Los veintiséis kilómetros que hay de Catia a Maiquetía, cuesta abajo, los hicimos en un santiamén por la renovada autopista, con Hugo Blanco y sus arpas atronando desde la radio en una versión recuperada. El conductor del taxi pasó como una exhalación por el túnel de El Boquerón y nos dejó en el aeropuerto en menos de media hora.
—¿Nos perseguía alguien o así se excita? —dije.
—Lo dice por la prisa, ¿ah? Como que se cagó, pue —rio, haciendo bailar unos dientes descontrolados.
El avión de la línea Aserca nos dejó, dos horas después, en el aeropuerto Santiago Mariño, en la punta sur de Isla Margarita. Al ir a tomar tierra vimos, a la izquierda, sobresaliendo, dos montañas gemelas de cumbres redondeadas situadas a unos veinte kilómetros de la pista. Oímos a la gente reír. Las Tetas de María Guevara. Parece que es la referencia de la isla. Un taxi nos llevó a la ruidosa Porlamar, el puerto más importante de la isla y, en la práctica, la capital. Atravesamos por la calle Igualdad, vislumbrando la plaza Bolívar y la iglesia de San Nicolás antes de pasar a la avenida Santiago Mariño y escapar hacia la costa oriental. Todo ello nos lo iba ilustrando nuestro taxista parlanchín, con pelos y señales. El mar color turquesa y las playas de arenas blancas subyugaron a Rosa. No hay nada parecido en Europa. Hasta el sol es diferente. El coche corría por una carretera bien asfaltada. Pasamos Pampatar, con su amplia bahía, de la que destaca el gigantesco castillo de San Carlos Borromeo, un fuerte construido por los españoles en el siglo XVII para defensa contra los piratas ingleses. Más al norte llegamos a Puerto Fermín, llamado El Tirano, en recuerdo de Lope de Aguirre, el sanguinario dictadorzuelo que en el siglo XVI mató al gobernador, a su propia hija y aterrorizó a la población. Sus casas pintadas de colores chillones hacían juego con los rojos, verdes y ocres de las barcas de los pescadores. El viaje era cautivador, con la sensación de haber entrado en un mundo diferente donde el Edén podía ser encontrado de un momento a otro. Salimos de la autopista de la costa hacia el este por una carretera bien pavimentada, buscando Playa Cardón. Vimos una gran hacienda de animales, y construcciones espaciadas de una sola planta, con jardines a pie de playa, y encontramos Puerto Caribe, una residencia hotelera donde habíamos hecho reserva desde Caracas. El complejo tiene varios tipos de alojamiento, todo a buen nivel. Nos instalamos en la planta baja, en una de las quince chozas individuales de madera con techo de paja, copia de las auténticas de los indios de la extensa zona de la Orinoquia.
Más tarde, duchados y con ropas adecuadas, volvimos al coche. El taxista nos llevó por la ruta Cuatro a Playa del Agua, en la punta norte de la isla. Frente al chalé buscado, espacioso y pintado de azul claro, de nuevo dijimos a nuestro chófer que nos esperara. Nos calamos las gafas y fuimos a la entrada. La construcción se asoma al mar tras la intensa grama del cuidado jardín y la escoltan una docena de cocoteros. De las limpias arenas un pequeño atracadero se adentra en las suaves olas. Era una mañana sin viento y el sol despejado teñía de blanco el cielo, como si lo hubieran nevado. Nos recibió una mujer de unos sesenta años, alta, bella y con formas acusadas. Debió de haber sido explosiva en su juventud. Otra mujer de edad similar, delgada, de pequeña estatura y aspecto aniñado, se colocó a su lado. Guardaba juventud todavía en su refrescante gesto. Al fondo, una tercera mujer de más edad y rasgos indígenas levantó una mirada enigmática del seto florido donde trabajaba.
—Soy Corazón Rodríguez. Aquí, Rosa, mi mujer.
La de aspecto rutilante, sin corresponder al saludo, dijo:
—Transmití a mi marido lo que usted me dijo ayer y le anuncié su visita. —Su voz tenía el temblor del arpa de los Andes—. No va a ser posible que le vea. No desea salir en ningún libro. Le llamé a usted al hotel para decírselo y que no se diera el viaje en balde. Pero ya no estaba.
