Siete

En la estación de Montparnasse tomé el tren, que en quince minutos me dejó en la estación de Chantiers, en Versalles, en el barrio del mismo nombre. Un taxi me llevó al barrio de Porchefontaine, en el sureste de los famosos palacios y de los no menos afamados jardines. En la Rué Pierre Corneille, cerca del gran centro municipal y del complejo hípico-deportivo, en una zona muy arbolada, estaba la casa, unifamiliar, como las de alrededor. El sol estaba a resguardo, aunque no llovía. El frío de París no me había acompañado. A través de la cancela vi a un hombre trastear en el florido jardín. Golpeé el hierro. Él se volvió y me apuntó con su rostro deshilvanado. Se acercó. Llevaba un jersey de cuello alto y andaba encorvado. Un trozo de cigarrillo humeante estaba incrustado en el centro de una línea que se suponía era la boca.

—¿Antonio Morante Peña?

Se tomó un tiempo antes de responder. De todos los de la lista, el único que ofrecía sombras de sospecha era ese hombre, no por sí mismo sino por la obviedad de su parentesco con Mateo.

—Sí —dijo, abriendo un espacio en la línea de su boca, al lado de la colilla, como Popeye. Su español era trabajoso, como si llevara años sin practicarlo. Tenía los ojos tan hundidos en las cuencas que podría haber pasado por ciego. Sólo unas finas rayas sugerían órganos de visión.

—Vengo de Madrid. Estoy siguiendo la pista de su hermano Mateo.

Era de estatura media. Costaba reconocer en él al joven hermoso que reflejaba la foto que me dio Higinia Trujillo.

—Pase —invitó, abriendo la verja. Me llevó al interior hasta un salón amplio. Toda la pared que daba al jardín era una vidriera transparente, al pie de la cual una fila de macetas mantenía infinidad de plantas floridas que parecían querer escapar al otro lado del vidrio para juntarse con las que estaban al aire libre. Una mujer rubia y delgada, algo más joven, dejó que sus ojos me indagaran.

—Mi mujer —indicó.

—Michelle Bernardeau —dijo ella, acercándose y avanzando su mano.

—Corazón Rodríguez —respondí, estrechándosela.

—¿Corazón? —dijo él—. ¿Ahora se llaman así los tíos en España?

—Vaya. Tienen un jardín aquí dentro —contesté, mirando las plantas.

Nous aimons les fleurs —dijo ella—. Elles sont amies plus fidèles que les personnes.

—¿Sabes qué quiere este hombre? —inquirió Antonio sin quitarme sus ojos de encima. La mujer compuso algo parecido a un gesto de coquetería. Conservaba algún frescor en su cara pálida y se empeñó en desafiarme con la mirada—. Viene a indagar sobre mi hermano, ¿qué te parece? —Alzó la barbilla—. ¿Por qué? ¿Quién es usted?

Tenía claro que debía huir de mencionar a los niños, o algo que los relacionara, para evitar que pudiera cerrarse en guardia. La información obtenida de él podría ser muy importante y, para que hablara, debía conseguir que me tomara confianza.

—No importa. Lo que cuenta es que hay gente interesada en averiguar lo que ocurrió con su hermano.

—¿Quién es esa gente?

—No le puedo decir más, por ahora.

—Se acabó la charla. No voy a hablar con extraños sin saber antes qué les duele.

Iba preparado. Miré en torno buscando su complicidad.

—Bien. Se lo diré bajo secreto. Prometa que no lo divulgará.

—Hable.

—Trabajo para el Ejército.

—¿El Ejército? ¿Qué Ejército?

—¿Cuál va a ser? El español.

—¿Qué quiere el Ejército?

—Su hermano pertenecía al SIM.

Me miró como si le hubiera insultado.

—¿Mi hermano en el SIM? Imposible. Me habría dicho algo.

—¿Cómo se lo iba a decir? —Moví la cabeza—. Parece que no tiene idea de cómo funcionan los agentes secretos. Por eso son secretos.

