Diez

Entré en la peluquería del Tamanaco Intercontinental, el renombrado y señorial hotel situado en una colina del elegante barrio de Las Mercedes, frente a las verdes montañas de El Ávila, la cordillera que separa Caracas del mar. Estaba mediada de clientes y atendida por atractivas mujeres. Me dirigí a un hombre de unos sesenta años, flamante en su bata blanca, que estaba junto a una caja registradora.

—¿Ernesto Vega?

—Sí, señor. ¿En qué puedo servirle?

—Soy escritor. Vengo de España. Trato de conectar con niños de Madrid que emigraron a este país en los años previos y posteriores a nuestra Guerra Civil.

—¿Niños?

—Sí. Es de razón pensar que pocos de los familiares que los trajeron vivirán ya.

—Tiene sentido. La mayoría perdimos a nuestros viejos. —Sus ojos parecían enormes al otro lado de las gafas—. Escritor, ¿eh? Eso está bien; que se conozcan nuestras penalidades. Es lo que deberían saber los paisanos de ahora, instalados en la bonanza.

—Allá no es oro todo lo que reluce.

—Vamos, menuda diferencia. Igualita la vida de los españoles ahora que la de antes.

Era el arrendatario del local. Me llevó a la zona de espera y nos sentamos en unos sillones. Sin apenas darme tiempo fue desgranando, a veces emocionado, sus peripecias y vicisitudes. El tiempo fue escurriéndose lentamente mientras él seguía hablando, hipotecado por sus recuerdos. Al fin calló, carraspeando, como un coche cuando se queda sin gasolina.

—Usted me buscó. ¿Quién le habló de mí?

—Vengo de Valencia.

—Creí que venía de Madrid.

—De Valencia de aquí, de Carabobo.

—Dijo que venía de España. —Me miró, algo confuso.

—Sí; pero desde Maiquetía tomé un vuelo a Valencia, sin pasar por Caracas. Llegué al hotel anoche desde allí. En Valencia me dieron sus datos.

—¿Quién se los dio?

—Un amigo suyo: Ramiro Céspedes.

—¡Ah, Ramiro! Y ¿cómo está ese gandul?

—Más o menos. Es un hombre bien conservado.

—Pues ahí donde lo ve es mayor que yo. Nunca forzó el lomo; sólo las posaderas. Puede llegar a los cien años. ¿A que estaba jugando dominó cuando lo cazó? —Me vio asentir con la cabeza y continuó—: No falla. ¿Dónde lo encontró?

—En el café Sucre, en la plaza del mismo nombre. En el Liceo me sugirieron que podría estar allí.

—Seguro. Nunca fue un luchador. Buscó el lado tranquilo de la vida. No consiguió sacar adelante sus estudios. Encontró un puesto de bedel en el Liceo. Allí se jubiló y cambió de hamaca. Bueno, como que yo tampoco soy un ejemplo de luchador. ¿Por qué lo envió a mí?

—De los cientos de alumnos que conoció, tiene muy presentes a quienes estudiaron con él, usted entre ellos.

—¿Por qué fue usted al Liceo?

—Es obvio que los niños se escolarizan. Era el mejor sitio donde indagar.

—Y ¿por qué fue a Valencia?

—¿No cree que estamos invirtiendo los términos? Soy yo quien viene a preguntar.

—Tiene usted razón —rio—. Es deformación profesional. Los peluqueros somos unos cotillas. Oquei. ¿De qué se trata eso, señor?

—La idea de escribir sobre los niños emigrantes me la dio esta vieja foto. —Le enseñé una del colegio Cervantes de Madrid, de las encontradas en la documentación del comisario Ocaña—. Supe que algunos de estos niños vinieron acá con sus padres y que se instalaron en Valencia. Esos niños son los que están en círculos rojos. Llegaron en el 46.

El hombre miró la foto con atención y luego dijo:

—Como que conozco a éste, pero no sé; aquí dice Luis y el que yo digo se llama Chus, bueno, Jesús. ¿No le dijo Ramiro?

—Sí, pero necesitaba comprobarlo. ¿Seguro que se llama Chus?

—Bueno, si no es él, se le parece mucho; pero si es él, su nombre es Jesús Manzano Cuevas. Estaba un curso por delante del mío.

—¿No recuerda a nadie más de la foto?

—No. No conozco a ningún otro.

—¿Ni siquiera a éste? —dije, señalando a Julián.

—No. No lo vi nunca. Y a los otros del círculo, tampoco.

—Ramiro me dijo que usted tuvo buena relación con este chico, Chus. Que ambos estuvieron en la universidad de aquí.