—Venimos de muy lejos. No nos iremos sin verle.
Dudó, sin dejar de mirarme. Sonreí hacia ella. Las otras mujeres no nos quitaban ojo.
—Entiéndalo. Nos quedaremos aquí todo el tiempo que haga falta, días o semanas.
—¿Por qué la insistencia? —dijo la aniñada, el acento dulce y suave como el de una madre arrullando a su bebé—. Él no quiere ver a nadie ni salir en ninguna historia de emigrantes. No tienen ninguna autoridad para obligarle a hacer lo que no quiera.
—Si me escucha creo que se prestará al dialogo. Es muy importante para una persona. —La miré.
—¿Qué persona?
—Una mujer de su edad, más o menos, que sólo vive para cumplir el juramento que hizo a su padre. Jesús forma parte de esa promesa.
—¿Mi marido? ¿Qué dice usted? —terció la glamurosa.
—Lo comprenderán si me escuchan.
—Mi marido es mudo. No puede hablar.
—Creo que podremos comunicarnos bien.
Las mujeres se miraron dubitativamente, conscientes de mi determinación, y se apartaron a dialogar, mirándonos de vez en cuando. Nuestro aspecto debió de aportarles la necesaria garantía. Nos invitaron a sentarnos y se alejaron varios metros. Vimos a la llamativa sacar un celular y hablar por él. Al rato se acercó.
—Vendrá y le escuchará. Es todo lo que ofrece. Estará aquí en una hora. Pasen, por favor, y siéntense.
Trajeron unas ensaladas de frutas y unos zumos y pasamos el tiempo conversando sobre temas banales. Fuimos descubriendo un gran atractivo en las dos mujeres, tanto en sus rostros agradables como en su deliciosa, aunque cauta, conversación. Algo frío mantenía el distanciamiento. Más tarde vimos acercarse una lancha grande con motor fuera borda y un toldo para dar sombra. La barca, pintada totalmente de blanco, atracó en el fondeadero y dos hombres salieron mientras que un tercero quedaba a bordo. Los dos hombres exhibían la porfía vencedora contra el agobio de la edad. Sabía que tenían sesenta y dos años, pero no los aparentaban. Altos aunque algo encorvados, delgados, fibrosos, morenos de soles hasta lo inaudito, de cierto parecido aunque las similitudes desaparecían en los cráneos: abandonado de cabellos el de uno en su parte central, y abundante el del otro, si bien blanco y cortado a cepillo. Andaban calmosamente y se detuvieron a la distancia justa para no tener que estrechar mi mano, mientras miraban a Rosa embobados, lo que era inevitable. Me levanté. El calvo dijo:
—No aceptamos esa imposición de quedarse aquí hasta que hablemos. Digan lo que quieren y váyanse. O llamaremos a la policía.
—No la llamarán. No son amigos. Nosotros sí.
—¿Qué tanto amigos?
—Déjenme hablarles.
El otro ofreció los asientos y formamos un grupo distanciado, con evidente desagrado de los dos hombres. Hacia mí, claro. La mujer aniñada puso frente al hombre de pelo rapado un bloc y un bolígrafo. Él me miró y el verde de sus ojos destacó de entre una maraña de arrugas. No me anduve por las ramas.
—En 1946 desaparecieron los cuatro niños que están señalados en rojo en esta fotografía. Usted es éste y su hermano es este otro —dije, señalando a ambos con el dedo. Él tomó la fotografía en sus manos nudosas y la contempló. Vi que su cuerpo se vaciaba, que su esencia desaparecía. Había entrado en otra dimensión, en la de la foto, dentro del tiempo acabado, y lo que tenía delante era un pelele. Miré a Rosa y noté que había tenido la misma percepción. Me obligué a continuar, apreciando que poco a poco la vida le retornaba—. El comisario que llevó el caso investigó todo lo que pudo, sin resultados. Nunca los vio a ustedes y nunca supo qué les ocurrió. Antes de morir confesó a su única hija su frustración por lo que consideró su fracaso. Y le pidió que ella siguiera las investigaciones.