Se quedó pensativo, como si estuviéramos en un concurso de televisión y le hubiera hecho una pregunta difícil. Desprendió la colilla y la sustituyó de inmediato por un cigarrillo Gitanes, que encendió ávidamente, esforzándose por cobijarse en el humo como si fuera su medio esencial.

—¿Fuma? —ofreció. Negué. Añadió—: Y ¿qué quiere ahora el SIM?

—Lo ignoro. Ni me interesa. Mi trabajo consiste en buscar huellas de su hermano.

—¡Mateo en el SIM…! No puedo creerlo —dijo, tras una pausa, mirando al vacío.

—Además, hay una gratificación de cinco millones de pesetas para quien facilite una pista fiable.

—¿Doscientos cincuenta mil francos? —estableció, tras un rápido cálculo—. ¿Cómo puedo creer lo que dice? ¿Cómo sé que no es una bola?

—No tiene forma de saberlo. Pero piense. ¿Por qué nadie iba a querer averiguar nada sobre su hermano a estas alturas?

—Podrían ofrecer mil millones de francos —reflexionó—. Porque no existen pistas ni existirán. Es un trabajo inútil.

—Qué serenidad hay aquí —señalé, cambiando de tercio—. Les felicito.

La mujer aprovechó para ofrecernos de beber. Noté que la desconfianza de Antonio se había diluido.

—Agua, por favor.

—Cerveza para mí —dijo Antonio. Me miró—. Siéntese y cuénteme.

—Vengo a que sea usted quien me cuente.

—Contarle, ¿qué?

—¿Sabe dónde está su hermano?

—Está muerto.

—¿Cómo lo sabe?

—Cuarenta años sin noticias suyas. Es la única explicación.

—¿Qué es lo último que supo de él?

—Desapareció de casa un día, como si lo hubieran raptado. Y ya no apareció.

—¿Desapareció? Querrá decir que se marchó.

—No. Mi tía, aunque algo sorda y despistada, no estaba loca. Todavía era capaz en esas fechas. Dijo que le sintió llegar tarde, cenar algo y acostarse en su habitación. Oyó algo, como si hablara con alguien, pero supuso que soñaba en voz alta, como otras veces. Temprano en la mañana, pues era madrugadora, fue al cuarto de Mateo. Creyó que se había ido sin despedirse de ella, porque lo encontró vacío y porque faltaba la maleta, la ropa y las cosas que tenía preparadas para el viaje.

—¿Se iba de viaje?

—Emigraba a Venezuela, con un amigo suyo.

—¿Qué amigo?

—Uno que se echó en la mili y con el que anduvo los últimos meses.

—¿Por qué su duda? La prueba de que se había ido era la falta de esas cosas.

La mujer trajo las bebidas y se apostó en un rincón, abriendo mucho sus ojos celestes. Había aprovechado para pintarse la cara y arreglarse el pelo.

—Eso es lo que sostuvo siempre aquel comisario, que incluso llegó a amenazarme por mi insistencia. Creo que no me hizo el menor caso. Ya ve para qué servía la bofia del Régimen. Sólo valían para amedrentar a la población. Pero a mi hermano le obligaron en contra de su voluntad. Estoy seguro.

—Según tengo entendido, él era muy fuerte. Si alguien hubiera intentado secuestrarle, habrían quedado señales de lucha, aparte de que habrían despertado a su tía. Pero nada de eso ocurrió. ¿No es una prueba suficiente para usted?

—Eso es lo extraño. Pero no tengo dudas: a mi hermano se lo llevaron.

—Es sorprendente su fe en esa sospecha. No lo entiendo.

Trasegó su Stella Artois y luego intentó separar los párpados, mientras soltaba humo como si fuera una tea a punto de ignición.

—Hubo un dato importante: en el cajón de la mesilla había un montón de dinero metido en dos sobres. En uno, pesetas; en otro, dólares.

—Podría haberlo dejado para su tía.

—No. A ella le había dejado una buena cantidad el día anterior, incluso también para mí. —Hizo una pausa y entrecerró aún más los ojos—. Ese dinero era el suyo, para el viaje. No se habría ido sin él.

—¿Qué dijo la policía de ese dinero?

