Sara me abrió su sonrisa.
—¿Qué tal por París?
—Puede que haya encontrado una pista o el principio de una. —La miré—. Estás magnífica.
—Si tienes tiempo podrías venir a comer con Javier y conmigo. Así os conoceréis.
—Hecho —dije, reflejándome en sus ojos—. Me encanta saberte tan feliz.
—Lo sé.
Durante el vuelo de vuelta a Madrid, recordé que se había echado en falta una cantidad de dinero de la caja fuerte de Rafael Alcázar. Ya en mi despacho releí los informes y medité. Había una coincidencia insoslayable: Mateo y Rafael trabajaban en el Matadero cuando las desapariciones del 46 y ambos se eclipsaron casi a la vez en el 59. Si Antonio hubiera mencionado lo de los billetes encontrados en la habitación de su hermano, Ocaña habría deducido lo que yo: que ese dinero podría haber sido todo o parte del que faltó en casa de Alcázar. Era lo más probable, porque ¿de dónde iba a sacar Mateo tanto dinero, recién licenciado? Se abrían varias incógnitas. ¿Se lo dio o prestó Rafael? Si fue así, ¿a cambio de qué? Y, si no, es que Mateo le obligó a dárselo. En esta suposición de forzamiento, ¿por qué no se lo llevó todo o más cantidad, de lo mucho que al parecer había? En ambas hipótesis, ¿qué ocurrió con Rafael? Si él y Mateo desaparecieron en días cercanos, ¿marcharon juntos? No era probable. Quedaba descartada la posibilidad de una huida sentimental conjunta, incluso aventurando que Rafael hubiera descubierto tardíamente una pasión por los hombres, dada la clara heterosexualidad de Morante. Tampoco eran plausibles las pistas falsas de una escapada marital ya que, aunque hay maridos que van por tabaco y no vuelven, Rafael parecía haber estado alejado de esa tentación, según los testimonios. No. Rafael no decidió su ausencia, porque, fuera cual fuese el motivo, nunca se hubiera ido dejando tanto dinero, necesario para emprender una nueva vida. Había que inclinarse, por tanto, por la hipótesis de que hubiera sido raptado por Mateo una vez hecha la entrega del dinero. Si lo hizo, la hazaña desmentía su fama de burdo, ya que fue de gran pulcritud al no dejar rastros ni testigos y sí la pista equívoca de una deserción conyugal. Y si lo raptó fue para matarlo. No había otro argumento. Pero ¿por qué matarlo? ¿Podía ser por motivos de seguridad, para evitar la denuncia, en caso de haber sido sólo una acción de simple robo? En ese supuesto, ¿por qué Morante no escogió a otra víctima y sí precisamente a ésa? Porque mantendrían algún tipo de relación. Mateo se agazapaba en mi mente como un tumor. Estaba claro que él tampoco decidió el uso de su libre albedrío y marcharse, por la misma razón que no lo hizo Rafael: porque no hubiera dejado ningún dinero tras de sí. Si la intuición de Antonio era correcta, ¿quién le secuestró de su casa y lo mató, con la misma eficacia que en el supuesto caso de Rafael? ¿Qué Hércules podía haber obligado a ese coloso en plenitud de sus fuerzas, y por qué razón? Noté que la claridad se abría paso. Los misterios de los destinos de Mateo y Rafael estaban relacionados con los del 46. Eso lo explicaría todo. Pero ¿tan terribles fueron que tantos pagaron por ello? ¿Y quién movió las piezas finales? Un momento.
¿Y ese amigo misterioso, el que se iba a Venezuela con él? Insistía en aparecer en esas fechas cruciales. Tenía su nombre y su fotografía. ¿Y qué? ¿De qué valía eso? ¿Quién más lo vio? Lo que Antonio intentó en el Consulado venezolano para localizar a su hermano no serviría ahora, cuarenta años después. Todos los registros de entradas estarían destruidos, porque no eran asuntos judiciales. Tampoco en el Gobierno Militar encontraría nada, suponiendo que guardaran datos tan antiguos, salvo su paso por el Ejército. Miré la lista. Quedaba el A. Y ahora, después de la reflexión, también el F. Eran las 10.50. Salí del despacho.
