Octubre 1959
Daniel se ajustó el correaje en el uniforme, se colocó las cartucheras sobre la roja faja, cogió el mosquetón y se dirigió hacia el pelotón de soldados que le habían asignado. Todos estaban con sus uniformes completos aunque no lucieran como era menester debido a sus gastadas ropas y a sus botas deformadas y rotas en algunas partes. Sí brillaban los correajes y los fusiles. Con sus rostros fieros los hombres parecían un Ejército formidable. Pura apariencia, porque en las cartucheras no había cartuchos, sino bolas de papel, y las armas no estaban cargadas. Daniel recordó al teniente Alemparte. ¿No llevaban munición porque no había suficiente o porque no podrían usarlas en caso de algarada? Sólo unos pocos sabrían la verdad y nunca lo dirían. Era una fuerza que impresionaba, pero inútil. Antes habían sorteado y repartido la escasa munición entre algunos cabos. Sólo los pocos elegidos, además de los suboficiales, podrían defender a tantos en caso de ataque. Probablemente el mando español no esperaría encontrar dificultades ni emboscadas porque los marroquíes estaban felices con la evacuación que, por otra parte, suponía una importantísima pérdida en su economía. Así lo expresaba el gran sector comercial, sabedor de que la mayoría de las tiendas tendrían que cerrar.
Daniel los hizo formar, los inspeccionó y luego dio la orden de salida. Todos, él mismo también, cogieron sus maletas. Se dirigieron hacia la salida de la compañía donde otros cabos estaban inspeccionando a otros pelotones. Al cruzar vio a Mateo frente a otros soldados, imponente en su bien conservado uniforme. Tuvo que admitir la prestancia de su apariencia.
—¿Qué rollos te traías con el teniente?
—¿Me espiabas?
—Estuvisteis largando mucho. ¿Qué te decía?
—Te veo en Ceuta —dijo Daniel.
Condujo a los soldados hacia la explanada y los fue distribuyendo en los camiones según las instrucciones. Luego cruzó el portalón principal de acceso al cuartel y se volvió un momento. Septiembre había acabado y el sol deslumbraba. Se bajó la visera hasta las cejas. El viejo Cuartel de Regulares, solar de muchas quintas y donde había pasado casi dos años. Sintió una emoción desconocida, como si seres invisibles estuvieran gritando en silencio. Tres generaciones, cuarenta y seis reemplazos, un cuarto de millón de soldados que estuvieron allí, como él ahora. Habían vuelto. Estaban ahí delante, despidiéndose también de ese hogar lejano y jamás olvidado. Retuvo la imagen, se giró y siguió hacia abajo hasta encontrar el camión que le habían asignado, el 34, más abajo de la curva terrosa. Montó y saludó al conductor, un soldado desconocido, y esperaron la orden de partida. Era una mañana de cielo diáfano, sin viento. A lo lejos, el macizo del Gorges mostraba su inmutabilidad. En los días anteriores la caballería animal había abandonado la ciudad, al igual que las artillerías pesada y ligera. Sólo quedaba la infantería como fuerza básica. A una orden los camiones encendieron los motores. El retumbar múltiple absorbió los demás ruidos y se hizo ensordecedor. La tierra retemblaba, los ánimos se exaltaban. ¡Se iban de verdad! Un tiempo después, que se les hizo interminable, vieron moverse al camión precedente. El conductor arrancó el suyo. El convoy fue circulando lentamente por entre las calles repletas de gente, la mayoría de los cuales saludaba. Salieron de la ciudad sin incidentes y la fila siguió circulando a velocidad lenta. Daniel veía al soldado armado sentado en la lona que cubría el cargamento en el camión de delante. Eran tantos los camiones que en los tramos de carretera despejados y de curvas de amplio radio no se veía ni el comienzo ni el final de la expedición. Fueron pasando los indicadores y las localidades que nunca se desvanecerían en su memoria y donde posiblemente no volverían. Cabo Negro, Rincón el Medik, Cudiataifor, Mezrah, con la vista de Ceuta a la derecha, sobresaliendo del calmado mar en la distancia. Al cruzar por Dar Riffien, cuna de la Legión, vieron una sección del Tercio en el borde de la carretera. Mientras duró el paso del convoy, los legionarios permanecieron firmes saludando y cantando El novio de la muerte, una y otra vez, acompañados por una fanfarria. Ellos también se irían pronto, dejando el poblado y sus recuerdos. Nadie les despediría.
