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San Nick

Zeck Morgan estaba sentado atentamente en la primera fila del pequeño santuario de la Iglesia del Cristo Puro, en Eden, Carolina del Norte. No se movía, aunque notaba dos picores, uno en el pie y otro en la ceja. Sabía que el picor de la ceja era debido a una mosca que se había posado allí. El picor del pie también, probablemente, aunque no miró a ver si había algo arrastrándose por allí.

No miró por las ventanas la nieve que caía. No dio un vistazo a derecha y a izquierda, ni siquiera para dirigir una mirada de reproche a los padres del bebé llorón de la fila de atrás: debían ser los demás quienes juzgaran si era más importante para los padres quedarse y escuchar el sermón, o marcharse y preservar la tranquilidad del encuentro.

Zeck era el hijo del ministro, y sabía cuál era su deber.

El reverendo Habit Morgan se encontraba en el pequeño púlpito, en realidad un viejo atril para diccionarios comprado en los saldos de una biblioteca. Sin duda el diccionario que una vez estuvo posado allí había sido sustituido por un ordenador, un signo más de la degradación de la raza humana, para adorar al Falso Dios del Rayo Domado.

—Creen que porque han atraído al rayo del cielo y lo han contenido en sus máquinas son ahora dioses, o amigos de los dioses. ¿No saben que lo único que se escribe con el rayo es el fuego? ¡Sí, yo os lo digo, es el fuego del infierno, y los dioses con quienes tratan son demonios!

Había sido uno de los mejores sermones de su padre. Lo dio cuando Zeck tenía tres años, pero Zeck no había olvidado ni una palabra. Zeck no olvidaba ni una palabra de nada. En cuanto sabía cuáles eran las palabras, las recordaba.

Pero no le había dicho a su padre que recordaba. Porque cuando su madre se dio cuenta de que podía repetir sermones enteros, palabra por palabra, le dijo, muy tranquila pero muy intensamente:

—Es un gran don que Dios te ha dado, Zeck. Pero no se lo debes mostrar a nadie, porque podrían pensar que procede de Satán.

—¿Sí? —preguntó Zeck—. ¿Proviene de Satán?

—Satán no otorga buenos dones —contestó su madre—. Así que viene de Dios.

—Entonces, ¿por qué iba a pensar nadie que procede de Satán?

Ella frunció el ceño, aunque sus labios conservaron la sonrisa. Sus labios siempre sonreían cuando sabía que alguien la estaba mirando. Era su deber como esposa del ministro demostrar que la pura fe cristiana le hacía feliz.

—Algunas personas se esfuerzan tanto en buscar a Satán —dijo por fin— que lo ven incluso cuando no está.

Naturalmente, Zeck recordaba esa conversación, palabra por palabra. La tenía en mente cuando tenía cuatro años y su padre dijo:

—Hay quienes dicen que una cosa procede de Dios, cuando en realidad es del diablo.

—¿Por qué, padre?

—Porque los engaña su propio deseo —contestó su padre—. Desearían que el mundo fuera un lugar mejor, de modo que defienden que aquello que está contaminado es puro, para no tener que temerlo.

Desde entonces, Zeck se había mantenido en equilibrio entre estas dos conversaciones, pues sabía que su madre le advertía sobre su padre, y su padre le advertía sobre su madre.

Era imposible elegir entre ambos. No quería elegir.

Sin embargo… nunca permitió que su padre juzgara su memoria como perfecta. Aunque no era del todo mentira. Si su padre le pedía alguna vez que repitiera una conversación, un sermón o cualquier cosa, Zeck estaba dispuesto a hacerlo, y sinceramente, demostraría que se sabía palabra por palabra. Pero su padre no pedía nada a nadie, excepto a Dios.

Cosa que acababa de hacer. Allí, de pie en el púlpito, mirando a la congregación, dijo:

—¿Y Santa Claus? ¡San Nick! ¿Es lo mismo que el «Viejo Nick»? ¿Tiene algo que ver con Cristo? ¿Es pura nuestra adoración, cuando tenemos a ese «Viejo San Nick» en nuestros corazones? ¿Es realmente alegre? ¿Se ríe porque sabe que conduce a nuestros hijos al infierno?