Silencio. El hombre seguía mirando la fotografía.
—No soy escritor sino detective privado y…
—¡Polizonte! ¡Nos mintió! —gritó el calvo, levantándose con ira. El otro escribió: «Siéntate. Deja que termine». Me miró e invitó con la cabeza.
—Fui escogido por la hija del comisario para intentar cumplir el juramento dado a su padre. Es vital para ella. Cree que el espíritu de su progenitor jamás descansará mientras el destino de aquellos niños siga en el misterio. —Noté que las dudas invadían sus ojos—. No encuentro palabras para trasmitirle la tristeza y el desamparo que mostraba cuando me rogó que continuara la búsqueda.
—No es un trabajo habitual para él —musitó Rosa, llevándose todas las miradas—. No ha cobrado nada por este encargo.
—En lo que concierne a las autoridades, el caso lleva muchos años cerrado —añadí—. No hay ni habrá investigaciones oficiales. Me bastará conocer el desenlace, que nunca será dado a publicidad. Tiene mi palabra.
«¿Qué quiere de mí?», escribió, sin mirar el papel y sin dejar de contemplar a Rosa.
—Éstos son usted y su hermano, ¿verdad?
«Sí». Escribía, sus ojos prisioneros de los de Rosa. ¿Qué buscaba en ellos?
—¿Dónde está su hermano?
«Si ha seguido la investigación del comisario, sabrá cuál fue su destino».
—Puedo intuir lo que le ocurrió. Pero son suposiciones.
«Está muerto. Fue asesinado, como los otros dos niños».
Intenté vislumbrar la escena mirando sus hombros abatidos. Al cabo de tantos años el hermano seguía dentro de él. Sentí el vacío de un desconsuelo nunca equilibrado.
—¿Cómo lo sabe?
Silencio.
—¿Quién los asesinó?
Silencio y miradas.
—Hay un chico algo mayor, Mateo Morante, que está en los informes del comisario. Parece que siempre tuvo dudas sobre él.
Quitó los ojos de Rosa y los proyectó hacia mí. Continué:
—Según los datos, además de los niños, un hombre, Andrés Pérez de Guzmán, desapareció por las mismas fechas. Entró en la jurisdicción del comisario antes de que lo relevaran. Y años más tarde, en 1959, desapareció otro hombre, Rafael Alcázar. El comisario lo consignó. ¿Qué puede decirme de ello?
Miré a todos, uno por uno, empecinados en observarme en silencio. Vi acercarse al hombre del barco, una edad perdida más allá de los setenta. Estatura mediana, broncíneo, pantalón corto. Su pecho, brazos y piernas eran un estallido de músculos, aun a su edad. Se unió al grupo de mirones.
—¿Nunca volvió usted a España?
«Voy todos los años, desde hace tiempo. Rezo por mi hermano».
—¿En qué cementerio está enterrado?
«En ninguno».
—¿No sabe dónde está el cadáver? —No respondió. Continué—: ¿Sabe dónde está Mateo?
«No le interesa. No es uno de los niños que usted busca».
—A pesar de ello. ¿Dónde está?
Sin perder la calma, escribió: «¿Es usted lerdo? ¿Tengo que repetirle? Ya le contesté».
—Seguí las pistas de usted y de su hermano y, paralelamente, la de Mateo. Y ¿sabe? Hay un hombre misterioso que deambuló con él por Madrid. Parece que se hicieron amigos en África. El comisario no logró averiguar el paradero. ¿Sabe usted algo de ese hombre?
Silencio.
—La pista de Mateo me llevó hasta su hermano, Antonio, que ahora vive en Francia. No tiene noticias de él desde hace muchos años, concretamente desde poco tiempo después de regresar del Ejército, en 1959. Cree que algo le ocurrió al licenciarse.
Silencio.