—¿Has elegido sitio? —sonreí a Sara.
—¿Te parece el Parrondo?
—Me vale. Nos vemos allí.
Era temprano, hacía frío y el cielo estaba cubierto por nubes sin agua. De vez en cuando un rayo de sol penetraba como un obús y pintaba de oro una porción de gris. En una rama de un pino vi, a contraluz, un gorrión desperezándose en un dardo solar, que había conquistado una zona intocada. El rocío se evaporaba y el ave estaba envuelta en una neblina dorada. Era como una jaula sin paredes, ajena a tanto estropicio; una muestra del edén soñado. Pensé en Rosa, y un tumulto de añoranzas buscó disociarme de la realidad. Miré la rama. El gorrión se había ido pero el espacio seguía allí, como la entrada a una dimensión invitadora. Me moví. La perspectiva cambió y el estrépito recuperó el lugar. Pero no pudo raptarme a Rosa ni a la esperanza de los colores blancos.
Busqué el número treinta y cuatro de la calle de Raimundo Fernández Villaverde. Es un bello edificio retranqueado y con un jardín en la parte delantera, llamado Géminis I, que ocupa toda una manzana. Su fachada es de aglomerado gris y las ventanas están llenas de plantas. En el amplio portal, único acceso a las seis fincas que componen el inmueble, un portero tras un largo mostrador de mármol. Le di el nombre de Juan Barón Díaz. Salí a un sorprendente jardín con una fuente en cascada en su parte central. Palmeras, rosales, cipreses y otros árboles sirven de refugio a bandas de pájaros. Los ventanales rodean el inmenso patio semejando un claustro moderno. Otro portero uniformado me recibió. Llamó por el interfono.
—¿Sí?
—Señor Barón, un señor llamado Corazón Rodríguez desea hablar con usted.
—¿Corazón, dice? Pregúntele qué es lo que quiere.
—Está relacionado con el comisario Ocaña —dije, acercando mi voz al micrófono.
Se hizo un largo silencio.
—¿Es usted policía?
—No, detective; pero me envía él.
Subí hasta el sexto piso. El ascensor encaró un descansillo con dos puertas. Una estaba abierta y un hombre de baja estatura y buen aspecto, ligeramente entrado en carnes, me miraba desde el umbral con cara de sospecha. Nos dimos la mano y me hizo pasar a un amplio salón con vitrinas llenas de figuritas y una librería corrida plagada de libros. Una mujer de baja estatura, algo gruesa, se asomó a una puerta. Él dijo:
—Es un detective. Quédate. —Se volvió a mí mientras ella se sentaba sin quitarme ojo—. El comisario debe de estar muy mayor.
—No vive ya. He sido contratado por su hija.
—Es extraño.
—¿Se refiere a mi nombre?
—Bueno, sí. Pero más que, al cabo de tantos años, aparezca la sombra de ese comisario. ¿Cómo ha dado conmigo?
—Es mi trabajo, aunque no fue fácil. Parece como si usted quisiera borrar todas sus huellas.
—¿Por qué lo dice?
—Nada hay a su nombre. A veces creí que buscaba a un fantasma.
—No me persigue nadie, ni acreedores, ni Hacienda, ni policía, ni jueces. No hay nada punible en mi vida. Puedo actuar como me plazca mientras no atente contra derechos de otros.
—Es cierto. Lo creo, pero es muy extraño que alguien tome tanto cuidado en no dejar pistas.
—Expliqúese.
—Su vida fue muy importante para el comisario Ocaña. Le puso un guardaespaldas cuando era niño. Le siguió la pista durante su adolescencia. Yo la completé en parte, a pesar de las trabas que usted puso. Porque creo que es importante para resolver el caso.
—Déjese de rodeos. ¿Qué sabe de mí para afirmar eso?
