La documentación facilitada por Clara Ocaña constaba de escritos, copias de expedientes, fotografías, dos cuadernos, algunos sobres con cartas y otros papeles, todo bien ordenado cronológicamente en dos archivadores. Las copias en calco originales de las declaraciones de los comparecientes estaban muy borradas, pero Ocaña había tenido la precaución de hacer fotocopias de todo cuando llegaron las fotocopiadoras, inexistentes en los años cuarenta. Dos de las fotografías, tamaño postal, eran de esas que se hacían en los colegios con todos los miembros de cada clase juntos. El grupo de niños miraba al frente. Los de atrás de pie; los de delante, en cuclillas, arrodillados y sentados en el suelo. Los originales estaban amarillentos y rayados pero había copias fotográficas que mantenían la calidad adecuada. Algunas de las cabezas estaban dentro de un círculo, con un número que, en el margen, aclaraba su nombre. Eliseo, Gerardo, Juan, Luis y Julián. Los dos hermanos Montero estaban de pie y sobresalían por su estatura. La foto en blanco y negro, bien enfocada, mostraba claramente los rasgos de los niños. Algunos sonreían con timidez. Los Montero estaban serios. Había una fotografía de dos hombres en bañador. Los círculos de sus cabezas señalaban a Andrés Pérez de Guzmán y a Fernando León de Tejada.
En los cuadernos, y a mano, el comisario compuso dos listas datadas en esos días iniciales de junio de 1946, donde había consignado nombres, edades, domicilios, a los que fue añadiendo, con fechas, el resultado de sus pesquisas, interrogaciones y reflexiones posteriores. La primera lista estaba dedicada a los desaparecidos y a los niños implicados. En la segunda constaban los familiares, vecinos, amigos de las familias, gente variada del Matadero, profesores del colegio Cervantes e, incluso, señoritas de Auxilio Social. Esta segunda relación había ido creciendo en comentarios, que describían en su mayor parte la desolación incalmable de los padres de los niños al apreciar que el paso del tiempo desvanecía sus esperanzas. «Dolor insufrible en estas familias humildes». Felipe Romero Díaz y esposa, María Escobar Contreras, tutores de los niños Montero desde la muerte de la madre en 1944, de treinta y seis y treinta años respectivamente cuando los hechos, no volvieron a salir en los apuntes; apuntes que, al final, eran meras cogitaciones sin datos novedosos. Al terminar el estudio de toda la documentación, examiné mis anotaciones, que había ido apuntando en un bloc. Una de ellas destacaba por la densidad del subrayado. Miré la hora. Cogí el teléfono y marqué.
—¿Sí? —habló Clara Ocaña.
—Su padre escribió: «… y el SSS tampoco obtuvo resultados vinculantes al caso. Parece que en otras misiones sí funcionó; no en ésta». ¿Tiene idea de lo que era el SSS?
—No. En eso no puedo ayudarle. Ya le dije que apenas leí sus escritos. Y él nunca nos participó a la familia de ninguna de sus investigaciones.
Colgué y de las dos listas establecí la mía, condensando los datos de ambas y de los informes posteriores.
A (5) Juan Barón Díaz, nueve años en 1946. Testigo del rapto de Gerardo. En 1952 se trasladó con sus padres a un piso de la Ciudad de los Ángeles. Domicilio desconocido en 1965. Amplio dossier.
