Octubre 1959
Daniel se zambulló de cabeza. Profundizó más en el pozo, se revolvió y modificó la postura, colocándose cabeza arriba mientras se desabrochaba el mono y sacaba la navaja de un bolsillo del pantalón. Ajeno al dolor producido por los golpes con los salientes durante la caída, palpó la pared sin revestimiento, los ladrillos colocados de forma desigual, y eligió un lugar. Clavó una porción de hoja y se aferró a ella, procurando no moverse y notando el resplandor de la linterna de Mateo más allá de la superficie.
Nunca hubiera sospechado que los cadáveres estaban en las cloacas donde él tanto jugó. Al entrar en la cueva ya sabía, como desde el momento en que aceptó el secundar sus planes, que Mateo intentaría matarle. No era de los que dejan testigos tras de sí y aquel sitio en concreto ofrecía condiciones idóneas para su realización. Pero no tuvo elección. Fue un riesgo calculado. Si no hubiera entrado allí con el asesino, nunca habría sabido el lugar donde estaban los restos de su hermano, tantos años secreto. El plan A, consistente en que Boves les siguiera para una intervención rápida en caso necesario, hubo de ser abortado porque Mateo vigiló la ruta y él hubo de hacerle señas a su hombre con los intermitentes. Ahora, con el plan B, él estaba solo frente a su destino. Contra la potencia y ferocidad de Mateo él podría oponer agilidad y habilidad, armas que manejaba con solvencia. Pero no era la única.
Se preparaba para la acción inevitable, palpando cautelosamente la navaja ocultada, cuando oyó su llamada para que viera el pozo. Al mirar las aguas vislumbró no el oro tentador de Mateo sino su oportunidad. Ahí estaba su salvación. Presintió lo que iba a seguir y facilitó la tarea haciéndose el descuidado. El golpe esperado no lo recibió de pleno. En la breve caída llenó sus pulmones de aire. Conocía su aguante, más de cuatrocientos segundos. Sólo debía estarse quieto y contar. La luz siguió arriba. A los cuatro minutos, desapareció. Siguió contando. A los doscientos ochenta segundos volvió a notar la luz. Muy precavido el mamón. Había vuelto para comprobar. A los trescientos quince segundos desapareció de nuevo. A los cuatrocientos doce, con las sienes latiendo y helado de frío, subió con suavidad y sacó la cara a la superficie. Respiró cautamente. La oscuridad era absoluta. Amplificado por el eco de la cueva se oían débiles ruidos. Mateo en el respiradero. Permaneció sin salir hasta que todo quedó en silencio. Sacó de un calcetín la linterna de pluma y miró las paredes del pozo, procurando que el haz incidiera horizontalmente. Los ladrillos estaban con poca argamasa y había huecos suficientes para escalar. La boca estaba a unos tres metros. Apagó la linterna y la sujetó entre sus dientes, trepando con habilidad por la descarnada superficie hasta remontar el borde. Cientos de ojillos le observaban y oyó siseos y restregar de patas. Ratas. Conectó de nuevo la luz, proyectándola hacia abajo. Los roedores salieron huyendo. Estaba aterido. Se quitó las ropas y practicó unos ejercicios. Se acercó a los nichos y los palpó con suavidad. Volvería. Pero tendría que actuar rápido. Se vistió y entró en el respiradero, de cabeza. Cuando topó con la pared levantada por Mateo, apretó con cuidado. La masa estaba tierna. Sacó una rasilla y luego las demás. Descendió al conducto y amontonó el material junto a la bolsita de cemento que Mateo dejó u olvidó. La cerró y la colocó en un sitio seco porque la iba a necesitar. Caminó luego hacia donde entrara, proyectando siempre la luz hacia el piso. La boca de la alcantarilla estaba tapada. Movió la pesada piedra a un lado y millones de estrellas le dieron la bienvenida. Cogió la palanqueta que Mateo debió de haber olvidado, salió y volvió a poner la tapa en su sitio. Miró el reloj de lá torre. Las 2.35 de la madrugada. No se veía un alma en todo el largo descampado situado entre las traseras de la calle de Antonio López, el río y los puentes. Caminó hacia el coche, abrió el portaequipajes y sacó otro mono. Estaba sucio de grasa pero seco. Se desnudó y se lo puso. Condujo luego por la calle de Antonio López a la plaza de Legazpi, pasando por el puente de la Princesa. En el Mercado aún no había actividad. Demasiado temprano, pero tendría que actuar sin dilación. Llegó al hostal Legazpi y golpeó la puerta. El portero tardó en abrir. Dijo que llamara a un huésped, José Vergara. Apenas un momento después apareció Boves portando una maleta. Estaba preparado y tenía la cuenta pagada. Sin decir nada, entraron en el coche y se desplazaron a la calle de Jaime el Conquistador. En ese barrio no había serenos y el portal estaba abierto. Ni un alma por las calles. Subieron sigilosamente por la escalera, sin dar la luz. Llegaron a la puerta de la vivienda. Boves sacó una ganzúa y tras un forcejeo cuidadoso abrió