Tres

El día estaba gris y quieto, como resignándose a pasar desapercibido. La finca tenía portero, que me indicó el piso. Me abrió la puerta un hombre cercano a los setenta, de osamenta grave y el pecho caído sobre el cinturón.

—Pase, señor Rodríguez; mi esposa le espera.

Me condujo a un salón confortable, me ofreció asiento y algo de beber. Desapareció y al rato entró una mujer aún atractiva, de unos sesenta años, con una bandeja: servicio de café, pastas y agua. Me regaló su mano mientras me contemplaba con precaución.

—¿Ahora, al cabo de los años, alguien se interesa por lo que ocurrió? —dijo, brindándome un asiento.

—Nunca es tarde mientras alguien tenga recuerdos.

—¿Quién tiene esos recuerdos?

—La hija del comisario Ocaña, que llevó el caso al principio. —Dejé flotar una pausa—. Me dijo por teléfono que su madre murió.

—Sí; hace veinte años. Hicimos un arreglo entre mis hermanos y yo, y me quedé en el piso donde nacimos.

—Ustedes tenían posibilidades de investigación por la adscripción de su padre a Falange. Sorprende la falta de resultados.

—No sirvió de nada. Los de la Social desarticularon unas células izquierdistas y dijeron que habían reconocido haber matado a mi padre.

—¿Quiénes reconocieron eso?

—Los aprehendidos, quiénes iban a ser.

—¿Realmente lo confesaron?

—Eso dijeron.

—¿Se lo creyó?

Ella rehuyó sus ojos.

—No se lo creyó —dije— porque no fueron ellos.

—Tiene razón. Nunca creímos esa versión. No hay que tener mucha imaginación para intuir las torturas a que debieron de ser sometidos esos pobres diablos. Hubieran indicado dónde estaba el cadáver, de haberlo sabido. Pero el asunto quedó así. Luego fue cerrado por prescripción. Sólo el hallazgo del cuerpo abriría el caso.

—Doy por seguro que sabe de las desapariciones de unos niños, ocurridas cuando la de su padre.

—Por supuesto. Mi madre visitó a menudo a las familias de Elíseo y Gerardo hasta que el tiempo diluyó los recuerdos. Me llevaba con ella a verlas. Eran gente humilde. También a la señora Romero, llena de amargura por la desaparición de los hermanos Montero. No lo soportó. Se recriminaba por no haberse enfrentado al marido cuando éste decidió interrumpir la tutela sobre los niños. El matrimonio Romero… Ella era una mujer apacible y sensible. En la última visita que le hice se pasó el tiempo llorando desconsolada. Él, un maltratador. Siempre ha habido maltratadores. Ya ve usted cómo estamos ahora con esa lacra. Pero entonces los maltratos a las mujeres eran casi generalizados. La sociedad lo aceptaba, quizá por viejos atavismos que mucho tenían que ver con la religión. En general el hombre no era sólo el marido sino el amo. Pero en el caso de los Romero el comisario Ocaña puso las cosas en orden, lo que fue muy raro, porque la policía no consideraba delito pegar a la mujer. Quizá se debió al añadido de que Felipe tuvo mucha responsabilidad en la desaparición de los Montero al haberles echado de casa y despreocuparse de su suerte, lo que, a los ojos del funcionario, le hacía tan criminal como sus raptores. El caso es que actuó sobre el maltratador. Ojalá que la policía actuara hoy como aquel hombre. ¿Sabe lo que hizo? —Buscó mi interés—. En la visita que volvieron a hacerle dos de sus hombres para obtener noticias de los chicos, semanas después, encontraron a la mujer con el rostro tumefacto. El comisario envió por él en un coche, lo que en sí mismo suponía una publicidad negativa para el canalla ante sus vecinos: verle entrar en un coche de la policía, en aquellos tiempos. Le metieron en los sótanos y los inspectores enseñaron a Felipe la diferencia que hay entre dar y recibir palizas. Cuando lo subieron parece que su rostro no tenía señales de violencia pero el gesto era de gran sufrimiento. Estaba destrozado y casi no se tenía en pie. El comisario le advirtió que volvería a buscarle si persistía en su afición al maltrato.

—¿Qué le hicieron?

—No lo sé. Supongo que le aplicarían su propia medicina.

