Cuatro

Tenía otros frentes para investigar.

G) Familia de Roberto Fernández García, que también era mencionado por el comisario Ocaña, con una nota simple: investigar.

H) Y otro frente no concretado en ningún nombre sino en una idea: el SSS. Los niños fueron eliminados por ser testigos de un asesinato. ¿Motivos? Estaba claro que los culpables no estaban en las células comunistas desarticuladas. Y aunque el comisario escribió que el SSS tampoco encontró culpables a otros niveles, lo cierto es que había una prueba que conducía a esa sospecha: Andrés fue asesinado en un horario imposible, casi la una de la madrugada. Significaba que no sólo se conocían sino que pertenecían al mismo grupo. Eran, por tanto, amigos o de cargos altos en el Matadero. Todo parecía indicar que, de una u otra forma, el asesinato había sido inducido por consideraciones políticas.

Miré la relación de nombres. Continuaría con Antonio Morante. Pero antes pedí una cita por teléfono.

La Casa del Reloj, en el distrito de la Arganzuela, me recordó mis visitas de hacía dos años a la señora María. Un sentimiento de tristeza cabalgó sobre mí. No la había olvidado. Encontré el número buscado de Jaime el Conquistador. Toqué el interfono. Al dar mi nombre, me abrieron. La casa era de construcción antigua pero presentaba la fachada restaurada, así como las escaleras, los descansillos y el portal. El ascensor era nuevo y me dejó justo frente a una puerta que lucía como si la hubieran barnizado. Después de una inspección por la mirilla, una mujer abrió, con la cadena echada, y mostró su rostro desconfiado.

—Sí.

—Perdone. En este piso vivieron hace años unos hermanos, con su tía. Familia Morante. Estoy indagando su paradero. No tema. Soy detective.

—Espere un momento —dijo, cerrando. Un rato después la puerta se abrió, sin cadena, y una señora bajita y de más de medio siglo se enmarcó, con una joven detrás.

—Siento no poder ayudarle. No tenemos idea de esas personas.

—¿Quién vivía aquí antes que ustedes?

—Compramos el piso en 1972 a un matrimonio, pero el piso estaba a nombre de ella, Higinia Trujillo Fonseca.

—¿Tiene idea de dónde puede estar?

—No. —Caviló un momento—. ¿Ha preguntado en el barrio?

—No, vine aquí directamente porque era el lugar donde vivían esos hermanos.

—Quizá puedan decirle algo en la parroquia de la Beata María Ana de Jesús —apuntó la hija—. La mujer que nos vendió el piso iba mucho a catequesis. La recuerdo porque yo también iba siendo niña. Pregunte allí.

En la parte sur del barrio de Aluche hay cuatro parroquias: la de Jesús y María, fundada en 1974, instalada en un sótano lleno de columnas y goteras; la de San Leandro, abierta en 1966 y que llama a los fieles con su blanca columna, como si fuera la vela de un barco; la de San Esteban, iniciada en 1972, ahora también iglesia, rodeada de jardín con verjería de hierro, y la de Alfonso María de Ligorio, también iglesia ahora. En esta última fui atendido con amabilidad por uno de los párrocos, joven, con barba discipular.

—No existen registros de catecúmenos. La catequesis es una actividad parroquial que instruye en cosas de religión, pero no es una actuación oficial de la Iglesia, como las bodas o los bautizos, cuyos nombres y fechas sí se guardan. El catequista guarda los nombres y las direcciones de las catecúmenas, porque en esta parroquia sólo son mujeres, mientras están en activo. Cuando no acuden, esos datos se destruyen.

Me presentó al catequista, que no era párroco sino laico, un hombre mayor que me miró de hito en hito. No conocía a Higinia. Me dijo que volviera el viernes, día de catequesis. Podría ser que una de las mujeres mayores la recordara, si perteneció a esa parroquia. Volví, con suficiente tiempo por delante. Le llevé un libro sobre los templos cristianos de Turquía, que le hizo mucha ilusión y permitió que se relajara.

—Esta parroquia se estableció en 1965, en un barracón. Con ayuda de Dios hemos conseguido construir esta iglesia. En aquellos años, según me dijeron, pues yo no estaba entonces, todo era campo y ahora es esto.