—Antonio me habló de ese amigo desconocido de su hermano; «alto y delgado como un junco», dijo. Cuando se alistó en la Legión, Mateo fue a verle desde Tetuán y se hizo acompañar por él. Nunca volvió a verles. Puede que murieran juntos, ¿qué opina? —Miré al calvo—. Y usted, ¿qué opinión tiene?
—¿Yo? ¿Qué me cuenta? ¿Qué tengo que ver en esa vaina? —dijo, cruzando la mirada con su amigo.
«Hace preguntas absurdas —escribió Chus—. Lo que dice no es de nuestra incumbencia».
—¿Lo dice en serio? Creí que Mateo estaría también en su recuerdo.
—¿Por qué insiste? —interrumpió la mujer bella, con gesto crispado—. ¿Por qué le mortifica? Perdió la voz.
«Dígame exactamente adonde quiere ir a parar».
—A la verdad. ¿No es casualidad que en 1959, y en octubre, desaparecieran Rafael Alcázar, Mateo y su amigo misterioso?
«No estoy para acertijos».
—Un hombre y cuatro niños desaparecen en 1946. Tres hombres se eclipsan en 1959. Hay un vínculo indudable: Mateo. Y también que los dos hombres mayores trabajaron en el Matadero Municipal. Está claro que todo es parte del mismo asunto.
Silencio.
—Y fíjese: desde 1959 no hubo más desapariciones. Han pasado cincuenta y cuatro años desde las primeras ausencias y la losa del misterio sigue sin ser levantada. Es como si los hechos del 59 cerraran los hechos abiertos en el 46.
Silencio. Parecía que nada podría perturbar su actitud.
—La pista de usted la inicié buscando a Juan Barón. Sabe de quién hablo, ¿verdad?
Silencio.
—No fue fácil encontrarle. Pero no soltó prenda. ¿Por qué ese misterio? ¿Qué hay que ocultar?
Silencio.
—Usted no es buscado por ninguna policía del mundo. Y su historia no es vergonzante, sino conmovedora. ¿Por qué se empeña en no hablar? —Vi al cobrizo coger un palo disimuladamente. Añadí—: Usted sabía que yo iba a venir. Se lo dijo Juan Barón. Pero me esperaba desde antes, desde hace muchos años. Me teme. Y no tiene por qué.
Dejé que una pausa sosegara la tensión. Oí ruido de pasos y vi sorpresa en los ojos de Rosa. Me volví. Cinco hombres, de mi edad y más jóvenes, diversa contextura pero todos altos, con gestos diferentes pero las mismas miradas voluntariosas. Sus rasgos afirmaban ser hijos de los dos amigos. Fueron moviéndose lentamente rodeando el espacio y tapando los escapes.
—¿Creen que ésa es la solución? —pregunté a los dos anfitriones—. ¿Es lo único que se les ocurre?
Se miraron y luego lo hicieron con los jóvenes. Eran miradas convenidas pero estaban llenas de dudas, como si lo ensayado no les pareciera tan claro a la hora de su ejecución. Quizá porque no es lo mismo rezar que dar trigo, o porque no eran gente de violencia. O acaso por la presencia de Rosa. Quién sabe. Me levanté y hubo un movimiento nervioso en las actitudes. Rosa se instaló a mi lado. Miré al silencioso.
—Bien. Le diré cómo están las cosas. Usted no es mudo. Habla. Está fingiendo todo el tiempo.
Se acabó la flema. Pareció que el mundo se detenía. Todos mirándome.
—¿Cómo lo he sabido? Fácil. Porque el misterioso amigo de Mateo en África, Daniel Molero Pérez, es usted, el Luis niño y el Chus adulto.
El hombre se levantó y el calvo le secundó. La conmoción era auténtica en todo el grupo.
—Más cosas. Daniel, es decir, usted, con el nombre de Daniel, que en realidad es éste —señalé al calvo—, no entró en Venezuela oficialmente después de la mili. Pero entró, está claro. ¿Cómo lo hizo? Me gustaría saberlo. Ignoro otras muchas cosas: los motivos de tantos crímenes, qué ocurrió con Rafael Alcázar, cómo logró usted ir a África con el nombre de su amigo, dónde están enterrados los cadáveres. Pero tengo clara una cosa: usted mató a Mateo y lo hizo desaparecer, porque seguramente él fue el asesino de su hermano Julián. Y otra cosa. —Miré a la mujer menuda—. Usted es su esposa y no ella —señalé a su atractiva amiga.
