas es decididamente el icono cultural de una minoría, ¿no? No como Santa Claus, ¿verdad?
Rosen le dio una patadita a Dink en la espinilla.
—¿Qué piensas que estás haciendo, Dink?
—Santa Claus no es tampoco una figura religiosa. Nadie le reza a Santa Claus. Es una cosa americana.
—Y canadiense también —apostilló otro niño.
—Del Canadá anglófono —aclaró otro—. Para algunos de nosotros es Papá Noel.
—Father Christmas —dijo un británico.
—¿Veis? No es cristiano, sino nacional —comentó Dink—. Una cosa es reprimir la expresión religiosa, pero tratar de ignorar la nacionalidad… La flota entera está llena de lealtades nacionales. No obligan a los almirantes holandeses a fingir que no son holandeses. No lo permitirían.
—No hay ningún almirante holandés —dijo el británico.
No es que Dink dejara que comentarios idiotas como ése le pusieran furioso. No quería pegar a nadie. No quería alzar la voz. Pero, con todo, ahí tenía un claro desafío que no podía pasar por alto. Tenía que hacer algo que no gustaría a otras personas. Aunque sabía que causaría problemas y al final no conseguiría nada, iba a hacerlo, e iba a empezar ahora mismo.
—Pudieron reprimir nuestra fiesta holandesa porque somos muy pocos —dijo Dink—, pero es hora de que insistamos en expresar nuestras culturas nacionales como cualquier otro soldado de la Flota Internacional. Navidad es un día de fiesta para los cristianos, pero Santa Claus es una figura seglar. Nadie reza a San Nicolás.
—Los niños pequeños lo hacen —comentó el americano, a pesar de que estaba riendo.
—Santa Claus, Father Christmas, Papá Noel, Sinterklaas, puede que al principio fueran una festividad cristiana, pero ahora son nacionales, y la gente sin religión sigue celebrando esa fecha. Es el día para hacer regalos, ¿no? El 25 de diciembre, se sea cristiano creyente o no. Pueden impedir que seamos religiosos, pero no pueden impedir que nos hagamos regalos el día de Santa Claus.
Algunos se reían. Otros pensaban.
—Vas a meterte en un buen lío —dijo uno.
—Sí —respondió Dink. —Pero es lo que hago todo el tiempo.
—Ni lo intentes.
Dink se volvió para ver quién había hablado con tanta furia.
Zeck.
—Creo que ya sabemos dónde estás —apuntó Dink.
—En nombre de Cristo os prohibo que traigáis a Satán a este lugar.
Todas las sonrisas desaparecieron. Todos guardaron silencio.
—¿Sabes, Zeck, que acabas de garantizarme que tendré apoyo para mi pequeño movimiento de Santa Claus? —dijo Dink.
Zeck parecía verdaderamente asustado. Pero no de Dink.
—No atraigáis esa maldición sobre vuestras cabezas.
—No creo en maldiciones, sólo creo en bendiciones —señaló Dink—. Y estoy seguro que no seré maldito por dar regalos a la gente en nombre de Santa Claus.
Zeck miró alrededor y pareció intentar calmarse.
—Las prácticas religiosas están prohibidas para todo el mundo.
—Y sin embargo tú practicas tu religión todo el tiempo —le reprendió Dink—. Cada vez que no disparas tu arma en la Sala de Batalla, lo estás haciendo. Así que si te opones a nuestra pequeña revolución de Santa Claus, cretino, queremos verte entonces disparar con esa arma y eliminar a gente. De lo contrario, serás un maldito hipócrita. Un fraude. Un falsario piadoso. Un mentiroso. —Dink se plantó ante su cara. Tan cerca que algunos chicos se sintieron incómodos.
—Apártate, Dink —murmuró uno de ellos. ¿Quién? Wiggin, naturalmente. Magnífico, era un pacificador. De nuevo Dink sintió un desafío brotando en su interior.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Zeck en voz baja—. ¿Pegarme? Soy tres años más joven que tú.
—No —respondió Dink—. Voy a bendecirte.
Alzó su mano en el aire, por encima de la cabeza de Zeck. Como Dink esperaba, Zeck aguantó allí sin moverse. Zeck destacaba en eso: aceptaba todo lo que la gente tiraba sin intentar siquiera apartarse.
—Yo te bendigo con el espíritu de Santa Claus —dijo Dink—. Te bendigo con compasión y generosidad. Con el irresistible impulso de hacer feliz a otras personas. ¿Y sabes qué más? Te bendigo con la humildad de darte cuenta de que no eres mejor que el resto de nosotros a los ojos de Dios.