Estábamos sentados en la última fila de la iglesia, porque la sacristía es pequeña y había personas haciendo cosas. La nave es grande, triangular, con los bancos convergiendo hacia el altar, detrás del cual un retablo de vidrios emplomados y a colores subraya los modernos diseños de las iglesias. En la semipenumbra todo era quietud y su voz se ajustaba al comportamiento requerido en los templos.

—Todavía no sé si los terrenos eran del Ejército o libres y si hubo recalificaciones ilegales, lo que hoy está a la orden del día. ¿Quién preguntaba? Cuando empezaron las construcciones, allá por el 60, en la alcaldía de Madrid estaba el Conde de Mayalde. Entonces parecía lejísimos, más allá de la barrera de Carabanchel. A este lado del río nunca se le consideró Madrid. Carabanchel pasó a formar parte de la capital en 1948, pero siempre ha sido algo ajeno, con personalidad propia, como Vallecas, por ejemplo. Si entonces Carabanchel estaba lejos, imagínese lo que parecería Aluche. Lo cierto es que aquellos urbanistas fueron un desastre, pues, o tuvieron notoria falta de previsión, teniendo en cuenta lo que se conocía ya de otras ciudades del extranjero y que tarde o temprano habría una expansión de Madrid, o su trabajo estaba mediatizado por altos intereses. El resultado es este barrio tapón, con calles curvas, estrechas y cortadas. ¿Usted conoce Santa Fe? —Negué con la cabeza—. Está a pocos kilómetros de Granada. Era un campamento militar. La reina Isabel la Católica dijo que habría de ser el último que se construyera para el acoso a la ciudad musulmana. Estarían allí el tiempo necesario hasta su toma por los cristianos. Como prueba de su determinación, ordenó eliminar las tradicionales lonas. Emplearon bloques de piedra y ladrillo. Puede verse hoy, pues su perfección ha permitido que siga inalterable. Calles rectas, cruzadas. Como el tablero de ajedrez. Esa forma abierta de construir es la que llevaron los conquistadores a América. Casi todas las ciudades allí fundadas tienen el mismo esquema: calles anchas y rectilíneas. Ya ve: igual que se perdió el Imperio, a partir del 39 se perdió la forma de construir bien. —Interrumpió el susurro y se perdió en visiones internas—. Cuando a mediados de los 60 llega Arias Navarro de regidor, la iniciativa privada entra a saco. Muchos se forraron con la fiebre constructora. Ahí comenzó lo que ahora se llaman pelotazos urbanísticos. Había que construir mucho, rápido y donde fuera. Arias Navarro se preocupó de inaugurar parques pero no prohibió la naciente especulación, la sobrevaloración del suelo y la malísima construcción. Viviendas con bajísimas calidades, tabiques de panderete. El aire y la lluvia entraban por los intersticios de los ladrillos de las fachadas. Casi todo el mundo tuvo que hacer obras en sus casas y el concepto de ciudad se cambió. Torres de doce, catorce y hasta dieciséis pisos. ¡Rascacielos en el campo! La ciudad como algo armónico nunca llegó aquí. Esto no es Madrid, sino un lugar dormitorio donde la gente trata de acomodarse, inocentes de la especulación incesante.

Guardó silencio. Y entonces empezaron a llegar las mujeres y las niñas.

En la calle Maqueda pulsé el número indicado en una torre blanca de ladrillo visto, di mi nombre y los motivos de mi visita. El portal se abrió y subí al piso, donde una mujer me esperaba con la puerta abierta. Tenía el rostro desportillado y el cuerpo mostraba un aire fatigoso y propicio al desmadejamiento. Supuse que estaría en la mitad de los sesenta y tuve la seguridad de que nunca había sido bella. Me hizo pasar a un salón comedor recargado de muebles, en un extremo del cual había un hombre derribado en un sofá, viendo la televisión. Me señaló un sillón, brillante de grasa acumulada por el uso, y miró al hombre.

—¿Piensas estar todo el puto día viendo la maldita televisión, como siempre?

