Catorce

El día amaneció igual, como si el mundo se acabara de estrenar y todo fuera nuevo y el tiempo se hubiera detenido. Un sol desmesurado se personó con la intención de acompañarnos. La barca era espaciosa y viajamos todos excepto Esmeralda, que prefirió quedarse para tener organizada la comida a nuestra vuelta. Salimos hacia el norte y bordeamos Manzanillo, derrotando hacia el oeste hasta el Parque Nacional de Restinga, con su playa blanca de veinte kilómetros, parece que la mejor de toda la isla: una manga de tierra que limita una laguna alargada donde los espesos manglares dan cobijo a flamencos, garzas, pelícanos y fragatas. Los vimos picar como Stukas, incansables en la pesca del abundante alimento marino. En lugar de arena, el suelo está cubierto de polvo de conchas marinas, donde el sol se refugia para pintarlo de una luz mágica. Anclamos la lancha y nos bañamos un rato. Luego navegamos por los laberínticos canales abiertos entre los manglares. Ver las familias de ostras aferradas a las raíces de los mangles fue una experiencia inédita. Contorneamos la península de Macanao, «la otra isla», una gran superficie árida, casi despoblada y plagada de cactus, con pequeños asentamientos de pescadores donde el tiempo parece no existir. Llegamos hasta Punta Arenas y dimos la vuelta para evitar el tránsito marítimo proveniente de la Venezuela continental. Cuando volvimos a la casa, horas después, la larga compañía había rejuvenecido el gesto de los hombres, encandilados todo el tiempo con Rosa. Para cuando nos pusimos a comer en el sombreado porche parecía haber entre nosotros una larga amistad, tan distendidos y alegres se mostraban ellos. Un cambio tan profundo en menos de veinticuatro horas sugería algo milagroso. No se había vuelto a mencionar el tema que nos había llevado hasta allí. Pero en la sobremesa, Luis habló, como si acabara de interrumpir la narración de la noche anterior.

—Para poder entender lo que ocurrió hay que analizar el contexto en que se hallaba España en los primeros cuarenta. Un país devastado, empobrecido tras treinta y tres meses de guerra, sin recursos para neutralizar en poco tiempo tal calamidad. Una sociedad fracturada, polarizada en vencedores y vencidos; escasez de viviendas, que devino en chabolismo; población desnutrida y mal atendida sanitariamente, con más de dos mil muertos al año por tuberculosis en Madrid… La economía caída a límites de vergüenza. Si durante el reinado de Alfonso XIII y la Segunda República la hambruna era algo secular por las estructuras sociales casi medievales, con la guerra esa hambruna se incrementó. El hambre era real, sobre todo para los que perdieron la guerra y, en gran medida, para los que vivían en las ciudades. En los pueblos la gente se defendía mejor. El único afán, lo primero, era comer; el escaso dinero era para la manduca. Y esa demanda motivó que sólo hubiera un negocio real: el de la alimentación. Todo lo demás era secundario. Por otro lado, la escolarización era escasa. Las plazas de colegios públicos estaban limitadas y la mayoría de los padres carecían de medios económicos para llevar a sus hijos a los privados. Eso, sin contar con los huérfanos. Así que multitud de niños vagaban por las destrozadas calles sin árboles, uniéndose a los indigentes y mendigos que pululaban por doquier. Todos buscando comida. Por tanto, alrededor de los mercados de abastecimiento era donde más gente se concentraba y donde la labor era plena. Hay que destacar que las tres lonjas por las que Madrid era abastecida, las de pescados, carnes y frutas-verduras, estaban en el barrio de la Arganzuela, muy cercanas unas de otras. Y, como consecuencia de esa concentración, estaba también la estación ferroviaria de Peñuelas, dentro del mismo triángulo, y por la que entraban prácticamente todas las mercancías alimenticias. Y allí, más que en cualquier otro lugar de Madrid, se vivieron hechos despiadados. Naturalmente, a mayor concentración de negocio, mayor oportunidad para la corrupción y el robo. Los menos listos constituían la gran masa y ellos depredaban a su pobre nivel. Pero estaban los ingeniosos o los instalados en órganos de poder, que se apañaron no para sobrevivir sino para hacer grandes negocios e hincharse los bolsillos. Todo esto lo he aprendido después pero lo expongo como prólogo necesario para explicar lo que le ha traído hasta aquí. Debo señalar que el desabastecimiento en aquellos años dio lugar al mercado negro. Se crearon la Comisaría de Abastecimientos y Transportes, para administrar los alimentos, y la Fiscalía de Tasas, como control de precios. De nada sirvió, porque los funcionarios e inspectores que habían de aplicar esas normas habían caído en la corrupción y eran los primeros en incumplirlas. ¿Oyó hablar del estraperlo? Era la forma de conseguir alimentos sin control de las autoridades. Estaban los que iban por los pueblos a buscar harinas, legumbres, gallinas, corderos y cerdos que mataban para su consumo. Pero había quienes de esto hacían una industria y revendían a altos precios, sobornando a los de Arbitrios y atesorando montones de cartillas de racionamiento que compraban, falsificaban o usaban de los fallecidos, además de controlar mataderos clandestinos, almacenes y líneas de distribución.