—¿Y volvieron a dársela?

—Parece que no, por la sencilla razón de que ella, más por la pena de no volver a ver a los niños que por el trato reiterado del marido, porque dicen que a eso llegan a acostumbrarse las desgraciadas, le dejó plantado en 1948 y se fue a su pueblo con su familia. No volví a saber de ninguno de los dos.

—Sus hermanos de usted ¿qué opinan?

—Han preferido olvidar. Tienen más de setenta años. Optaron por interpretar esos hechos como si hubieran ocurrido en guerra. Y, ¿sabe?, al igual que ellos siento que aquello está muy lejos.

—Trece años después desapareció también otro hombre, Rafael Alcázar Bengoechea, ¿lo recuerda?

—Tengo su recuerdo de cuando era niña.

—Parece que él trabajaba en el Matadero cuando lo hacía su padre.

—Sí, pero no cuando desapareció a su vez.

—En la fecha de la desaparición de Rafael Alcázar, ya no era usted una niña —dije, tras un rápido cálculo—. ¿No guarda un recuerdo más cercano?

Me miró con fijeza.

—Vino a vernos cuando lo de mi padre, intentando consolarnos. Nunca volví a verle. No volvió; no era bien recibido en casa. Ellos habían dejado de ser amigos hacía tiempo.

—Eran falangistas ambos. ¿Por qué dejaron de ser amigos?

—¿No es una simplificación creer que por ser falangistas todos debían ser amigos? —Sonrió y movió la cabeza—. Qué puedo decirle. Después de tantos años de dictadura y del revisionismo actual, la imagen de Falange no hay por dónde cogerla; pero no es del todo exacta.

—¿Puede explicarse?

—Se tiende a considerar a Falange como un bloque y, tras la guerra, como un partido realizador de tremendas barbaridades.

—¿Las hizo?

—Sí, demasiadas para que su nombre pueda salir del fango. Pero conviene aclarar las actuaciones y sacar la verdad a la luz.

—¿Qué verdad?

—Toda. Durante la guerra, en las zonas liberadas, y después de terminado el conflicto, miles de personas se apuntaron a Falange. Fue un aluvión de gente atropellándose para inscribirse en el partido. Tantos que se les daba un carné provisional de adherido hasta que les llegaba el de militante. Había de todo menos verdaderos falangistas: los que buscaban eludir u ocultar antiguas concomitancias con el liberalismo; los que deseaban asegurarse buenas posiciones en la nueva España, y, sobre todo, los que buscaban venganzas personales. Todos ellos se esforzaron en patentizar sus adhesiones denunciando a cuantos les parecía y participando ellos mismos en las ejecuciones sumarias. Esa pléyade de oportunistas adulteró el espíritu falangista auténtico. La prueba está en la actualidad. ¿Cuántos quedan de los miles que había durante el franquismo? Sólo unos pocos infatigables herederos de aquellos del Teatro de la Comedia. Pero tan divididos en grupúsculos, reclamando cada uno la autenticidad falangista, que es como si no existieran. Aquella gentuza de aluvión mató, medró y se esfumó.

Seguí mirándola sin decir nada.

—Sí, ya sé —prosiguió—; ésa fue la gran culpa de Falange, porque se hizo bajo su nombre y, fuera por desconocimiento, permisividad o colaboración, la responsabilidad le correspondía. Los mandos debieron haber mediado para frenar las matanzas. Así hicieron Manuel Hedilla y otros, que fueron apartados violentamente. Los demás, como Serrano Súñer, Fernández Cuesta, Girón, Arrese y tantos otros, cerraron los ojos. Lo permitieron y apostaron por el poder franquista. Lo de Súñer y Fernández Cuesta es tremendo, porque fueron los albaceas testamentarios de José Antonio y traicionaron su legado. Igual hizo Arrese, que, de condenado a muerte por ser fiel a Hedilla, pasó más tarde a ser un eficaz azote contra sus compañeros programáticos y una pieza activa en el Régimen, ocupando diversas carteras ministeriales. Ya ve, sin embargo, cómo la historia ha englobado a todos en el mismo saco. Pero, puede creerlo, muchos falangistas de los primeros tiempos deploraron esas actitudes represivas. Del mismo modo que no comulgaron con la posición de cipayos que Franco les asignó. Vuelvo a recordarle el caso de Hedilla, segundo jefe nacional de Falange tras la muerte del Fundador. Por su rechazo frontal al Decreto de Unificación, fue condenado a muerte por el dictador, quien además le despojó del cargo para quedárselo él. Luego le conmutaron la pena. Estuvo en prisión varios años y, finalmente, fue desterrado. Igual que Dionisio Ridruejo y otros, como Gerardo Salvador Merino, un joseantoniano puro, que fue el primer jefe de la Delegación Nacional de Sindicatos y a quien Franco expulsó a Baleares; todos silenciados por disentir. Mi padre y su amigo León de Tejada eran de ésos.

