Nueve

Javier es un hombre por encima de los cincuenta años, alto y delgado, de pelo escaso y mirada de inacabables paisajes. Llevaba un chaleco de muchos bolsillos e imaginé que en ellos guardaba buena parte de sí mismo, como una segunda piel. Tiene una empresa con otros amigos y se dedican a viajar haciendo reportajes de naturaleza y lugares remotos, que luego venden a las televisiones de varios países. También hacen entrevistas a personajes singulares del tercer mundo. Una barba ligera ponía el necesario aire aventurero a sus agradables facciones.

—El mundo se nos va de las manos. Cada vez quedan menos lugares vírgenes. La contaminación alcanza límites insospechados. Nada puede detener la destrucción de lo natural.

—¿Tan es así? —dije.

—Sí. Es una esperanza falsa la de que el hombre resolverá en consecuencia cuando se percate de la tragedia. Cuando en verdad se apreste a ello, no habrá nada que salvar. Cuando no existan los animales salvajes, ni las ballenas; cuando el mar esté podrido y los corales hayan muerto; cuando las selvas hayan desaparecido, cuando…

Estábamos en el restaurante asturiano situado entre la plaza de Las Descalzas y la de Callao. Buena comida aunque el servicio, quizá debido a la abundante clientela, puede mejorar.

—Estamos en el corazón de una ciudad europea, alimentándonos de peces salvajes que el hombre persiste en cazar, en vez de criarlos en grandes piscifactorías, como con respecto a la carne hace con el ganado. Nos hemos comido nuestros recursos de pesca y ahora queremos arrebatar los caladeros de los países pobres.

—Como ves —señaló Sara—, Javier es único para irradiar optimismo. A la mínima cae en esta melancolía.

Él la miró y pasó sus dedos morenos y fuertes por una mejilla de ella, en un gesto lleno de intimidad en el que había amor pero también despedida, como si viera que la vida se estaba acabando.

—Voy a espaciar mis viajes. Haré más tiempo de montaje y documentación. No quiero estar lejos de ti. Necesito nutrirme de la sencillez con que contemplas todo, esa sonrisa permanente.

—No es por mí —coqueteó ella—. Te entristece lo que ves por ahí y quieres cerrar tus ojos para que tu corazón no sufra.

—Es verdad. Por las dos cosas. Pero la principal eres tú. —Se volvió a mí—. Eres hombre de menos viajes. ¿Cómo lo ves?

—Tienes razón. Pero ninguno, en el fondo, estamos ayudando a la conservación de las especies y la naturaleza. Compramos los pisos que los especuladores del dinero construyen quitando tierras a los campos. Tus reportajes, hechos con espíritu de alarma, van a ser vistos por gente cómodamente instalada en terrenos que antes eran de los pájaros y jabalíes. Y los ven en televisores adquiridos, como el resto de los electrodomésticos, en industrias que contaminan. Y en las vacaciones se marchan a destruir Galápagos o Madagascar con su turismo agresor.

—Y no hablemos del agua —reforzó Javier—, excusa para guerras futuras por su escasez.

—Vaya par de optimistas. Sois la alegría de la huerta —dijo Sara—. Pero si nada podéis hacer, ¿por qué os atormentáis?

Javier y yo nos miramos y sonreímos como dos niños a quienes reprende la maestra.

—Bien —dijo él—. Sara dice que tienes otro caso retador.

—No es nada comparado con lo que haces. En verdad te admiro. Yo resuelvo casos, pero tú ayudas a salvar el mundo. Tienes anécdotas para llenar un libro. Sara me contó algo de aquella de los lagartos en Nigeria.

—Sí —rio—. Es una anécdota menor, sin relevancia.

—Repítela —animó ella.

—Fue en el sureste, casi en la frontera con Camerún. Había llegado desde Lagos hasta Aba en un vuelo nocturno de «válgame Dios», que es lo que dice la gente al subirse a uno de esos destartalados aviones de hélice. Tenía que entrevistar a un anciano jefe de tribu que, cuando el coronel Ojukwu secesionó Biafra de Nigeria en 1967, se unió a los separatistas. Fueron tres años de guerra. Me contó cosas terribles, pero ésa es otra historia. Desde el aeropuerto un jeep me llevó aquella noche por una carretera sajada en pleno bosque ecuatorial hasta una instalación turística moderna, de cabinas individuales en línea de tierra. Era noche cerrada y la luz eléctrica había sido cortada. El registro estaba alumbrado por faroles de queroseno. Un hombre me acompañó hasta la cabaña. «La luz vendrá enseguida», dijo. No vino en toda la noche. Me dejó un farol con el que me valí mientras me acomodaba. Como no era posible escribir, leer o ver el paisaje, decidí acostarme. Dejé la ventana abierta, protegida por una mosquitera, para aliviar el tremendo calor húmedo y apagué la llama. Caí en sueño. Me despertaron cosas que se arrastraban, ruidos desconocidos, como de pelea. Prendí el farol. Las paredes y el suelo estaban llenos de enormes lagartos y arañas, como en las películas de terror. La débil iluminación alargaba sus sombras haciéndolos parecer más grandes y monstruosos. Cerca del baño otros lagartos contendían con unas serpientes, luchando por su vida. La luz espantó la escena. En un momento todos los bichos desaparecieron por la puerta del baño. Fui hacia allí. La mosquitera de la ventana estaba rota y, en el muro, en la parte del suelo, había un tremendo boquete con aspecto de haber sido ocasionado para reparar una avería en el conducto de salida de aguas. Ya no pude dormir en toda la noche. Cuando las luces del día llegaron, vi que el motel estaba instalado en plena selva profunda. Fíjate bien: hablo de bosque ecuatorial, la espesura más umbría, húmeda e impenetrable del planeta; la pura selva virgen formada durante millones de años. Una gran parte de esa espesura verde había sido talada totalmente, hacia el este. Allá abajo, en la inmensa explanada inventada a costa de vida silvestre, no muy lejos, unas máquinas movían la roja tierra para construir unas instalaciones de Mercedes Benz. No sé qué pensarían fabricar allí esos alemanes. Pero ¿sabes?, mi impresión nocturna no fue de terror en ningún momento. Todo lo contrario. De culpa y dolor por mi condición humana. Es lo que antes hablábamos. El sitio era natural, de los animales salvajes. Nosotros lo habíamos invadido y mis bichos nocturnos sólo buscaban los lugares donde llevaban viviendo desde los orígenes. Reclamaban su sitio. No volví. Pero me imagino que esos árboles habrán sido cortados, el lugar arrasado de construcciones y los animales exterminados con insecticidas y por la destrucción de su hábitat natural.

—Este es el hombre que elegí —dijo Sara—. ¿Qué te parece? Sé que además de amante debo ser quien le cure sus heridas del corazón y de la mente.

—Eres una gran doctora —dijo Javier. Luego habló con voz nostálgica—. Hay un lugar recóndito en el que, algún día, si Sara me secunda, me gustaría vivir. Está en el sur de Chile. El mundo se detuvo allá cuando se creó.

Ella se inclinó y puso un beso fugaz en sus labios, de esos que permanecen en el recuerdo.