»En el caso concreto que nos ocupa, los cuatro puntos distribuidores de alimentos que he citado dieron mucho de sí. De la estación de Peñuelas se robaban las mercancías depositadas en los almacenes y durante la descarga de los vagones; se robaba el carbón y el aceite hidráulico de las máquinas, y los encargados, vigilantes y administradores eran los primeros en hacerlo, falsificando las existencias y los despachos. Del mercado de frutas, la mercancía era robada por bandas de descuideros, golfillos y todo el personal de servicio y contratado. En cuanto al pescado, más de lo mismo. Quien podía llevaba a su casa a diario todo tipo de pescados. Y en todos los casos, siempre, los primeros en afanar eran las autoridades, los inspectores, los guardias municipales de la zona y los guardas jurados.

»Pero donde realmente se concentraba la mayor actividad arrambladora era en el Matadero Municipal, con lógica porque de allí salía la carne, el alimento más deseado aparte del pan, por ser el único antídoto real contra la desnutrición, que provocaba las terribles enfermedades infecciosas: tisis, meningitis, tifus… En el Matadero, por tanto, el robo estaba institucionalizado. Se hacía a diario, desde el delegado de Abastos, que sólo tenía allí despacho, hasta el último peón, con robos directos, robos con imposición, robos por soborno…, todos los tipos de robo posibles. No había control. Pero el tinglado que montaron aquellos asesinos fue descomunal. Y, lo peor, nunca salió a la luz.

—¿Qué tipo de organización política subversiva crearon?

—¿Dice? ¿Organización política? —Me miró con estupefacción—. No hubo tal cosa. Nada más lejos de eso. ¿Por qué pensó en algo así?

Debí de poner la misma cara que un candidato a presidente al enterarse de que ha perdido las elecciones.

—Supongo que nunca oyó hablar usted de un puesto de trabajo llamado liquidador —prosiguió Luis—. Eran quienes controlaban el peso del ganado matado, el que llegaba listo para ser entregado a las carnicerías después de haberle quitado la piel, las visceras y las patas; lo que se llama «carne en canal». Los liquidadores eran la máxima autoridad en cuanto al control de la carne para expender. Lo que ellos apuntaban en sus planillas era lo que el Ayuntamiento pagaba a los distintos ganaderos y lo que el municipio cobraba a los de las carnicerías. Eran gente joven, medianamente instruida. Para lograr esos puestos tenían que pasar unos exámenes aunque algunos, sobre todo si eran de Falange, eran designados a dedo. Gozaban de un buen sueldo, iban con batas blancas y encorbatados, y su nivel en el Matadero tenía gran altura. Miraban a los demás despectivamente. Era una época en que la gente se pirraba por la «categoría». Como los viejos hidalgos del Renacimiento que ocultaban sus harapos bajo una capa y presumían de estar en la holganza. Los modos del Gobierno habían traído la diferencia de clases. Todos buscaban situarse con los de arriba, darse importancia, procurando distanciarse de lo obrero. Presumir de lo que no se tenía era una forma de vida. Los liquidadores se situaban en una caseta acristalada, frente a las básculas, en las naves de romaneo. Todo se hacía a gran velocidad porque las filas de cuerpos para ser pesados eran largas, interminables, y el tiempo se echaba encima.

