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Víspera de Sinterklaas

Dink Meeker vio cómo Ender Wiggin entraba por la puerta de los barracones de la Escuadra Rata. Como de costumbre, Rosen estaba cerca de la entrada, y de inmediato pronunció el rutinario sonsonete de «Yo, Rose el Narizotas, niño judío extraordinario». Rosen se identificaba de este modo con la reputación militar de Israel, a pesar de no ser israelí ni tampoco un comandante de las últimas promociones.

Tampoco era malo, pues la Escuadra Rata iba segunda en los rankings. ¿Pero cuánto de eso se debía a Rose, y cuánto al hecho de que Rosen confiaba en el batallón de Dink, que éste había entrenado?

Dink era mejor comandante, y lo sabía: le habían ofrecido la Escuadra Rata y Rosen sólo la obtuvo cuando Dink rechazó el ascenso. Nadie, naturalmente, conocía ese detalle, pero Dink y el coronel Graff y algunos profesores podían llegar a saberlo. No había ningún motivo para sacarlo a relucir, porque esa información sólo serviría para debilitar a Rosen y presentar a Dink como un fanfarrón o un necio, dependiendo de si la gente le creía o no. Así que no decía nada. Se trataba del show de Rosen. Del que él debería escribir el guión.

—¿Es éste el gran Ender Wiggin? —preguntó Flip. Su nombre era la abreviatura de Filippus, y, como Dink, era holandés. También era muy joven y aún tenía que demostrar algo impresionante. A un niño pequeño como Flip le debía amargar que Ender Wiggin hubiera llegado a la Escuela de Batalla antes de tiempo y, además, hubiera alcanzado unas calificaciones tan brillantes casi al mismo tiempo.

—Te dijo que es número uno porque su comandante no le dejó disparar su arma —dijo Dink—. Así que, cuando por fin lo hizo (desobedeciendo a su comandante, debo añadir), consiguió esa increíble calificación respecto al número de muertos. Es una porquería cómo llevan las estadísticas.

—Vale —dijo Flip—, si Ender es tan poca cosa, ¿por qué te molestaste en tenerlo en tu batallón?

Alguien había oído a Dink pedir a Rosen que incorporara a Ender a su batallón, y la voz se había corrido.

—Porque necesito a alguien mucho más pequeño que tú —dijo Dink.

—Y lo has estado observando. Te he visto. Observando.

Era fácil olvidar a veces que todos los niños que estaban allí eran brillantes. Observadores. Memoria clara y gran habilidad analítica. Incluso los que eran todavía demasiado tímidos para haber hecho nada en la vida. No era un buen sitio para hacer algo subrepticio.

—E —dijo Dink—. Creo que tiene algo.

—¿Qué tiene que no tenga yo?

—Sabe hablar bien.

—Todo el mundo habla como yo.

—Todo el mundo es tonto. Me largo de aquí.

Momentos después, Dink dejó atrás a Rosen y Ender y salió de la habitación.

En ese momento, no quería hablar con Ender. Y es que ese niño genio probablemente recordaba la primera vez que se conocieron. En un cuarto de baño, justo después de que vistieran a Ender con el uniforme de la Escuadra Salamandra, su primer día en el juego. Dink había visto lo pequeño que era y dijo algo así como:

—Es tan pequeño que podría pasar entre mis piernas sin tocarme las pelotas.

No quería decir nada, y uno de sus amigos respondió inmediatamente:

—Porque no tienes, Dink, por eso.

Así que no podía decirse que Dink se anotara ningún punto.

Pero decirlo fue una estupidez, cosa que no resultaba censurable: se podía ser estúpido con los chicos nuevos. Pero se trataba de Ender Wiggin, y Dink sabía ahora que ese niño era algo más, algo importante, y se merecía un mejor trato. Dink quería ser el niño que supiera inmediatamente lo que representaba Ender Wiggin, pero, por el contrario, se había convertido en el idiota que había hecho una estúpida broma sobre la estatura de Ender.

¿Bajito? Ender era bajito porque era joven. Era digno de prestigio que le trajeran a la Escuela de Batalla un año antes que a los demás niños. Y luego fue ascendido a la Escuadra Salamandra mientras el resto de su equipo de salto seguía practicando el entrenamiento básico. Así que era realmente pequeño. Y por tanto, bajito. ¿Qué clase de idiota se burlaría de un niño por ser más listo que los demás?