Llegaron a Ceuta y procedieron a la entrega de los camiones y de las armas. Cuando terminaron, la noche se había cernido. Juan, José y Daniel se encontraron y cenaron juntos en las largas mesas, en un ambiente general exultante. Estaban licenciados, por fin, seis meses más tarde que los de su quinta de toda España. A la mañana siguiente entregaron los uniformes y se pusieron las ropas de paisano. Después del desayuno fueron al muelle, abarrotado de soldados, licenciados y gente de civil, hombres y mujeres. No se oían voces de órdenes porque no había ningún recluta que conducir. Los amigos abordaron el barco y se instalaron en cubierta junto a los demás. El mar estaba en calma y circulaba un ligero viento. Mateo se les acercó e hizo una seña a Daniel. Se apartaron y tomaron asiento en unos salientes. Difuminado en la distancia, el peñón de Gibraltar parecía dirigirse hacia ellos.
—¿Sabes? Creo que iré contigo a Venezuela —dijo Mateo—. He estado pensando y tienes razón. ¿Qué hay que hacer?
—Bueno. Lo primero es conseguir los pasaportes y los visados. ¿Tienes pasaporte?
—No, ¿y tú?
—Tampoco. Pero es sencillo. Se hace la solicitud y hay que esperar unos diez días. Lo más complicado es lo de los visados. —Hizo una pausa—. Luego falta el dinero del pasaje, que lo conseguiríamos a través de una agencia de viajes.
—¿Cómo iríamos?
—Por avión es muy caro. No hay prisa. Mejor ir por barco.
—¿Cuánto se tarda por barco?
—Unos once días. Habrá que hacer escala en Canarias y en Puerto Rico.
—¿Qué cuesta el billete?
—Unas seis mil pesetas en tercera clase.
—¿Tienes esos talegos?
—No, pero los obtendré de alguna manera.
Mateo calló durante un rato mientras contemplaba la costa ceutí, que iba empequeñeciéndose.
—Puedo conseguirte el dinero. Pero tienes que hacer algo por mí.
—Siempre pones precios demasiado altos —dijo Daniel, moviendo la cabeza.
—¿Eres o no un amigo?
—¿Qué pregunta es ésa? Te lo he demostrado. Pero depende de lo que pidas.
—¿Recuerdas a Carapeto?
—Claro. Y creo que te lo cargaste.
—Joder, ¿cómo lo adivinaste? —Miró con sorpresa a Daniel, que no respondió ni esquivó su mirada—. Me lo cargué, claro que sí. Porque lo enviaron para matarme. Era él o yo.
—¿Qué dices? ¿Quién lo envió?
—Uno que no cejará hasta verme muerto.
—¿Por qué quiere matarte?
—Sé de acciones que le comprometen. Te lo explicaré si me ayudas en este caso.
—¿Qué ayuda pretendes de mí?
—Tengo que matar a ese hombre. No me lo quitaré de encima de otra forma.
—¿Quieres que te ayude a matarle? —Daniel entrecerró los ojos.
—Sí.
—Olvídalo. ¿Cómo eres capaz de pedirme tal cosa? Además, si te vas a Venezuela, habrá suficiente tierra por medio. No te encontrará…
—También la hubo en África y me encontró.
—Es diferente. Allí estabas situado. En América, no.
—No podría vivir con esa incertidumbre.
—Lo siento. No voy a hacer lo que pides.
Mateo le miró fugazmente y luego concentró su mirada en un punto inconcreto. Al rato, dijo:
—¿Y si te digo que ese tipo mató también a unos niños?
Daniel se volvió y Mateo vio algo nuevo y frío en sus ojos.
—¿Cómo que mató a unos niños? ¿Qué cuentos me cuentas?
—La verdad. Mató a tres niños.
—¿Cuándo fue eso?
—Hará unos trece años.
—¿Cómo lo sabes?
—Él me lo dijo.
—¿Por qué no avisaste a la policía?
—¿Estás loco? ¿Sabes el poder que tenía esa gente en la sombra? Todavía lo tienen. Cualquiera se chivaba.
—¿De qué gente hablas?
—En su momento. Ahora los niños. Hablemos de ellos.
—¿Cómo los mató?
—Les rompió el cuello.
Seguían mirándose a los ojos. Mateo sintió un escalofrío de repente. Se volvió y observó las calmadas aguas. Sería por el viento.
—¿Qué habían hecho esos niños?
—Fueron testigos presenciales del asesinato de otro hombre, amigo del asesino.
—Vamos a ver. ¿Qué película me estás contando? Con tal de buscar mi ayuda eres capaz de inventarte unos rollos increíbles.