»Parece que el asunto lo inició Rafael Alcázar. Se le ocurrió que podían modificar el peso, poner otro distinto en sus estadillos. Era tan sencillo como imposible de detectar, a no ser que hubiera un chivatazo. Pero él no podía hacerlo solo. Se lo dijo a Roberto Fernández, de su total confianza. Lo estudiaron. Convinieron que debían crear una organización para que tuviera éxito. Necesitaban tener el control de al menos dos de los camiones oficiales de distribución; es decir, dos jefes de reparto y seis repartidores. Y de otros puestos, algunos claves y otros necesarios, como el de enlace; este último para que transmitiera las órdenes y avisos, evitando que los otros abandonaran sus tareas. En realidad, eran pocos pero de probada confianza y fiabilidad. Por supuesto, debían contar con la connivencia de una determinada red de carnicerías, porque, obligatoriamente, con la carne se entregaba una factura, que los carniceros debían pagar a fecha determinada al Ayuntamiento. Por tanto, esas entregas secretas, «negras», habían de ser pagadas sin factura, al contado. La carne la venderían a menos precio del oficial y todos sáldrían ganando. ¡Y vaya si ganaron! Entonces no se llevaba la compra de pisos, pero sí chalés en la sierra. Todos los de la banda compraron propiedades. Faltaría más. No era necesario entonces poner los bienes a nombre de un familiar. Siempre podrían aducir que el dinero provenía de herencias, en caso improbable de investigación. Preocupación innecesaria porque en aquella época no se indagaba sobre el patrimonio, aparte de que la censura se encargaba de silenciarlo.

—¿Tanto fue lo que defraudaron?

—Calcule usted mismo. En aquellos tiempos se producían más de ciento cincuenta mil kilos diarios de carne diversa. En primavera-verano se mataban unos diez mil corderos al día, pongamos unos cincuenta mil kilos de esta res. En cuatro meses, un millón de estos animales; cinco millones de kilos. La unidad de cálculo era el kilo, no la pieza. Se les ocurrió actuar sólo con las ovejas, anotando un kilo de más en cada pieza, según el cordero. De forma global podríamos decir que por día habían anotado unos diez mil kilos de más. Esos kilos son los que vendían secretamente. ¿Cuánto ganaron? Si el precio de venta al público estaba entre siete y nueve pesetas el kilo, y los carniceros lo pagaban oficialmente entre 4,50 y 6,50, la banda lo vendía a 3,50 pesetas el kilo, que era una considerable rebaja. Tenemos, por tanto, que esos diez mil kilos suponían treinta y cinco mil pesetas diarias, que mensualmente (se trabajaban veinticinco días al mes) eran unas ochocientas setenta y cinco mil pesetas. Fijémoslo, para su comprensión, al cambio medio de ahora, entre cuatrocientas y quinientas veces más. Serían unos cuatrocientos treinta y siete millones cada mes; globalmente entre cuatro mil doscientos y cinco mil doscientos millones de pesetas por año. ¿Se dan cuenta del negoción?

Nos miramos unos a otros admirados.

