El edificio, toda la fachada en muro cortina, es como una enorme burbuja cuadrada de cristal, destacando de la línea de edificios de piedra y ladrillo. La recepción, similar a la de un hotel, hasta con hilo musical; un largo mostrador de mármol ocre y dos señoritas sentadas detrás, con un oído tapado por un pequeño auricular, como si estuvieran en una emisora de radio. Tenían mi nombre y cita para ese día con el doctor Francisco León de Tejada. En un gran panel estaban indicados los médicos y sus especialidades, cubriendo todas las posibles para el tratamiento de afecciones de los ojos, desde retinología hasta revisiones simples. Había doce nombres y de ellos siete llevaban el apellido León de Tejada. Una profesión con marchamo de constituirse en tradición familiar. Me enviaron al cuarto piso. Había bastantes pacientes, lo que significaba, aparte de que el equipo hacía bien su trabajo, que cada vez hay más gente con problemas en los ojos, encegueciéndose. Quizás en un futuro no muy lejano toda la humanidad necesite trasplantes integrales de ojos como ahora ocurre con las prótesis dentales. Tiempo después una señorita me hizo pasar. El hombre, de espigada estatura, ligero de carnes y cabello blanquecino, se adelantó y me dio la mano. Yo sabía que tendría sobre los sesenta y cinco años. Sin ceder en su gesto risueño, preguntó:
—¿Viene a que le examine realmente o a preguntarme sobre Andrés Pérez de Guzmán?
—Ya veo que la hija del finado le ha hablado de mí. Podemos hacer las dos cosas.
—Bien. Le miraré los ojos. Y las preguntas, si no tiene inconveniente, deberán esperar al término de las consultas. Los pacientes son lo primero.
Acepté y me hizo sentar en un sillón, tras la anotación preliminar de mis datos. Me miró por el autorrefractómetro automático, el foróptero, el oclusor y el agujero multiestonopeico para calibrar mi agudeza visual. Y luego me examinó con la lámpara de hendidura y el oftalmoscopio para el análisis del fondo del ojo, sin olvidar consignar la presión con el tonómetro. Finalmente concretó que los linces deberían tenerme como modelo, lo que dio lugar a que yo deseara mantener esa bondad visual durante años.
—«No pretendas que las cosas sean como las deseas; deséalas como son» —dijo.
—¿Qué?
—Es una cita. Pase por caja y espéreme en la sala, por favor.
—Procuraré quitarle el menor tiempo posible.
—Así será. «Hay que decir la verdad; no hablar mucho». —Me miró y sonrió—. Otra cita.
Más tarde, cuando los pasillos y salas se habían vaciado, el doctor me hizo pasar a un despacho sin aparatos. Otro hombre, también con bata blanca y sobre la misma edad, me esperaba de pie.
—Mi hermano Fernando; el señor Corazón.
Tomamos asiento y Francisco dijo:
—«La medida del tiempo está en nosotros».
—Quiere decir…
—Que «lo bueno, si breve, dos veces bueno» —apunté.
—Exacto. Usted dirá.
—Su padre murió asesinado. Nunca apareció el culpable. ¿Qué hicieron ustedes al respecto?
—¿Nosotros? Éramos unos adolescentes. Nuestra madre y nuestra familia estuvieron en comunicación con la policía mucho tiempo. Y el asunto murió por sí solo.
—En el informe se dice que el motivo fue por robo. Pero el estudio apareció revuelto, como si hubieran estado buscando algo. ¿Qué opinó su familia?
—No tiene ningún interés lo que opinara. Los profesionales de estos casos no lograron otras pistas, por lo que fue válida la versión del robo.
—Su padre y Andrés Pérez de Guzmán, que desapareció en 1946, eran muy amigos. Denunció el caso y lo siguió con interés durante años. ¿Creen ustedes que podrían tener relación ambos casos? No me digan que eran unos adolescentes. Eran ya adultos y se supone que con criterio.
—No trabajaban juntos. Nuestro padre era arquitecto y Andrés, contable. La policía no estableció indicios de similitud.
—¿Guardaba su padre documentos, que la policía no vio? ¿Encontraron ustedes algo posteriormente?
—Nada. Lo hubiéramos llevado a la policía.
—Su padre era falangista. ¿No pudieron…?
—Nuestro padre ya no era de Falange. Había dejado el partido en 1949. Decía que el sueño falangista, herido con la unificación forzada del 37, terminó al finalizar la guerra. Si hubiera vivido el Fundador, otra cosa hubiera sido. A Franco le vino muy bien que a José Antonio lo fusilaran. Parece que no se esforzó lo suficiente para cambiarlo por prisioneros nacionales.
—¿Y ustedes?
—¿A qué se refiere? No somos de ningún partido ni queremos saber nada de política.
—¿Por qué investiga este asunto? —dijo el otro—. Han pasado mil años.
—Por alguien que piensa en unos niños que desaparecieron con Andrés y que tampoco fueron hallados.
—¿Qué interés puede tener nadie por unos hechos tan lejanos? «La vida es un sueño que se disipa». Vivámosla y olvidemos aquellas cosas que no tienen remedio.
Le miré con sorpresa.