El hombre no contestó pero se volvió y me imploró con los ojos.

—¿No me oyes? ¡Apaga ese trasto y lárgate a dar una vuelta!

Él se levantó con torpeza y sostuvo su cuerpo quejumbroso y de pera sobre dos piernas en forma de paréntesis, como si hubiera estado montando a caballo toda la vida. Aparentaba ser mayor que ella y era feo, por más que yo intentase disculparle en mi interior.

—¿A qué hora puedo volver? —rogó.

—En Navidad.

Él fue bamboleándose hacia la puerta y desapareció.

—Coño de hombre —dijo, apagando el televisor. Intentó un gesto de connivencia—. No saque conclusiones equivocadas. No se compadezca de él. Es un maldito vago; simple y llanamente vago. Le cuesta trabajo hasta respirar, y no lo haría si ello no lo matara. Mientras yo me doblo haciendo unas cuantas casas cada semana, él está todo el día enganchado al aparato y a la sopa boba. A los cincuenta y cinco años dijo que no trabajaba más, que estaba enfermo. Y el pedazo de cabrón cumplió su palabra. Si no fuera por mi pensión y por lo que gano fregando y planchando, estaríamos muertos, porque con lo que le quedó de pensión no comen ni las moscas.

—¿Tienen hijos? —dije, para diluir el discurso.

—Tres, dos chicos y una chica. Vienen de higos a brevas y no a dar precisamente. Aparecen cuando menos se les espera, con esos terroristas que tienen por hijos, que todo lo rompen. «Eres una histérica, mamá; contigo no hay quien viva». ¿Una hija puede decirle eso a una madre después de todo lo que hice para sacarles adelante? Les digo que se lleven una temporada al mastuerzo del padre, pero nanay del Paraguay. Si usted lo hubiera visto cuando desertó del trabajo… Parecía que se iba a morir al día siguiente. Ya, ya. Y yo, ¿sabe? Cáncer de ovarios. Me quitaron todo, me dieron radiaciones, esas inyecciones, me quedé pelona… Y él dale que dale a la televisión mientras yo no paro un momento.

Sacó un pañuelo, se hurgó en los ojos y me miró como si me viera por primera vez.

—Soy Corazón Rodríguez. Usted me invitó a subir —aclaré.

—Claro. ¿Por qué cree que le he dejado entrar? Yo soy Higinia Trujillo. Por el telefonillo dijo que necesitaba saber unos datos y que le envía Teresa Martínez.

—No me envía ella exactamente, sólo me dio sus datos. Su nombre no está en la guía.

—Quité el maldito teléfono. Ese hombre que usted ha visto salir me arruinaba, todo el día colgado. —Hizo un mohín—. ¿Qué quiere saber?

—Usted vivió en un piso de la calle de Jaime el Conquistador.

—Sí, se nos quedó pequeño. Tres hijos, mis padres y el cataplasma. Nos vinimos aquí aunque, la verdad, sólo es un poco más grande. Pero todo exterior, luz solar a diario, campo abierto, espacios verdes… Menuda diferencia entonces. ¿Sabe qué nos costó? Cuatrocientas mil pesetas. Claro que vendí el otro por doscientas cincuenta mil. Luego empezaron a hacer más y más torres, unas junto a otras, enfrente. Se asoma una y ve lo que hacen los vecinos, incluso las guarrerías. Todo. No hay intimidad. Y ya no hay campo ni espacios verdes. Una mierda, créame. Bien, no me haga caso, siga.

—Intento encontrar a Mateo y Antonio Morante. Me dijeron que usted es prima de ellos.

—¿Es eso lo que le interesa?

—Desearía saber el paradero concreto de Mateo. Nadie sabe adonde fueron esos hermanos. Alguien me dijo que vivió allí con ellos, pero no encontré quien supiera su dirección de usted.

—Y ¿cómo me encontró?

—En la catequesis de la parroquia de su antiguo barrio pregunté a Nieves López, una catequista, que tampoco pudo darme razón. Sólo recordaba que usted se había venido a Aluche. Indagué en las cuatro parroquias. Nadie la conocía. Pero una de las catecúmenas, su amiga Teresa, me dio su dirección. Dice que ya no va usted a la iglesia.