—No se lo dije. Lo mantuve en secreto por motivos obvios. ¿Cómo podía justificar ese pastón?

—Ese dato, ignorado por el comisario, justifica la inacción que de él usted critica. Lo normal era creer que se fue, no que lo raptaran.

—Eso es lo que dijeron ellos. Pero el caso es que jamás apareció. Aunque cada uno hacía su vida, estábamos muy unidos desde pequeños. La orfandad une, ¿sabe? Nunca hubiera dejado de llamarme en tanto tiempo. Cuarenta años, ¿se da cuenta?

—¿De dónde sacó su hermano todo ese dinero que dejó en la mesilla? Acababa de salir de la mili.

—Ni idea. Llevaba con mucha reserva sus asuntos. Y ya no está para decirlo. —Se encogió de hombros—. Nunca me metí en su vida. Él siempre manejaba pasta.

—Vamos, tan unidos, ¿cómo no saber algo tan importante? Dijo que dejó dinero para usted. ¿Nunca se hizo preguntas al respecto?

—Mire, déjelo. Él tenía sus trapicheos y cambalaches. ¿Y qué? Todo el que podía lo hacía. No sabe usted lo duros que fueron aquellos años. Me advirtió en su día que no me metiera en sus cosas; que cuanto menos supiera, mejor. Tampoco él se metió en las mías. Ambos éramos duros, pero ahí se acababa el parecido. Mateo era un chico especial, muy listo y emprendedor, lo que yo nunca fui. En verdad, éramos muy diferentes.

—Según mis informes su hermano no gozaba de buena fama. Dicen que era pendenciero y bravucón.

Meditó varios segundos su respuesta.

—Bueno, ya le dije. Eran tiempos jodidos. Nos criamos sin padres y lo pasamos mal de niños. Él no permitió que nadie le pasara por encima cuando tuvo fuerzas para defenderse. En eso sí nos parecíamos.

—En Clamart me dijeron que era usted un buen carpintero. ¿Dónde aprendió?

Me miró como dudando sobre su próximo discurso. Encendió un segundo cigarrillo y me afirmé en la impresión de que necesitaba la humareda para sobrevivir.

—Le diré algo. En la Legión le enseñan a uno a ir por el camino recto, ayudan a los hombres a ser útiles para la sociedad. Los que se licencian han aprendido a madrugar, a lo estricto del horario, a hacer sin desmayo la tarea encomendada. De todo hay, como en botica, pero la mayoría es activa y comprometida con los trabajos. No salen vagos ni delincuentes. Es como si lo enderezaran a uno. —Movió la cabeza y desparramó un aire de nostalgia—. Yo odiaba ese cuerpo. Los legionarios del carnicero Castejón mataron a mi tío en el frente del Manzanares. Y yo acabé siendo uno de ellos, ¿qué le parece? La vida manda. Allí, en el poblado legionario, había casi de todo para el automantenimiento. Hasta se editaba un periódico en la imprenta propia en el que se informaba de las órdenes, servicios, programas, nombramientos… Y estaban los talleres: de mecánica para coches y blindados; guarnicionería; herrería; carpintería… Se necesitaba alguien para aprendiz de carpintería. Yo había cavilado y entendí que la vida anterior no me llevaba a parte alguna. No tenía futuro ¿Qué iba a hacer cuando me licenciara de ese segundo enganche? ¿Reengancharme otra vez o seguir de ladrón? Así que, a pesar de no ser ningún jovencito, me presenté. Me recomendó uno de los capitanes que tuve en mi primer enganche. Nunca se sabe cómo ocurren las cosas. Aprendí el trabajo de la madera en su expresión manual, a fondo, sin casi máquinas. Descubrí mi disposición hacia ese oficio.

—¿Cómo recaló en Clamart?

—Un primo lejano de mi padre, al que nunca había visto, pasó a Francia al terminar nuestra guerra. Combatió contra los nazis y entró en París con la Brigada Leclerc. Cuando Alemania fue derrotada, se instaló en Clamart. Allí había muchos españoles. Él era carpintero de oficio y montó un taller con un francés: el patriarca de la familia que le ha enviado hasta aquí. Como de vez en cuando se escribía con mi tía, supe de él y un día decidí irme a verle. Lo que aprendí en la Legión permitió que me hicieran encargado a las pocas semanas de llegar. Ésa es la historia.

