El calcetín de Ender
Peter Wiggin tenía que haber pasado el día en la Biblioteca Pública de Greensboro, preparando un trabajo, pero había perdido el interés en el proyecto. Faltaban dos días para Navidad, una festividad que siempre lo deprimía.
—No me hagáis ningún regalo —había dicho a sus padres el año anterior—. Poned el dinero en un fondo de pensiones y dádmelo cuando me gradúe.
—La Navidad impulsa la economía americana —respondió su padre—. Tenemos que contribuir a ello.
—No eres tú quien tiene que decir lo que los demás te regalen o dejen de hacerlo —añadió la madre—. Invierte tu dinero y no nos hagas regalos.
—Como si eso fuera posible —contestó Peter.
—De todas maneras, no nos gustan tus regalos —dijo Valentine—, así que bien podrías hacer lo que dice tu madre.
Peter se sintió molesto.
—¡No hay nada malo en mis regalos! Hablas como si os regalara tiritas usadas o algo por el estilo.
—Tus regalos siempre parece que son lo más barato que había en el escaparate y, además, parece que decides a quién se los das cuando llegas a casa.
La frase de Valentine retrataba exactamente el proceso que Peter seguía.
—Vamos, Valentine —dijo Peter—. Y luego todo el mundo dice que tú eres la simpática.
—¿Es que no podéis dejar de discutir? —preguntó la madre con tristeza.
—Paz en la Tierra, buena voluntad a todos los mocosos —respondió Peter.
Eso sucedió el año anterior. Ese año, las inversiones de Peter (anónimas, por supuesto, ya que todavía era menor de edad) iban muy bien, pues había vendido suficientes acciones para poder pagar algunos regalos bonitos para la familia. Nadie iba a decir que hubiera ocurrido nada malo con la cosecha de ese año. Pero no podía gastar mucho, ya que su padre empezaría a sentir demasiada curiosidad por la procedencia del dinero de Peter.
Había terminado las compras de Navidad. No iba a hacer un ejercicio sobre aquel tema, y no estaba dispuesto a empezar a investigar otro. No había nada que hacer en esa ciudad miserable más que irse a casa.
Por eso entró en el salón y se encontró a su madre llorando ante nada menos que un calcetín de Navidad.
—No te preocupes, mamá. Has sido buena. Este año no habrá carbón.
Ella le dirigió una risita de cortesía y guardó rápidamente el calcetín en la caja. Sólo entonces se dio cuenta Peter de a quién pertenecía.
—Mamá —dijo, sin poder disimular el tono de frustración y reproche en su voz. Porque Ender no estaba muerto si no en la Escuela de Batalla.
La madre se levantó de la silla y se dirigió a la cocina.
—Mamá, él está bien.
Ella se volvió, lo miró fijamente con ojos como brasas, aunque su voz era suave.
—Oh… ¿has recibido una carta suya? ¿Una llamada telefónica? ¿Un informe secreto de los administradores de la escuela que no proporcionaron a sus padres?
—No —contestó Peter, todavía incapaz de apartar la impaciencia de su voz.
Su madre contestó ácidamente.
—Entonces no sabes de lo que estás hablando, ¿verdad?
A Peter le dolió el desdén en su tono.
—¿Y acariciar ese calcetín y llorar se supone que va a mejorar las cosas?
—Eres incorregible, Peter —aseveró ella, abriéndose paso.
El la siguió a la cocina.
—Apuesto a que cuelgan calcetines en la Escuela de Batalla y los llenan de diminutas naves espaciales de juguete que hacen soniditos de disparo.
—Estoy segura de que los estudiantes musulmanes e hindúes agradecerán recibir calcetines de Navidad —dijo la madre.
—Hagan lo que hagan, madre, Ender no va a echarnos de menos en Navidad.
—Que no nos eches de menos no significa que él vaya a ser como tú.
Peter puso los ojos en blanco.
—Claro que os echaría de menos.
La madre no dijo nada.
—Soy un chico absolutamente normal. Igual que Ender. Le va bien. Se está adaptando. La gente se adapta. A todo.
Ella se volvió despacio, extendió la mano, le tocó el pecho, y luego enganchó un dedo en el cuello de la camisa y lo atrajo.
—No te adaptas nunca a perder un hijo —susurró.
—No está muerto —dijo Peter.
—Es exactamente como si lo estuviera. Nunca volveré a ver al niño que marchó de aquí. Nunca lo veré a los siete o a los nueve o a los once años. No tendré ningún recuerdo de él a esas edades, sólo los que pueda imaginar. Es lo que les pasa a los padres de los niños muertos. Así que, a menos que sepas algo de lo que estás hablando, Peter… de sentimientos humanos, por ejemplo, ¿por qué no te callas?
—Feliz Navidad también a ti —dijo Peter, y salió de la habitación.