Oh, trágatela, se dijo. ¿Qué importa lo que Wiggin piense de ti? Tu trabajo es entrenarlo. Compensar las semanas que desperdició en la estúpida Escuadra Salamandra de Bonzo Madrid y ayudar a ese niño a convertirse en lo que se supone que se ha de convertir.

No es que Wiggin hubiera perdido realmente el tiempo. Había estado dirigiendo ejercicios de prácticas para los novatos y otros inútiles durante su tiempo libre, y Dink había ido a ver cómo lo hacía. Wiggin presentaba cosas nuevas: movimientos que Dink nunca había visto antes. Tenían posibilidades, así que Dink iba a usar esas técnicas en su batallón. Le daría a Wiggin la oportunidad de ver sus ideas en el contexto de un combate, en la Sala de Batalla.

No soy Bonzo. No soy Rosen. Tener a mis órdenes a un soldado que es mejor que yo, más listo, más inventivo, no me amenaza. Aprendo de todos. Ayudo a todos. Es la única forma en que puedo ser rebelde en este lugar: nos eligen por nuestra ambición y nos instan a ser competitivos. Así que no compito. Coopero.

Dink estaba sentado en la sala de juegos, viendo a los otros jugadores (había vencido en todos los juegos de la sala, así que no le quedaba nada que demostrar), cuando Wiggin lo encontró. En lo que respecta al primer chiste tonto que Dink hizo sobre su estatura, Wiggin hizo ver que no lo recordaba. Dink, por su parte, le hizo saber qué reglas y órdenes de Rosen tenía que obedecer, y cuáles no. También le indicó que Dink no se entrenaría en juegos de poder con él: le iba a meter en los combates desde el principio, impulsándole, dándole la oportunidad de aprender y crecer.

Wiggin comprendió claramente lo que Dink estaba haciendo por él y se marchó satisfecho. Esa es mi contribución a la supervivencia de la raza humana, pensó Dink. No soy de la materia de la que están hechos los grandes comandantes, pero reconozco a un gran comandante cuando le veo, y puedo ayudar a prepararlo. Con eso me basta. Puedo coger esta escuela estúpida e ineficaz y conseguir algo que pueda ayudarnos a ganar esta guerra. Algo real.

No esta estúpida farsa. ¡Escuela de Batalla! Eran juegos infantiles pero diseñados por adultos para manipular a niños. Pero ¿qué tenía eso que ver con la guerra de verdad? Se llega a lo más alto de las puntuaciones, se derrota a todo el mundo, ¿y luego qué? ¿Matas a algún insector? ¿Se salva una vida humana? No. Se va a la siguiente escuela y se empieza de nuevo como si nada hubiera ocurrido. ¿Había alguna prueba que demostrara que la Escuela de Batalla servía para algo?

Es cierto que los graduados acababan ocupando importantes puestos en la flota, pero claro, para empezar, la Escuela de Batalla sólo admite a niños que son brillantes, y cuenta de este modo con material de primera. ¿Había alguna prueba de que la Escuela de Batalla creara alguna diferencia?

Me podría encontrar en casa, en Holanda, caminando junto al mar del Norte. Viendo cómo las olas golpean contra la orilla, tratando de cubrir y destruir los diques, las islas, y de cubrir la tierra del océano, como solía ser antes de que los humanos comenzaran su estúpido experimento de terraformación.

Dink recordaba haber leído (allá en la Tierra, cuando podía leer lo que quería) la tonta pretensión de que la Gran Muralla de China era la única creación humana que podía observarse desde el espacio. Esa pretensión ni siquiera era cierta, al menos no desde órbita geosincrónica o superior. La muralla ni siquiera proyectaba una sombra que pudiera ser vista.

No, la creación humana que podía observarse desde el espacio, que aparecía en imagen tras imagen sin causar ningún comentario, era Holanda. En sus orígenes, se debería tratar de un simple grupo de islas rodeadas de agua salada, pero, dado que los holandeses construyeron diques, bombearon toda el agua y purificaron el suelo, pasó a ser un área terrestre. Un área verde y exuberante, visible desde el espacio.