—¿Necesitó usted dos enganches para entrar en la buena senda?

—Así ocurrió. Por etapas. Cuando me licencié del primer enganche, se me habían apagado los fuegos de la ira y el odio. Cinco años curan muchas heridas. En el Tercio me enseñaron a escribir bien y una cierta cultura. No volví al Mercado. Estuve de mozo en la estación de Atocha, cargando bultos, ganando una mierda. Así que volví a mi vieja afición de disponer de lo ajeno. Ingresé en un grupo que mangaba en los almacenes de mercancías. Con la corrupción de algunos vigilantes, entrábamos por las noches y abríamos las cajas y maletas depositadas en consigna. Abrigos, trajes, zapatos, sábanas, objetos de regalo… No se imagina la de cosas que se envían las gentes unos a otros. Lo hacíamos con habilidad. Los bultos quedaban perfectamente precintados, como si nadie los hubiera violado. Nos repartíamos los objetos y cada uno los pulía a su manera. Pero aquello no era un empleo, sino tentar la suerte. Empecé a dudar de mí mismo, algo que nunca me había ocurrido. ¿Qué estaba haciendo con mi vida? Necesitaba reflexionar. ¿Cuáles fueron los momentos más estables vividos? Volví la mirada a los espacios abiertos de África y me sentí lleno de nostalgia. Al día siguiente me reenganché. Otros cinco años.

—Me habló usted de la ira y del odio.

Me miró fijamente, dudando.

—¿Tiene idea de lo que es criarse en la calle, ir apenas a la escuela, buscando arramplar con lo que fuera cada día para llenar la andorga? Cientos de niños sin padres y sin casa, esparciendo su miseria por los putos barrios marginales. En nuestro caso tuvimos algo parecido a un hogar por obra de la tía, que nos cuidó hasta que pudimos valemos. Pero ni siquiera su presencia pudo quitarnos del submundo. Mi padre, fusilado al terminar la guerra; mi madre, muerta de tisis. ¿Hace falta algo más para odiar?

No contesté. Me miraba como si hubiera sido yo el que hubiera provocado esas muertes.

—Lo único que se podía hacer era lo que todo el mundo hacía, de una u otra forma: robar. ¿Sabe cómo se funcionaba en el Mercado Central de frutas y verduras? En aquella época el producto venía por tren, que entraba por la parte del río a un lateral del mercado, un edificio enorme, triangular, de dos plantas con un gran patio central. Las frutas y hortalizas normalmente llegaban ya adquiridas por los mayoristas en los lugares de producción, algunos en la doble condición de propietarios y asentadores. De la descarga se encargaba el personal a su servicio, que llevaba los frutos a los «puestos de situados», que así se llamaban los puntos de venta de los asentadores, donde los adquirían los detallistas antes de pasar a los hileros. El producto, mayoritariamente patatas, naranjas y tomates, venía suelto, amontonado, contenido por unas tablas, no en cajas como años después. Unos hombres llenaban sacos a mano y los aproximaban al borde del vagón, donde otros los recogían sobre sus espaldas o en carros para llevarlos a los «situados». Era una tarea dura porque los vagones venían llenos y había que darse prisa para descargar todo durante la mañana. Por eso, la chiquillería nos ofrecíamos para ayudar en esa pesada tarea de llenar los sacos y llevarlos al borde, a cambio de un poco de fruta.