Su dormitorio le pareció raro. Extraño. Desnudo. No había nada en él que expresara su personalidad. Se debía a una decisión consciente por su parte: cualquier detalle que pusiera a la vista daría ventaja a Valentine en su interminable pugna. Pero en ese momento, con la acusación de inhumanidad por parte de su madre todavía resonándole en los oídos, el dormitorio le parecía tan estéril que odió a la persona que había elegido vivir en él.
Así que volvió al salón, rebuscó en la caja de los calcetines de Navidad y los sacó todos. Su madre había bordado sus nombres y un dibujito icónico en cada calcetín. El suyo era una nave espacial. El de Ender, una locomotora a vapor. Pero era Escuadra, el pequeño cabroncete, el que estaba en el espacio, mientras que Peter estaba atrapado en tierra con las locomotoras.
Peter metió la mano en el calcetín de Ender y lo hizo hablar como si fuera un títere.
—Soy el mejor hijo de mamá y he sido muy bueno.
Había algo en el fondo del calcetín. Rebuscó, lo encontró, lo sacó. Era una moneda de cinco dólares, un níquel, como la gente lo llamaba, aunque tenía cien veces más el valor de aquella otra moneda largamente en desuso.
—¿Así que ahora te ha dado por robar cosas de los calcetines de los demás? —dijo su madre desde la puerta.
Peter se sintió tan avergonzado como si lo hubieran pillado en un delito de verdad.
—El calcetín pesaba —dijo—. Estaba mirando qué era.
—Fuera lo que fuese, no es tuyo —dijo la madre alegremente.
—No iba a quedármelo —dijo Peter, aunque por supuesto habría hecho exactamente eso, con la excusa de que había sido olvidado y nunca lo echarían de menos.
Pero era el calcetín con el que ella había estado llorando. Su madre sabía perfectamente bien que el níquel estaba en su interior.
—Sigues metiéndole cosas en el calcetín todos los años —dijo él, incrédulo.
—Santa llena los calcetines —contestó la madre—. No tiene nada que ver conmigo.
Peter sacudió la cabeza.
—Oh, madre.
—No tiene nada que ver contigo. Ocúpate de tus asuntos.
—Esto es morboso —dijo Peter—. Llorar por tu niño-héroe como si estuviera muerto. Está bien. No va a morir, está en la escuela más estéril y más supervisada del universo y, cuando gane la guerra, volverá a casa entre aplausos y confeti y te dará un gran abrazo.
—Devuelve los cinco dólares —dijo lo madre.
—Lo haré.
—Te estoy observando.
Eso le dolió.
—¿No te fías de mí, madre? —preguntó Peter. Hablaba con tono agraviado pero también sarcástico, para ocultar el hecho de que estaba dolido de verdad.
—No en lo que se refiere a Ender —dijo la madre—. Ni, ya puestos, a mí. La moneda es de Ender. No debería tener las huellas de nadie más que las suyas.
—Y las de Santa —dijo Peter.
—Y las de Santa.
Volvió a meter la moneda en el calcetín.
—Ahora guárdalo.
—Te das cuenta de que estás haciendo más y más tentador prenderle fuego a esto —dijo Peter.
—Y te preguntas por qué no me fío de ti.
—Y tú te preguntas por qué soy hostil y de poco fiar.
—¿No te hace sentirte un poquitín incómodo tener que esperar a que esté segura de que no vas a estar en casa antes de permitirme echar de menos a mi hijo pequeño?
—Puedes hacer lo que quieras, madre, cuando quieras. Eres una adulta. Los adultos tienen todo el dinero y toda la libertad.
—Eres el niño listo más estúpido del mundo.
—Una vez más, y sólo como referencia, por favor, toma nota de todos los motivos que tengo para sentirme querido y respetado en mi propia familia.
—Lo he dicho de la manera más amable y afectuosa.
—Estoy seguro de que sí, mami —dijo Peter, y guardó el calcetín en la caja.
La madre se acercó cuando empezaba a levantarse del sillón. Lo empujó hacia atrás, y luego metió la mano en la caja y sacó el calcetín de Ender. Buscó dentro.
Peter sacó la moneda del bolsillo de su camisa y se la entregó.
—Merecía la pena intentarlo, ¿no te parece?
—¿Sigues siendo tan envidioso de tu hermano que tienes que codiciar todo lo que es suyo?
—Son cinco pavos —dijo Peter—, y él no los va a gastar. Iba a invertirlos para que ganara unos buenos intereses, antes de que vuelva a casa dentro de, oh, pongamos seis u ocho años, o lo que sea.
La madre se inclinó y le besó la frente.
—El cielo sabe por qué sigo queriéndote.
Luego metió la moneda en el calcetín, metió el calcetín en la caja, le dio una palmada a Peter en la mano y sacó la caja de la habitación.
El dorso de la mano de Peter le dolía por el palmetazo, pero era donde sus labios habían tocado su frente donde su piel cosquilleaba más.