Eran demasiadas la tensión y el silencio. Sólo se oía el atronar de las fragatas. Jugué mi baza.
—Antes de irnos quiero que oigan algo. —Saqué la grabadora y la conecté. Se oyó una voz arrastrada y profunda, algo jadeante, como si saliera de ultratumba.
«Para ti, hija, a quien tanto amo. Me queda poca vida. La he llevado feliz con mi familia, a la que quise por encima de todo. Después de los desastres de la guerra y las dificultades de la posguerra, no fue un camino fácil. Pero me siento orgulloso de lo que he creado. Pienso que he sido un hombre cumplidor y respetuoso con Dios pero creo, del mismo modo, que Dios no me acogerá en su seno porque no he sido un buen policía. No he sabido desentrañar un caso que tanto me ha conmovido y que siempre me ha concernido, aunque hace años que me apartaron de él. Hoy veo a mis nietos crecer, como te vi crecer a ti. Pero esos cuatro niños que desaparecieron quizá nunca llegaron a crecer. ¿Qué fue de ellos? ¿Qué les ocurrió? ¿Vivirá alguien que pueda contarlo? ¿Quién fue el culpable o los culpables? Año tras año los fantasmas de esos niños me persiguen. Mucho he llorado por ellos y también lloro ahora porque sé que soy quizá la única persona en este mundo que les recuerda y sé que, cuando yo me haya ido, quedará sobre ellos la losa del olvido. Hija mía, ninguna risa te faltó mientras reías. Pero, sin que lo apreciaras, siempre veía detrás de tu alegría la sombra de esos niños, sombras sin risas, con el espanto de pensar que tú podrías haber sido uno de ellos. ¡Qué hubiera sido de mí! Creo que mi alma vagará sin descanso hasta que alguien descubra lo que yo no pude. Por eso te hago el encargo de que busques un buen detective, algo en lo que también fallé. Muéstrale esta cinta y tu corazón. Que indague y que aclare qué les ocurrió a esos niños, dónde están los razonamientos para ese misterio. Todos los documentos del caso están en este maletín. También una cartilla de ahorro. Emplea ese dinero, que no es mucho, para este asunto. Tendrás que usar algo más que el mero interés económico. Deberás llegar a sus sentimientos, a su corazón; seducirle, cautivarle. Que él se llene de la emoción del caso. Y si finalmente ambos conseguís el éxito, tendré el descanso eterno. Adiós, mi pequeña».
Al levantar la vista aprecié la emoción en los rostros de las mujeres. Dejé que el silencio magnificara las palabras del comisario. Recogí el aparato.
—¿Me devuelve la fotografía?
Negó con la cabeza y leí sus labios: «Ya es mía».
—Bueno, se hace tarde. Debemos irnos. —Miré a Chus, que hizo un gesto a los jóvenes. Ellos se apartaron y dejaron caer sus brazos y sus planes—. Quizás usted podría habernos dejado escuchar su voz, siquiera para esta despedida. Quizá podría haber dejado descansar el alma del comisario.
La mujer menuda dejó oír su voz arrulladora.
—Díselo, mi amor. Esta gente parece chévere. Desahógate, suelta las ataduras de una vez por todas.
Chus se alejó hacia la playa con ella detrás. Los vimos difuminarse en la intensa luz. Le di la mano a Rosa y nos fuimos, dejando al grupo lleno de miradas y de silencios.
Más tarde buscamos una mesa en el restaurante de la urbanización hotelera. El lugar es de esos en los que uno residiría para siempre. Rosa miró hacia el mar y me mostró su perfil mientras un ligero viento desordenaba sus cabellos. Era demasiado tiempo en esa postura.
—Eh —dije.
Tardó un rato en volver el rostro hacia mí. Sus ojos tenían raciones contenidas de agua.
—Dímelo —invité.