—Es la pura verdad. Debes creerme. Y hubo otro hombre más, asesinado también años después. Y un tercero, que murió atropellado hará unos tres años. Sé que en el atropello participó el que me persigue. Los cuatro pertenecían a una organización secreta muy importante.
Daniel se levantó y se apoyó en la barandilla. El viento hizo revolotear sus cabellos. Mateo se colocó a su lado.
—Matar a ese tipo es un acto de justicia. —Ante el silencio del otro, añadió—: Está bien, lo haré yo solo. Pero necesito tu ayuda para trasladar el cuerpo.
—Seguiría siendo cómplice de un crimen.
—Eres un cobarde. Te digo que ese tipo debe morir.
Daniel miró las olas y dejó que el tiempo se escurriera.
—Trasladar el cuerpo ¿adónde?
—Te lo diré en su momento. ¿Qué me dices?
—¿Qué sacaré de todo esto?
—¿Le pones precio? Un amigo actúa con desinterés.
—Déjate de moralidades. No va contigo. Esto trasciende la amistad. Si tú ganas, yo debo ganar también.
—Te daré diez mil claudias.
—Ni hablar.
—Quince mil. Ni un duro más.
—Veinte mil —dijo Daniel, tras una pausa.
El gigante le miró con ira.
—Eres un cabrón, pero acepto —dijo, ofreciéndole su mano.
—No hemos terminado —dijo Daniel, sin estrecharla—. Cuéntame qué hiciste. Si no, no hay trato.
Mateo recogió la mano y su gesto se ensombreció de disgusto por el rechazo. Luego movió la cabeza como para ahuyentar fantasmas.
—Bueno, fui testigo, como los niños, del asesinato del primer hombre. Y también del segundo.
Se miraron largamente. Mateo exploró los ojos del otro. La extraña frialdad ya no estaba en ellos. Vio la falta de emoción de siempre.
—¿No hubo investigaciones? ¿Es que los familiares se cruzaron de brazos?
—Hubo investigaciones. Pero el caso no prosperó porque nunca aparecieron los cadáveres. Y nunca aparecerán.
—¿Por qué estás tan seguro?
—Porque los enterramos entre el fulano que me persigue y yo. Y nunca diremos dónde.
—¿Enterrasteis? Eso no es ser testigo. Es participar. —Mateo se encogió de hombros—. ¿Dónde los enterrasteis?
—Nanay. Sólo lo sabrás cuando hagamos el trabajo. Porque lo enterraremos en el mismo lugar.
—¿Por qué se inició esa cadena de muertes? ¿Qué ocurrió? Dímelo ya.
Mateo se lo explicó fríamente y con prolijidad. Hablaba lentamente, como el goteo de un grifo mal cerrado, mientras Daniel se diluía en un piélago sin bordes, como si una dimensión desconocida lo hubiera atrapado. Allí estaba todo el secreto del niño Luis. Cuando el sonido de las gaviotas y las sirenas de los buques explotaron en sus oídos, abrió los ojos. El puerto de Algeciras estaba encima, de golpe, como si los dos años de África hubieran sido una ilusión. Miró al calmoso compañero, que fumaba con despreocupación.
—¿Cómo pudisteis hacer una cosa así? Unos niños…
—Se hizo y basta. Eso es el pasado.
Más tarde desembarcaron y abordaron el tren con destino a Madrid junto al numeroso grupo de licenciados. Había una sensación de tristeza e inadaptación en todos, a pesar de las risas. Lograron asientos en el atiborrado tren, en el que hasta los pasillos estaban llenos. Durante un tiempo Mateo facilitó a Daniel datos adicionales, completando la magnitud de la conspiración culminada con la desaparición de los niños trece años atrás. Pero omitió el lugar donde los enterraron.
—¿Acaso te interesa por algún motivo especial?
—¡Qué tontería! Me da igual. Es sólo curiosidad. Lo único que me mueve es el dinero.
Luego Daniel cerró los ojos y se refugió en el silencio. La noche fue larga y llena de hollín. Los licenciados fueron bajando a lo largo de la ruta en un viaje con frecuentes paradas. No hubo novedades hasta Madrid. La vetusta estación de Atocha recogió los restos de los ex soldados, muchos de los cuales tendrían que ir a la estación de Príncipe Pío para seguir hacia sus destinos del norte. José y Juan se despidieron emocionados de Daniel, mientras Mateo los miraba algo apartado, con cara de pocos amigos.
—Nos escribiremos.