—Pero aun suponiendo que robaran menos peso por cordero o que el precio de venta al comerciante fuera menor de 3,50 pesetas, y que por lógica la producción no fuera tan intensa en otros meses del año, podría estimarse grosso modo que lo defraudado por año no bajaría en valores de hoy de los diecisiete millones de dólares, más o menos tres mil millones de sus pesetas; entre diez y quince mil millones en cinco años, que es el tiempo que parece les duró el negocio. Todo es estimativo, claro. Obviamente, nunca llevaron libros. Apuntaban en notas, que destruían cada día.

El silencio fue tan profundo que el leve agitar de la marea atronó en el grupo. Miré el cielo, que se iba oscureciendo aprisa por una esquina.

—Hay algo que por su magnitud me asombra —dije.

—Expóngalo.

—¿Cuánto pesaba un cordero?

—Entre cinco y ocho kilos en canal.

—Diez mil kilos supondrían —hice un cálculo— entre mil doscientos cincuenta y dos mil piezas robadas por día. ¿Cómo se podían repartir, enmascarándolas en las entregas oficiales? Parece una misión llena de riesgos.

—Usted lo analiza desde la lógica de ahora. Pero tenga por cierto que lo hicieron. Fue real. Entonces era fácil. Los repartidores trabajaban toda la noche haciendo continuos viajes porque, aunque la flota de camiones era grande, repartir esas toneladas de carne variada suponía ardua labor. Nadie contaba las piezas. ¿Por qué hacerlo, con tanto trabajo, si sólo los kilos habían de cuadrar? Y cuadraban. Por supuesto que la cifra de diez mil kilos robados es sólo para fijar la idea. En la realidad dependía del peso de las piezas, que buscarían que estuvieran cercanas a esa cifra, por debajo siempre, nunca por encima.

—¿Quién mandaba en el Matadero? ¿Es que no existían inspecciones? ¿Nadie vigilaba para evitar ese tipo de cosas?

—Aparte del delegado de Abastos, que no estaba adscrito a nómina porque su cometido era verificar todos los mercados de Madrid y su puesto estaba en el Ayuntamiento, la máxima autoridad en el Matadero era el director y, en su caso, el subdirector. Había también un conserje. Y a partir de ahí, en el asunto específico del cuidado de la carne, en teoría había varios controles, según el Reglamento de los Mercados de Abastos, establecido cuando la anterior monarquía y que estuvo muchos años vigente. Supongo que sigue siendo la base del que pueda haber ahora. El primer control era la Bolsa de Contratación, donde los propietarios de las reses y los agentes de contratación, a sueldo del Ayuntamiento y nombrados por concurso, formalizaban las transacciones. Esos agentes debían encargarse de la adquisición del ganado; rellenar los contratos de compraventa y firmarlos, consignando en la pizarra todos los extremos relativos a la compra, que luego se registraban en la Oficina de Registro. Además, deberían estar presentes en las naves de romaneo para vigilar y anotar los pesos de las carnes en los propios contratos. Teoría perfecta, ¿no? El segundo control, derivado del primero, venía por parte de los ganaderos, que, personalmente o por medio de representantes, debían permanecer en las dependencias del Matadero para verificar todo lo relacionado con las operaciones. Y el tercer control era el ejercido por los carniceros. Ellos tenían apoderados que actuaban en su nombre en las compras de carne. No podían estar en las naves de romaneo pero sí en las de oreo, donde hacían las adquisiciones. Bien. Ya tiene usted la letra de los controles. En la práctica, no había escrupulosidad ninguna en las funciones, la congénita desidia laboral; pero sí existía la corrupción, también congénita. Alguno de los agentes de Contratación estaba en la banda. Por parte de los ganaderos no había corruptos en este asunto concreto porque no era necesario: les salían las cuentas. Por eso, el asunto era perfecto. El añadir peso era genial porque los ganaderos no eran tontos. Calculaban con mucha aproximación el peso que quedaría a cada pieza una vez puesta en canal, y sabían con aproximación lo que debían cobrar, una vez deducidas las cuotas de gastos de matadero y arbitrios. Si en vez de añadir peso lo hubieran restado, se habría desbaratado el negocio al cabo de cierto tiempo.