Pero nadie lo reconocía como una creación humana. Era sólo un área terrestre. Un lugar donde se cultivaban plantas, se alimentaba a las vacas y había casas y carreteras, igual que en cualquier otro lugar de la Tierra. Pero lo hicimos nosotros. Nosotros, los holandeses. Y cuando los niveles del mar se elevaron, levantamos diques más altos y los hicimos más gruesos y más fuertes, y nadie pensó: guau, mirad a los holandeses, han hecho la creación humana más grande de la Tierra, y siguen haciéndola, mil años más tarde.

Podría haberme quedado en casa, en Holanda, hasta que estuvieran preparados para encargarme que hiciera algo real. Tan real como la tierra tras los diques.

El tiempo de ocio se acabó. Dink fue a practicar. Luego comió con el resto de la Escuadra Rata, siguiendo el ritual de fingir que toda su comida era de rata. Dink advirtió cómo Wiggin observaba y parecía disfrutar del juego, pero no participaba. Se quedaba aparte, observando.

Eso es algo más que tenemos en común.

¿Algo más? ¿Por qué había pensado en esos términos? ¿Qué era lo primero que tenía en común, que hacía que permanecer apartado significara algo más?

Oh, es cierto. Casi lo olvidaba. Somos los niños más listos de la escuela.

Dink se rio en silencio de sí mismo con perfecto desdén. Cierto, no soy competitivo. Sé que no soy el mejor pero, sin siquiera pensarlo, asumo por tanto que soy el segundo mejor. Qué capullo.

Dink fue a la biblioteca y estudió un rato. Esperaba que Petra se le acercara, pero no lo hizo. En vez de hablar con ella (era la única alumna que conocía con la que compartía su desprecio por el sistema), terminó sus tareas. Eran de la asignatura de Historia, así que importaba que lo hiciera bien.

Volvió a los barracones un poco temprano. Pensó en echarse a dormir. O tal vez en jugar con su consola. O a lo mejor había alguien a quien le apetecía charlar, y así Dink tendría un poco de conversación. Nada de planes. Se negaba a preocuparse.

Flip también estaba allí, desnudándose para acostarse. Pero en vez de meter los zapatos en la taquilla con el resto de su uniforme, su traje refulgente y las pocas otras posesiones que un niño podía tener en la Escuela de Batalla, puso los zapatos en el suelo, cerca del pie de la cama, con las puntas hacia afuera.

Había algo familiar en aquello.

Flip lo miró, sonrió tímidamente y puso los ojos en blanco. Se metió entonces en la cama y empezó a leer algo en su consola, concentrándose en lo que debía ser una tarea, porque de vez en cuando pasaba un dedo por una sección del texto para ampliarlo.

Los zapatos. Era 5 de diciembre. Era la víspera de la festividad de Sinterklaas. Y Flip era holandés, así que por supuesto había colocado los zapatos.

Esa noche, Sinterklaas, Sint Nikolaas, santo patrón de la infancia, vendría desde su hogar en España, con Black Peter cargando un saco de regalos, y pondría el oído en el hueco de las chimeneas de las casas de toda Holanda, para comprobar si los niños se peleaban o eran desobedientes. Si los niños eran buenos, Sint Nikolaas llamaría a la puerta y, en cuanto le abrieran, lanzaría caramelos. Los niños saldrían corriendo por la puerta y encontrarían regalos en cestas… o en sus zapatos, que habrían dejado junto a la puerta principal.

Y Flip había dejado sus zapatos la víspera de Sinterklaas.

Por algún motivo, los ojos de Dink se llenaron de lágrimas. Una estupidez. Echaba de menos su casa, la casa de su padre cerca de la playa. Pero Sinterklaas era una fiesta para niños pequeños, no para él. No para un niño de la Escuela de Batalla.

Sin embargo la Escuela de Batalla no significa nada para mí. Debería estar en casa. Y si estuviera en casa, estaría ayudando a celebrar el día de Sinterklaas para los niños más pequeños. Si hubiera niños más pequeños en nuestra casa.

Sin tenerlo del todo claro, Dink sacó su consola y empezó a escribir.

Sus zapatos criando moho esperarán sin un regalo de Sinterklaas pues cuando un soldado no puede cruzar la sala de batalla sin una pérdida entonces por qué Sinterklaas equipará a un niño que no sabe volar sino que se arrastra como un goterón de lluvia en un cristal, y no como una nave que vuela por el espacio. Es Flip, claro está.