—Sí, durante unos tiempos, pero luego la vida se impuso y nos disolvimos. Tampoco llegamos a ser grandes amigos. Yo no completé mis estudios de Ingeniería y con los años perdí de vista a casi todos aquellos compañeros. Ya sabe. Hubo que luchar mucho. Cada uno buscó su camino. Como que no fue el sueño deseado que esperaban nuestros padres. ¿Sabe que la mayor parte de nuestros viejos, de los que insisten en vivir, están arrepentidos de su aventura migratoria? La mayoría, los pocos que van quedando, arrastran su vejez sin haber encontrado El Dorado que buscaban. ¿Y nosotros, los hijos, sin parte alguna en su trascendental decisión de cambiar de país? Salvo excepciones, tampoco hemos visto la luz que cegaba a nuestros padres. Peor, porque tenemos la sensación frustrante de que nuestras vidas fueron cambiadas, de que no sabemos quiénes somos realmente. Ya vio usted a Ramiro. Y ya me ve a mí. ¿Para esto es que nos trajeron? Muchos ahogan su decepción, que no es la suya sino la heredada, por esos casinos, dándose ánimos unos a otros antes de que, como a nuestros viejos, se nos olvide el respirar.

—Aparte de sus emociones, no parece que a usted le haya ido muy mal.

—No me malinterprete. Hemos trabajado y salido adelante. Nos hemos ganado bien la vida, con el lógico esfuerzo pero sin trabas sociales, porque los venezolanos son buena gente y nos recibieron con los brazos abiertos. Pero yo hablaba de algo más: el triunfo, volver a casa rico en unos años, que es lo que pensaban casi todos los que emigraron acá. Yo, bueno, me he defendido. Tengo sesenta y un años. Debería jubilarme, pero no he conseguido reunir lo suficiente para dejar la tarea. Debe usted saber que acá las pensiones no son como las de allá, ni mucho menos. Además, así me entretengo y el trabajo es agradecido. A Chus le fue muy bonito. Su familia tenía varias empresas de mantenimiento industrial, especializadas en refinerías. Estaban bien instalados e hicieron realera. No sé si seguirán con ello porque ahora, con Chávez, lo tendrán jodido. ¿Está al tanto de lo que ocurre en Venezuela?

—No mucho.

—Con solamente dos años al mando Chávez ha puesto patas arriba el país, enfrentando a la gente. El año pasado, nada más llegar al poder, suspendió el Congreso y el Senado, votó una nueva Asamblea Constituyente y consiguió que se aprobara una nueva Constitución, la sexta desde la Independencia, que le permite una concentración de poderes cercana a la de una dictadura. Igual que hizo el general Juan Vicente Gómez, el dictador que tiranizó el país durante veintisiete años, sólo que él lo estuvo haciendo durante tiempo y Chávez lo ha hecho en su primer año. A eso se llama no perder el tiempo. —Giró la cabeza y pareció mirar el movimiento de sus empleadas—. Lo de Gómez fue un verdadero atraco pues se convirtió en el propietario efectivo de Venezuela y de todas sus riquezas, como si de una finca se tratara. Dicen que tenía el setenta por ciento del ganado nacional, que era la riqueza que movía la economía en el país antes del petróleo. Tenía acciones de todas las empresas importantes y cuando llegó el boom del petróleo, lo capitalizó para sí y para su familia y amigos. Cuando murió era el hombre más rico de una Venezuela amordazada.

—¿Cree que Chávez querría ser otro Gómez?

—Hombre, no en cuanto a la eliminación física de sus adversarios políticos, que Gómez convirtió casi en una industria. No tengo a Chávez por un asesino ni creo que quiera almacenar riquezas. Pero en cuanto a lo demás, ganas no le faltan. Su intención es manejar todos los resortes del poder. Ya hizo una intentona golpista en 1992. Aunque pueda haber diferencias en las formas, la gobernabilidad es la misma. Gómez acaparó todos los poderes, y eso es por lo que suspira Chávez. Y en lo económico, no puede haber más paralelismo. Cuando Gómez, el país vivía únicamente de las rentas del petróleo, que, aunque míseras porque el Gobierno sólo recibió el cinco por ciento de los beneficios que generaban los hidrocarburos, fueron suficientes para que el tirano, sus amigos y el Ejército vivieran esplendorosamente. En aquellos años no hubo una sola industria manufacturera. Todo se importaba. Se llegó al absurdo de importar hasta los alimentos más simples, como las habichuelas, porque se abandonó la agricultura. Las gentes venían a vivir del oro negro que fulguraba en las cambiantes ciudades. Los míseros ranchitos que rodean Caracas datan de esa época, hace más de ochenta años, cuando la gente huyó de los campos en una migración interior nunca repetida. Y ahora, con Chávez, lo mismo. Se vive del petróleo, del gas y del hierro; es decir, de las materias primas. La gran industria desapareció y la media está en camino de quebrar. Y, como antaño, todo se importa. A pesar de eso, en junio de este año Chávez volvió a ganar las elecciones por un gran margen sobre el otro candidato, lo que le permite insistir en su populismo.