Hizo una pausa y todos la aprovechamos para beber. La tarde quería languidecer pero el sol se agarraba desesperadamente, aunque sus rayos habían envejecido.

—Sin la amenaza de los ganaderos —continuó Luis—, el verdadero obstáculo podría estar en los carniceros normales, los que no estaban en la trama, que en algún momento podrían ver que el conjunto de piezas que les entregaban pesaba menos que lo oficializado por los liquidadores. Los carniceros, para que sus derechos estuvieran garantizados, podían tener representantes que vigilaran las pesadas en las naves de romaneo. Puro papel. Costaban un buen dinero, por lo que era una figura prácticamente inexistente. Y si alguno había, se le compraba y en paz. Además de que el albarán de entrega venía con las firmas de los agentes de contratación y de los liquidadores, y con los sellos del Ayuntamiento. Era un documento inapelable. En aquella época pocos carniceros tenían básculas para recepción de grandes pesos, que tampoco eran de precisión. Se aceptaba por los tenderos que los víveres llegaran pesados en origen. Aun así, eran conscientes de la corriente de corrupción que existía. Los que detectaban errores en el peso no rechistaban. ¡Estaban buenos los tiempos para eso! ¿Qué podían hacer? Nada. No importaba. Sus ingresos no se resintieron en absoluto. Ellos empleaban, para servir a la clientela, balanzas de doble plato. En uno ponían las pesas y en el otro la mercancía. No hay que tener mucha imaginación para entender los muchos gramos que robaban en cada pesada, enjugando con creces el peso escamoteado. Al final, quien pagaba era el cliente último, el ama de casa. —Nueva pausa para aquilatar la estupefacción—. Impensable que algo así pudiera fallar. Nadie imaginaba que el desastre les iba a llegar de la mano de otro liquidador, Andrés Pérez de Guzmán, un hombre honrado, que apreció la desmedida forma de vida que llevaban sus colegas, por más que intentaron disimularla. Vigiló y echó sus cálculos. No se le ocurrió otra cosa que emplazarles no sólo a interrumpir el negocio sino a restituir todo lo defraudado. Calculó mal. ¿Cómo iban a devolver esos millones de pesetas y ser arrastrados en la ignominia? Fue un órdago que no pudo manejar. Y en una noche de ira, tras anteriores discusiones, uno de los dos compinches lo mató a cuchilladas. Lo trágico, no tanto para ellos como para nosotros, es que vimos el asesinato.

—¿Así de fácil era matar, incluso a niños?