—¿Su padre fue un disidente?

—En realidad, no; lo fueron quienes se adhirieron a la doctrina oficial del Régimen y olvidaron los valores fundacionales. Mi padre soportaba este cambio en silencio.

—¿Qué valores eran ésos?

—¿No conoce el ideario de Falange, el verdadero?

—No.

—Entre otras cosas propugnaban la separación Iglesia-Estado, aunque no el laicismo en la educación; la transformación de la sociedad a una moderna y dinámica; el fin del clientelismo, la oligarquía, el latifundismo y el oligopolio; la nacionalización de la banca; la renovación del espíritu, la superación del fatalismo, la justicia social, el amor al trabajo, el fin de la corrupción…

—Dígame adonde quiere ir a parar.

—Lo que no podían soportar eran los reincidentes y trasnochados nacionalismos, las patrias tribales, a esos gurús que se emperran en destacar una diferencia que no existe. ¿No producen dolor, enfrentamientos, muertes y odio entre hermanos, sin ninguna auténtica necesidad? Al final, esos absurdos movimientos no son la realización de un sentimiento colectivo, como dicen los abanderados de esas emociones que antes supieron inculcar entre sus seguidores, sino el puro y simple egoísmo personal: poder, dinero y la gloria de pasar a la posteridad como presidentes, jefes de Gobierno o ministros de algo que, de otra forma, nunca conseguirían. ¿Cree usted que alguna vez Europa será como Estados Unidos, con un solo país para todo el continente? Es una reflexión en clave de futuro. Ni hablar. Cada país querrá seguir teniendo sus propios personajes cavernícolas, esos nacionalismos heredados de los reinos de taifas, haciendo ruido político por motivos simplemente egoístas. Y ¿qué me dice de los asesinos terroristas? Ellos sí que son fascistas, en el peor sentido de esa doctrina. ¿Se vive mejor con esa lacra? —Movió la cabeza como si fuera el péndulo de un carrillón—. No intento borrar lo que hizo de malo la Falange después de la guerra; sólo quiero destacar lo bueno de su programa, que, desgraciadamente, nunca pudo ser aplicado. —Volvió a recrearse en sus recuerdos—. Mi padre nunca se apartó de la ortodoxia. Era muy amigo de Alejandro Salazar, que fue jefe nacional del SEU y que murió fusilado en Paracuellos del Jarama en noviembre del 36, a los veintitrés años de edad… ¿Cómo era?… «Siempre sonriente, los ojos melancólicos de los que saben que van a morir jóvenes». Así era mi padre, idealista, íntegro.

—Exactamente qué quiere decir. Él no fue fusilado.

Ella siguió empecinándose en su recuerdo.

—Fueron juntos al entierro de un camarada, Jesús Hernández, asesinado en 1934 por uno de las Juventudes Socialistas, con sólo quince años. Mi padre decía: «¿Por qué nos matamos entre nosotros si el enemigo es otro? ¿Cuándo vamos a entenderlo?» —Tras un silencio, volvió a mí como si regresara de un viaje al centro del mundo—. Nunca abjuró de aquellos ideales. Al final, murió con ellos intactos.

—No entiendo mucho de política, pero creo que Falange era, no sé si es, un partido paramilitar; usaban uniforme, se subordinaban a un jefe. La democracia no estaba en su ideario. Creo que la diferencia con los socialistas era evidente.

—¿Usted cree eso? La expresión máxima del socialismo es lo que en Rusia instauraron Lenin y Stalin, y Mao en China. ¿Qué democracia había allí? Y sin irnos tan lejos, ahí tenemos a Corea del Norte y a la patética Cuba. Socialismos.