—Según eso, está gobernando democráticamente. Me imagino que ello será bueno para la mayoría de los ciudadanos, si le votaron tantos. Las reglas del juego democrático obligan a respetar a quien gana en las urnas.

—También Hitler salió elegido en las urnas.

—Es una comparación desacertada. Nadie puede creer que Chávez sea un peligro para la paz mundial.

—¿Sabe? El año pasado lo votaron muchos adecos y copeyanos desencantados de sus partidos, los hegemónicos acá. Buscaban una tercera vía. Se arrepintieron y este año no lo hicieron, pero él ya no necesitó sus votos. Le valen los de sus amigos y los de los marginados, ambos con argumentos distintos. Los amigos están recibiendo el pago de sus favores con la obtención de contratos y puestos importantes. A los de abajo, los que nunca tuvieron nada salvo esperanzas, ¿cómo les paga? Dando una mayor participación popular en el Gobierno a través de los ayuntamientos y grupos sociales, mejorando la sanidad y la educación, subvencionando los productos básicos a los de las clases más desfavorecidas… Todo muy lindo. Pero ¿cómo lograrlo? Subiendo los sueldos y aumentando la carga impositiva a las empresas; una forma de frenar la desigualdad que hace temblar al empresariado. En tan poco tiempo muchos de ellos, foráneos o venezolanos, han venido a quebrar forzada o conscientemente.

—¿No sería mejor esperar a ver el resultado? Usted dice que esto está empezando.

—¡Qué esperanza! Ya sabemos cómo va a ser. La gente dividida, como si viviéramos en dos países diferentes. Todo está radicalizado. Unos matarían a este nuevo caudillo y otros matarían por él. ¿Conoce un caso igual, cuando, como usted dice, recién está empezando su mandato? Todo ha subido escandalosamente, salvo la gasolina. Ahí no se atreve porque se le echarían todos encima. ¿Y la delincuencia? Está en cotas insufribles porque la calle es de los que le votaron. Atracos, secuestros… Hay determinadas zonas de la ciudad donde a partir de cierta hora se establece un toque de queda tácito, como si estuviéramos en guerra. Desde ese momento los turistas y gente normal no deben circular por ellas porque son terreno de los delincuentes. El país se va al carajo, créame. No hay estímulo para la iniciativa privada y la clase media se desintegra. Ha hecho más vagos a los vagos, pues ahora viven del Gobierno, a cambio del voto. En el fondo, todos esos que enarbolan la nueva bandera son unos ignorantes. Seguirán malviviendo en los ranchitos porque eso no se remedia con la demagogia y el populismo.

—Según parece tampoco se remedió con los gobiernos anteriores.

—Puede que nunca se arregle y que esos ranchitos sean como los chamizos de Calcuta o las favelas de Río; algo eterno y que no se quiere eliminar porque sirve de excusa para los programas electorales. —Se tomó un tiempo antes de proseguir—. El estrangular los beneficios de las empresas es lo más negativo para una economía de mercado, porque, sin beneficios, el empresario no arriesga y cierra. Y más gente a la calle, chupando de los subsidios y de la delincuencia. Esto supongo es lo que puede que ocurra, si no ha ocurrido ya, con la familia de Chus, por el que se interesa. Su tipo de empresa requiere de gente especializada y doctorada, con salarios altos. Tendrán que aumentarlos, además de soportar mayores impuestos. ¿Cómo resistir? No es un panorama para envidiar.

—Le noto con cierto resentimiento. Algo que sorprende porque usted no vive de esa industria agredida que dice.

—¿Sabe?, amo a este país. Soy tan venezolano como el Chávez porque he vivido aquí toda mi vida. Y quiero que sea una nación próspera, civilizada y respetada. Y por eso se me sube la tequila cuando veo que camina a la ruina por culpa de dirigentes que sólo saben llenarse los bolsillos.

—Repasé brevemente la historia de este país. Veo que ha habido muchos presidentes. ¿Hubo alguno que tuviera los bolsillos cerrados?

—Ninguno, ¡qué esperanza! Cabe decir, sin embargo, que al menos uno creó algo. Fue Pérez Jiménez, otro dictador que sólo duró seis años. Pero, con todo lo que dicen sobre la corrupción de su Gobierno y las concesiones a compañías gringas que exprimieron al país, y no es mentira, lo cierto es que nunca se creó tanta riqueza para todos, cada uno a su nivel. Hospitales, escuelas, obras públicas, las primeras autopistas, de hasta seis carriles, que conectaron todos los puntos del país, rascacielos, hoteles y una clase media rica como nunca la hubo antes ni la ha habido después. Dio estabilidad al país, lo situó en el mapa del mundo. Fue, después de Estados Unidos, el país más desarrollado y rico de América, con una moneda fuerte y sólida a nivel internacional. ¿Sabe que el sencillo, las monedas en circulación, eran de plata? Los venezolanos iban pisando fuerte por el mundo. Miraban a los vecinos por encima del hombro. ¡Qué decirle! Aquí emigraban cubanos, colombianos, europeos, gringos… Todo el mundo quería venir. Era el país latinoamericano con más canales de televisión en color, con más teléfonos, el primer consumidor de güisqui en el mundo. Se traían los últimos modelos de carros salidos de la industria americana. Ya sé que hoy día el concepto de nivel de vida descansa en otros valores, pero entonces eran ésos. No existían limitaciones para el envío de divisas. ¡Cuántos pisos se compraron en España con la moneda venezolana…! Entonces por un bolo daban veinticinco pesetas. Era tremendo. La gente viajaba fuera, especialmente a Miami, y compraba de todo, la mayoría innecesario. De entonces viene la famosa frase: «Ta barato, deme dos».