B (6) Mateo Morante Peña, once/doce años cuando las desapariciones de Elíseo, Gerardo, hermanos Montero y Andrés Pérez de Guzmán. Embaucador, vividor, peligroso. Matarife cuando su incorporación a filas en enero de 1957. Licenciado en octubre de 1959, con veinticuatro años. Vuelve a Madrid y se pierde su rastro. En noviembre de 1959 su hermano Antonio presenta denuncia por desaparición. El caso es plena competencia de Ocaña, que inicia unas pesquisas con circunspección y sólo por haber tenido al sujeto en el punto de mira. Ninguna orden de la DGS se lo impide. Pero no se hallan rastros ni testigos ni evidencias que avalen la teoría de Antonio de que su hermano ha sido secuestrado. Ninguna prueba al respecto. Según su tía, con quien vivió antes y después de su etapa en el Ejército, se iba a Venezuela con un amigo. Tenía el equipaje y sus cosas preparados para salir hacia el puerto el día 25 de octubre. Cuando la mujer se levantó en la mañana de ese día, no estaban ni él, ni los bultos, ni su ropa. Aparentemente se había ido. Pero la mujer aseguraba que nunca lo hubiera hecho sin despedirse de ella. Se comunicó con Antonio, que vino lo más rápido posible con un permiso y que, después de analizar los hechos, presentó la denuncia. Insistía de forma categórica en que su desaparición fue provocada. Avalaba las razones de su tía, añadiendo que, como hermanos con estrechos lazos emocionales, le hubiera dejado algún mensaje. Esos argumentos carecían de fundamentos probatorios para que la policía abriera una investigación razonada. El comisario dejó pasar el tiempo y ni siquiera una segunda visita de Antonio un año después, aprovechando otro permiso, hizo variar la idea que el policía se había formado de ellos. Escribió: «No son personas de fiar ninguno de los hermanos. Creo que están en comunicación y Antonio viene con el cuento para disipar las dudas que siempre tuve sobre Mateo en la desaparición de los chicos».
C) Antonio Morante Peña. Veintiocho años cuando aparentemente despareció su hermano. Salió del Tercio en 1963 de su segundo enganche. Emigró a Europa un año después. Al morir su tía en 1965, volvió y cerró el piso. Domicilio desconocido.
D) Fernando León de Tejada y Ortiz de Zárate, jefe local de Falange en 1946, treinta y tres años cuando denunció la desaparición de Andrés Pérez de Guzmán, amigo suyo y correligionario. Desconfianza manifiesta hacia la Social ante los nulos resultados. En septiembre de 1956 aparece muerto en su estudio de arquitecto de la calle de Tutor, frente a la iglesia del Buen Suceso. Ocaña se entera por la prensa y se pone en comunicación con el comisario Pedro Granados, de la comisaría correspondiente al distrito de Moncloa, sita en la calle de Daoiz. Actualiza sus datos y se informa. Casado, un hijo de veinte y otro de diecinueve años, con domicilio en la calle de Vallehermoso. Hombre muy familiar y respetado por los vecinos. Se quedaba con frecuencia en el estudio hasta tarde trabajando en los proyectos, por lo que su esposa nunca albergaba motivos de preocupación. Pero en la noche de aquel jueves se demoraba en regresar. Era demasiada la tardanza. Llamó al estudio y no obtuvo contestación, lo que la alarmó. Salió en su busca con uno de los hijos. Desde la acera vieron la luz encendida filtrándose por las ventanas, allá en el sexto piso. Subieron, acompañados por el sereno. Encontraron su cuerpo sin vida tirado sobre un charco de sangre. Los cajones de los armarios, librerías y estanterías estaban revueltos. No cabía duda de que había habido un registro. ¿Buscando qué? ¿Dinero? A Fernando le habían despojado de la cartera, el reloj, anillos, cadena, mechero y dinero. Faltaban las máquinas calculadoras, el aparato de radio y todos los estuches Rotring de dibujo nuevos, que se guardaban de repuesto. La policía determinó que el asesino debió de llamar a la puerta y, al ser abierta, lo llevó a la sala central y allí lo mató. Se valió de arma blanca, que no apareció, pues el cadáver estaba degollado. El sereno y los vecinos nada vieron ni oyeron. Ocaña se conmociona con la noticia y sospecha que el crimen podría estar relacionado con las desapariciones de 1946. Así se lo expone a Granados, aconsejándole que estudie los informes que obrarían en la DGS. Incluso le acompaña a la Puerta del Sol, con el consentimiento previo del comisario jefe de la Jefatura Superior, que ya no era el de 1946. Tampoco el subsecretario era quien había tomado el caso años antes. El sustituto se esforzó en aparentar su disposición a ayudar, tras expresar su total desconocimiento del caso que Ocaña intentaba exhumar. El expediente de los desaparecidos estaba catalogado en los archivos como confidencial. Vería lo que podía hacer. El asunto no produjo ninguna respuesta de la DGS vinculante con las tesis de Ocaña y siguió por los cauces policiales normales. El tiempo pasó y el comisario Granados concluyó en su informe final que la muerte de Fernando se produjo por robo, que es lo que sugerían las pruebas halladas. La conexión que Ocaña defendía quedó descartada por falta de elementos probatorios. No había datos de la familia León de Tejada ni de su domicilio actual.