—Pues sí que ha dado usted vueltas. ¿Y tanto esfuerzo para saber de Mateo? Perdió su tiempo. Desapareció hace un montón de años. Además, no soy su prima. Pero ¿por qué quiere saber de él?

—¿Puede guardar un secreto? —incité. Ella puso gesto de colaboración—. Hay una mujer que dice ser su hija. Quiere comprobar si eso es cierto, y conocerle.

—¿Una hija? —Abrió mucho los ojos—. Y ¿por qué esperó tanto para averiguarlo?

—Cosas que pasan. Dijo que había desaparecido. ¿Qué quiso decir con eso? —recordé, intentando que mi gesto fuera de comprensión.

—¿Qué va a ser? Se eclipsó sin dejar rastro. ¡Fus! Lo raptaron o lo mataron o vaya usted a saber.

—¿Está usted segura?

—Claro, ¿por qué iba a mentirle? Nunca se supo de él. Bueno, no sé si Antonio habrá tenido noticias suyas más tarde; pero mientras nos escribimos, él siguió sin saber nada de su hermano.

—¿Usted le conoció?

—Nunca lo vi en persona.

—Y de Antonio, ¿qué recuerda?

—¿Que qué recuerdo? Me enamoré de él nada más verle. Yo era muy joven y él con sus rizos negros y su flamante uniforme de legionario… —Su mirada se volvió soñadora y luego iracunda—. ¡Y tuve que cargar con el Bartolo!

—¿Cuándo lo vio por última vez?

—En 1967, cuando vino para vender el piso en el que yo viví desde 1960 hasta 1965.

—Dice que Antonio vino, ¿de dónde?

—De Francia. Se había ido en 1964, uno de aquellos emigrantes.

—Antes me dijo que no era su prima. ¿Qué relación les unía?

—Soy del pueblo de la tía, que, en realidad, no era carnal sino la mujer del tío. Cuando ella enfermó al desaparecer Mateo, estando Antonio en la Legión, escribió a mi madre pidiendo ayuda, porque habían sido amigas y no tenía otra a quien acudir. Yo estaba loca por Madrid. Así que en 1960 vine y estuve cuidándola. Cuando él volvió de África, nos encontramos por primera vez. Yo tenía la casa como los chorros del oro. Y era joven. Él… ¿Sabe?, bueno…, me desvirgó y me dio mucha candela. Creí que éramos novios pero un día, meses después, dijo que se iba a Francia. Y se largó. ¡Oh, sí!; mandaba dinero para la mujer; la quería mucho.

—¿Usted le compró el piso?

—El piso era de alquiler, pero, al morir la tía en 1965, lo cerró aunque siguió pagando la renta desde Francia. Yo volví al pueblo. Cuando se hizo la división con aquella Ley de la Propiedad Horizontal, él tenía prioridad de compra por su derecho de tanteo y de retracto, pero el piso no le interesaba; ya estaba muy integrado en la vida francesa. Como sabía que yo lo quería, me escribió al pueblo, ofreciéndomelo. Él vino de París y yo regresé del pueblo con mis padres. Nos volvimos a ver y yo volví a abrirle mis piernas. ¡Ay, Señor! Hicimos un arreglo. Escrituramos a mi nombre con la aceptación del casero, que recibió, ¿sabe cuánto? Veinte mil pesetas. Y Antonio, bajo cuerda, se llevó otras quince mil. Fue muy generoso. En total me costó treinta y cinco mil pesetas, algo que parece mentira hoy día. Él cogió la pasta y no volví a verle. Nos escribimos durante algún tiempo y luego nos distanciamos. No somos gente de escritura.

—Quizás el recuerdo que conserva de él debería ser menos emocionado.

—¿Por qué? Era un hombre de una vez. Me volvía loca cuando me poseía. Lloré mucho cuando se fue. Lo maldije, vaya si lo hice. Pero más tarde, al compararlo con este galbanas, ¡qué diferencia! Me dio los momentos más felices de mi vida. Y eso es lo que queda en mi recuerdo.