»Como los asentadores lo tenían prohibido, los asalariados nos despachaban a golpes con una brutalidad desmedida. Reconozco que éramos una caterva de niños agobiando. Pero ¿qué podíamos hacer? Algunos obreros contravenían las órdenes y nos permitían hacer ese trabajo, en su propio beneficio. Pero eran los menos. Así que por fuerza teníamos que robar. Por las noches, sorteando la vigilancia, rompíamos los candados, entrábamos en los vagones que iban a ser vaciados al día siguiente y echábamos la fruta por las ventanillas enrejadas traseras, que otros de la panda recogían protegidos por el muro. Se puede imaginar la de veces que fuimos sorprendidos y apaleados como perros. Hubo chicos que quedaron cojos, tuertos y con las facciones rotas, cuando no muertos después a consecuencia de los palos de aquellos hombres que, por su condición de proletarios, deberían habernos ayudado. Fue muy difícil superar aquella tenebrosa etapa de la niñez. Sólo los fuertes lo hicimos. Y fuimos creciendo y nos hicimos más fuertes. Ya no nos escondíamos, salvo que estuvieran los municipales, lo que era raro, pues, imbuidos de su oficio de vagos, sólo merodeaban de día y de pasada. Nuestras bandas amedrentaban a los vigilantes y nos hacíamos con grandes cantidades, devolviendo la violencia guardada. Entonces los asentadores crearon sus propias bandas. Como en las películas del Oeste cuando llaman a un pistolero para acabar con los malos. Sólo que ¿quiénes eran los malos en realidad? Los asentadores-productores se volvieron mercaderes de la peor especie. Supongo que no todos, pero sí la mayoría. Con el paso del tiempo el camión fue sustituyendo al tren. La mayor demanda suponía comprar productos de otros agricultores, ya que su producción no bastaba. El mayorista, rodeado de sus matones y en connivencia con otros asentadores, ponía el precio que le daba la gana. Los agricultores, sobre todo en los meses de verano con las sandías y melones, no tenían otro remedio que tragar con el precio impuesto o perdían todo el cargamento perecedero. Un ejemplo. Pagaban un real por kilo de melón. Y nadie pagaba más. Lo aceptaban o les daban por el culo. Luego lo vendían a peseta a los minoristas. Así de fácil, en un momento, se forraban. Puede usted ver por qué se hicieron millonarios casi todos los asentadores. Eso sí que era robar al por mayor, sin ningún riesgo. Los pobres agricultores se desesperaban porque nada podían hacer, salvo bajarse los pantalones. Pero nosotros sí podíamos. Ya hecha la transacción en el paseo de Los Molinos y la calle de Maestro Arbós, y antes de pasar al Mercado, una parte de nuestra banda asaltaba los camiones en pleno día mientras la otra dirimía con los matones. Empleábamos, como ellos, barras, puños de hierro y chairas. Pero nosotros éramos feroces, incluso crueles, como lo habían sido con nosotros, y nos hicimos los amos. ¡La de crismas que rompimos! Llegamos a aterrorizarles de tal forma que hasta los municipales se ausentaban. Durante esas brutales peleas la circulación se paralizaba en toda la plaza de Legazpi y el paseo de las Delicias. Fuimos una verdadera plaga para el sistema. Por eso recurrieron a los grises. En las razias que hacían hasta disparaban sus armas al aire e intentaban bloquear todas las calles para atraparnos. La desbandada era general, porque la pasma no hacía distingos y zurraba también a gente que nada tenía que ver con nosotros pero que presentaba el mismo aspecto miserable. No eran policías sino torturadores.

—¿Habla en sentido general o lo asegura desde una perspectiva particular?

—¿Por qué lo dice?

—Porque si ustedes eran pandilleros y robaban con violencia y matonismo, no veo que, en esas circunstancias, fueran los torturadores que usted denuncia, sino sólo fuerzas del orden haciendo su trabajo.

—¿Usted cree? Le voy a decir cómo hacían su trabajo, porque a mí me trincaron en una de esas razias cuando escapaba con otros compis por la calle de Bolívar a la de Embajadores. Nada de lectura de derechos, ni retención en prevención, ni puesta a disposición de juez. Como si no hubiera existido la detención. Me metieron en los calabozos de la comisaría de Ribera de Curtidores. Sólo veía gestos de asco y caras de mala leche. «Te vas a enterar». Me envolvieron el cuerpo en una alfombra de goma negra, y dos fulanos, uno por cada lado, comenzaron a golpearme con las porras. La goma absorbía los golpes y los repartía. El dolor era tan intenso que me desmayé. Los cabrones repitieron la operación varias veces hasta que deseé morir. No me tocaron la cara ni las piernas. Cuando me soltaron, mi cuerpo no mostraba señales de golpes sino coloración, como cuando se toma el sol en exceso; pero estaba machacado por dentro. A los pocos días, desde el cuello hasta el culo mi cuerpo estaba del color de la berenjena y luego pasó al negro carbón. Fue la hostia. Tardé semanas en recuperar el resuello. ¿Sabe de esos borrachos a los que les viene una congestión y ven llegar la muerte? Juran no volver al alcohol. Así salí yo de aquella paliza. Juré dejar de robar. Todo menos volver a sufrir esa tortura. Afortunadamente se me pasó y, como no sabía hacer otra cosa, seguí mangando. Pero no volverían a cogerme. Hubiera muerto matando.