—Eso es un extremo. Los socialismos europeos no son así.

—Está equivocado. La socialdemocracia europea nada tiene que ver con el socialismo de aquí. Estos socialistas todavía cantan la Internacional con el puño en alto y desfilan con pancartas. Y es una ingenuidad creer que entre ellos existe la mínima democracia interna. ¿Sabe cómo funciona una comunidad de vecinos? Siempre hay tres o cuatro que van juntos y llevan la voz cantante. Ellos son siempre la mayoría. En el socialismo español, es igual. Esa cúpula, con el jefe supremo como gran hermano, es quien corta el bacalao. Nadie se aparta de lo que dice este grupo por repugnante que sea, aun en contra de sus convicciones y de su compromiso ético. El que no se prosterna se queda sin empleo. La Falange, en ese sentido, era sincera. Ahora, si lo que usted quiere es encontrar la democracia pura en una organización, sólo la hallará en los antiguos sindicalistas sin partidos guardaespaldas: los libertarios de la CNT.

Nos miramos en profundidad y sentí como el latido de una presencia invisible. Manín y Pedrín.

—José Antonio Primo de Rivera estaba creído, precisamente, de que el viejo sindicalismo revolucionario español, la CNT, cuando conocieran que el nacionalsindicalismo es anticapitalista, buscarían conexión con Falange. Así lo confesó al periodista Ramón Blardony en su prisión de Alicante, un mes antes del estallido bélico.

—Supongo que la CNT tendría otra opinión —apunté. —Suponga lo que quiera. Le digo cosas que pueden comprobarse. Hay otra entrevista, esta vez de un periodista inglés, Jay Alien, publicada en el News Chronicle. En ella aparecen sus llamadas a los trabajadores y sus puntos de coincidencia con el mundo obrero. Añadía que sería un error que el Alzamiento sirviera sólo para restaurar privilegios seculares, e insistía en que la regeneración de España debería basarse en la Patria común, el Pan y la Justicia. Y no debe olvidarse que los colores de Falange eran el rojo y negro de la CNT y la camisa azul de los obreros.

—Lamento reconocer que he sido muy desconsiderado con nuestra historia reciente. Pero creo que los falangistas y los anarquistas partían de supuestos diferentes. Los de la CNT y FAI eran proletarios, pobres de tradición, lo contrario que los falangistas.

—¿Eran ellos culpables de haber nacido en buenas cunas? ¿Hay que estigmatizar a la gente por sus orígenes? Su grandeza fue que, por conseguir una España equitativa, hicieron decidida renuncia de sus privilegios, atacando a las clases altas y oligarcas a las que pertenecían. ¿No lo ve? Es eso lo que importa.

—Mi conocimiento de los temas que usted esgrime no llega a tanto. Pero hay un hecho diferenciador. ¿Por qué los pobres se afiliaban a la CNT y no a Falange, si también era un movimiento sindicalista y, según sus defensores, abierto a todos? ¿No es una evidencia significativa de los modelos que ambas representaban?

—No era una diferencia de concepto sino de estilo, de forma. Más del noventa por ciento de los falangistas eran asalariados: campesinos, obreros, empleados… La diferencia estaba en que había muchos estudiantes en la parte falangista, algo elitista en aquella época. Ello no acontecía, es cierto, en la CNT. Pero de eso, vuelvo a repetirlo, no tuvieron la culpa aquellos muchachos. Muy pocos falangistas vivían de sus rentas.

—Mire. Yo sólo busco pistas para unos crímenes no resueltos. Usted me enreda en una madeja para la que no estoy preparado. No sé…

—… ¿por qué le cuento estas cosas? —concluyó—. Por mi padre. Él se merece que salga a la luz algo que ahora es anatema: reclamar que Falange tiene pendiente de alcanzar sus objetivos, brutalmente frustrados. El libro España, una revolución pendiente, de Sigfredo Hillers, publicado audazmente todavía en vida del dictador, expresa esa reivindicación.

Hizo nueva pausa como para, darme tiempo a asumir lo que contaba.

