Cuatro

Abril 1960

El hombre, en la cincuentena, alto, de buen porte, llevaba un batín sobre su cuerpo desnudo y esperaba con la excitación contenida el encuentro inminente y deseado. Con un vaso de güisqui en la mano, bebida que iba teniendo predicamento entre la gente in, aunque a él no le gustaba especialmente por su sabor a chinches, reflexionaba sobre su vida. Todo le sonreía, no había nubarrones en su horizonte, aunque no entendía qué les había pasado a sus compinches. Desaparecieron ambos sin dejar rastros. Mateo estaría en Francia, pero ¿y Rafael? ¿Qué misterio era ése? Bueno; había pasado tiempo y no iba a dejar que eso le preocupara. Convino consigo mismo que era feliz. Y tenía a Olga. Joder, qué mujer. Le costaba un buen dinero pero lo merecía. Con ella había recobrado la juventud y la virilidad adormecida. Las demás que tuvo antes no consiguieron obtener de él esas vibraciones. Con Olga todo era un goce continuo. Oyó el timbre de la puerta, lo que le extrañó. Miró la hora. No era Olga, que tenía llave. Además era pronto aún para su llegada ¿Quién podría llamar a un piso sin habitar, utilizado ocasionalmente, y a esas horas de la tarde? Miró por la mirilla. Un joven de buena presencia, distanciado lo suficiente para que se apreciara su aspecto. Abrió y otro joven, armado con una pistola, surgió por una de las jambas, encañonándole. Entraron rápidamente y lo empujaron hacia el fondo. Sintió la puerta cerrarse.

—Pase al dormitorio, siéntese en la cama y relájese. Nada de heroicidades.

El hombre hizo lo ordenado.

—Un nido de amor. ¿No le da vergüenza, un hombre tan respetable y de su posición? ¿Qué dirían su mujer e hijos? Tch, tch.

—Entran en mi casa con violencia. ¿Qué quieren?

—No es su casa. Sabemos que es un apartamento alquilado para sus encuentros amorosos con su amante de turno, que llegará —miró la hora— en media hora más o menos. Así debemos que ir rápido.

—¿Qué buscan? ¿Saben con quién están tratando?

—Sí lo sabemos, señor subdirector del Matadero.

—Director —dijo el otro—. Recuerda que lo ascendieron.

—¿Cómo saben eso?

—Llevamos varios meses siguiendo sus movimientos.

—¿Siguiéndome desde hace meses? ¿Por qué?

—Porque es usted muy importante para nosotros. En realidad, en estos momentos, lo más importante de nuestras vidas.

El hombre tomó conciencia de que la situación era inquietante. Contempló a los jóvenes. De gran parecido, quizá mellizos, de estatura aventajada y aspecto atlético, cabello negro y ojos del mismo color que lo miraban con fijeza.

—¿Tienen que seguir apuntándome con eso?

—Sí.

—Si es cuestión de dinero, yo puedo…

—No va por ahí.

—Díganos dónde podemos encontrar a Rafael Alcázar y a Mateo Morante.

—¿Qué? —El hombre se revolvió—. ¿Quiénes son ésos?

—Venga, no perdamos tiempo.

—«El tiempo es el mayor tirano del mundo» —dijo el otro.

—Sí, y «la medida del tiempo está en nosotros» —apostilló el primero, sin dejar de mirar al hombre, que había quedado en silencio—. Sabemos que esos dos desaparecieron hace un año. Hemos estado buscándolos, sin resultados.

—¿Llevan un año buscándolos?

—No sea pesado. Conteste a las preguntas en vez de repetirlas.

—El tesón, señor —añadió el otro—. ¿Sabe quién fue Diego de Ordaz?

—No, ¿quién fue?

—¿No sabe lo que hizo?

—No.

—Sigamos con lo nuestro —terció el otro—. Hable.

—Bueno, me suenan de que trabajaron en el Matadero hace tiempo.

—Muy bien. Ya ve que la verdad mejora el entendimiento. Siga.

—Sé lo mismo que ustedes.

—¿Qué sabe?

—Eso, que desaparecieron sin dejar rastro. Oigan —dijo, quitándose de la frente un inexistente sudor—, podemos arreglar esto…

—¿Le suena Roberto Fernández? —preguntó uno de los visitantes, notando que el hombre se ponía tenso—. En 1956 entregó una declaración detallada de una trama, con fechas, cifras y nombres, a un arquitecto llamado Fernando León de Tejada.

El hombre se agitó, inquieto.

—No tenía idea de ese hecho, ¿verdad? —siguió el joven.

—Ambos hombres murieron de forma trágica —añadió el otro—, al igual que años antes unos niños y dos hombres más: Andrés Pérez de Guzmán y un tal Facundo Morales. Todos de forma violenta. Lo sabe, ¿verdad?

—¿Qué…, qué tengo yo que ver con eso?

—Fernando León de Tejada era un hombre bueno. Estaba trabajando en su estudio y lo asesinaron. El que lo hizo, el hombre que usted mandó, buscó la declaración de Roberto Fernández. No la encontró aunque lo revolvió todo.

—No sé de qué me hablan —dijo el hombre, incorporándose con el miedo en el rostro. El otro joven lo inmovilizó con su peso.

—Terminemos —habló el joven anterior, mirando la hora—. ¿Dónde están Rafael y Mateo?

—¡Les juro que no lo sé! No miento.

—«La verdad es una mentira que aún no ha sido descubierta» —dijo uno.

—¿Podemos creerle?

—Qué más da. En todo caso, el tiempo se acabó. —Cruzó una señal con el otro y ambos se abalanzaron sobre el hombre, abrumándole con su peso. Mientras uno le sujetaba las manos el otro le puso una almohada en la cara. Aguantaron el pataleo y los gritos ahogados hasta que la víctima quedó quieta. Levantaron la almohada. El hombre tenía los ojos desbocados. Uno sacó un estetoscopio y lo aplicó en el pecho inmóvil.

—Está muerto —dijo.

—Bien. Rápido. Arreglémoslo de forma que a la mujer, cuando llegue, le parezca que le ha dado un ataque.

Procedieron y luego salieron con sigilo. La casa tenía portero automático, un sistema nuevo que se iba imponiendo en sustitución de los tradicionales celadores de carne y hueso. Salieron a la calle por separado, evitando encuentros con la gente. Más tarde, en su habitación, uno dijo:

—Parece que todos los asesinos recibieron su merecido.

—A no ser que algún día aparezcan Mateo y el otro.

—No aparecerán. Están muertos. La verdad del tipo era una mentira. Él los mandó matar.

—¿Tú crees?

—Es lo más probable. ¿Quién podría ser, si no?

—¿Y los cadáveres de los desaparecidos?

—Ya lo hemos hablado. Roberto sólo dice que están en las cloacas, pero no el lugar. Eso, además, no es de nuestra incumbencia. Lo que nos concernía lo hemos resuelto.

—¿Y toda la red de ladrones?

—Lo mismo. No nos interesa. No somos justicieros, sólo vengadores. Y hemos cumplido nuestra venganza. Ya somos libres.

—¿Hicimos lo correcto, hermano?

—Claro. Teníamos que matar a tres hombres. Sólo matamos a uno, al cerebro. Si hemos pecado, «Dios nos perdonará; es su oficio».

—¿Qué hacemos con la documentación de Roberto?

—Destruirla. El conservarla sólo puede traernos problemas después de lo de esta tarde. Y ahora, a lo nuestro. «La vida es una tarea a desarrollar». Desarrollemos las nuestras a partir de aquí.