—Usted resultó excedente de cupo en la mili. Cumplió con el Ejército tres meses en un Cuartel de Infantería en Cuatro Vientos. De su antigua casa en la calle de Jaime el Conquistador pasaron a un piso en propiedad en la urbanización Ciudad de los Ángeles, bloque 31, en Villaverde, a la salida de Madrid por la antigua carretera de Andalucía. De allí desaparecieron en 1961. El comisario tenía su DNI pero no pudo seguir su pista porque constaba su domicilio de la Ciudad de los Ángeles y siguió constando cuando lo renovó.
»El comisario siguió pulsando otras posibilidades; pocas, en realidad, salvo que hubiera habido denuncia y orden de búsqueda por un juez, que no era el caso. Entonces no se hacía declaración de la renta y la Seguridad Social distaba de ser un organismo administrativamente eficiente. Por otro lado, el Ministerio del Ejército le informó de que Eliseo, Gerardo y los hermanos Montero… —me interrumpí; él permaneció sin inmutarse— no se presentaron a filas al ser llamados y, como no había constancia fehaciente de su muerte, fueron declarados prófugos. Del único que hay constancia, además de usted, es de Mateo Morante, ¿le recuerda? Él hizo la mili en Marruecos y se licenció en 1959. ¿Sigo?
Él me miraba muy serio, y no contestó.
—He seguido la pista de Mateo, que se disuelve en el misterio, como esos amigos de usted desaparecidos siendo niños. Así que no me quedó otra fuente testifical que usted; por eso le busqué. Su nombre no está en la guía telefónica. Lo intenté con su DNI. Ahora, y desde hace años, consta en la calle de Gaínza, en el barrio de Orcasitas. Pero no vive allí, obviamente. Hay una familia. No soltaron prenda. Sólo que llevan viviendo en esa casa veinte años y que no le conocen. Intenté averiguar si vivía. Por si no lo sabe le diré que no existe un registro unificado de defunciones. En los registros civiles de los partidos judiciales, dependientes del Ministerio de Justicia, sólo constan los que nacen y mueren en su jurisdicción. Hay que conocer previamente en qué lugar exacto, pueblo o ciudad, murió el que se busca, que era lo que el comisario y yo ignorábamos de usted. Por ese lado, imposible. Así que fui a la Agencia Tributaria. Un funcionario se ganó una buena propina al darme sus datos fiscales y asegurarme que había hecho la declaración de la renta el año pasado. Pero no hace declaración de patrimonio, lo que significa que este piso no está a su nombre. Eso sí, estaba vivo, pero el domicilio es el de la calle Gaínza. Por ese lado encontraba otro muro. Me dirigí al Instituto Nacional de la Seguridad Social. No dan datos si no es al titular o familiar autorizado. Pero conseguí de una encantadora señorita saber que está usted cobrando una pensión, que se abona en el Banco de Santander. Llamé al director de mi agencia. Localizó la cuenta y el domicilio: calle Gaínza. —Intenté que viera en mi mirada no una acusación sino una complicidad—. Ninguna otra cuenta en ningún banco ni cajas principales. ¿Tarjetas de compra, VISA y demás? No. Fui a El Corte Inglés y pedí una factura a su nombre. En su base de datos usted no consta. Muro. ¿Comprende que en sí mismo, su caso incitaba a la averiguación?
Siguió mirándome sin decir nada y acentuando su gesto hosco.
—Por tanto, volví al expediente del comisario. Decía que usted había trabajado en los laboratorios de una empresa química, llamada ENCASO, del INI, pero que se había cambiado al MOP, de topógrafo. Así que fui a los Nuevos Ministerios. Averigüé que había dejado de vagar por el campo y había pasado a las oficinas de Administración general, en la escala de auxiliar administrativo. ¿Sigo?
—Estoy fascinado. Se ha tomado más trabajo que Menéndez de Avilés cuando buscaba la fuente de la eterna juventud. Habrá que ver si ha merecido la pena.