la cerradura. Daniel buscó el dormitorio de Mateo, que conocía por haber estado allí. La tía dormía al fondo del pasillo. En la penumbra y con cautela Boves abrió la puerta, para echarse atrás con presteza al atisbar el palo esgrimido por el alerta Mateo. El garrote trazó un círculo. La fuerza que llevaba, al no encontrar el objeto, hizo que el agresor perdiera el equilibrio. Boves se abalanzó sobre él y le sujetó en un fuerte abrazo mientras Daniel ponía en la cara del atacado un pañuelo impregnado de cloroformo. Mateo hizo fuerza y Boves apreció que quizá no resistiría la tremenda presión del antagonista. Daniel se colocó delante de él, sujetándole la cabeza por detrás con la mano izquierda mientras que con la derecha hacía fuerza con el pañuelo anestesiante. A la luz lunar que entraba por la abierta ventana vio destellar sus ojos desmesurados. Le había reconocido, sin duda, lo que era parte del plan: que supiera quién lo atacaba. Pero era necesario también que le oyera. Tenía poco tiempo porque el somnífero haría efecto rápido. Mientras el enorme cuerpo cedía en la resistencia a la acción conjunta del anestésico y de la presión de Boves, Daniel acercó su boca a uno de los oídos de Mateo y le dijo algo. Luego volvió a mirarle segundos antes de que sus párpados se abatieran y apagaran el brillo enloquecido. Boves lo dejó caer sobre la cama y tomó un respiro, mientras Daniel, tras guardar el pañuelo en una cajita, miraba en torno. Vio una maleta y un bolso preparados. Habían llegado a tiempo. Un día después y el pájaro habría volado. Sobre la mesita había un reloj despertador, un sobre y una cartera. Daniel miró en el sobre. Estaba lleno de dinero en pesetas y dólares. En la cartera estaba la documentación y un sobre de una agencia. Lo abrió. Los billetes de tren y de barco. Cogió todo, inclusive el despertador, pero dejó el sobre con el dinero dentro del cajón de la mesita.
Vistieron al inconsciente y Boves le ató las manos a la espalda y los pies. Luego, y con gran esfuerzo, se lo cargó sobre un hombro mientras Daniel se hacía con el equipaje. Desde la puerta, miró. Todo estaba en su sitio. Bajaron a oscuras hasta el portal y se asomaron con precaución. Nadie en las cercanías. Daniel fue al coche y metió los bultos en el maletero. Luego ayudó a Boves a colocar a su prisionero en el asiento trasero. Condujo hasta la plaza de los Bebederos, bajó por el paseo del Canal, cruzó el puente de Praga y giró a la calle de Antonio López para estacionar el coche cerca del Instituto Ibys, en una callejuela cercana a la que había aparcado anteriormente. Sacaron a Mateo y lo llevaron a la misma boca de alcantarilla. Boves aplicó la palanqueta a la tapa de piedra y la sacó de su sitio. Antes de descender por el hueco, Daniel miró la hora en el reloj de la torre. Las 3.15. Boves iluminó con una linterna de amplio haz y repitieron el camino que Daniel había realizado. Más tarde, ya en la cueva, y mientras Boves maniataba y amordazaba a Mateo, Daniel fue descubriendo los nichos con la palanqueta. Había cuatro. Quitó los pedruscos con cuidado hasta que los huecos quedaron al descubierto. La luz de la potente linterna mostró huesos humanos en tres de ellos. Se asomó y luego se aupó, introduciendo sus manos. De dos de los nichos extrajo sendos esqueletos. Eran de adultos. Uno sería el del falangista honrado, Andrés, por cuyo asesinato murieron su hermano y amigos. Pero ¿y el otro? Debía de ser el del segundo hombre asesinado por Rafael, el llamado Facundo, que Mateo mencionó en el barco cuando tornaban de África. Del tercer hueco sacó tres esqueletos de menor talla: los niños. No podía distinguir a quiénes correspondían. Daniel cogió los tres cráneos menores, miró las cuencas donde habían brillado los ojos y acarició las peladas superficies, sintiéndose desfallecer. Luego guardaron todos los huesos en dos bolsas que llevaban. En uno de los nichos metieron el equipaje y bultos de Mateo, y luego lo introdujeron a él boca arriba con los pies por delante. Boves fue tapando el hueco con gran precisión, ajustando las piedras unas con otras hasta lograr un espesor de unos treinta centímetros. Finalmente rellenó las junturas con tierra húmeda y piedrecillas hasta formar una pared sólida. Sin perder tiempo subieron al respiradero y salieron al conducto lateral. Boves colocó las rasillas, ayudado por el cemento de la bolsita, hasta dejar la superficie relativamente plana. Luego salieron por la boca de alcantarilla y la cerraron, eliminando las huellas en lo posible. Cuando se introdujeron en el coche, el reloj de la torre señalaba las 4.10. A partir de ahí tendrían muchas cosas que hacer. La más importante: elegir un sitio especial para depositar los entrañables huesos; un lugar donde se fundieran con la perennidad. Y más tarde, por fin, él podría caminar hacia…