Hizo uso de una pausa llena de regocijo.

—Circuló el chiste del que fue al dentista a sacarse una muela picada. «Ta barato, me saque dos». Y se quitó otra muela, aunque sana. —Se echó a reír—. Por acá corrió otro chiste respecto a la abundancia contada de esos años. Ese gallego (aquí llaman así a todos los españoles menos a los canarios, que son «isleños»); ese gallego, como digo, recibe carta de un paisano. «Vente para acá. Aquí todo el mundo se hace rico. La plata, como esta moneda que te envío, está en el suelo. Sólo tienes que agacharte a recogerla». El gallego se deja tentar y viene. Al desembarcar en La Guaira, ve, en el suelo, dos monedas como las que le envió su amigo. Tantea con el pie y aprecia que no es un espejismo. Se queda pensativo y luego echa a caminar, dejando las monedas y diciéndose: «Bah, no voy a empezar a trabajar ya desde el primer día».

Se reía como si le hubieran contado a él los chistes. Le acompañé en el humor.

—Y en cuanto a seguridad, con Pérez Jiménez podías dejar el carro abierto y la vivienda sin trancar. No había robos. Paseabas a cualquier hora y nadie te agredía. ¿Y ahora? Las puertas con rejas, las noches acechadas… Por una peseta dan dieciocho bolos ahora. Y ya no hay monedas porque nada puede comprarse con ellas. Lo más barato está a nivel de billetes. ¡Tanto ha cambiado el país…! Pero no hay nada que hacer. Seguiremos jodidos porque tenemos Chávez para rato, protegido como está por María Lionza.

Le miré con extrañeza.

—¿No sabe lo de María Lionza? —Me miró sorprendido.

—No recuerdo haber hablado con nadie llamado así.

Rio con ganas.

—¿Se hospeda en el hotel? —A mi afirmación, continuó—: Si le provoca, le invito a cenar esta noche, aquí, en el restaurante. Le hablaré de ello.

La vi entrar y me estremecí. Noté el estupor que producía en la gente que ocupaba el hall del hotel. Alta, sobre la treintena, pelo dorado natural. Mi tipo de mujer. Caminó cadenciosamente sobre sus tacones altos portando un maletín y se dirigió a recepción. Luego se desplazó hacia los ascensores seguida por un mozo con una maleta y se llevó todas las miradas. Nada había más bello en todo el espacio. El luminoso se fijó en la planta donde estaba mi habitación. Me levanté y subí. Anduve por el largo pasillo y abrí mi puerta. La mujer estaba dentro y se volvió.

—¿Señor? —Tenía acento argentino.

—Creo que se ha equivocado de habitación. Esta es la mía.

—La tengo reservada. El error es suyo.

La puerta se cerró sola tras de mí. La mujer llevaba una blusa abierta y un botón impertinente impedía que la contemplación de sus senos fuera más allá de lo sugerido. Tenía la esclerótica de color azul pálido, cuando lo normal es tenerla blanca, lo que prestaba un aire mágico a su mirada. Un aroma a lavanda evocaba espacios yerbosos.

—Bueno —dijo—, decídase. Se va o llamo a recepción.

—¿No podríamos compartirla? La cama es grande.

—¿Qué dice? Si no sale inmediatamente, llamaré.

Me acerqué a ella con lentitud, la cogí por la cintura y la besé con la mezcla de agradecimiento, amor y desesperación de siempre. Ella cerró sus brazos en torno a mi cuello y se entregó a la caricia. Cuando abrió los párpados las luces se pusieron a bailar en sus verdes pupilas.

—Amor… No podía aguantar las ganas de verte.

—Rosa…

—Permíteme una ducha —dijo, despojándose de la ropa. Miré su cuerpo desnudo con avidez, nunca saciada la mirada, con la angustia insoslayable de que algo me hiciera perderla.

Más tarde, bajamos al restaurante.

—¿Cómo quedan las cosas por allá? —pregunté.

—Bien. El Centro como siempre y también la familia. Miguelín entiende que su madre se reúna con su héroe.