—Sí, usted estará pensando que todo son gaitas. Pero le diré más al respecto. Cuando terminó la guerra y se generalizó la represión, falangistas como mi padre decían: «¿Hemos de matar a media España sólo porque lucharon contra nosotros? Necesitamos esa media España, españoles también, que sufrieron por sus ideas. ¿Por qué no conjugamos el perdón con la habilidad necesaria para que abracen nuestros ideales de lograr una España grande, donde todos quepamos? En todo caso, ¿quiénes somos los falangistas para arrogarnos el ejercicio de la justicia, de tan primaria forma que deviene en pura injusticia? ¿Qué juez o corte nos dio la autoridad para hacer de represores? Sólo somos un partido político, sin licencia para hacer de verdugos. No es nuestra misión ni nuestro trabajo. No somos ninguna Ley».

Su mirada estaba perdida en sus reflexiones. Luego me miró.

—¿En qué está pensando?

—Me recuerda al personaje de El jugador de ajedrez, de Stefan Zweig. ¿Lo conoce?

—Sí —dijo, echándose a reír—. Me respondo a mí misma, como hacía ese personaje jugando consigo mismo.

—Pero él estaba incomunicado en una celda. Usted no está en esa circunstancia.

—Para estos temas sí, desgraciadamente. Cuando intento hablar de ello con mi marido y mis hijos, cambian de tercio. Así que de todo esto sólo hablo con mi padre; o sea, conmigo. En cualquier caso, usted ha venido a saber de él. Busca sus hechos para conocer su destino. Pero sus hechos los motivaron sus ideas. Supongo que lo que le he contado no habrá sido en vano.

—¿Qué era el SSS? —solté.

Ella me miró, admirada.

—¿Cómo sabe de la existencia de ese servicio?

—Si se lo digo descubriré mis artes. Es como pedirle a un mago que muestre sus trucos.

—La verdad es que no tiene sentido ocultarlo a estas alturas. —Miró un gran retrato de su padre instalado en la pared, como pidiéndole autorización—. El SSS era el Servicio Secreto de la Social, una sección dentro del cuerpo. Pocos tenían conocimiento de él. Mi padre lo supo casualmente.

—¿No era una reiteración? La Brigada Social ya era secreta en sí misma.

—Lo era en su actuación pero todo el mundo sabía de su existencia. Del SSS se ignoraba todo, hasta el nombre. Le enseñaré algo al respecto. —Se ausentó de la sala y, al cabo, regresó con una voluminosa carpeta. Se caló unas gafas, buscó un papel y leyó: «… investigar no sobre organizaciones o personas de izquierdas camufladas, ni sobre altos cargos militares pues éstos quedan bajo la jurisdicción del SIM, sino en los actuales órganos de decisión, gentes de derechas que no gustan de nuestro régimen de esperanza aunque sean notables conservadores: la CEDA, los monárquicos impacientes de Renovación Española, los carlistas, los falangistas contumaces y otros, sin olvidar a intelectuales que no escarmientan. Vigilar a aquellos que soterradamente se atreven a pedir elecciones, influenciados por lo que la ONU nos hace, olvidando los sacrificios que hemos pasado, los muertos que costó nuestra guerra para construir un país fuerte, unido y respetado. Olvidan que gracias al Ejército salvaron sus cabezas y sus propiedades. Gentes que no escarmienta, y que quieren volver a las andadas sin ver que el comunismo está siempre acechante. Descubrir al enemigo donde creemos que están los amigos; la Quinta Columna, al revés. Esforzarnos para que el Movimiento permanezca por generaciones porque es la regeneración de nuestra Nación, el impulso que necesitábamos para que los españoles volvamos a sentirnos grandes en el mundo. Nos compete la misión de asegurar que así sea. Esos supervivientes de causas perdidas, peores que los rojos, porque ellos son consecuentes con sus ideales, quieren capitalizar lo que el Caudillo nos ha dado; quitarle la gloria y el mando como los cortesanos de Carlos Primero hicieron con Hernán Cortés, usurpando el esfuerzo de la conquista de Méjico. Evitar que los agentes de Estoril y los que van y vienen a Suiza y Bélgica consigan que sus contubernios contaminen a más crédulos predispuestos a escucharles…».

—O sea, que su padre buscaba renegados de derechas.

—¿Por qué dice eso? —dijo, mirándome asombrada.

—¿Su padre no era de la SSS?