—¿Nunca han tenido deseos de saber quién fue el asesino? ¿Ningún deseo de venganza?
—«Se puede vivir de muchos modos, pero hay modos que no dejan vivir». La venganza obliga a una mala vida.
—«En la venganza, el débil es siempre el más feroz» —añadió su hermano—. No va con nosotros. No somos débiles pero tampoco feroces.
—¿Siempre hablan empleando aforismos? —dije.
—Nuestro padre nos enseñó. Nos dijo cosas como: «Soporta y resiste; ese esfuerzo te será muy útil un día». Le hicimos caso. En vez de perder el tiempo en sueños de venganza y en investigaciones paralelas, sin duda estériles, hemos dedicado nuestro esfuerzo a algo positivo. Ya ve qué familia de profesionales hemos creado.
—¿Ninguna vez la sombra de lo ocurrido a su padre ha enturbiado su felicidad?
—«La condición por excelencia de la felicidad es no pensar en ella» —dijo Francisco.
—Disculpen, pero considero absurda y poco lógica la forma en que se toman el asunto. Al fin, a su padre lo mataron.
—Entendemos mucho de lógica y esto no tiene nada que ver con ella, en el caso de que exista, que no creemos —argumentó Fernando—. ¿Ha visto usted El planeta de los simios?
Le miré. Francisco aportó:
—A unos científicos al mando de Charlton Heston los envían a una misión de exploración al espacio profundo, que les ocupará varios siglos, según el cómputo terrestre, o varios meses de acuerdo con las teóricas leyes cosmofísicas en las que se verán envueltos. Ellos deberían ir preparados para, en la eventualidad de no volver a la Tierra y dando por hecho la imposibilidad de encontrar por ahí humanos como nosotros, llenar de progenie el mundo que pudieran hallar. ¿De acuerdo hasta aquí?
—Pero al margen de asegurar la descendencia humana —continuó Fernando—, está la necesidad sexual, casi diaria en personas jóvenes como ellos. No olvidemos que van a estar solos durante muchos meses y que, por las leyes del espacio-tiempo antigravitatorio del profesor Hasslein, apenas envejecerán. De hecho salen de Cabo Cañaveral en 1972 y cuando la nave choca es el año 3978 terrestre, pero ellos son sólo quince meses más viejos.
Me miraban con sus semblantes serios. Intenté encontrar chispas de la innegable burla en los ojos de ambos. Tarea imposible. Me enfrentaba a dos oftalmólogos, especialistas en miradas. Todas las ventajas estaban de su parte.
—Pues bien —habló Francisco—. Resulta que con Heston envían a dos hombres y una sola mujer, bella, por cierto, lo que compromete todo el sentido de la lógica que usted defiende. La tripulación del navío espacial debería haberse completado con otras dos o tres mujeres, al menos, con lo que los objetivos poblacionales, aparte del sexo necesario, se hubieran cubierto en armonía y sin riesgos de que la única mujer muriera, lo que también acontece en la película.
—Puede que los dos compañeros varones de Heston fueran homosexuales —añadió Fernando—. En ese caso la expedición era correcta respecto a lo del sexo. Pero en cuanto al otro objetivo… ¡Una sola mujer para humanizar otros mundos…!
—Supongo que lo que pretendía el guionista era que Heston se encontrara con Nova y ambos crearan una nueva Humanidad —dije, cayendo tontamente en su juego.
—Absurdo. Ese planteamiento carece de sentido porque lo que usted dice es inimaginable por ningún astrónomo, astrofísico o responsables de Proyectos Espaciales. Que los astronautas encuentren humanos en mundos perdidos es imposible. No lo es que aterricen en uno, lo habiten y procreen.
—Eso sí es absurdo y falto de lógica, señor Corazón Rodríguez, y no lo nuestro —añadió Francisco.
—¿Me están reclamando? ¿Creen que tengo algo que ver con la película?
—No, desde luego —concluyó Fernando, ni una sonrisa en su rostro relajado—. Sólo le hacemos ver que hay que tener mucho cuidado al aplicar el concepto de lógica.
Allí estaban los dos bribones con sus vaciladas, tocándome las pelotas de una manera descarada, como si yo fuera una bola de ping-pong. Y nada podía hacer yo al respecto.
—Ya veo que se lo pasan bien conmigo. Pero también tengo mis citas: «La huida no ha llevado a nadie nunca a ningún sitio». Y otra más: «Nadie sabe de lo que es capaz hasta que lo intenta». Quizá si no hubieran huido de sí mismos y hubieran intentado algo, tendrían un misterio desvelado.
—Quién sabe… Hemos empleado nuestras energías y nuestra tenacidad no en sueños irrealizables sino en cosas positivas. ¿Oyó hablar de Diego de Ordaz?
—No.
—Busque lo que hizo.
A pesar de la gravedad con que se expresaban, era notorio que iban de frívolos en un asunto que debía concernirles en lo más profundo. Hablábamos del asesinato de su padre. Racionalmente, esa indiferencia era inadecuada. Algo ocultaban. Lo presentía. Bien. Se equivocaban conmigo. Salí consciente de que, si no encontraba pistas ni soluciones, tendría que volver a visitarles. Y, desde luego, no para examinarme los ojos.