La recepción vespertina fue muy diferente. Dardos rojos hendían el crepúsculo como si quisieran herir las sombras invasoras. Luis tenía una voz rara, bien modulada, sin acento definido, como si fuera de un país desconocido.
—Soy, en efecto, Jesús Manzano Cuevas. Muy pocos saben que en realidad soy Luis Montero Álvarez. Este es Daniel Molero Pérez, mi camarada. Y éste —señaló al cobrizo— es Fernando Boves, más que un amigo. Ella es su mujer, Esmeralda; viven con nosotros. Daniel y Catia tienen su chalé al lado. Los jóvenes que vieron aparecer de repente son nuestros y de Daniel y Catia. Ya marcharon en vista de que no eran necesarios. —Hizo un gesto que quiso ser exculpatorio.
Nos prepararon una cena a base de pescados locales asados, pargo y carite, tras una sopa de almejas chipichipi y langostinos. La conversación era informal: los hijos viviendo en otras partes del país, la sociedad cambiante, las formas de vida diferentes, el amor a España, que ellos visitaban regularmente. La simpatía natural de esas gentes rompió el siempre reservado carácter de Rosa, por quien los hombres se mostraban embelesados. Como fondo de la velada una música orquestada nos acompañaba en tono suave. Cuando la luna salió a bañarse en las quietas aguas, tras la cena y en una pausa de las conversaciones, Rosa se apoyó en mí y noté su emoción, tanta era la belleza del momento.
—Gracias —dijo.
Más tarde, y tras un corto paseo por la playa, volvimos a la gran mesa circular para tomar unas bebidas. En ese ambiente intimista, Luis comenzó a desgranar sus primeras confesiones. Lo hizo con tono aún sufriente, inseguro, lento, como al que obligan a decir dónde esconde sus riquezas.
—¿Imagina lo que es vivir sin vivir, sin conciencia de lo que es la vida, sólo con el espanto primario de escapar, de no ser encontrado, como hace el tigre de las nieves; y cuando esa urgencia se calma sólo queda la nada absoluta? —Movió la cabeza—. No lo sabe. Ojalá no lo sepa nunca. No es fácil superarlo. —Hizo una pausa y soltó de repente—: Mateo mató a mi hermano ante mis ojos. Le partió el cuello.
La frase sonó excesivamente cruda en aquel paradisíaco lugar. Demasiado brutal para ser asumida de inmediato. Los ojos de Rosa me miraron y vi sus destellos a través de las sombras.
—Ello alteró mi mente. No podía ser. No era cierto. Un momento antes Julián estaba vivo, capaz, conductor. Y luego, en un instante, toda esa energía había sido destruida para siempre. Él era mi luz. De golpe quedé fuera del mundo pensante. El terror animal que se apoderó de mí hizo que me repusiera cuando ya Mateo se me abalanzaba. Pude escapar, milagrosamente; pero ¿por qué escapaba, en realidad, si era una criatura vulnerable, inútil, necesitada de un guía y éste ya no estaba? Fue el instinto quien actuó y quien me hizo huir y buscar el amparo de una familia amiga de mis padres, que, a la postre, fue la mía. Ellos me trajeron a Venezuela y me dieron el lugar y el nombre de su hijo, muerto por accidente unos meses antes.
»El proceso de adaptación de mi mente a las circunstancias que me rodeaban fue lento. Seguí huyendo mentalmente durante semanas, simultaneando el temblor y la angustia de ser encontrado por el asesino con el deseo de acabar. No tenía a nadie en el mundo, ¿para qué vivir? Poco apoco la realidad fue imponiéndose. No estaba solo. Esa familia me quería como a un hijo, me prohijó, se desvivía por mí. Y Mateo, mejor dicho, el terror que me producía, fue quedando lejos. Él no podría llegar hasta mí. Encontré entonces la necesaria paz y supe lo que era tener padres, si no como los biológicos rememorados, sí como magníficos adoptivos, a quienes llegué a querer con verdadero amor y permanente agradecimiento.
Se llenó de recuerdos y su voz se detuvo.
—¿Cómo fue el camino que le llevó de ser esa criatura temerosa a vengador? —dije, echándole una mano.