—Puede que dependa de usted. —Nos miramos y convinimos una pausa—. Continúo, si quiere; pero antes, una pregunta: ¿cómo ese cambio de respirar como los pájaros a encerrarse en una oficina cuando, según dice su informe, salió del laboratorio porque no aguantaba el estar encerrado entre paredes?
Se tomó un buen tiempo antes de decidirse a contestar. Y luego habló, como si hubiera estado deseando contar su experiencia.
—El tiempo nos hace variar. Y como está claro que me ha encontrado, satisfaré su curiosidad. Es cierto que vivía al aire libre, lo que no significa vivir en un edén. Había días de lluvia, frío, calor… Eso sí, estaba sano como Tarzán. Me recorrí España tomando nota de los accidentes y estado general que presentaban las carreteras, la mayoría sin arcén y con bordillos. Fíjese qué gasto inútil. ¡Bordillos en las carreteras! Entonces no había más autopista que la de Villacastín. Viajábamos el ayudante de Obras Públicas, el chófer y yo, que era el ayudante del ayudante. Ahora no se llaman así: son ingenieros, como los otros. Aprendí a usar la mira y cosas como luz, gálibo, zona de servidumbre, guardacantón, releje, etcétera, ya que tomábamos nota y medidas de mojones, registros de aguas, acequias, puentes, desvíos y demás. Un mapa completo de las carreteras desde su inicio.
—Celebro que le guste hablar de ello.
—¡Oh, sí! Recuerdo muy bien aquella época. Además ganaba mucho dinero. Aparte del sueldo teníamos extras. ¿Por qué no decirlo? Había un presupuesto para daños temporales: riadas, corrimientos y cosas así, que rara vez se cubría y había que gastarlo en el mismo ejercicio. Así que los ingenieros jefes lo repartían entre sus equipos, según los cargos, justificándolo como dietas de viajes no hechos. Por ejemplo: un recorrido hasta Santander, que no se hacía pero que se rellenaba en el informe como realizado al hacer la liquidación. A mí me caían a veces cien mil pesetas, en negro, pues no se reflejaba en nómina. Puede calcular lo que se embolsaban los ingenieros jefes.
—Me deja boquiabierto. Era una buena cantidad de dinero. Sigo sorprendiéndome de que lo abandonara.
—No es difícil de entender. El empleo se basaba en contratos de obra. En cualquier momento podía ser cesado, ya que no estaba en nómina fija en el Ministerio. Ésa fue la razón. Necesitaba una seguridad. Un día, en el tablón de anuncios, vi las convocatorias al Cuerpo de Auxiliares. Me presenté, aprobé y ya entré como fijo.
—Somos unos groseros —dijo la señora—. ¿Quiere beber algo?
—Agua, por favor. —Le sonreí y miré a Juan—. O sea, que pasó usted de andar por el campo al departamento de Hacienda.
—No. Lo de Hacienda vino más tarde, cuando oposité al Cuerpo de Gestión, el máximo, pues había obtenido la certificación de estudios de Acceso a la Universidad. Clavé los codos y aprobé la convocatoria. Tenía ya mi propio despacho, un buen sueldo, y una secretaria.
—Eso de la secretaria es lo que más le gustaba a este mujeriego —dijo la mujer al acercarse con el agua.
—Mujer… —Me miró—. La verdad es que el haber estado por esas carreteras era un relajo, aunque no sirvió para nada cuando llegaron las autovías y luego las autopistas. Todo aquel trabajo no tuvo consecuencias prácticas, tal y como ha cambiado todo.
—Espero que haya sido para bien —acoté, dándole cuerda.
