Once

«Los secuestros en este país son cosa antigua, traídos por la guerrilla colombiana para financiar sus actividades. Son secuestros de familiares de grandes empresarios: hijos, nietos… Sus peticiones de rescate son millonarias. A ese tipo de extorsión, que siempre existirá, le ha salido competencia: los secuestros rápidos, por poco dinero: los secuestros exprés. Dicen que es un método importado de Méjico. Vigilan durante un tiempo a gente de apariencia media, que pueda disponer de inmediato de cantidades no disparatadas: quinientos, mil, dos mil bolos. También a turistas descuidados. Cuando estiman condiciones favorables los abordan en plena calle, saliendo de uno o varios carros, tanto si la víctima va caminando o en carro. Lo agarran. Prefieren que haya dos víctimas en vez de una. Así mantienen una de rehén, en un carro o en la casa, mientras un bandido acompaña a la otra al banco a sacar la plata. Se conectan con celulares. Cuando el asunto resulta oquei, sueltan al rehén y fin. Si pelan, lo intentan de nuevo con las mismas personas hasta conseguir, un día u otro, sus fines. Hay diferentes tipos en esas bandas. Algunos no son asesinos y no ejercen violencia innecesaria. El temor que inspiran es suficiente en la mayoría de los casos. Y los hay que golpean a sus víctimas, se resistan o no, o los matan, sin más. Es un comercio lucrativo en el que no solamente hay delincuentes habituales, sino jóvenes de clase media que vienen del aburrimiento y del desafío. Ya sabe: "¿Qué tanto arrecho tú eres, ah? ¿Cargas pelotas?" Y así cubren sus vicios y afirman su valentía. Estos grupos chocan, a veces, con las verdaderas bandas forajidas. Y entonces sí hay heridos y muertos. Y ni pensar en la policía. Hay agentes conchabados y otros que incluso practican abiertamente la extorsión, abusando del uniforme. En la noche, con ellos se hace como con los semáforos en rojo: no respetarlos. Nadie para ante un semáforo rojo de noche y todos rehúyen a la policía. Ya ve a qué extremos hemos llegado. La Policía Técnica Judicial sostiene, como antes dije, que pocos raptores son asesinos y que el elevado número de muertes que hay al día es por ajustes de cuentas entre bandas, mafias difíciles de controlar, y si hay alguna muerte de ciudadanos normales o turistas es por casualidad o porque al ser atracados se resisten y recurren a la heroica. Y que, en cualquier caso, el nivel de muertes violentas no es mayor que el de cualquier otra gran ciudad del mundo. Ya ven qué teorías tan estúpidas. Lo cierto es que la PTJ está desbordada. Si ustedes piensan caminar, háganlo de día y en zonas pobladas. Aun así, las posibilidades de que algo les ocurra son altas, sobre todo si pasean largo rato. Ellos siguen a sus presas sin que ellas se den cuenta. Y de pronto irrumpen. Usted parece muy confiado en sí mismo y de los dispuestos a jugársela. No lo haga. No olvide que los que atacan no están solos normalmente. Puede verse rodeado por otros que salen de improviso».