Había otro nombre que presentaba hechos diferenciales y que el comisario unió a la investigación, no de forma plena al principio, por considerar que su implicación inicial con la cuestión era aparentemente circunstancial. Lo puse en la lista.
E) Rafael Alcázar Bengoechea, desaparecido de su domicilio de la calle de Manuel Cortina en 1959, a los cuarenta y nueve años. Ocaña se enteró en 1966 de esta desaparición, en una de las reuniones que anualmente hacían los policías, donde se mostraban las innovaciones técnicas, las dotaciones económicas y de medios, los programas y demás asuntos. En un aparte coincidió con el comisario Alfonso Iriarte, de la comisaría de Chamberí, situada en la calle de Juan de Austria. Policías antes que funcionarios, ambos comentaron sus casos inconclusos. Alfonso se enteró de las desapariciones de 1946 y Ocaña supo de la de Rafael Alcázar. Pidió datos a Alfonso. La mujer de Rafael había presentado denuncia a la vuelta de las vacaciones en el litoral mediterráneo. Se habían comunicado esporádicamente, según costumbre. Rafael no estaba en casa al llegar. No le dio importancia. Al caer la noche y ver que no aparecía, sintió inquietud. Llamó a los amigos. No estaba con ellos. Llamó a los hijos y a la mañana siguiente presentaron denuncia. Rafael desapareció entre el 15 de septiembre y el 15 de octubre, periodo entre su última comunicación telefónica y el regreso de la mujer. Faltaban dos de sus trajes, algunas mudas, camisas y útiles de aseo, y una maleta pequeña. Todo parecía indicar que se había ido de viaje. Pero no volvió a llamar. ¿Se marchó voluntariamente? No había huellas de violencia, ningún testigo. Y un dato: al abrir la caja fuerte detectaron la falta de cien mil pesetas, según apuntes. Si se había ido de casa voluntariamente, ¿por qué no se llevó más dinero del que todavía quedaba en la caja? Iriarte no pudo seguir la investigación por falta de pistas. Rafael era primo hermano del subsecretario que trece años antes había desautorizado a Ocaña, quien anotó la coincidencia de las fechas de las desapariciones: mismo mes y año las de Mateo y Rafael. Como en el caso de Fernando León de Tejada, tuvo la convicción de que había relación con el de los desaparecidos del 46. Y más al saber que Rafael había trabajado en el Matadero hasta 1957. Esa coincidencia le hizo prestar más atención a la denuncia de Antonio Morante. Rescató un nombre: Daniel Molero Pérez, el amigo que se iba a Venezuela con Mateo. Aunque habían pasado siete años desde entonces, el comisario consiguió la dirección de Daniel por medio del Gobierno Militar: calle Hachero, en el Puente de Vallecas. Envió allí a un hombre. La familia Molero no vivía: en la casa desde 1946 o 1947. Los vecinos dijeron que se habían ido a América. ¿Cómo podía ser? ¿Dónde estuvo esos años, entre su aparente marcha a algún lugar de América en 1946 y su ingreso en el Ejército en 1958? ¿En Venezuela? Intentó averiguar en el Consulado si en 1959 o después habían expedido visados a nombre del tal Daniel y de Mateo. Incluso, y no cita por qué razón, si lo había a nombre de Rafael. No tenían ya registros de aquellos años. Y averiguar si estaba en aquel país era imposible sin conocer su cédula personal.
Anoté su nombre en la lista.
F) Daniel Molero Pérez. Hizo el servicio militar en Marruecos de voluntario, ingresando a los diecinueve años, según el Gobierno Militar. Licenciado en 1959. Aparente amigo de Mateo y desaparecido en la misma fecha que el otro. Ningún dato sobre su paradero.
Dejé los papeles y fui a la ventana. El sol de la tarde se reflejaba en los cristales del Palacio de Oriente. De mi relación, los únicos para investigar, obedeciendo a la lógica, eran A y C, y familiares o conocidos de los demás, que pudieran vivir todavía. Busqué en la guía telefónica. En la calle de Fernando el católico aparecía un Pérez de G., justo en el número en que vivió Andrés. Llamé. Allí había un familiar aún. Establecí mis prioridades.