—¿Que si era fácil? Eran hombres que habían hecho la guerra, sabían lo que era matar. Todavía se estaban cobrando venganzas sobre los vencidos. ¿Qué problema había en aplicar a su antiguo camarada la calificación de enemigo? Mirándolo fríamente, no tenían otro camino. Y en cuanto a los niños, ¿qué especie era ésa? Para muchos, algo sucio, material eliminable: rateros, pedigüeños, especies no recuperables. ¿Oyó lo que pasa en Brasil con los niños mendigos, que aparecen muertos constantemente? España no fue pionera en esa actividad, ni mucho menos. Los niños fueron un subproducto en Europa a través de la historia, especialmente en Inglaterra. Charles Dickens escribió algo sobre ello pero de forma romántica, sin entrar en la cruda tragedia estadística de muertes por malos tratos, epidemias y hambre. Algunos de los vencedores del 39 aplicaron bien la vía rápida al problema. Porque, en la práctica, los hijos de matrimonios fusilados quedaban condenados a la peor de las suertes, ya que muchos carecían de familiares a quienes acudir. Era otra forma de matarlos. Pero ¿creen que los otros eran más compasivos? Les diré algo. Hubo una acción tan cruel como la represión física por parte de los vencedores: la invalidación de la moneda legal republicana. Sólo valía la suya. ¿Tienen idea de lo que supuso esa medida tan vil, el daño que causó? De golpe, media España quedaba sin medios para vivir. Lo que se dice sin blanca. Fue condenar al hambre a millones de familias. No lo consideren a la ligera. —Nos miró con intensidad—. Entren en el problema. Imaginen que el dinero que llevan en el bolsillo, el que tienen en el banco, sus tarjetas de crédito, sus planes de ahorros…, de golpe, ahora, no sirve. No es sólo la ruina, sino que, en este momento, no tendrían ni para comprar una arepa ni para el taxi al aeropuerto. Nada. No podrían volver a España. Tendrían que empezar pidiendo prestado, y luego empeñar sus bienes. Eso es lo que tuvo que hacer la mayoría de aquella gente. Los que algo tenían, ropas, objetos de valor, escasas joyas, acudieron a las casas de empeño hasta quedarse sin nada, porque nunca recuperaron sus objetos. ¿Entienden lo que es nada? Es la pura angustia. Esas mujeres con maridos fusilados ¿cómo iban a sacar a sus hijos adelante? Infinidad de familias cayeron en la absoluta miseria. Hubo muchos precavidos, los avispados de siempre, que supieron cubrirse adquiriendo moneda franquista. Parece que hubo unas series de antiguos billetes de la monarquía de Alfonso XIII que valieron. Pero ¿quién los tenía? El pueblo llano, la inmensa mayoría de los republicanos, nunca pudo hacer otra cosa que verlas venir, además de que jamás pensaron que el dinero podría ser invalidado. Y la conjunción de la represión con la incapacidad económica provocó una conmoción en los vencidos y los llenó de desesperación. ¿Saben la de suicidios que hubo? En las ciudades se produjo insensibilidad general. Aquellas gentes de vidas truncadas mantenían una lucha despiadada por sobrevivir en un mundo donde el horizonte siempre estaba pintado de gris. Y ese trauma lo pagaron la mayoría de los niños, el eslabón más fácil donde descargar las iras. Los que nos apaleaban y pateaban en los mercados, en los mercadillos, en las atracciones de las verbenas y en los cines cuando nos colábamos; los que de una patada nos lanzaban de los tranvías en marcha; los que se cebaban con nosotros por cualquier cosa en las calles; los maestros de taller que zurraban a los aprendices como parte de una «educación heredada», eran gente obrera. Usted seguramente nunca vio al grupo formado por el fontanero y su aprendiz. Iban caminando, el maestro delante con las manos vacías y el aprendiz, de poco más de diez años y escuálido, doblado como un burro por la pesada carga de la caja de herramientas. Era una costumbre que se transmitía y constataba la insensibilidad del mundo obrero hacia el niño ajeno. Sí; los niños ajenos a nadie interesaban en aquel sombrío periodo. El mismo Mateo es un ejemplo de indiferencia hacia lo débil. —Movió la cabeza y nos brindó un silencio. Al cabo siguió—: No, el Gobierno nada tuvo que ver con el asesinato de mi hermano y mis amigos. Pero la situación de miseria y corrupción generalizada fue el caldo de cultivo para esa y otras tragedias similares. Y la sensación deplorable que emana de ese hecho es que lo esencial para aquella policía fue la salvaguardia del Régimen, la desintegración de células, que las hubo. La tragedia de los niños era asunto secundario. No les quitó el sueño. Sólo a ese comisario…

Lo vi mirar alrededor en la noche calmada, agotado de recuerdos, e intenté seguir su mirada: los amigos, el jardín, la casa, allá las olas rindiéndose en la playa capturada de estrellas… Estaba haciendo balance, no por primera vez, sin duda; pero estuve seguro de que nunca antes lo había concretado en voz alta, y ante testigos, cuando se volvió a Pili para acunar en los ojos de ella la común memoria.