Recordé a la hija de Andrés Pérez de Guzmán y supe cuál fue la medicina que el comisario Ocaña aplicó a Felipe Romero.

—Deje que le diga —señalé—. Una actuación policial semejante sería muy aplaudida hoy por la ciudadanía. No habría tanta delincuencia si a los transgresores les dieran una buena tunda al aprehenderles.

—Puede que tenga razón. Ahora la delincuencia es una preocupación social. —Tomó un trago de cerveza y miró la espuma en el cristal—. Pero entonces era diferente. Había pobreza e injusticias tremendas, como ahora en los países del África negra. Por eso, en el fondo teníamos un sentimiento de revolución en nosotros, como si fuéramos unos justicieros. Era una forma de lucha contra la desigualdad y la corrupción del sistema. Mucho de lo robado lo repartíamos entre gente sin recursos. Claro que, por lógica, aquello tenía que acabar. Cuando se produjeron los primeros muertos, la situación se hizo muy difícil.

—¿Mató usted a alguien?

—No lo sé. Yo era uno de los más fieros y posiblemente cascaron algunos a los que herí en las batallas. Pero no fueron asesinatos. Era como en el Oeste. Había que «sacar» más rápido que el contrario. Lo que siento es que palmaran gilipollas a sueldo y no los verdaderos sinvergüenzas, aquellos asentadores mafiosos. —Movió la cabeza—. Cuando empezaron las investigaciones en serio, me enganché a la Legión. Tenía veinte años.

Le contemplé durante un rato tratando de ver en él las imágenes que había proyectado. Era difícil visionarias en la sosegada atmósfera de ese lugar.

—¿Su hermano mató a alguien? —dije, como al desgaire, procurando parecer muy interesado por unas plantas con flores pequeñas en forma de espiga, de colores azulado y blanco.

—¿Mi hermano matar? —Su mirada se llenó de sospecha—. ¿Qué pregunta es ésa?

—¿Cómo se llama esa flor? —señalé.

Heliotgopo —dijo Michelle, y no volvió a hablar.

—Conteste —insistió Antonio—. ¿Por qué preguntó eso?

Puse gesto abstracto, como si estuviera esperando el autobús.

—Andaban en los mismos escenarios y supongo que él haría similares tropelías que las de usted.

—No. Él no robaba.

—Dijo hace un momento que todo el mundo lo hacía.

—Él traía a casa pedazos de carne y esquilaba a los corderos. La lana era muy apreciada. Pero eso no puede considerarse hurto. Era comúnmente aceptado.

—¿Usted cree?

—Bueno. Era diferente a lo mío, otros frentes. Lo que hacía no incitaba a la persecución. Además, no tenía enemigos que no pudiera abatir a golpes, sin necesidad de matar.

—¿Cuándo lo vio por última vez?

—En el verano del 59, en África. Fue a verme desde Tetuán, la capital del antiguo Protectorado de España en Marruecos, donde hacía la mili, a Dar Riffien, donde yo cumplía en la Legión. Usted sabe que España tuvo un Protectorado en Marruecos, ¿no?

—¿Por qué su hermano escogió Venezuela como destino?

—Se lo metió en la cabeza ese amigo del que le hablé.

—¿Tan amigos eran?

—Bueno. Era algo extraño, porque mi hermano tuvo pocos amigos y desconfiaba de las intenciones de la gente. Pero éste le caló hondo. Eso parecía, al menos.