—Fue mágico e inconsciente. En los momentos más comprometidos, se me aparecía una imagen casi física. Un hombre joven, sonriente, que me miraba en silencio. Era como una proyección holográfica, brotaba de la nada. Luego se desvanecía pero me dejaba lleno de paz y me mostraba el camino que debía seguir. Creo que ese hombre evanescente era mi hermano, en la juventud plena que no pudo tener, que volvía para protegerme en situaciones vitales. —Nueva parada, impregnada de sensaciones—. Había dos asuntos que descifrar: dónde estaban los cadáveres de mi hermano y amigos, y por qué esos crímenes. El único que podía decirlo era Mateo, al que ya no temía y quien debía pagar por lo hecho. Por tanto, debería encontrarme con él en un futuro. Pero ¿cómo hacerlo? Tendría que lograr dos cosas: una, seguir su pista; dos, formarme mental y físicamente. Lo primero no era difícil. Conecté con el hermano de Pili, que, a través de una amiga común de su madre y de la tía del asesino por reuniones catequistas, me fue informando de su caminar. Lo segundo era más difícil. Nunca podría vencerle para obligarle a hablar, por más que yo me desarrollara. No solamente por su fuerza sino por su ferocidad e impiedad. Así que mis armas contra él en esa deseada cita futura, además de que no debería reconocerme, tendrían que ser el desarrollo de la inteligencia y el adiestramiento en situaciones límite, de aguante y supervivencia. Mi mudez, causa de problemas iniciales, fue mi mejor ayuda porque me permitió navegar en la introspección y en la soledad que necesitaba. Y conseguí ambas cosas.
—Sacaba las mejores notas de clase y nadie podía con él en pruebas de resistencia y aguante —apuntó Daniel.
—Salvo tú —dijo Catia, cantando las palabras.
—Fui sólo la sombra del guerrero.
—No —dijo Luis—. Tanto me ayudaste. Sin ti no hubiera salido del pozo del Kinder y del Liceo. Y de los otros pozos. —Miró a su amigo y vi en los dos algo como las señales luminosas que emiten los barcos para ser detectados en la niebla. Ello me hizo recordar la amistad inquebrantable de aquellos asturianos, Manín y Pedrín, nunca desvanecidos. Luis continuó:
—Y cuando llegó el momento fui en busca del asesino, en el mejor sitio: el Ejército, donde lo tendría controlado. Debía ir de voluntario para poder elegir exactamente el lugar donde estaba mi objetivo. Y allí, tratar de buscar su amistad sin dar esa sensación, y aguantar todo lo posible para lograr que confesara las dos obsesionantes preguntas; labor que no resultó sencilla pues el criminal era astuto y desconfiado en extremo, muy difícil de engañar o sorprender. A partir de ahí podría cerrar ya ese capítulo de mi vida y buscar el futuro anhelado. —Miró a Pili y notamos el mismo temblor que cuando Rosa y yo nos miramos. Era una mirada cómplice, llena de expectante silencio, como cuando se ve el relámpago en una tormenta y tarda en llegar el sonido del trueno. Nadie intentó romper ese hechizo mágico que significaba un dolor aún no extinguido. De repente dijo—: ¿Qué tal si nos acompañan mañana a recorrer la isla, en la barca? Seguro que disfrutarán.
—Aceptamos felices —se alborozó Rosa, riendo y llenándolo todo de colores blancos.
—Dígame, ¿qué sintió cuando volvió a tener a Mateo frente a usted?
Todos le miramos pero él se refugió en los ojos de Rosa, buscando el más bello paisaje donde entregar sus recuerdos.
—Por un lado, temor, pero no físico; temor a que me reconociera. Aunque él había subido en altura y se proyectaba más hercúleo, era perfectamente reconocible. Además tenía fotos suyas, conseguidas por el sinuoso camino de la tía. Yo estaba totalmente cambiado. Había crecido más de treinta centímetros y, aunque delgado, mi complexión era adulta, distante de la infantil que él podía recordar. Por otro lado, y como usted puede ver, el clima de aquí cambia el color. A todos en Venezuela, con el tiempo, se nos pone un ligero barniz café con leche. Mateo tenía la visión de un niño escuálido, blancuzco y temeroso y vio ante sí a un tipo seguro, fuerte, y con rostro tostado. Y mi voz, que de haber podido hablar en mi adolescencia tendría entonación caribeña, tampoco le provocó curiosidad.
—¿Cuándo se decidió a hablar?
—Nunca pude hacerlo por más que lo intenté. Pero aquel médico tenía razón. El momento llegó al viajar a España. Tenía el pasaporte y el billete de avión en la mano. Estaba con Daniel, en nuestro cuarto de la universidad. Cerré los ojos y hablé. ¿Recuerdas?
—Como que fue mágico —corroboró el amigo—. Increíble.
—Le pedí que fuéramos al parque Los Caobos. Y allí practiqué con torpeza, como en trabalenguas. Y luego grité, sacando el aire guardado en años de impotencia. Y gritamos los dos a pleno pulmón, mientras saltábamos y rodábamos por la grama.