No era un gran poema, desde luego, pero los poemas de Sinterklaas acostumbraban a burlarse del destinatario del regalo sin pretender ofenderlo. Cuanto más tonto era el poema, más se reía de quien ofrecía el regalo, sin pretender conseguir ninguna rima. Flip seguía siendo objeto de burlas, pues la primera vez que fue asignado a la Escuadra Rata ejecutó un par de malos saltos desde la pared de la Sala de Batalla y acabó flotando como una pluma y convirtiéndose en un blanco perfecto para el enemigo.

Dink habría escrito el verso en holandés, pero era un idioma moribundo, y no sabía si lo hablaba lo bastante bien como para escribir poesía. Tampoco estaba seguro de que Flip pudiera leer un poema en holandés, y más si había alguna palabra rara. Holanda estaba cerca de Inglaterra. La Escuela de Batalla había hecho que Holanda fuera bilingüe; la Comunidad Europea había convertido a los holandeses prácticamente en anglófonos.

El poema estaba terminado, pero no había manera de imprimirlo desde la consola. Pero la noche era joven. Dink puso el poema en la cola de impresión y se levantó de la cama para deambular por los pasillos, con la consola bajo el brazo. Recogería el poema antes de que la sala de impresión cerrara, y también buscaría algo que pudiera servir de regalo.

Al final no encontró ningún regalo, pero añadió dos versos al poema.

Si piensas que Piet un regalo hoy te hará

en la bandeja del desayuno lo encontrarás.

No es que hubiera muchas cosas disponibles para los niños de la Escuela de Batalla. Sus únicos juegos estaban en sus consolas o en la sala de juegos; su único deporte estaba en la Sala de Batalla. Consolas y uniformes: ¿qué otra cosa necesitaban?

Este trocito de papel, pensó Dink. Es todo lo que tendrá por la mañana.

Había oscurecido en los barracones, y la mayoría de los niños dormían, aunque unos cuantos aún trabajaban con sus consolas o jugaban a algún juego estúpido. ¿No sabían que los profesores hacían análisis psicológicos suyos basándose en lo que jugaban? Tal vez no les importaba. A Dink a veces tampoco le quitaba el sueño, y jugaba. Pero no esa noche. Esa noche estaba deprimido. Y ni siquiera sabía por qué.

Sí que lo sabía. Flip iba a recibir algo de Sinterklaas… y él no. Debería recibir un regalo. Su padre siempre se aseguraba de que recibiera algo del saco de Black Piet. Dink habría rebuscado por toda la casa la mañana de Sinterklaas hasta encontrarlo por fin en algún perverso escondite.

Siento nostalgia de mi casa. Eso es todo. ¿No era lo que le había dicho aquel estúpido consejero? ¿Sientes nostalgia de casa? Supérala. Los otros chicos lo hacen, dijo el consejero.

Pero no es verdad, pensó Dink. Sólo lo ocultan. A los demás, a sí mismos.

Lo notable de Flip era que esa noche no lo ocultaba.

Flip ya se había dormido. Dink dobló el papel y lo metió en uno de sus zapatos.

Niño estúpido y avaricioso. Mira que dejar los dos zapatos.

Pero naturalmente, eso no era todo. Si hubiera dejado sólo un zapato, habría sido prueba suficiente de lo que estaba haciendo. Alguien podría haberlo deducido y entonces se habrían burlado implacablemente de Flip por ser tan infantil y por añorar tanto su casa. Así que… los dos zapatos. Y podría negarlo todo. No se trataba del día de Sinterklaas, sino es que se había olvidado los zapatos a la vera de la cama.

Dink se metió en su cama y permaneció allí tendido durante un rato, invadido por una tristeza profunda e inexplicable. En realidad, no tenía nostalgia de su casa. Pensaba en que ya no era un niño, sino el que ayudaba a Sinterklaas a hacer su trabajo. Naturalmente, el viejo santo no podría desplazarse desde España hasta la Escuela de Batalla, debido al vehículo que utilizaba. Alguien tenía que ayudarlo.

Dink no estaba actuando como un niño, sino como un padre. Nunca más volvería a ser niño.