—¿Pudo verle personalmente?

—Cuando vino a verme a Dar Riffien lo llevó con él. En realidad lo hizo para que yo le examinara y viera de reconocer en él a alguno del pasado.

Le miré fijamente intentando penetrar en esas rayas.

—¿Le fue conocido?

—Su rostro me recordaba vagamente a alguien inconcreto. Pero he visto miles de hombres y existen muchos parecidos. El nombre tampoco me decía nada. Tenía un acento raro. No hablaba el español como los demás.

—¿Recuerda cómo se llamaba?

Se volvió y le dijo a la mujer que trajera el álbum de fotos grande. Fue pasando las hojas hasta encontrar lo que buscaba. Me enseñó dos fotografías. Había dos hombres jóvenes en bañador en una playa de arena blanca. Ambos altos, fornido uno y delgado el otro.

—Aquí tiene a mi hermano con ese amigo. Mateo es el fornido.

—Tenía muy buena planta.

—Sí, era tan alto como usted, o más. Pasaba de los cien kilos y poseía una fuerza extraordinaria. La verdad es que no parecíamos hermanos. —Sacó una de las fotografías y le dio la vuelta. Leyó—: «Playa de Dar Riffien. Junio 1959. Mateo con Daniel Molero».

Daniel era muy delgado aunque bien proporcionado.

Tenía el gesto serio. A pesar del contraste, los rasgos estaban definidos.

—Se las hice sin que se dieran cuenta. Al oír el disparador, Daniel me dijo que no le gustaban las fotos y dijo que no le hiciera más. —Se percató de mi interés—. Parece que se interesa por ese chico.

—No, pero quizá si se le pudiera seguir la pista podríamos averiguar algo de su hermano.

—Olvídese. Yo hice mis deberes. Entonces, no sé ahora, para entrar a Venezuela había que solicitar visado. Cuando regresé de África fui al Consulado. Mi hermano y el tal Daniel los habían solicitado y estaban concedidos. Pero en las reiteradas consultas que posteriormente hice, siempre me dijeron lo mismo: no habían llegado a Venezuela ninguno de los dos, ni por barco ni por avión. Nunca encontraron registros de entrada a su nombre. No viajaron allá.

Era lo mismo que lo leído en los informes del comisario Ocaña. El misterio de Venezuela.

—¿Mateo era homosexual?

—¿Qué? ¡Qué disparate! ¿Cómo se le ocurre? —Me miró con el enfado de quienes consideran perversión esa inclinación.

—Debo explorar todas las posibilidades —dije.

Su gesto se diluyó.

—Olvídese. Le gustaban las jais más que a las burras el agua. No va bien por ahí.

—¿Podría dejarme una de estas fotos? Haré una copia y se la devolveré.

—¿Para qué la quiere?

—No voy a dejar la investigación y ello me ayudará.

Se dirigió a la mujer en francés y le pidió que fuera a un comercio fotográfico cercano para que hicieran una copia. Luego encendió un nuevo cigarrillo.

—¿Cómo aguanta su mujer tanto humo? Noté que no fuma.

—Ella tiene sus vicios. A estas horas todos tenemos que aguantar. ¿Usted nunca fumó?

—No.

—Mi vicio viene de aquellos años del hambre, en Madrid. El tabaco era un alimento. Usted no puede ni imaginárselo.

Recuperó un silencio, que respeté.

—¿Ha visto los palacios? —dijo, instantes después.

—No.

—Merece la pena verlos. Están llenos de historia. Dicen que las paredes hablan.

—Mi tiempo es corto. ¿Viven solos?

—Esta casa es de mi hijo Antoine. Trabaja en la Biblioteca Municipal. Está separado, sin hijos. Es feliz teniéndonos con él. Tenemos otro hijo. Vive en París con su mujer y sus dos hijos.

—¿Qué opinan ellos de lo de su hermano?

—No han estado nunca por esa labor. Es lógico. Lo engloban dentro de una España cañí y degradada, de la que no quieren saber nada.

—¿Tan mala fue? —dije, para tirarle de la lengua.