—¿Mi padre? No, qué va. Para nada. Ya le dije que sus ideales traicionados fueron decantándole hacia posiciones cercanas a las de los que debía investigar. Rafael Alcázar sí era de la SSS.

—Perdone, pero no es eso lo que he leído en los informes.

—Lo que le digo es la verdad. Puede creerme.

—¿Por qué su padre no se salió de ese entorno falangista adulterado?

—¿Cree que era fácil abandonar? Existían razones emocionales. La Falange verdadera era su razón de ser.

—¿Fue muerto por eso, por su resistencia a ser moldeado?

—Quién sabe…

—Quizá debería dejarme esa carpeta.

—¿Para qué? Son documentos personales. No hay nada que pueda servirle.

—Lo que me leyó es una posible pista. Puede haber otras.

—Cree equivocadamente. Los del SSS investigaron durante años y cubrieron todas las posibilidades. Pero el cuerpo no apareció. Es hora de que descansen los recuerdos.

—¿Qué impresión tiene usted de la desaparición de Rafael Alcázar?

—Era primo hermano del subsecretario que ordenó a Ocaña apartarse del caso y que, al parecer, siguió pensando en la mano negra de un poder comunista oculto. En realidad, no les faltaban razones a quienes así pensaban. Por si no lo sabe, le diré que en 1946 España quedó aislada del mundo al decidirse en la Asamblea General de la ONU, por mayoría de votos, que los países integrantes retiraran sus embajadores de nuestro país. En esa Asamblea el representante de Polonia se atrevió a decir que España era un peligro para la paz mundial. ¿Qué le parece tamaña desfachatez? Abochorna que lo dijera alguien de un país casi inexistente debido a la ocupación rusa, y con un régimen soviético ferozmente contrario a las libertades, como luego se demostró… El Régimen pagaba así el precio por haber estado al lado del nazismo alemán y del fascismo italiano, quienes ayudaron a su implantación. Agentes clandestinos pasaron a España para organizar movimientos que dieran como fruto la caída de la dictadura franquista. El Ministerio de Gobernación aumentó su presupuesto y toda la policía se dedicó casi en exclusiva a conjurar aquella amenaza. Fueron capturados y fusilados miembros relevantes, como Cristino García Granda, afiliado al partido comunista francés y héroe de la resistencia gala durante la ocupación alemana, lo que conmocionó a toda Europa. Para entonces, la Falange auténtica estaba muerta y la apócrifa tampoco existía, en la práctica. No olvide que las grandes potencias pidieron la disolución de esa organización, nada más acabar la guerra mundial. Y Franco, atento a cómo sonaba la música y con el deseo de eternizarse en el poder, la fue relegando, sobre todo desde la aplicación del Plan de Estabilización, que dio entrada a los tecnócratas del Opus en el Gobierno. Con el apoyo de Estados Unidos y de Inglaterra, y con la guerra fría marcando la política mundial, el Régimen, eficazmente conducido en el interior por los sabuesos de la Política-Social, estaba más fuerte que nunca y continuó haciendo gala de la mayor contundencia al aplicar sus métodos represivos. Pero seguía teniendo miedo de sus propios fantasmas. Sólo así se explica que todavía en 1963, veinticuatro años después de terminada la contienda civil, siguieran las ejecuciones. Como ocurrió con dos jóvenes idealistas, Joaquín Delgado y Francisco Granado. ¿Oyó hablar de ellos?

Negué, con sentimiento de culpa por mi ignorancia.

—No tuvieron publicidad esas muertes porque eran humildes anarquistas. Todo lo contrario que con Julián Grimau, matado en el mismo año. Grimau era comunista y el partido puso en marcha su potente aparato propagandístico. Provocaron un escándalo internacional, que sólo quedó en ruido. —Sonrió sin alegría—. ¿Sabe cuál fue el cargo principal que aplicaron a esos activistas? «Por la perpetración continuada del delito de rebelión». ¿Cabe disparate mayor que esa argumentación, cuando los verdaderos rebeldes condenables por haberse alzado en el 36 contra el Gobierno legítimo eran los ahora condenadores y verdugos? Y mire usted: en esas ejecuciones, quien actuaba era ya el puro régimen dictatorial al desnudo. Ya no tenía la tapadera de Falange porque desde hacía años, como le dije, a ésta se le había acabado la pintura. —Volvió a tender una pausa—. Muy pocos se paran a pensar que las dos únicas fuerzas que deseaban un cambio profundo en España fueron barridas por el franquismo: los anarcosindicalistas y los nacionalsindicalistas. Falange y CNT desaparecieron, a pesar de contar con cientos de miles de afiliados cada una. Sólo dejaron recuerdos pero no herencia. ¿Qué es lo que ha quedado? Una derecha recalcitrante que reclama el centro y una izquierda burguesa que pide lo mismo. Sus diferencias son semánticas, porque lo único que les interesa es el poder. ¿Y los comunistas? Totalmente fuera de su tiempo. Agraviados por los socialistas pero lamiéndoles el culo siempre.