Miró a la congregación como si esperara una respuesta. Y finalmente alguien dio la única respuesta adecuada en ese punto del sermón:

—Hermano Habit, no lo sabemos. ¿Quieres preguntarle a Dios y contarnos qué dice?

Y entonces su padre rugió:

—¡Dios de los cielos! ¡Tú conoces nuestra pregunta! ¡Nosotros, tus hijos, te pedimos pan, oh, Padre! ¡No nos des una piedra!

Entonces se agarró al púlpito (al atril para diccionarios, que tembló bajo su mano) y continuó mirando hacia arriba. Zeck sabía que, cuando su padre miraba hacia arriba de esa forma, no veía las vigas ni el techo. Estaba contemplando el cielo, exigiendo que todos aquellos ángeles volátiles se apartaran de su camino para que, con su mirada penetrante, pudiera conectar con Dios y exigirle su atención, porque estaba en su derecho. Pedid y se os dará, había prometido Dios. ¡Llamad y se os abrirán las puertas! Habit Morgan llamaba y pedía, y es que había llegado la hora de que Dios abriese las puertas y diera. Dios no podía faltar a su palabra… al menos cuando Habit Morgan le reclamaba.

Pero Dios marcaba su propio ritmo. Y por eso Zeck estaba allí sentado en primera fila, con su madre y sus tres hermanas menores a su lado, todos sentados en asientos tan débiles que mostraban el menor signo de movimiento. Las otras tres niñas eran pequeñas, y sus movimientos eran perdonados. Zeck estaba decidido a ser puro, y su temblorosa silla podía haber estado hecha de piedra por el movimiento que hacía.

Cuando su padre contemplaba el cielo tanto tiempo era una prueba. Tal vez la hacía Dios, o tal vez su padre ya había recibido su respuesta (quizá la noche antes, cuando estaba escribiendo su sermón), y entonces la prueba era para él. Fuera como fuese, Zeck pasaría esta prueba y pasaría todas las pruebas que se le presentasen.

Los largos minutos se arrastraron. Un picor desaparecía sólo para ser sustituido por otro. Su padre seguía mirando al cielo. Zeck ignoró el sudor que le caía por el cuello. Y tras él, en alguna parte entre los setenta y tres miembros de la congregación que habían venido hoy (Zeck no los había contado, sólo los había mirado, pero como de costumbre supo de inmediato cuántos eran), alguien se agitó en su asiento. Alguien tosió. Era el momento que su padre (o Dios) habían estado esperando.

La voz de su padre fue sólo un susurro, pero se oyó por toda la sala.

—¿Cómo puedo oír la voz del Espíritu Santo cuando estoy rodeado de impureza?

Zeck pensó en citarle su propio sermón, pronunciado dos años atrás, cuando Zeck apenas tenía cuatro años.

—¿Creéis que Dios no es capaz de hacese escuchar, por más ruido que haya a vuestro alrededor? Si sois puros, entonces todo el tumulto del mundo es silencio comparado con la voz de Dios.

Pero Zeck sabía que con esa cita podría derivar entonces en la vara de castigo. Su padre en realidad no estaba haciendo ninguna pregunta. Estaba recalcando lo que todos sabían: que en toda esa congregación, sólo Habit Morgan era auténtico, verdaderamente puro. Por eso la respuesta de Dios se dirigía a él, sólo a él.

—¡San Nick es una máscara! —rugió su padre—. ¡San Nick es la barba falsa y la risa falsa que llevan los sirvientes beodos del Dios de la frivolidad! ¡Dionisos es su nombre! ¡Baco! ¡Jolgorio y libertinaje! ¡Codicia y avaricia son los regalos que instala en los corazones de nuestros niños! ¡Oh, Dios, sálvanos del Satán de Santa! ¡Evita la mirada maliciosa y depredadora de nuestros niños! ¡No sientes a nuestros niños en su regazo para susurrar su ansia en su corazón de piedra! ¡Es un modelo de idolatría! ¡Dios sabe qué espíritu alienta a esos ídolos y los hace reír su ho ho, con sus furcias y abominaciones y rebuznos insensatos!