—Es tremendo el mensaje del comisario. Me partió el corazón. Esos niños… ¿Sabes? —su voz tembló—. Mi padre y mis tíos pudieron haber sido ellos. Jugaron en los mismos sitios y en los mismos años. Gracias a mi abuela y a sus extraordinarios amigos su futuro fue diferente. Y el mío.
Le cogí una mano y dejé que mis ojos hablaran. Más calmada, continuó:
—Fue una bomba cuando desenmascaraste a Chus. Quedó muy vulnerado.
—Todos sus años de ocultación de pruebas y nombres quedaron descubiertos de golpe. Pero busco la verdad, no su daño. Quizás él pueda a partir de ahora dejar sus temores y vivir con esa verdad.
—Tu habilidad consigue que las investigaciones parezcan sencillas.
—Es una suma de hallazgos. Antonio Morante me dio la foto que hizo a su hermano y a Daniel cuando lo visitaron en el poblado legionario de Dar Riffien. El peluquero del Tamanaco, al mostrársela, garantizó que Daniel no era Daniel sino Chus. Eres testigo.
—¿Y por qué iniciaste la investigación en Valencia?
—Cuando visité a Juan Barón, después de estar con Antonio, en el salón de su casa vi unos retratos. El hombre de la fotografía era el mismo que estuvo con Mateo en África. Le di vueltas a lo de Venezuela, pero ¿en qué lugar? Recordé haber visto dos sobres de avión en la documentación del comisario. En ellos él había anotado: «Sin interés. Interceptadas durante la protección a Juan Barón». Supongo que, por su contenido, creyó que eran cartas de un amigo para el padre de Juan. Las releí. Descubrí que decían cosas demasiado pueriles para adultos. Estaban en clave. Los sellos eran de Venezuela. No había remite. Miré los matasellos, muy borrados. Pude adivinar que procedían de Valencia. Y allí, ¿en qué lugar mejor que el Liceo para averiguar el paso de los niños?
—¿Quiénes eran los que hemos visto con Luis-Chus?
—El hombre es el Daniel verdadero. La esplendorosa, su mujer, sin duda. La angelical es Pilar, la hermana de Juan Barón. Estaba en las fotografías de boda de su casa. Con Luis. Recién casados. No están ahora muy diferentes, salvando el puente de los años. En cuanto al matrimonio cobrizo, no sé, parecen más que sirvientes. Y los jóvenes serán hijos de los dos amigos.
—¿Cómo pudieron llegar tan oportunamente?
—Estaban todos advertidos, esperándome. Juan Barón les apercibió, sin duda, de mi posible visita.
—¿Cómo podía saber él que vendrías aquí?
—Cuando me vio mirar las fotos de boda de su hermana, supo que había cometido un error. Yo acababa de ver a Luis, uno de los niños perdidos que estaba buscando, aunque entonces no imaginara que el atractivo novio de la foto era ese niño.
—Tuvimos una situación difícil. Esos hombres mostraban actitudes amenazadoras.
—Sí, sus propósitos estaban claros: iban a zurrarme. Seguramente no lo hicieron por ti.
—¿Crees que tengo tanto poder?
—Tienes todo el poder del mundo, como en su día lo tuvo tu abuela.
Ella se inclinó y me besó intensamente en los labios. Como siempre que lo hace, su magia me hace considerar que acaso la Creación tuvo algún sentido. Luego dijo:
—¿Qué haremos ahora?
—Esperar. Ellos vendrán.
—¿Cómo lo sabes?
En ese momento aparecieron las dos mujeres, con gestos distendidos. Rosa me miró, admirada. Nos levantamos.
—Disculpen —dijo la mujer menuda—. Lo hemos hablado. Ha sido una gran grosería la nuestra. Lo sentimos de veras. No somos así pero mi marido ha protegido siempre esa parte de su vida. Me llamo Pilar Barón y ésta es Catia Pertierra. —Nos dieron los besos correspondientes, negados en la entrevista anterior—. Deseamos que vengan a cenar con nosotros esta tarde. No digan no, por favor. Luis está dispuesto a resolver sus dudas. Vendremos a buscarles a las seis pm.