Diciembre 2000
Aparqué el coche en Mataelpino, el bello y tranquilo pueblo situado al pie de la sierra madrileña de Guadarrama, en el término de Navacerrada, dentro de la Cuenca Alta del Manzanares. Hacía frío y todo estaba cubierto de nieve, como en las postales de los paisajes del norte. Salimos Rosa, Clara Ocaña y yo, y echamos a caminar por el campo virgen entre matojos encharcados y peñas cubiertas de musgo. No había olvidado la piqueta. Nevaba abundantemente desdibujando el paisaje, pero los copos, gruesos como cerezas, caían con una extraña lentitud, como si no quisieran incomodarnos. Seguí lo indicado en el plano que me había hecho Luis Montero, hasta llegar al espacio marcado con una cruz. Miré una fotografía que mostraba el lugar, elegí la posición y cotejé ambos documentos. Ese era el punto, una zona de tierra entre afiladas peñas, como dientes de un monstruo enterrado boca arriba. Busqué los ojos de Clara.
—¿Es aquí? —dijo.
—Sí. Están ahí.
El emplazamiento no tenía ningún signo diferenciador del entorno, ninguna señal. «Un sitio en plena sierra, como otro cualquiera, donde nunca puedan hallarlos y donde no pueda construirse». Hasta allí no llegarían las urbanizaciones que ya se habían comido casi todo el campo, quitando de los pueblos el sabor de tales. Clara se quitó la bufanda, la puso en la nieve, se arrodilló sobre ella y comenzó a orar en silencio mientras las motas blancas puntuaban de plata sus cabellos. Rosa se colocó a su lado, de pie, como para no dejarla sola; pero, al cabo, se arrodilló también. Yo me retiré a un lado y miré en torno. Los abetos, cedros, pinos, enebros y arces se perseguían hasta camuflarse en la atmósfera húmeda. No se oían los pájaros pero sí el rumor de los riachuelos que descendían de la montaña. Estábamos solos. De repente cesó de nevar y oí voces cantarínas. Miré. Vi un pasillo en el tiempo, como cuando se abre una herida en la niebla para mostrar el paisaje ocultado.
—Yo quiero ser albañil, como mi padre —decía Elíseo.
—Y yo aviador, como el mío. Pilotaba un caza en la guerra —aseguró Gerardo.
—Eh, Julián —llamó Eliseo—. ¿Y tú?
El interpelado miraba algo invisible, un borrón en la nada.
—Seré carpintero y construiré un barco grande.
—¿Para qué?
—Iré a Venezuela y estaré con Luis para protegerle siempre.
Y luego empezaron a jugar, tirándose bolas de nieve y rodando por el blancor. Reían, ya niños por toda la eternidad, las risas que no pudieron tener en su niñez interrumpida, con sus rostros detenidos en las fotografías que el tiempo no borró. Y siguieron riendo y jugando hasta que poco a poco sus voces fueron apagándose. Parpadeé. De nuevo comenzó a nevar. ¿Lo imaginé o los había visto, realmente? Miré al suelo y percibí claramente huellas de pisadas en la nieve removida, desvaneciéndose lentamente bajo los copos que descendían. Momentos después la alfombra blanca quedó incólume y nunca podría comprobar si esas huellas existieron.
Clara se levantó y me invitó con los ojos. Fui al sitio y cavé un hoyo de unos cincuenta centímetros de profundidad. Ella se acercó y colocó en el fondo una cruz de oro de unos dos centímetros. La miramos un rato viendo que los copos que entraban se deshacían al tocar el metal, como si fuera de fuego. Luego cubrí el agujero, apisonando por capas con una piedra. Al final nivelé el suelo y lo igualé con nieve recogida del entorno. En poco tiempo la huella quedaría inadvertida bajo el mismo manto albo. Clara miró hacia las montañas que se emboscaban en las nubes bajas como queriendo enganchar el cielo.
—Aquí están bien —dijo—. Este es un buen lugar. Cerca de Dios.
Pronto sería Navidad, acabaría el segundo siglo de nuestro calendario y las pesetas serían desterradas para dar paso a los euros. Parecía que el mundo empezaba de nuevo. Bajamos chapoteando en la yerba cogidos de la mano.