—¿Qué hubiera sido de mi hermano y de mí, descartando la terrible experiencia criminal? Allá ¿hubiéramos sobrevivido? Suponiendo que sí, nunca hubiéramos podido tener estudios, acaso un oficio aprendido a golpes. Por eso he de amar no sólo a mis padres adoptivos sino a esta tierra generosa y hermosa donde nacieron mis hijos y donde he conocido la felicidad. —Sacó la fotografía del colegio Cervantes y pasó una mano por ella—. Usted puso rostro de nuevo a estos chicos siempre recordados pero cuyas facciones se me habían borrado. ¿En qué parte del remolino de la vida estarán? ¿Qué fue no sólo de ellos sino también de los que aquí no están, porque no iban al colegio? ¿Cuál fue el destino de todos aquellos niños marginados de todos los barrios pobres?

La pregunta se sostuvo en el aire como el águila cuando escudriña presas entre las fragosidades. Pili tocó su mano y susurró:

Otearé los silencios,

escucharé las sombras,

abrazaré los vientos.

Y algún día, juntos, en algún lugar…

>Había un montón de emociones sueltas, dando vueltas por ahí, yendo y viniendo como golondrinas en los atardeceres. Congelamos un silencio tácito, destellado de naufragios de niños que un día fueron. Hubiera sido un atentado quebrar tantas sensaciones. Así que concedí un tiempo antes de obligarme a preguntar:

—¿Dónde entra Mateo?

—Él era un matón de barrio, ya desde temprana edad. Se desarrolló precozmente y a los nueve años era un bigardo. De pequeño merodeaba y hurtaba en el mercado de frutas. Más listo que inteligente, y muy activo, no recuerdo haberle visto jugar como los otros críos. Luego entró en el mundo del Matadero, más áspero y sucio. Fue mezclándose con los matarifes, los ayudantes de ganaderos, los mayorales. Tenía mucha cara y personalidad. Adquirió el suficiente conocimiento para saber dónde hincar el diente. Formó un pequeño grupo de chavales para efectuar robos nocturnos de lechales, lechones y lana. Para entonces, tres años después de su comienzo, el negocio de los liquidadores se había hecho muy grande. Podemos adivinar que Rafael Alcázar encontró en el precoz y frío Mateo a la persona capaz de ocupar el puesto de transmisor, sustituyendo al enlace que tenían, un tal Facundo. ¿Quién iba a sospechar de un niño, por grande que fuera, incontrolable al no pertenecer a la nómina del Ayuntamiento? El nuevo cometido, secreto para nosotros, los demás chicos, le hizo abandonar el grupo que él había creado, prohibiéndonos, además, que siguiéramos con la actividad. Mi hermano y mis amigos nunca llegaron a saber el tinglado que tenían montado. Yo lo supe años después por boca de Mateo.

—¿Qué fue del anterior enlace?

—Mateo dijo que lo mató Rafael. Lo enterraron donde los niños.

Hizo una pausa para beber. Aprecié que todos, como yo mismo, estaban absorbidos por el relato. Por su expresión entendí que era un secreto que se desvelaba en ese momento para ellos.

—Vimos cómo Mateo cambiaba de aspecto, llevaba zapatos, chaquetas y renovaba camisas. Mi hermano imaginó que se habría metido en algo fructífero, sin sospechar qué. En cuanto a nosotros, no podíamos obedecerle. Necesitábamos seguir con nuestros pequeños hurtos por imposición de nuestros mayores.

—¿Quién más de esa organización era sabedor de los asesinatos?

—Sólo ellos, Rafael, Roberto y Mateo. Nadie más. Los otros vieron que se interrumpía el negocio de repente. Preguntaron y la respuesta fue que se acabó porque había vigilancia. No podían seguir arriesgándose. Habían ganado mucho dinero todos y, aunque es condición del ser humano querer más y más, lo cierto es que tuvieron que conformarse, porque los motores de la cadena se habían parado y no había posibilidades de poner otros. Así que dieron por bueno el final de un negocio que fue como si nunca hubiera existido. Los tres implicados mantuvieron el secreto. Cuando Roberto se desmoronó, Rafael lo hizo matar. Lo intentó con Mateo pero fracasó en sus intentonas, antes de caer él mismo. Y sin cadáveres, ni testigos oculares, ni nombres, ni datos escritos en papeles, tampoco existieron para la policía causas criminales. Sólo aquella denuncia de un niño, que nunca pudo comprobarse.