—No quiero ocupar el lugar de su padre. Quiero sólo que me vea como un amigo, a pesar de la diferencia de edad.

—Eso es lo que realmente convenció a mi padre y a mi tío. Tu discreción y comportamiento son ejemplares. Eres un regalo. —Me cogió la mano y me inundó de miradas—. Gracias.

—Te necesité siempre, sin saberlo. Soy yo el afortunado.

El restaurante del hotel es de una elegancia diferenciada. Los cubiertos son de plata. Por eso, hay camareros que discretamente vigilan para evitar las malas tentaciones de los coleccionistas de recuerdos. En cada mesa hay una lámpara con el foco discreto. No hay más luces, por lo que el conjunto parece un lujoso campamento nocturno con fuegos de grupo.

Ernesto Vega vino con su mujer, Acracia, bien puesta de aspecto, no muy devorada de carnes. A lo largo de la reunión, ella se mantuvo comedida de palabras y juicios, lógico contrapeso para tan locuaz compañero. Cabe decir que, inevitablemente, quedaron arrobados con Rosa, haciendo más expresivo al hombre.

—Le contaba lo de María Lionza —dijo Ernesto, tras los postres—. Es una leyenda. No existió, aunque sus fieles seguidores, a los que se llama marilionceros, llevan tratando de identificarla con la hija de un cacique del pasado para darle una personalidad histórica. El mito se crea, ya ven ustedes, durante la Colonia. Nunca antes habló nadie de esta deidad.

Y desde hace tiempo, afamados antropólogos del país intentan corroborar su existencia en un deseo por exaltar la raza autóctona, sugiriendo unas raíces propias venezolanas. Una absurda exaltación del indigenismo, como en Méjico, cuando existe un mestizaje fructífero e integrador, una realidad plural en toda Iberoamérica.

—¿Cómo es esa María Lionza?

—María Lionza, la Reina, es una joven muy bella, de grandes ojos verdes, negra cabellera hasta la cintura y eterna sonrisa. Es la reina de las flores y reparte su aroma a los necesitados. También es la reina de las aguas, de la naturaleza y de la fauna y flora silvestres. Y, además, la diosa de la fecundidad, de la madre tierra, del amor y de la paz. ¿Qué les parece? Tiene dos santuarios en una montaña del Macizo de Nirgua, al sur de Chivacoa, en Yaracuy, un estado pegado a occidente de Carabobo. A esa montaña le llaman el cerro de María Lionza, fíjense adonde llegó el culto. Esos dos santuarios, el de Sorte y el de Quibayo, son visitados por cientos de miles de fieles que depositan flores y ofrendas y le hacen sus peticiones, que van desde la sanación de enfermedades hasta sus deseos de amor y riqueza. Por cierto, no son bien recibidos los no creyentes ni los mirones.

Miré a Rosa y dije:

—Una Xana.

—Nada que ver. Existen notables diferencias. Su Xana no ha concitado estos rituales de religiosidad y fanatismo. Su hada asturiana es sólo un mito, y hay varias.

—Usted parece una de ellas —aseguró Acracia, mirando a Rosa.

—Lo es —afirmé, con la autoridad que da el creer en lo que se dice. Y estuve seguro de que las sonrisas que siguieron no llevaban ironía sino constatación de un hecho.

—María Lionza es también un ser fabuloso, pero místico —continuó Ernesto—. La gente va en peregrinación a rezarle y pedirle favores, como a Fátima. La Xana no tiene santuario porque no es una santa, sino un hada. Uno se puede enamorar de una Xana, pero nunca de María Lionza. Porque nadie se enamora de la Virgen; se le rinde adoración, algo que no es exactamente el tipo de amor que todos entendemos.

—Estoy totalmente de acuerdo con usted —dije, mirando a Rosa. Añadí—: ¿Qué tiene que ver María Lionza con Hugo Chávez?

—Hace años, un antropólogo llamado Gustavo Martín escribió un libro que tuvo gran repercusión, fundamentalmente entre las masas. Venía a decir que detrás de estos rituales populistas existe un verdadero deseo y creencia, a la vez. La idea de que para el año 2000, en respuesta a sus anhelos de especificidad americana indigenista y a los seculares sufrimientos del pueblo, surgiría un Mesías que conduciría al país por la senda de la justicia, la igualdad y la prosperidad, siguiendo el mensaje de Simón Bolívar.

Nos miró y sus ojos se regocijaron al ver nuestra incredulidad.

—¿Lo ven? Estamos en el 2000. Los deseos y las predicciones se han cumplido. Aquí tenemos al redentor Chávez tras la estela del Libertador. Él se lo creyó porque en su interior hay lugar para el misticismo. Por eso, y cumpliendo el guión, le ha cambiado el nombre al país, que ahora se llama República Bolivariana de Venezuela, ni más ni menos, y ese nombre debe ser escrito y pronunciado en todos los actos y documentos oficiales. Sus partidarios, en los que cabe incluir a todos los marilionceros, rezan para que Chávez permanezca en el poder durante años y cumpla el resto del programa mesiánico. Aquí, en Caracas, la base de la estatua de María Lionza está siempre llena de flores. ¿No vio el monumento? —Me miró—. ¡Ah, la controvertida estatua!

