Seis

Hacía mucho frío y de vez en cuando un viento racheado traía besos de nieve. El Sena barnizaba de humedad toda la ciudad, gris monótono, y más de la mitad de la Torre Eiffel estaba secuestrada por la niebla. Sólo se veían sus cuatro enormes patas de hierro protegiendo a un grupo de ateridos turistas. Cogí un taxi y fui a Clamart, un pueblo-barrio a las afueras de París, muy dinámico y en su día habitado por muchos españoles. La carpintería que me dijo Higinia Trujillo estaba en la Rué P. V. Conturies. Era una casa vieja de dos plantas con la parte de abajo dedicada a tienda de muebles.

—Sí —dijo el hombre, unos cincuenta años, en español mascullado. —Aquí vivió Antonio. Trabajé con él en la carpintería. Pase, venga.

Tenía el cuerpo ramplón y desordenado pero su gesto era animoso. Me llevó a través de un patio alargado abierto al cielo. En el fondo, un almacén de muebles.

—Aquí estaba el taller. Mi abuelo y un tío de Antonio, refugiado en Francia de cuando la guerra de ustedes, uno de esos republicanos españoles que más tarde liberaron París de los alemanes, me enseñaron el amor a la madera. El viejo español fue siempre un carpintero excepcional y Antonio heredó esa inclinación. A mí no me gustaba estudiar, así que me metió en el taller, con mi padre y mis tíos. Para entonces Antonio era un gran oficial, el mejor de todos. Tuvimos muchos encargos. Venía gente de todos los lados. Luego llegaron los aglomerados. Los muebles ya no eran de madera sino virutas forradas. Pero la gente los compraba, por el precio. El trabajo decayó. El taller se cerró. La familia decidió poner tiendas de muebles. Esta es una de ellas. Antonio estuvo aquí hasta que se jubiló. Mire, pase. —Me llevó al fondo y abrió una puerta. Allí estaban la escuadradora, la regruesadora, la sierra de cinta, la cepilladora combinada, la moldurera, la tupí-espigadora, la lijadora de bandas, el torno, el taladro de árbol, todas las máquinas limpias, como en un museo—. No quiero desprenderme de ellas. Tienen mucho valor para mí.

—¿Cuándo se jubiló Antonio?

—Hace seis años.

—¿Dónde vivió?

—Arriba. Aquí vivíamos mis abuelos, mis padres y tíos, mis hermanos y, luego, también, Antonio y su mujer. Y los hijos de todos.

—Mucha gente. Parece que habla del camarote de los Hermanos Marx. Creí que los franceses rehuían los amontonamientos, inevitables en los españoles.

—En todas las ciudades hay el mismo problema de espacio. Pero aquí había mucho sitio. ¿No ha visto el fondo que tiene la casa, y que son dos plantas? No vivíamos apretados.

—¿Cómo era Antonio?

—¿Que cómo era? Muy español, siempre de buen humor, cantando y haciendo bromas. —Rio, mostrando unos dientes puestos de cualquier manera.

—¿Les habló de su vida anterior?

—Claro. No era hombre de secretos. Nos contó que fue legionario, su niñez en un barrio marginal de Madrid, su hermano desaparecido…

—¿Qué les dijo de ese hermano?

—Cuando le recordaba, ya no era el hombre alegre. No tuvo noticias de él mientras vivió aquí. Como si se lo hubiera tragado la tierra.

—¿Ninguna noticia en tantos años?

—Al principio recibió cartas de algunos amigos y amigas españoles, hasta que cesaron. De su hermano, ni cartas ni llamadas. Nunca.

—Y Antonio ¿vive aún?

—Claro que vive. ¿Sabe qué? El trabajo manual conserva a la gente. Las manos algo rotas, sí. —Me enseñó las suyas, nudosas, torcidas, como si intentaran atrapar algo—. Pero sanos de chola y cuerpo. Yo nunca he ido al médico ¿Se fijó en lo de chola? Me lo enseñó Antonio, como otras muchas palabras del argot madrileño.

—¿Dónde está? —pregunté, cuando dejó de reír.