En uno de los coches del hotel nos desplazamos a la plaza de Chacaito, donde termina el bulevar de Sábana Grande, de dos kilómetros de longitud y sin coches. Gran avenida arbolada que es una ciudad en sí misma, con todo tipo de tiendas, cafés al aire libre, hoteles, restaurantes, librerías y un mercado longitudinal de puestos de venta de toda clase de objetos. Según parece esta arteria nunca duerme, aunque entre las recomendaciones que nos hicieron estaba la de no visitarla de noche. Ahora estaba llena de familias paseando, niños jugando, hombres de negocios y desocupados llenando los bancos y las terrazas, y un sinnúmero de buhoneros ensartados de baratijas. Hacía muy buena temperatura y el paseo hasta la plaza de Venezuela, comienzo del bulevar, fue muy agradable. Entramos en el metro. Tenía interés en comprobar si era el mejor del mundo después del de Moscú, como pretenden los caraqueños. No nos decepcionó. Salimos en Capitolio, en la avenida Universidad, zona repleta de vendedores en comercios y puestos callejeros. Caminamos hacia el Centro Simón Bolívar, donde las dos torres gemelas de El Silencio señalaban lo más moderno de la ciudad en los años sesenta. Es de lamentar que ahora se haya convertido en una zona decadente, lo que parece ser el destino común del centro de las grandes ciudades. Pero quería ver esas torres. Desde el piso treinta y seis de una de ellas se abarca la ciudad como desde un helicóptero. Al pie, ahí mismo, una iglesia colonial desafía el modernismo. Y allá, protegido por el parque ajardinado de Los Caobos, el Parque Central, una miniciudad con once rascacielos conectados entre sí por pasarelas y túneles, y donde residen y trabajan, según dicen, más de treinta mil personas. En la distancia, al final de la avenida Bolívar, destacan como jirafas gigantescas esas dos torres de vidrio reflectante de cincuenta y seis pisos cada una. Después fuimos paseando por el centro histórico de la ciudad, apreciando el Capitolio, la plaza Bolívar, la Catedral y otros lugares. Íbamos por la avenida Este hacia La Candelaria cuando ocurrió lo que nos habían advertido. Un coche se detuvo bruscamente junto a nosotros, chirriantes los frenos, y de él salieron con rapidez dos hombres de poco peso y mediana estatura. Uno enarbolaba una automática y el otro, un revólver, un 38 me pareció. Este último agarró a Rosa de un brazo y tiró de ella para introducirla en el coche. El asunto parecía irreal. Los coches circulando, las aceras llenas de gente, en pleno día. Y estaban raptando a Rosa. No parecían jóvenes en busca de emociones. Eran patibularios y se movían urgenciados. Sin duda peligrosos. Pero no podía dejar que la raptaran. Cualquier cosa menos eso. Y como no soy alguien a quien haya que recomendar dos veces las cosas, estábamos preparados para situaciones como ésa, dentro de lo que cabe.

—¡Malaria, fiebre! —grité—. Está enferma. Vamos al hospital.

La gente se espantó dejando un claro. El tipo soltó instantáneamente a Rosa, quien se tiró al suelo dejando el campo libre. La actitud del del treinta y ocho era de preocupar. Desconcertado, se movía convulsamente, como si tuviera lombrices.

—¡Venga, carajo! —La voz salió del coche en marcha. Los ojos enfebrecidos del pistolero se fijaron en mí.

—¡Esperad! Tengo plata. Dólares.

Yo iba sin chaqueta, en camisa de manga corta, sin reloj ni bolso, y mis pantalones no mostraban bultos. Era claro que no portaba armas. Sin embargo introduje con mucho cuidado los dedos en el bolsillo delantero.

—¡Alerta, gringo, o te balaseo! —dijo el del revólver.

Saqué los dos billetes de cien dólares que llevaba preparados para tal ocasión. Los mostré.

—No es suficiente, gringo —dijo, mirando el dinero.

¡Joder! Era más de medio millón de bolívares. ¿Cuánto quería?

—No hay más.

—Pues como que usté se nos viene con nosotros, la pestosa no, ¡orita!

—¡Ya, carajo! —gritó el del coche.