Su padre estaba en buena forma. Y ahora que gritaba las palabras de Dios, caminando de un lado a otro delante del santuario, Zeck podía rascarse de algún picor ocasional, mientras mantuviera la mirada fija en el rostro de su padre.

Continuó durante una hora, contando historias de niños que ponían su fe en Santa Claus, y padres que mentían a sus hijos sobre San Nick y les decían que todas las historias de la Navidad eran mitos, incluyendo la del Cristo niño. Contó historias de niños que se volvían ateos cuando Santa no les traía los regalos que más ansiaban.

—¡Satán siempre miente! Cuando Santa pone una mentira en los labios de los padres, la semilla de esa mentira se planta en los corazones de sus hijos y, cuando esa semilla florece y da fruto, la fruta de esa mentira es la falta de fe. ¡No os merecéis la confianza de vuestros hijos cuando mentís por Satán!

Entonces su voz se redujo a un susurro.

—Viejo y alegre San Nicolás —siseó—, óyenos. No le digas a nadie lo que voy a decir —y entonces su voz tronó de nuevo—: ¡Sí, vuestros hijos susurran sus deseos secretos a Satán y él responde a sus oraciones no con los regalos que quieren y, desde luego, tampoco con la presencia de Dios Emmanuel! No, responderá a sus oraciones con las cenizas del pecado en sus bocas, con el veneno del ateísmo y la falta de fe en el plasma de su sangre. ¡Expulsará la hemoglobina y la sustituirá por la lujuria del infierno!

Y así continuó y continuó.

En la mente de Zeck, el reloj que marcaba el tiempo exacto midió los cuarenta minutos completos de sermón. Su padre nunca se repetía ni una sola vez, y sin embargo nunca se apartaba del mensaje único. El mensaje de Dios era siempre breve, decía, pero a él le hacían falta muchas palabras para traducir la sabiduría pura del lenguaje de Dios al inglés pobre que podían comprender los mortales. Y los sermones de su padre nunca se alargaban. Los concluía con exactitud a la hora convenida. No era un hombre que hablara sólo para escucharse. Hacía su trabajo y terminaba.

Al final del sermón, hubo un himno y su padre llamó entonces al viejo hermano Verlin y le dijo que Dios lo había visto ese día y que consideraba que su corazón había alcanzado la pureza indicada para rezar. Verlin se puso de pie, arrancó a llorar y apenas pudo pronunciar la oración de bendición a la congregación, pues estaba muy conmovido por haber sido elegido otra vez, desde que confesó haber vendido un coche viejo por casi el doble de su valor porque el comprador le había tentado ofreciéndole incluso más. Su pecado estaba más o menos perdonado. Era lo que significaba que el hermano Habit le llamara a rezar.

Entonces terminó. Zeck se puso de pie y corrió hacia su padre y lo abrazó, como hacía siempre, pues consideraba que cuando un sermón terminaba algo del polvo de luz del cielo debía quedar aún en las ropas de su padre. Y si Zeck podía abrazarlo con fuerza, se le podría pegar algo, y así estaba en disposición de comenzar a ser puro. Porque el cielo sabía que no era puro por ahora.

A su padre le encantaban esos momentos. Sus manos acariciaron su pelo, su hombro, su espalda. No había ninguna vara de sauce que le hiciera sangre en la camisa.

—Mira, hijo —dijo—, tenemos un extraño aquí, en la Casa del Señor.

Zeck se zafó del abrazo para mirar hacia la puerta. También los demás habían reparado en el hombre, y se lo quedaron mirando en silencio, a la espera de que Habit Morgan lo declarara amigo o enemigo. El desconocido vestía de uniforme, pero no era ningún uniforme que Zeck hubiera visto antes: no era el sheriff ni uno de sus ayudantes, ni un bombero, ni un miembro de la policía estatal.