Dejó que una pausa volara entre nosotros como una mariposa.

—Es una estatua rara, singular, voluptuosa y con formas agresivas. Mide unos siete metros y muestra una joven desnuda, con los brazos en alto, montada sobre un danta o tapir, animal que habita en las selvas venezolanas, si bien deformado. Tiene unas tetas de gran impacto visual, grandes, firmes, como un tributo a la fertilidad. El material utilizado no es bueno, por eso está muy deteriorada. Fue erigida en 1953 por encargo de Pérez Jiménez, un gran devoto de la diosa, aunque el propietario de la escultura es la Universidad Central de Venezuela. El escultor fue Alejandro Colina, un caraqueño, ya fallecido. El audaz, más bien sexual diseño de la estatua, le planteó problemas con el estamento conservador de la universidad y por eso se ubicó fuera de los terrenos del campus. En su momento la obra escultórica fue tachada de fea y provocativa. Vean ustedes: una mujer desnuda con unos pechos enormes.

Nueva pausa para que sus palabras causaran la sensación debida.

—Respecto al busto, les contaré que un día, hace años ya, creo que por el 57, la estatua apareció con un sostén de colores. Alguien había tenido la idea de fabricar la pieza y luego, en la nocturnidad, se la colocaron. Era una pieza bien trabajada y moldeada a los senos de la diosa, lo que indica que estuvieron antes a tomarle las medidas exactas. La hazaña fue épica, imagínense, porque la estatua estaba entonces en una rotondita, apenas una islita, de la autopista del Este, cerca del predio de la universidad, rodeada de varias vías de tráfico intenso día y noche. Chocante que en tantos años ningún carro la haya embestido. El cruzar hasta ella furtivamente era jugarse la vida. ¡Ah, fue chévere! ¡Las tetas de la Lionza tapadas! ¡Sacrilegio para sus fieles! Menudo revuelo se organizó. Salió en periódicos, radio y televisión. Las multitudes se arracimaron para ver el espectáculo. Para que calibren el hecho piensen en la estatua que tienen del general Espartero, en la calle de Alcalá de Madrid. ¿Se imaginan que una mañana aparecieran los testículos del famoso caballo cubiertos por un suspensorio rosa? —Rio con total desinhibición—. No había dudas de que la autoría correspondía a los estudiantes. Pero ¿quiénes? Nunca se supo. Bueno; sí se supo pero sin pruebas la cosa no prosperó. Los que colocaron el sujetador a María Lionza fueron, ¿se lo imaginan?: Chus y un amigo inseparable suyo. Toda una hazaña, créanlo. Ahí tienen una muestra del carácter de ese Chus.

La conversación derivó a otros temas. Era muy agradable escucharle sus anécdotas, con la suave música de fondo. Luego Ernesto cambió de paisaje y regresó a la tierra reclamada. El tema le dejó atascado un rato, sin mirarnos. Estaba viendo demasiadas cosas en su interior y todas se le atropellaban deseosas de salir.

—¡Ah, España! He ahí un ejemplo de cómo hacer bien las cosas. En cierto modo es un espejo para el mundo. Sin riquezas naturales, sin recursos energéticos. Y viven en una asentada democracia y a un nivel como jamás tuvieron, a pesar de esa gentuza terrorista. Pero no hace mucho tiempo que todo era diferente. Recuerdo…

Enmudeció y al poco siguió extrayendo imágenes de su memoria.