Los autos pasaban raudos. Un gran círculo distanciado se había hecho a nuestro alrededor. Éramos el centro de un espectáculo. Vi el brillo de los estimulantes en los ojos del secuestrador. Al avanzar la mano izquierda para coger el dinero, ladeó el cuerpo. Qué demonios. No teníamos casi oportunidad. «Cuentan con el terror que provocan y con la mínima e ineficaz resistencia», recordé. Y también a Ishimi, mi profesor de Marciales durante años, aconsejando: «Cuando la situación se vuelve imposible, actúa como el rayo». Solté los billetes, agarré su mano, le retorcí el brazo y se lo partí. En una acción fulgurante le cogí la mano que portaba el arma y le quebré la muñeca. Sin soltar el cuerpo, y mientras el revólver rebotaba en el pavimento, lo utilicé como escudo y avancé hacia el compinche, que había quedado paralizado. Impacté el cuerpo del herido contra él y ambos hacia el coche. El tremendo golpe hizo bambolearse el vehículo y dejó sin resuello al de la automática. Dejé caer al de los brazos rotos, apresé la mano de la pistola e incrusté a su dueño de cabeza contra un cristal, rompiéndolo y pintándolo de sangre. La automática cayó al suelo. Miré hacia dentro. El tercer hombre tenía las manos sobre el volante y su rostro estaba lleno de alarma. Arrancó el coche de golpe, dejando el campo lleno de estupor. Consciente de que podía haber cómplices, retuve al tipo por el cuello, medio ahogado, escudándome en él y giré en redondo. Rosa se levantó y se puso a mi espalda. Le dije que cogiera los dólares y las armas. Por encima de las exclamaciones oímos el ulular de una sirena. El asunto había durado medio minuto. El coche policial se acercó y de él bajaron dos hombres uniformados de azul marino con las pistolas en las manos.

—Ahí como que se me paran quietos, ¿ah? —dijo el que parecía estar al mando, apuntándonos con su arma. Solté al magullado, que cayó al suelo junto al otro, ambos quejándose. Obedecimos. El policía se volvió al otro, joven y con una cara llena de pelos, y le señaló las armas que portaba Rosa y a los delincuentes—. Caiga esos corotos y barrea a estos coño e madres. —Me miró y, sin dejar de apuntarme, indagó—: ¿Qui’ubo?

Varios testigos hablaron precipitadamente.

—¡Intentaron raptarla a ella!

—¡Él los despachó duro!

—¡Gua, fue bárbaro! ¡Los desarmó, ajuro!

Los agentes guardaron sus armas. El joven se hizo cargo de las de los asaltantes y procedió a esposarlos, inmune a sus gritos de dolor. El mandón, barrigudo, acervezado, se nos acercó cachazudamente. Miró a Rosa y demostró lo mal avenido que estaba con su cuerpo al intentar que pareciera con la marcialidad deseada. Se hinchó como un pavo real, metiendo el estómago. El pesado cinto armado se precipitó hacia el suelo, pero quedó enganchado en su prominente trasero. El agente consintió en perder la gallardía y no sus signos de identidad, pero el asunto lo dejó poco propicio al diálogo. Se acomodó el cinturón y el armamento e intentó recobrar su autoestima.

—¿Glingos? —farfulló.

—Turistas —contesté.

—Pasapoltes.

Se los mostré, los cogió y los examinó pasando las hojas, mientras el otro recogía las armas del suelo.

—Españoles —dijo, mientras anotaba en un cuadernillo. —¿Se ubican?

—En el Tamanaco —dije, cogiéndole los pasaportes en un rápido gesto. Me habían aconsejado no perderlos. Su sorpresa fue genuina. Extendió la mano.

—Señol, devuélvame los papeles, pue.

—No. Ya tomó los datos.

Movió el bigote, soltó el aire y puso la mano en la pistolera.

—Un tipo intrépido, ¿sí? ¿Cómo que quiere caminal a la jefetura, pue?

—Tendrá que ser después del hospital. Mi mujer tiene malaria, íbamos allá cuando nos asaltaron.

El policía retrocedió y mostró un gesto precavido mientras miraba a Rosa, que hacía ostensibles sus falsos sudores faciales.

—Seguramente esto se les ha debido de caer —dije, enseñándole los dólares. Los cogió de un zarpazo y miró en derredor como buscando algún opositor al acto. Luego se volvió a mí y puso gesto de concederme una oportunidad.

—¿Quiere hacel denuncia, señol?

—No. Actúen ustedes como deban. Tenemos prisa.

Mientras entrábamos en un taxi capté las miradas del agente y de uno de los heridos. No supe discernir en cuáles había más resentimiento.