La conversación había derivado a un cuasi monólogo histórico-político y a una reivindicación con destinatario equivocado. Estaba claro lo mucho que esa mujer necesitaba que la escucharan y su esfuerzo por vindicar la memoria de su padre. Tuve por cierto que decía lo que sentía, que su discurso no buscaba eximente a connotaciones que la historia había vuelto indignas. Esperé mientras ella consumía otra pausa.

—Rafael Alcázar, primero falangista y luego de la Político-Social, como le dije, había ayudado a desarticular células comunistas y siguió haciéndolo hasta su extraña desaparición. Su primo y sus correligionarios siempre creyeron que fue víctima de venganza por sus delaciones. —Me miró de forma extraña—. La jurisdicción judicial en el caso de Rafael era la del distrito de Chamberí. Al comisario le ordenaron su traspaso a la DGS y le impidieron seguir con la investigación. No encontraron nada sospechoso que concerniera al asunto y siguieron con sus manidas tesis, sin apreciar coincidencias que, a muchos que conocían los hechos anteriores, les parecerían causadas por algún tipo de maldición, pero no a mí ni a otros.

—Va muy por delante de mí.

—Hubo otro amigo que trabajaba en el Matadero con mi padre y con Rafael Alcázar, falangista también. —Sin dejar de mirarme, añadió—: Murió atropellado por un camión en 1956. Los tres tuvieron el mismo destino trágico.

—¿Qué quiere insinuar?

—Usted debe sacar sus conclusiones.

—¿De qué trabajaba ese amigo?

—Era liquidador, como Rafael Alcázar.

—¿Qué es eso?

—Un puesto de trabajo. Eran los que controlaban los animales que se mataban. No sé cómo los denominarán ahora y si esa función sigue realizándose como entonces.

—¿Cómo se llamaba ese amigo atropellado?

—Roberto Fernández García. Pero hay más, y no de menor consideración. En ese mismo año apareció asesinado un íntimo amigo de mi padre y de la familia, que antes mencioné: Fernando León de Tejada. Nunca descubrieron al asesino.

—Lo leí en los informes. Pensaba llegar a ello ¿Qué pasó con su familia? No encontré sus datos, ni en la guía telefónica.

—¿No? Pero si los hijos son los famosos oftalmólogos León de Tejada… Quién no los conoce. Seguimos siendo familias amigas.

—¿Qué recuerda de Fernando?

—Era un buen hombre, con planteamientos políticos y morales cercanos a los de mi padre. Deportista, trabajador, cariñoso. Siempre estaba diciendo aforismos. Después de vencer la tentación de salirse de Falange, se esforzó en hacer del Frente de Juventudes lo que su creador, Enrique Sotomayor, deseaba: un movimiento juvenil que integrara a todos los niños y jóvenes españoles, y no sólo a los de un bando. —Se dejó vencer por otro recuerdo—. Sotomayor… Otro impulso desperdiciado. Fundó el Frente de Juventudes y Franco le prometió nombrarle delegado nacional del SEU. No cumplió su promesa. Sotomayor tuvo poco tiempo para rumiar su decepción. A los veinticuatro años moría en el frente ruso y con él un espíritu insatisfecho por la ocasión perdida. En cuanto a Fernando, fuimos a su entierro y lloramos por los dos, como si también estuviéramos enterrando a mi padre en ese momento.

La habitación se había llenado de demasiados muertos. Los podía ver, allí, todos juntos, como cuando en una mortandad se los alinea antes de enterrarlos. Me levanté.