Entré en la oficina y fui atrapado por los ojos y la sonrisa de Sara.
—¿Todo bien?
—Sí. Te decidiste al fin. Ella está en el despacho de David.
David se levantó al abrir la puerta. Frente a él, al lado de acá de la mesa, una mujer se volvió a mirarme. Era de edad madura, delgada, de rasgos agradables. Tenía el empaque de las personas que han vivido sin agobios económicos.
—La señora Clara Ocaña Nuevo. El señor Corazón Rodríguez —presentó David.
Estreché su mano suave antes de tomar asiento junto a ella. David ocupó el suyo. Después de un breve silencio valorativo, expuse:
—Parece que ha conseguido entusiasmar a mi ayudante con su caso, aunque él sabe que supera nuestras posibilidades. Es un asunto estrictamente policial y han pasado cincuenta y cuatro años. Mucho tiempo. Más de medio siglo. Entiendo que usted es consciente de ello.
—Escúchala —sugirió David.
—No le reprocho si no acepta el encargo. En realidad dudo de que nadie pueda resolverlo a pesar de las incontables horas que mi padre le dedicó durante su vida. Pero sé, en contra de su aseveración, que no es un caso que pueda resolver la policía.
David y yo nos miramos. Ella captó la mirada.
—No les dije que mi padre era el comisario que se encargó del caso.
—¿Él se encargó todo este tiempo? ¿Siempre?
—Bueno, no exactamente. Los hechos ocurrieron en su jurisdicción, y su departamento era el indicado. Él inició las pesquisas.
—¿Y no pudo conseguir ninguna pista en tantos años, con todo el poder que debió de tener como jefe de un departamento de policía?
—Conviene matizar. Mi padre era un buen policía. Comenzó la investigación pero fue frenado por una instancia superior que, de forma muy confidencial, él señala en sus informes personales, que ustedes podrán leer si aceptan el caso. Oficialmente el tiempo asignado duró unos días. Pero extraoficialmente él siguió indagando durante años con las escasas posibilidades y márgenes de maniobra que la prohibición le dejaba. Y las barreras que el tiempo iba creando tampoco ayudaban, como tampoco facilitó la tarea el que sus ayudantes fueran cambiados a otras comisarías. Luego llegó la jubilación y… —Se interrumpió y miró sus manos—. Mi padre murió hace un año pero su mente hacía tiempo que se había ido. Tenía noventa y cuatro años. Fue perdiendo poco a poco la razón, comido por una pena infinita, con intervalos de una gran lucidez. En uno de esos periodos decidió su herencia emocional. Me dijo que no había sido un buen policía por no haber podido resolver aquellas desapariciones, con trabas jerárquicas o sin ellas. Me pidió que rindiera el mejor tributo a su recuerdo aceptando una obligación que me imponía: la de resolver el caso. Para ello debería buscar un buen detective al que apasionar con la historia, lo que él no pudo lograr con sus superiores. Sin trabas oficiales, ese detective podría conseguir lo que él no fue capaz. Indagué en el mercado y oí hablar de esta agencia. Parece que resuelven todos los casos.
—Habría que decir que resolvemos las misiones que aceptamos; no cualquiera sino las que vemos con posibilidades. Jugamos con esa ventaja —dije.
—No se esfuerce en ser frívolo. No es eso lo que dicen mis informes sobre ustedes. Han resuelto casos increíbles y el hecho de que me estén escuchando desmiente su aseveración.
—No lo hemos aceptado todavía —dije, intentando adoptar una actitud neutra. Añadí—: ¿Por qué su padre no buscó él mismo a un detective para no dejarle tan pesada misión? Su profesión le concedía más posibilidades.
—Él siempre creyó que podría resolverlo. Al jubilarse, pensó que podría actuar como detective. Pero nunca fue hombre de acción sino de despacho. No servía para andar de allá para acá. Así que recurrió a algunos amigos investigadores cuando vio que los años se le echaban encima. No se lo tomaron muy en serio. Parece que nadie quiere cosas hundidas en el pasado. Creen que no son temas que venden periódicos ni llenan bolsillos.
—Esos niños, ¿qué parentesco tiene con ellos?
—Ninguno. No los he visto nunca en persona. Sólo en las fotos que constan en el expediente.
—¿Por qué su padre tenía tanto interés? Lo lógico era haber tomado el trabajo como uno más. Todos, desde los médicos hasta cualquier otro profesional, debemos esforzarnos en que los casos que caen en nuestras manos no nos conciernan personalmente.
Sin mirarle, supe la expresión que David puso en su cara. Al fin, el caso de Prados no estaba tan lejano y hacía que para él mis palabras no fueran sinceras.