—Tú no sabes nada de Dios —dijo Zeck.
—Sé más que tú —contestó Dink—, porque no estoy lleno de odio.
—Ni yo tampoco —apuntó Zeck.
—No —murmuró otro niño—. Estás lleno de mierda.
—Bestial —dijo otro, riendo.
—Yo te bendigo con amor —añadió Dink—. Créeme, Zeck, cuando finalmente lo sientas, será una sorpresa tan grande para ti, que incluso podría matarte. Luego tendrás la capacidad de hablar directamente con Dios y averiguar dónde la cagaste.
Dink volvió a mirar al resto de la Escuadra Rata.
—No sé vosotros, pero yo voy a hacer de Santa Claus este año. Aquí arriba no poseemos nada, así que hacer regalos no es fácil. No se puede conectar con las redes y pedir cosas para que las envíen envueltas para regalo. Pero los regalos no tienen porque ser juguetes y cosas por el estilo. Lo que le regalé a Flip, lo que nos metió en tantos problemas, fue un poema.
—Oh, qué mono —dijo el británico—. ¿Un poema de amor?
Por respuesta, Flip lo recitó. Ruborizándose, por supuesto, porque era una broma a su costa. Pero también encantado, porque la broma era sobre él.
Dink pudo comprobar cómo un montón de ellos pensaban que era guay contar con un líder de batallón que escribía un poema satírico sobre uno de sus soldados. Eso sí que era un regalo.
—Y sólo para demostrar que no estamos celebrando la Navidad —dijo Dink— vamos a hacernos unos a otros los regalos que se nos ocurran, cualquier día de diciembre. Puede ser para celebrar la Hannukah. Puede ser… demonios, puede ser por el día de Sinterklaas, ¿no? El día todavía es joven.
—Sí, Dink, un regalo nos apetece a todos —entonó el chico jamaicano— y eso de todos modos alegrará nuestros corazones.
—Oh, qué mono —dijo el británico.
—Crazy Tom piensa que todo es mono —comentó el canadiense—, excepto sus propios pies cubiertos de lodo.
La mayoría rio.
—¿Y se supone que eso es un regalo? —dijo Crazy Tom—. Father Christmas no está a la altura este año.
—No vendría nada mal disfrutar de un regalo —dijo Wiggin. Y todos rieron de forma discreta. Wiggin continuó—: Más me hace falta recibir una carta.
Sólo unos cuantos se rieron de eso. Entonces todos guardaron silencio.
—Ése es el único regalo que quiero —dijo Wiggin en voz baja—. Una carta de casa. Si me consigues eso, te apoyaré.
—No puedo —dijo Dink, tan serio ahora como Wiggin—. Nos han aislado de todo. Lo mejor que puedo hacer es esto: sabes que en casa tu familia está haciendo las cosas típicas de Santa. Colgando calcetines, ¿no? Eres americano, ¿verdad?
Wiggin asintió.
—Cuelga tu calcetín este año, Wiggin, y te pondrán algo dentro.
—Carbón —dijo Crazy Tom, el británico.
—No sé qué será todavía —murmuró Dink—, pero estará allí.
—Pero no será de ellos —dijo Wiggin.
—No, no lo será —respondió Dink—. Será de Santa Claus. —Sonrió.
Wiggin sacudió la cabeza.
—No lo hagas, Dink. No merece la pena por los problemas que causará.
—¿Qué problemas? Elevará la moral.
—Estamos aquí para estudiar la guerra —recordó Wiggin.
Zeck susurró:
—No estudiéis la guerra nunca más.
—¿Sigues ahí, Zeck? —preguntó Dink, dándole adrede la espalda—. Estamos aquí para construir un ejército, Wiggin. Un grupo de personas que trabajen juntos, como un solo hombre. No únicamente un puñado de crios fastidiados por unos profesores que creen que pueden borrar mil años de historia y cultura humanas dictando unas normas.
Wiggin apartó la mirada y dijo, con tristeza:
—Haz lo que quieras, Dink.
—Siempre lo hago.
—El único regalo que Dios respeta —añadió Zeck— es un corazón roto y un espíritu contrito.
Un montón de niños gruñeron, pero Dink le dirigió a Zeck una última mirada.
—¿Y cuándo has estado tú contrito alguna vez?
—La contrición es un regalo que hago a Dios, no a ti.
Sólo entonces se marchó Zeck, de regreso a su cama, donde la curvatura del barracón lo ocultaba.