—Bienvenido a la Iglesia del Cristo Puro —dijo su padre—. Lamento que no llegara a tiempo para el sermón.

—Lo escuché desde fuera —respondió el hombre—. No quise interrumpir.

—Entonces hizo bien, pues oyó la palabra de Dios, y sin embargo escuchó con humildad.

—¿Es usted el reverendo Habit Morgan? —preguntó el hombre.

—Lo soy —respondió su padre—, a pesar de que entre nosotros no tenemos más títulos que los de hermano y hermana. «Reverendo» sugiere que soy un ministro certificado, un contratado. Nadie más que Dios me certificó, pues sólo Dios puede enseñar Su pura doctrina, y sólo Dios puede nombrar a sus ministros. Tampoco estoy contratado, pues los siervos de Dios son todos iguales a sus ojos, y todos deben obedecer la admonición de Dios a Adán de ganarse el pan con el sudor de su frente. Trabajo en una granja. También conduzco un camión para United Parcel Service.

—Perdóneme por usar un título inadecuado —dijo el hombre—. Desde mi ignorancia sólo era una muestra de respeto.

Pero Zeck era un agudo observador de los seres humanos, y le pareció que el hombre ya sabía qué opinaba su padre del título «reverendo», y que lo había utilizado deliberadamente.

Esto estaba mal. Era ensuciar el santuario.

Zeck se plantó a unos pocos palmos del hombre.

—Si le digo la verdad ahora mismo —dijo con osadía, sin temer nada que pudiera hacerle ese hombre—, Dios le perdonará por su mentira y el santuario será purificado de nuevo.

La congregación se quedó boquiabierta. No sorprendida o desazonada: asumían que Dios hablaba a través de él en momentos como ése, aunque Zeck nunca lo proclamaba. Negaba que Dios hablara jamás a través de él y, aparte de eso, no podía controlar lo que ellos creyeran.

—¿Y qué mentira era? —preguntó el hombre, divertido.

—Lo sabe todo de nosotros —dijo Zeck—. Ha estudiado nuestras creencias. Lo ha estudiado todo acerca de mi padre. Sabe que es una ofensa llamarlo «reverendo». Lo hizo a propósito, y ahora miente al fingir que pretendía respeto.

—Tienes razón —dijo el hombre, todavía divertido—. Pero ¿qué posible diferencia puede haber?

—Para usted, debe haber significado alguna diferencia o no se habría molestado en mentir.

Su padre se había detenido tras él, y con la mano sobre su cabeza le dijo a Zeck que ya había dicho suficiente y que ahora le tocaba a él.

—De la boca de los niños —le dijo su padre al desconocido—. Ha venido a nosotros con una mentira en los labios, una mentira que incluso un niño pudo detectar. ¿Por qué está aquí, quién lo ha enviado?

—Me envía la Flota Internacional, y mi propósito es evaluar a este niño para ver si está preparado para asistir a la Escuela de Batalla.

—Somos cristianos, señor —dijo el padre. —Dios nos protege si ésa es Su voluntad. No alzaremos una mano contra nuestro enemigo.

—No estoy aquí para discutir de teología —respondió el desconocido—. He venido a cumplir con la ley. No hay ninguna excepción por la religión de los padres.

—¿Qué hay de la religión del niño?

—Los niños no tienen ninguna religión —dijo el desconocido—. Por eso los reclutamos a jóvenes, antes de que hayan sido adoctrinados en ninguna ideología.

—Para así poder adoctrinarlos en la suya.

—Exactamente.

El hombre extendió la mano hacia Zeck.

—Ven conmigo, Zechariah Morgan. Hemos emplazado el examen en la casa de tus padres.

Zeck le dio la espalda al hombre.

—No quiere hacer su examen —dijo el padre.

—Y sin embargo, lo hará, de un modo u otro —respondió el hombre.

La congregación murmuró.

El hombre de la Flota Internacional miró a su alrededor.