—Hasta vinieron gentes a ver qué acontecía —dijo Daniel. Se miraron y luego se echaron a reír—. ¡Qué momento, gua!
—¿Quién más sabía que usted hablaba?
—Sólo nuestros padres, que también sabían todo el plan del cambio de identidades. Decidimos no hacer partícipes de nada a nuestros íntimos amigos, a la vez que hermanos, no por desconfianza de ellos sino para mayor seguridad de todos. Un secreto entre muchos deja de serlo. Lo supieron después, aunque no lo que ocurrió en España. Eso no lo sabrán nunca —dijo, buscando el consenso con los amigos oyentes. Fue una afirmación tan rotunda que sugería acciones poco satisfactorias. Se miró unos momentos con Pili. Luego, de forma más distendida, añadió—: Buena sorpresa se llevó Catia cuando en el Auyantepuy se encontró con Daniel, ¿ah?
Todos, salvo Rosa y yo, cruzaron unas sonrisas cómplices. No sabíamos de qué iba la cosa. Chus continuó:
—Mi mayor temor para cuando tuviera delante a Mateo, contestando a su pregunta, era cómo reaccionaría yo. En teoría estaba preparado mentalmente. Pero ¿qué pasaría en vivo? Ver al que asesinó a mi hermano y me persiguió con esos ojos de loco para hacer lo mismo conmigo podría ser insoportable. —Movió la cabeza y se reservó una pausa—. Pero lo ensayado durante años funcionó. El contacto inicial fue como casual, sin denotar ningún interés especial por mi parte; interpretando en los encuentros siguientes la misma calculada indiferencia. Salvé mi propio examen.
—Una pregunta. ¿Cómo consiguió manejar su entrada y salida de España, sin rastros, y su ingreso en la mili?
—Entré de turista con mi pasaporte venezolano y el nombre de Jesús Manzano Cuevas. El verdadero no existía en España, porque había muerto de niño. Y nadie podría relacionar el nombre de ese niño con el de un ciudadano venezolano. En Madrid, fui a Vallecas, en cuyo ayuntamiento solicité un certificado de nacimiento a nombre de Daniel Molero Pérez —miró a su amigo—, nacido allí y cuyos datos auténticos llevaba conmigo. Con ese certificado saqué el DNI, poniendo el antiguo domicilio de Daniel, en el Puente de Vallecas, y con él fui al Gobierno Militar. Allí solicité ingresar de voluntario y cumplir en África. No me pusieron ningún impedimento. Daniel existía para el Ejército y estaba en situación de reemplazo para dos años más tarde. Modificaron la fecha de ingreso y me dieron la cartilla militar. A la vuelta, dos años más tarde, en el control de pasaportes del aeropuerto presenté de nuevo el de Jesús Manzano Cuevas, ciudadano venezolano, sin necesidad de visado. —Mantuvo un pulso con mi mirada y añadió—: Quedó una pista, la de las impresiones digitales: una en el DNI y cinco en la cartilla militar. Pero como no fuimos delincuentes ni buscados, aquellas huellas no fueron cruzadas y han quedado enterradas, como el sueño de España en Marruecos.
—Usted estuvo dos años en la mili. Tenía entendido que el voluntariado conllevaba una duración de tres años.
—Así era, en condiciones normales, cuando se elegía destino y arma cerca de casa. Pero yo iba a una teórica unidad de combate, al puro Ejército, en la frontera. Cuando la quinta se licenció yo era uno más. Había cumplido. —Me miró de lleno—. ¿Le quedó claro lo de esa vaina de la mili?
—Perfectamente. No podía ingresar a filas con el nombre de Jesús Manzano Cuevas porque no constaba en las filiaciones para los reclutamientos. Tampoco podía hacerlo a nombre de Luis Montero Álvarez porque en la policía constaba denuncia por desaparición y porque, suponiendo que la policía no identificara el nombre, sí lo haría Mateo cuando se presentara ante él. Está claro que a Daniel no le importó la suplantación. —Le saludé con la cabeza—. Supongo que él permanecería oculto en lejanos paisajes durante el tiempo de su mili para evitar que, por cualquier circunstancia, su nombre saliera a la luz y alguien, en algún sitio, viera que había dos Daniel Molero. Ambos lo hicieron de forma impecable. Les felicito. Nadie llamado Daniel Molero Pérez entró ni salió de España en esas fechas. Nadie llamado Luis Montero Álvarez ni Jesús Manzano Cuevas hizo la mili. Y nadie podría relacionarlos a pesar de que los tres eran la misma persona.