Me miró como si me hubiera transformado en un marciano.

—¿Qué pregunta es ésa? ¡Ya lo creo! Puede jurarlo. Y lo peor es que duró demasiado. Pasaban los años y todo seguía igual en todos los aspectos. Vivíamos bajo las circunstancias impuestas, siempre con el agobio de la miseria. No pensábamos en otra cosa que en sobrevivir y divertirnos lo más posible.

—Así que se divertían.

—Joder, claro, a la manera de entonces y a pesar de la censura. La plaza de Legazpi era una miniciudad. Llena de puestos callejeros, camioneros esperando conseguir cargas, tabernas abarrotadas, gente por todos lados… Como un puerto de obligado atraque. Y es que el Mercado y el Matadero eran la hostia, la de personal que movían. Había un cine de sesión continua y programa doble, el Legazpi, siempre lleno, sobre todo de críos y mamás. Lo llamaban el Palacio de las pipas. Todos comiendo y alfombrando de cáscaras los pasillos del cine y la acera. Cada día sacaban bolsas llenas que se llevaban en carros. Lo que le digo.

Hizo una pausa para empalmar con un nuevo cigarrillo, en procura de que siempre hubiera humo a su alrededor.

—En los largos veranos, en un gran solar que había, ponían unas barcas de feria, de esas que cuelgan y oscilan de atrás adelante con el impulso de los músculos de las piernas. Siempre estaban ocupadas. Y por unos altavoces a todo volumen ponían música y la gente bailábamos los pasodobles, los tangos y los boleros, levantando nubes de polvo; eso sí, separados, nada de agarrarse. Hasta en eso se metían los cabrones de los guardias y los de la Moral, circulando por entre las parejas para evitar que el diablo entrara. De aquellos bailes salieron muchos matrimonios gracias a Antonio Machín, Juanita Reina y otros. Entonces éramos todos españoles. No había negros, ni moros, ni americanos, ni europeos, como llamábamos entonces a los de este lado de los Pirineos. —Cogió el vaso de cerveza vacío, movió la cabeza con frustración y volvió a dejarlo en la mesa—. Una vez llegaron los del cine con sus bártulos y cámaras para hacer Surcos, una película muy valiente y dura para la época. Denunciaba el éxodo rural al espejismo de las grandes ciudades, el estraperlo y la corrupción de la sociedad. Tuvo mucho éxito y recibió varios premios. Trabajaban Luis Peña y Maruja Asquerino, que era una gachí de cojones. Se me caía la baba al verla, aunque había otra chica, Mari Luz Galicia, creo que así se llamaba, que era un bombón. Se rodaron bastantes escenas en el Mercado, utilizando muchos extras. Pagaban cinco pesetas a cada uno y un vale para la comida al día. Aquello fue muy sonado e hizo felices a muchos. Yo participé con mis colegas, pues había que reproducir las escenas habituales, donde entraban los robos, las peleas y todo eso. Y en esas tareas éramos unos especialistas. Fue muy real. Ya ve: tiene delante de usted a un actor de cine.

Se reía con la boca cerrada haciendo sonar la risa dentro de él. Estuvo así un buen rato añorante, hasta que le desapareció el sonido y dejaron de chispearle las rayas de sus ojos. Le dejé en paz unos momentos y luego pregunté de golpe:

—¿Se acuerda de Higinia?

—Higinia, Higinia…, me suena. ¿Quién es?

—Le vendió su piso de Madrid. Cuidó de su tía.

—¡Ah, Higinia! Sí, claro, joder. ¿Qué fue de ella?

—No me diga que la olvidó, con el despliegue de memoria que ha hecho.

—Hay muchos de quienes me olvidé. Gente para recordar. Pero así es la vida. Unas cosas se recuerdan y otras no. Le miré fijamente.

—¿Es usted feliz?

—¿Qué? ¿Qué pregunta es ésa?

—Lo es o no.

—Bueno, supongo que sí. Nadie lo es completamente. ¿Usted lo es?

Vino la mujer y me entregó la foto. Me despedí de ellos. Al girar la esquina de la calle, me volví. Me estaban mirando y agitaron sus manos.