—Nuestra responsabilidad en la Flota Internacional es proteger a la raza humana de los invasores fórmicos. Protegemos a toda la raza humana, incluso a aquellos que no desean ser protegidos, y recurrimos a las mentes más brillantes de la raza humana y las entrenamos para que tomen el mando… incluso a aquellos que no desean ser entrenados. ¿Y si este niño fuera el más brillante de todos, el comandante que nos lleve a la victoria donde ningún otro podría tener éxito? ¿Deben morir todos los demás miembros de la raza humana sólo para que ustedes en esta congregación puedan permanecer … puros?

—Sí —dijo el padre. Y la congregación lo coreó.

—Sí. Sí. —Somos la levadura del pan —dijo el padre—. Somos la sal que debe conservar su sabor, para que la tierra entera no sea destruida. Es nuestra pureza la que persuadirá a Dios a preservar esta generación pecadora, no su violencia.

El hombre se echó a reír.

—Su pureza contra nuestra violencia.

Extendió la mano y agarró a Zeck por el cuello de la camisa y tiró de él bruscamente hacia atrás, hacia él. Antes de que nadie pudiera hacer otra cosa sino protestar a gritos, le había arrancado a Zeck la camisa y le había hecho girarse para mostrar su espalda cubierta de cicatrices, con las heridas más frescas todavía de un rojo brillante, y la más nueva de todas aún sangrando por el súbito movimiento.

—¿Y qué hay de su violencia? Nosotros no levantamos la mano contra nuestros niños.

—¿No? —dijo el padre—. Evitar la vara es malcriar al niño: Dios nos ha dicho cómo mantener puros a nuestros hijos desde el momento en que adquieren responsabilidad hasta que dominan su propia disciplina. Golpeo el cuerpo de mi hijo para enseñarle a su espíritu a abrazar el amor puro de Cristo. Ustedes le enseñarán a odiar a sus enemigos, de modo que ya no importará si su cuerpo está vivo o muerto, pues su alma estará contaminada y Dios lo escupirá por Su boca.

El hombre arrojó la camisa de Zeck a su cara.

—Vuelva a casa y nos encontrará con su hijo, haciendo lo que la ley requiere.

Zeck se zafó de la presa del hombre. Lo sujetaba con mucha fuerza, pero Zeck tenía una ventaja mayor: no importaba cuánto le doliera para librarse.

—No iré con usted —dijo.

El hombre tocó un pequeño artilugio electrónico en su cinturón e irrumpieron de inmediato por la puerta una docena de hombres armados.

—Arrestaré a tu padre —dijo el hombre de la flota— y a tu madre. Y a todos los miembros de esta congregación que se me resistan.

Su madre entonces se adelantó, abriéndose paso entre su padre y otros feligreses.

—Por lo visto no sabe nada de nosotros —dijo—. No tenemos ninguna intención de resistirnos. Cuando un romano nos pide una capa, le damos también nuestro abrigo.

Empujó a las dos niñas mayores hacia el hombre.

—Haga el examen a todos. Ponga a prueba también a la más pequeña, si puede. No habla todavía, pero estoy segura de que tienen sus métodos.

—Volveremos a por ellas, aunque las dos más pequeñas son ilegales. Pero no cuando tengan la edad.

—Podrán robar el cuerpo de nuestro hijo, pero nunca su corazón. Entrénenlo todo lo que quieran. Enséñenle lo que quieran. Su corazón es puro. Les repetirá sus palabras pero nunca, nunca las creerá. Pertenece al Cristo Puro, no a la raza humana.

Zeck permaneció inmóvil, para no poder estremecerse como su cuerpo quería. La valentía que mostraba su madre era extraña y, como siempre, arriesgada. ¿Cómo reaccionaría su padre ante esa situación? Era él quien debía hablar, actuar, proteger a la familia y a la iglesia.

Pero su padre, por supuesto, había dicho varias veces que una buena esposa es aquella que no tiene miedo de dar consejos no solicitados a su marido, y que un marido tan necio como para no oír la sabiduría de su esposa no es digno de serlo de ninguna mujer.

—Ve con ese hombre, Zeck —dijo el padre—. Y responde a todas las preguntas con sinceridad pura.