—¡Qué decirle! Tenemos mayores comodidades en casa: calefacción, televisión, nevera y todas esas cosas; pero ¿y el trabajo? En mi tiempo todo el que quería trabajar estaba empleado. Había continuas ofertas y empresas con mucho personal. ¿Oyó hablar de Standard Eléctrica? Fabricaba teléfonos y centralitas. Unos treinta mil empleados en las plantas de Madrid, Toledo, Villaverde y Maliaño. Pleno empleo ¿Puede imaginar una empresa así? La población de muchas capitales de provincia no alcanza ese número. Los trabajadores tenían distintos horarios porque los talleres no paraban. Veinticuatro horas de actividad ininterrumpida. Sólo en la central de Madrid, en el hermoso edificio principal de la calle de Ramírez de Prado, que milagrosamente se conserva y que construyó en 1928 el arquitecto Álvarez Naya, eran más de veinte mil empleados. Había economato, centro deportivo, jardines para el relajo, consultorio médico infantil y para adultos… Eso hacía que todo el barrio estuviera siempre inundado de gente caminando y atiborrando los comercios, de los turnos que entraban y salían. Vea usted ahora el paseo de las Delicias. Atestado de coches en tapón y con escasos viandantes. El mismo escenario y otro mundo. ¿Y El Corte Inglés? Fabricaba ropas con el nombre de INDUYCO, Industrias y Confecciones, en la calle de Tomás Bretón. Miles de chicas haciendo camisas y demás, que también se desparramaban por el paseo de las Delicias con sus risas contagiosas y sus anhelos gritados. Usted mencionó la Empresa Nacional Calvo Sotelo, donde yo trabajé. Ese inmenso recinto ya no existe. Todo ese tinglado desapareció para hacer viviendas. ¿Sigo? Se ha cambiado la industria por el ladrillo. ¿De qué vamos a vivir cuando la construcción llegue a su techo? Jubilaron a la gente anticipadamente. Menos mal que yo me salí y busqué mi horizonte. Me encuentro, en ocasiones, con antiguos compañeros que se dedicaron a dejar pasar la vida, con cincuenta y tantos años. Sombras de los hombres que fueron. Recuerdo aquellas instalaciones, el bello edificio central de laboratorios y oficinas que en 1949 hizo el arquitecto Moreno Barberá, la preciosa librería con miles de volúmenes portadores de conocimiento técnico… Todo se lo llevó el viento como en la película de Clark Gable. ¿Sigo? Manufacturas Metálicas Madrileñas, un centro productor de aluminio para usos industriales y caseros. Al estar subvencionado, el producto salía a precios muy bajos. ¿Qué ocurrió para que lo cerraran y, con él, cientos de trabajadores a la calle? Nunca se supo lo que esos gerifaltes hicieron. Justificaron con que era más barato traer el tocho de aluminio de Canadá, la telefonía de Suecia y Francia, y las ropas de Asia. El despido de tantos miles de personas fue una diáspora interna, algo que incidió dolorosamente en la sociedad y que sólo gracias a la emigración pudo atemperarse. —Movió la cabeza como si algo suyo se hubiera ido en aquellos despidos que mencionaba—. ¡Bah!, se me fue la bola.
Le vi feliz contando sus andanzas y cuitas. Se había olvidado de que mi presencia era para otro fin. Comprobé una vez más que no hay nada mejor que dejar hablar a la gente para que se relaje.
—Es sorprendente que hable con tanto detalle de aquel Madrid.
—He sido geómetra y estudiante de Químicas. Usted lo sabe. Aprendí a utilizar la precisión en los datos. Además, contribuí a la modernización de esta ciudad, con mi trabajo, como tantos miles. He sido actor y testigo de todo aquello. Ella también —señaló a su mujer—. Trabajó en Standard, en Administración. Sabemos más que muchos cronistas oficiales porque vivimos aquellos años desde el fin de la guerra hasta hoy. Pero dígame: ¿cómo consiguió dar conmigo?
—Encontré su pista en la Consejería de Hacienda de la Comunidad, en la plaza de Chamberí, no en el MOP. Ahí me dieron esta dirección.
—Donde menos se espera… Sí, tras el triunfo socialista, como sabe, se llevó a cabo este rollo de las Comunidades Autónomas que la Constitución del 78 establece. Me ofrecieron cambiar a la Comunidad de Madrid, que Joaquín Leguina había metido con calcetín a los madrileños aprovechando las elecciones municipales del 83. Mejor sueldo y respetando la antigüedad. No lo pensé.