—Me sorprende que me haya contado esas cosas íntimas y lo haya hecho de forma tan expresiva en los detalles.

Me miró y luego bajó la cabeza. Cuando la levantó, a su rostro mortificado había acudido una serenidad transformadora. No era ya la mujer agobiada sino una joven reclamando otro futuro.

—¿Sabe? Su forma de mirar inspira confianza. Y estoy segura de que no volveremos a vernos. Por eso le diré lo que nunca conté a nadie. Será como si me confesara al viento, como tantas veces hice a solas. —Permitió la huida de unos segundos antes de seguir—. Mi vida está lastrada por aquellos hechos. El haber sucumbido al encanto de Antonio me marcó durante años. Estaba desflorada. ¿Sabe lo que significaba en aquellos tiempos? Las mujeres honradas debíamos llegar puras al matrimonio o morir vírgenes en caso de soltería. Y las viudas deberían quedar como tales, sin buscar otra oportunidad, aunque no era pecado si se volvían a casar. La Iglesia prometía el mayor castigo divino para quienes abandonaran su virtud, identificando la virtud con el sexo. Caí en la tentación de confesárselo al cura. No salía de la iglesia, rezando el rosario a diario y haciendo penitencia con el velo puesto. Pero volvía a la seducción de Antonio, incapaz de prestar resistencia. Era sólo una chica de pueblo, llena de sueños y sin defensas culturales. Entendí lo que era una droga. Lloré ríos. Cuando él se fue a Francia, entré en caos. Seguía deseándole ardientemente aunque su ausencia me libraba del mal con que el párroco me satanizaba; no del todo, en realidad, porque había quedado embarazada. Se lo dije al cura. Sentenció que el niño era un ser inocente y no debía ser la víctima de mi frivolidad. Debía buscarle un padre para que tuviera apellido y, a la vez, salvara mi honra. Por supuesto, ni pensar en el aborto. Así que me casé con Hilario, a quien nunca he querido, aunque siempre le he sido fiel. Y la vida siguió. Los tiempos cambiaron y se abrieron todas las ventanas. Y me avergoncé de haber estado años avergonzándome en silencio. ¿Qué hay de malo en experimentar algo tan maravilloso como el sexo? ¿Qué mal hace a nadie? Y ¿qué ser madre soltera, qué un hijo sin padre? Lo mejor es enemigo de lo bueno. No fue Antonio quien arruinó mi futuro sino la religión, con su discurso de terror. La Iglesia hizo que en mi vida no hubiera más posibilidades que la marital borreguil. Por eso no pisó un templo desde hace años. Ésa es la razón de que no me conozcan en ninguna parroquia. —Su forma correcta de expresarse contrastaba con la empleada al principio. Toda huella de chabacanería se había esfumado—. Contemplo ahora cómo ha cambiado todo respecto a tantas cosas. La emancipación de la mujer, sus logros… Tuve la desgracia de pertenecer a una generación que desperdició su juventud en los años cerrados.

—¿No le contó a Antonio lo de su embarazo? —dije, tras respetar otra larga pausa.

—Nunca. No estaba enamorado de mí. ¿Qué iba a conseguir? No era de los que curan los daños que causan. Me hubiera odiado. Así, al menos, cuando me recuerde lo hará con ternura hacia quien sólo le dio amor. —Movió la cabeza—. Hoy he querido, por primera vez en mi vida, aprovecharme de oídos ajenos. Me he pasado con usted en frivolidad y cinismo, porque ésa es mi vida desde hace muchos años. Es una venganza pueril: decir lo que entonces no pude, mostrar un pecado que no lo fue y por el que pagué tan caro. Ahora he liberado mi corazón. Usted, y aunque es algo que no concierne a su vida, puede opinar respecto a cuál es la Higinia verdadera. —Inició una sonrisa tenue y descubrí encantos guarecidos en sus rasgos—. Si ve a Antonio dígale que no tengo muertos los recuerdos y que se equivocó al no tenerme en cuenta. Él fue mi único amor. Seguro que, allá donde esté, se acuerda de mí. Puede que sea tan infeliz como yo; dos infelices que podían haber sido lo contrario.