—Permítame no estar de acuerdo —dijo la mujer—. Supongo que dependerá de los casos. Algunos dejan huellas imperecederas. No todos los asuntos criminales son tan terribles. Cuatro niños y un hombre desaparecidos, que nunca dieron señales de vida. Esos cuatro niños… Miren, mi padre era un hombre fuerte y vitalista, con el añadido de la parcela de poder que le concedía su condición de policía. Quería mucho a mi madre y cuando ella murió el mundo no fue igual para él. Sin embargo, cuando se encerraba en su despacho y oía su amargura, sabía que estaba repasando los viejos informes, buscando alguna pista perdida. No era el recuerdo de mi madre lo que le consumía, sino la impotencia de ver que se iba apartando de la vida y que lo que hicieron con aquellos niños quedaba impune. ¡Me rompió el corazón tantas veces…! Era como si hubiera vivido una existencia frustrada. Y deseo fervientemente contradecir esa sensación, si es que él me ve desde donde esté.
—Un caso así requerirá, aparte del precio del trabajo, unos gastos que pueden ser elevados. ¿Ha pensado en ello? —dijo David.
—Mi padre dejó una cuenta de ahorro para este encargo. Hay exactamente un millón de pesetas. Creo que para los gastos servirá.
David y yo contemplamos a la mujer.
—Puede que no llegue para los gastos si el asunto se prolongara.
—No hay más, señor Corazón. Usted debe aceptar el caso como un reto, a la vez que como un acto de justicia universal. Si lo resuelve, ése sería su premio y su satisfacción. Ya sé. Es obvio que no son buenas condiciones para un trabajo, si lo miramos desde el prisma de los tiempos actuales y sabiendo que su dedicación debe de generarle ganancias concretas. Pero antes de que comprometa su negativa, le ruego que escuche algo. —Sacó una cinta de su bolso—. ¿Tienen un radiocasete? Por favor, póngala. Es la voz de mi padre.
David procedió. Escuchamos con atención mientras la mujer me miraba fijamente, como si sus ojos fueran de cristal.
Al terminar, sólo el zumbido de la máquina se batía contra el silencio. La señora dijo:
—Algo en mi interior me dice que lo estudiará, al menos.
Cuando salió dejó un aroma cautivador: la mezcla de suave perfume y la carga de sentimientos expresados. David me miró y supimos que aceptábamos el caso.
Me quedé a comer con ellos. Nos pusimos al día en los asuntos en curso y dejamos el de los niños para el final.
—¿Qué tal con Javier? —pregunté a Sara.
—Muy bien, de verdad.
—Debe de ser un tipo muy especial para haber hecho vibrar tan sensible corazón —dijo David.
—Lo es. Me encuentro a gusto con él, deseo su compañía. En realidad, si no es amor me llena de la misma sensación. Es un hombre como los de antes, muy difíciles de encontrar. —Al mirarme, un brillo aleteó en sus ojos sonrientes.
—¡Ya estamos! ¿Qué pasa con los hombres de antes? Yo soy de ahora y me tengo por cojonudo.
—Lo más fiable que tienes lo has heredado de tu jefe.
—Él no es de hornada vetusta. Además, lo de antes no es sinónimo de bueno. La sociedad ha cambiado a mejor.
—¿Seguro? ¿Cómo qué?
—El matrimonio, por ejemplo. Os casasteis impelidos por conceptos anticuados; el rito religioso, por ejemplo. Y ¿qué os pasó? El fracaso. Eso no ocurre ahora.
—No ejemplarices con nuestros casos. Mira las estadísticas. Hay muchas parejas que llevan treinta, cuarenta o más años casados. ¿Cuántas de las de ahora durarán tanto tiempo?
—Y ¿cuántas de ellas perduran por inercia o comodidad? Ahora tenemos libertad de elección. Si se acaba el amor, ¿para qué seguir?
—¿A qué amor te refieres? ¿Al juvenil rebosante de ardores? Hay varias clases de amor. El tiempo marca el ritmo adecuado.
—Te casas el mes que viene, por lo civil —dije—. Te diré algo: la Iglesia no tiene nada que ver con que los matrimonios fracasen. Fracasan las personas, no las instituciones.
—He querido consignar un cambio radical en la sociedad.
—Hablamos del amor. Irás descubriendo esos cambiantes ritmos que dice Sara. Te afectarán, como a todos. Por cierto, ¿qué flechazo ha sido ése? No lleváis ni cinco meses.
—Es suficiente. La vida es rápida.
Le miré. Pronto se haría cargo de casos con mayor entidad. Pero el que la hija del policía había puesto en nuestro horizonte era para mí.
—Lo veo tan complicado como el de Prados, hace dos años. Protagonistas escondidos en el pasado —dijo David—. Otra historia que te llama desde el tiempo.
—Pero ésta, más tremenda: cuatro niños, sin duda asesinados —añadió Sara—. Requerirá muchas horas de trabajo.
—Él lo descifrará —aseguró David—. Aunque, en este caso, no podrá enamorarse de una de las implicadas.