—Siempre soñábamos con volver al pueblo, ricos, y deslumhrar a los paisanos. ¡Ah! Caí en esa tentación, ¿saben? En 1967 se casaba en Madrid una sobrina. Aproveché para comprarme un haiga y llevármelo. Era un Ford LTD, último modelo. Incluso aquí era un carrazo. Cuando mi padre decidió emigrar acá, vivíamos en Luarca. Y allí aparecimos, ¿recuerdas, mi linda? —dijo, mirando a su mujer—. ¡Díganme cómo quedaron esos paisanos cuando vieron aparecer el Ford…! Fue la sensación del concejo. El carro era sensacional, color caoba. Casi no cabía por las calles. ¡Díganme esos guardias civiles cabrones, que nos habían molido a palos años antes, haciéndonos ahora reverencias y saludos! ¡Esos fachosos ricachones, que tanto despreciaron a mi familia por rojos, ahora inclinando la testuz ante el increíble carro, que parecía venido del futuro…! ¡Qué tanto gocé, gua! Todos creyendo que estaba rico, deshaciéndose en zalemas. A partir de ahí la familia fue muy respetada. Hacían méritos para que cuando volviera al pueblo el paisano rico, o sea, yo, les tuviera en cuenta. Ya ve, nunca regresamos. Luego hicimos el viaje hacia la Corte por esas carreteras de Dios, estrechas, llenas de baches y curvas. Apenas un trozo de autopista llegando a Madrid. Sólo se veían carritos. Allá por donde pasábamos la gente se quedaba con la boca abierta y permanecía mirándonos hasta que desaparecíamos en la distancia. Recuerdo el paso por el puerto de Pajares, que tanto hizo llorar a tantos asturianos porque los que lo cruzaron iban a morir a África o a trabajar de serenos. Pero yo iba como uno de esos sultanes de Arabia. Nosotros nunca habíamos estado en Madrid. Nos sorprendió negativamente. Aparte de la Telefónica, había dos rascacielos nada más, en la plaza de España. La mayoría de las casas, feísimas, de ladrillo rojo. Sólo en el centro, el cruce del Prado con Alcalá en Cibeles, era bello. El atraso era enorme con respecto a Caracas. La boda de la sobrina se celebró en el hotel Eurobuilding, ¿sigue ahí? —Asentí con la cabeza—. ¡Díganme esos guardias urbanos abriéndonos paso…! ¡Díganme esas gentes asombradas mirando el carro…! Pero a los pocos días ya estábamos deseando volver. ¡Ah, cómo extrañábamos Caracas, rutilante, moderna, llena de vitalidad, al lado de la adormecida España…! Y volvimos, claro. Pero aquellos momentos ya nadie nos los ha podido quitar.

No abandonó su mente del pasado. Sus recuerdos estaban ahí, haciéndole gozar y torturándole a la vez.

—Mi padre, ya mayor, se lamentó de no haber vuelto en su momento. Tenía sesenta y tres años y algún dinero ahorrado para haber puesto algún comercio. Pero nosotros, los hijos, no le secundamos y ellos, mis viejos, no quisieron irse dejándonos aquí. Luego el tiempo pasó. Cuando mamá murió, él dijo: «Debí haberme ido a casa, con tu madre, cuando pude. No quisimos dejaros». Vivió con Acracia y conmigo hasta su muerte. Cuando ocurrió, nos reunimos para repartir la herencia. Mis hermanos creyeron que tenía un tesoro guardado. Fuimos al banco a sacar sus ahorros. La inflación se los había comido. La moneda fuerte era un sueño del pasado…

Hizo una pausa prolongada, con los ojos cerrados. Tardó tanto en hablar que creí que estaba echando un sueñecito.

—Recuerdo mucho a mi padre, cada vez más. Era asturiano de raza, nacido en 1904 en un pueblo más arriba de Pola de Allande, en la Sierra de Ablanedo, por las inmensas montañas del occidente astur donde el lobo rondaba y en los inviernos los árboles estaban siempre escarchados. Cuando se hizo muy mayor, no hace tanto tiempo, yo le llevaba todas las tardes a la plaza de La Candelaria, tradicional lugar de encuentro aquí de los españoles. Allí hablan y juegan a cartas, dominó y ajedrez en los bancos, al aire libre. Y también lloran porque, en el fondo, todos ellos son unos abusados. Si ustedes se acercan podrán comprobarlo. Cuando alguno tarda en ir los demás saben por qué. Yo le dejaba en uno de esos bancos y siempre, al marchar, me decía: «¿Volverás por mí?». Un día le pregunté qué significaba esa reiterada pregunta cuando estaba claro que tanto le quería y que regresaría para llevarle a casa. Él me hizo sentar a su lado y me pidió parte de un tiempo que pocas veces le dedicaba. Me dijo: «Te contaré algo terrible. ¿Recuerdas cuando con tu madre volví a casa, a Allande, a mis paisajes de Asturias? Seguían las montañas y los robles, aunque habían plantado muchos eucaliptos, árboles ajenos a la tierra. Algunas casas habían desaparecido y también tus abuelos, familiares, vecinos y amigos que allá quedaron cuando nos trasladamos a Luarca, antes de venirnos a esta tierra, con vosotros tan pequeños. El pueblo agonizaba. Pero ¿sabes?, la piedra seguía allí, en lo más alto y solitario del monte». «¿Qué piedra, padre?». «La de la soledad y la muerte». Algo sobrecogido insistí: «¿Qué pasa con esa piedra, padre?». «Eramos todos tan probes en el pueblo, tantos los guajes y tanta la miseria que cuando un mayor se hacía muy viejo y no podía ayudar a las tareas ni valerse, se le llevaba a esa piedra y se le dejaba morir. Una boca y una responsabilidad menos». Le miré asombrado. «No me lo creo, padre». «Puedes creerlo; es la verdad. Era costumbre que venía de generaciones, en todas las familias de esos pueblos. Por eso, a veces, coincidían varios ancianos en el abandono. Pero la piedra era grande y había sitio de sobra. Mi padre, tu abuelo, lo hizo con mi abuelo. Cuando lo llevó, la nieve cubría el verdor y el viento arremolinaba los copos. Al dejarle sobre la piedra, mi abuelo habló a su hijo: "Aquí mismo, hace años, yo dejé a mi padre como él dejó al suyo y como tú estás haciendo ahora conmigo. No te entristezcas, es la ley de estas tierras míseras. Y a ti te traerá en su día uno de tus hijos". Eso me lo confesó mi padre, tu abuelo, tiempo antes de que viniéramos a Venezuela. Contemplé entonces a mi abuelo de manera diferente y me pareció más extraño que de costumbre. Era un hombre duro, siempre trabajando, de pocas palabras y ninguna risa; frugal, ahorrativo. Siempre con las mismas ropas y la boina cosida a la cabeza. No lo podía imaginar dejando a su padre que muriera de frío en el monte o comido por los lobos. Pero entonces entendí su gesto habitual entre estoico y fatalista: estaría convencido de que él iría también a la piedra de la soledad y de la muerte porque él había cumplido con ese rito. Me estremecí. No me imaginaba a mi padre y a mis tíos haciendo eso con él. En un aparte dije a mi padre, tu abuelo, que esa tradición tan bárbara debía ser interrumpida. Y él me prometió que mi abuelo moriría en la cama. Y eso es como sucedió según me contaron mis tíos en aquella visita que hice con tu madre».