—¿No olvidas algo, viejo réprobo? —terció la mujer—. Otra secretaria para ti solo.
—Y ahora, dígame —dijo, tras mirarla y mover la cabeza—, ¿por qué me busca?
—Ese comisario se portó magníficamente con usted. Le protegió en momentos de peligro.
—Sí, y sentía por él un gran cariño. Estuvimos conectados durante mucho tiempo hasta que los años se impusieron.
—El nunca dejó el caso de los niños desaparecidos aunque no pudo averiguar qué ocurrió con ellos. Dejó un encargo a la hija, como una promesa jurada: seguir la investigación. Ella me contrató hace unos días.
—¿Qué interés hay en resolver algo tan lejano? Ni siquiera los padres de esos chicos vivirán ya.
—Me extraña que haga esa pregunta. ¿A usted no le gustaría saber lo que ocurrió y qué fue de sus amigos?
—Qué quiere que le diga. No estoy obsesionado.
—En 1959 hay una denuncia del hermano de Mateo porque desapareció sin dejar rastro. Como los niños. Y en las mismas fechas también desapareció un hombre que había trabajado en el Matadero, un tal Rafael Alcázar. Hay motivos para sospechar que ambos casos podrían estar relacionados. ¿Qué opina? ¿Qué sabe de estas desapariciones?
—No tengo idea de lo que me dice. No volví a ver a Mateo desde mucho antes de irme del barrio. No me interesaba. No era amigo ni formaba parte de mi vida.
—Parece que usted hizo tabla rasa con el pasado, definitivamente.
—Así es; con esa parte del pasado.
—Le ruego que escuche esta cinta.
La puse en la grabadora portátil que llevaba, y no perdí detalle de su rostro. Cuando terminó, tenía los ojos gachos.
—Es un mensaje emocionante. Y ¿qué?
—¿No le dice nada que el hombre haya muerto con ese peso, algo que no le afectaba familiarmente? Es sorprendente si lo comparamos con el distanciamiento que usted expresa de sí mismo, cuando usted sí estuvo en peligro.
Se levantó y se aproximó al amplio ventanal, ofreciéndome su espalda. No dudé de que la grabación le había conmovido. La mujer me hizo un gesto. Me acerqué a él y miré. Enfrente, el edificio Windsor y, más atrás, la Torre Picasso, destacaban en una calle taponada de tráfico. Supe que él estaba ganando tiempo para disolver sus emociones.
—He trabajado toda mi vida desde los trece años. No he sido infeliz. Y usted viene ahora a poner todo patas arriba.
—¿Eso cree? Sólo pretendo cumplir con la voluntad de un buen hombre.
—Usted trabaja por dinero, déjese de gaitas. Es como los abogados, los policías o ciertos periodistas. Incordian, crean incertidumbre y preocupación; no ayudan porque dejan una huella de angustia que, en muchos casos, nunca se olvida.
—Simplifica demasiado. No todo es como dice. Pero, en este caso, usted debería celebrar que esté moviendo el pasado. Esos niños merecen que alguien ponga las cosas en su sitio.
—Le diré algo. Todos estos años estuve temiendo que viniera alguien a abrir aquellas heridas, casi cicatrizadas, para hacerlas sangrar de nuevo. Al fin ocurrió.
—Temía usted algo más. Oculta algo terrible. Por eso ha envuelto su vida con tanto misterio. Usted sabe qué pasó. Y lo guarda como un tesoro.
—Le ruego que se marche —dijo, invitándome a salir.
Al cruzar el salón vi en una de las paredes unas fotografías en blanco y negro, grandes y enmarcadas. Parejas jóvenes, fotos de boda. Me paré y las miré. Me volví a sus ojos impacientes.
—Son magníficas —apunté.
—Haga el favor. No está usted en su casa —dijo, con ira.
Saludé a la mujer y salí. La puerta al cerrarse sonó como la acorazada de un banco. Pero no para proteger bienes, sino un mundo de emociones y temores.