—Supongo que durante la mili viviría momentos relevantes con Mateo. ¿Cómo resultó? Y ¿qué ocurrió con Rafael Alcázar?

Durante un largo tiempo, mientras el cielo se aprovisionaba de más y más estrellas, él fue desgranando pasajes de su aventura militar. No le interrumpimos. Al llegar a lo de Alcázar, y ante una concurrencia sobrecogida pero leal y comprensiva, su voz renqueó y se volvió insegura. Pero no omitió datos, y se vació, con evidenciada renuencia, en la confesión tantos años demorada. Cuando terminó, en el cielo no cabían más estrellas. Miré al grupo hechizado y luego a Boves. Y de él sentí la fascinación del estoicismo más puro. Me recordó a César, en el caso de Prados, dos años antes. La misma ausencia de emociones, la misma fidelidad sin condiciones.

—¿Qué pasó con Mateo?

Me miró y luego cruzó los ojos con su mujer durante momentos llenos de intensidad. Luis Montero Álvarez se levantó y se alejó hacia la playa.

—Gracias por venir —dijo Pili—. Ojalá lo hubiera hecho antes. Ahora vaya con él y termine su labor. Ayúdele a ser libre.

Me levanté y fui hasta Luis. Tanta era la calma y tantas las estrellas que parecía que estábamos en una nave sideral. Vi llegar a Boves y colocarse al lado de Luis, como si fuera una sombra en la noche sin sombras.

—La venganza es un sentimiento poderoso, absorbente, más que cualquier otro —habló Luis—. Pero cuando se ha consumado, ¿qué queda? Felicidad inmediata, sentimiento de culpa después. ¿Quiénes somos para quitar la vida? Si el malvado lo hizo, y ahí reside su maldad, ¿por qué ser como ellos?

Dejé correr la pregunta. Se volvió y me miró.

—Mi deseo, al principio, no estaba en la venganza, sino en averiguar dónde estaban los cuerpos, ya antes le dije. La venganza, que vino después, no consistía en matar, sólo en conseguir pruebas para que se hiciera justicia con los culpables. Créame. Fue cuando Mateo quebró el cuello de Rafael que empecé a vislumbrar la posibilidad de castigar yo mismo al malvado. En ese momento sentí que no era el único testigo. A través de mis ojos miraban los niños y el hombre bueno que mataron. Vieron que uno de los culpables pagaba al fin. Y era de justicia que el otro pagara también, con lo que sus espíritus, como el de su comisario, tendrían paz eterna.

Entendí que necesitaba un alivio para tan pesada carga. Dije:

—Hay algo que se llama justicia. Está la de los hombres y la divina, que, para los que creen, es más terrible. En cualquier caso, el malo debe pagar. Y no olvide: la venganza es consustancial en el hombre. Existe desde que el ser humano fue creado. Podría decirse que Dios creó al hombre para vengarse de sí mismo por su soberbia.

—Mateo mató a mi hermano, por dinero. Apagó su vida, sus sueños y lo que hubiera podido llegar a ser. ¡A él, el chico más noble que jamás hubo! ¡Mi hermano!… —sollozó quedamente, la enorme herida incurable. La quietud fue mitigando su queja. Más calmado, siguió—: Pero ello, como lo que usted dice, no me consuela, porque hice una cosa terrible. He tratado de vivir con ello. Ojalá que desde ahora, como dijo Pili, y después que haya sacado ante usted todo lo guardado en mi equipaje emocional, pueda vivir sin pesadillas el resto de mis días.

Puso una mano en el hombro desnudo de Boves, sin mirarle, y me pareció que ambos se fundían en un solo cuerpo.