Ernesto dejó que el relato inundara nuestras mentes. Miré a Rosa y vi el horror en sus ojos.

—¿Eso ocurría en Asturias, de verdad? ¿En mi Asturias?

—Sí, en nuestra Asturias. Es verdad. Créale —dijo Acracia, sosteniendo la mirada de Rosa.

—Puede comprender cómo me dejó la confidencia —continuó Ernesto—. Miré el rostro hundido de mi padre, su cuerpo apesadumbrado. Estábamos rodeados de gente charlando, de puestos de helados, de niños jugando y del inacabable trinar de los pájaros. Pero era como si él estuviera en soledad, vencida la fortaleza que siempre tuvo. Me miró, los ojos húmedos: «¿Ves ahora por qué te hago esa pregunta, hijo? Pienso que un día puede volver la tradición y me dejes en este banco como mi abuelo hizo con su padre en aquella piedra, hace tantos años».

Ernesto Vega cayó de nuevo en la melancolía y Acracia se solidarizó con él. Respetamos su silencio hasta que el tiempo se hizo sólido, lo que me permitió acomodar la tremenda historia en los archivos de mi mente. Luego hablé despacio, buscando traerle sin estridencias a la actualidad.

—¿Qué me dice de Chus? ¿Cómo era cuando lo trató?

Esperé el tiempo necesario para que la terrible historia volviera a arrinconarse en el desván de su memoria.

—Era muy inteligente, de los más listos. Se hizo notar desde el primer momento. Salió de ingeniero. No todos pudimos decir lo mismo. Las muchachas perdían las pantaletas por él. Estuvo recorriendo el país durante dos años, solo, perdido en las selvas de oriente como aquellos conquistadores nuestros.

—¿Por qué se hizo notar?

—Lo querían descalificar, al principio, en la niñez, lo que dio lugar a broncas entre los matones de siempre y sus defensores. Luego el tiempo puso las cosas en su sitio.

—¿Por qué se metían con él?

—Cuando llegó era un muchacho tímido y asustadizo, largo y desgarbado. Y, además, mudo.

—¿Mudo? ¿Sordomudo?

—No, sólo mudo. Era normal en todo pero no podía hablar.

—Tenía entendido que los mudos al final se vuelven sordos.

—Si eso es así, no fue el caso de Chus. Oía como un topo.

—¿Nunca habló?

—Tengo como diez años que no le veo. Pero seguía igual la última vez que nos encontramos. Espero que todo le esté sonando normalmente.

—¿Sabe dónde vive?

—Él iba por Isla Margarita, como que tenía algo por allí. No sé más. Pero no será difícil para usted dar con él. ¿No me encontró a mí?

—¿Le suena Daniel Molero Pérez?

—Claro, como que era inseparable de Chus; cuerpo y sombra. Un tipo armado y también agobiado de muchachas. Es el que ayudó a Chus a ponerle el sujetador a María Lionza. Se hizo ingeniero. Y es de los pocos de nosotros que marcharon a España a hacer la mili; a África, en realidad, lo que nos sorprendió porque rompió con la vida feliz que llevaba sin que nadie le obligara a ello. Aunque lo que más nos extrañó fue que su inseparable Chus no marchara con él sino a las selvas, como antes le dije. Pero él no está en esa foto de usted.

—¿Y en esta otra? —dije, enseñándole la que me dio Antonio Morante. Miró la imagen. Luego levantó la cabeza y me contempló.