—Sí.
Los vio marchar y luego miró a Mateo, que dijo:
—Nos veremos aquí mismo en diez días.
—Si no estás me iré —apercibió Daniel.
—No seas mierda. Nos necesitamos. Sacaremos el pasaporte y el visado en este tiempo, cada uno por su lado. Trincaré la pasta para los dos e iremos a una de esas agencias que dices para sacar los pasajes. Y cuando los tengamos, haremos el trabajo que hemos convenido.
—¿Cómo piensas hacerlo? Lo de matarlo.
—Está chupado. Será coser y cantar. Lo tengo muy estudiado. Venga. Cogeré ese tranca.
Daniel lo vio cruzar la destartalada plaza por en medio, sorteando los coches y los carros con mulas, para abordar en marcha el tranvía 45, cuadrado y sin puertas, que circulaba traqueteante por el centro de la adoquinada calzada del paseo de las Delicias. Siguió con la mirada el tranvía hasta verlo difuminarse en la prolongada bajada. Tuvo una visión de niños, y de él mismo, cabalgando en los topes traseros de esos vehículos. Tantas veces… Estuvo un rato quieto, como si no supiera qué hacer. Miró a la gente. La mayoría de los hombres vestía con traje y corbata. Todavía algunos llevaban sombrero. Apenas se veían con monos de trabajo. Las mujeres jóvenes llevaban conjuntos de faldas acampanadas o plisadas, con rebecas, o trajes de chaqueta. Se veían gabardinas y el color general era el negro o el gris. Como el cielo. Alzó la mirada. ¿Dónde estaba el azul de Madrid, tantas veces recordado? Empezaba una nueva vida, como había dicho el teniente Alemparte. Pero quedaba todo por hacer. Agarró la maleta y cruzó hacia el Hospital General. No había cabinas telefónicas, que él había visto en otros países, lo que era un signo más del atraso en que estaba España. La acera estaba animada de gente. Pasó por delante del hotel Mediodía y entró en el bar El Brillante. Pidió una limonada y solicitó un teléfono. Ante él dudó un momento. Luego hizo dos llamadas, una local y la otra de larga distancia. Después cogió la maleta y entró en el metro.
—Adelante.
La puerta del despacho se abrió y la sólida figura de Boves se enmarcó en ella.
—Vengo llegando, patrón.
—Pasa —dijo Juan Manzano. Junto a él estaban su hermano y Miguel Molero—. Lee esto.
Boves se quitó el sombrero de paja, cogió la carta y la leyó lentamente. Luego miró a los tres hombres.
—Haz lo que dice ahí. Sigue todas las instrucciones. Marisela te ha hecho reserva de vuelo. Tiene el billete y el dinero preparados. Déjalo todo como está y apúrate, pues. Confiamos en ti.
—Brindemos por que todo salga bien —señaló Jesús Manzano.
Miguel Molero sacó cuatro botellines de cerveza Polar de un frigorífico y los chocaron antes de echarse al coleto un trago prolongado. Luego, Boves les dio la mano y ellos sintieron la garra poderosa de su cobrizo empleado. Minutos después, a través de la ventana, le vieron entrar en su Ford Falcon, calándose el sombrero con su aire felino. Miguel tuvo una punzada de envidia. Le hubiera gustado ser él quien viajara. Pero sus cincuenta y cinco años eran una barrera insalvable. Además sabía que no había nadie mejor que ese hombre fiel para la misión.
Boves tenía poco que llevar. Alguna ropa de abrigo porque en España empezaría pronto el invierno y le habían dicho que en Madrid hacía mucho frío por esas fechas. Lo mínimo. Sólo ropa cómoda. No necesitaba el flux porque no iría a ninguna fiesta. Miró a Esmeralda, tan sabrosa en sus veintisiete años, tres menos que él. Echaría de menos el fuego de su cuerpo.
En el Ford Falcon bajaron a Maiquetía por la atestada autopista, estrenada pocos meses antes, y atravesaron la tremenda cordillera por los también recientemente construidos túneles de El Boquerón. Llegaron al aeropuerto e hicieron los trámites.
—¿Dónde es que vas ahora, mi yave?
—A España, ya tú sabes.
—Sí, pero adonde; no me lo hablaste.
—¿Ya me estás rascabucheando, pue?
—No, mi amor. Pero como que estás demasiado secreto.
—Olvídate de esa vaina. —La miró, sintiendo los gritos de la carne—. Aguárdame el Falcon. Y guárdate, mi bella.
Ella tenía los ojos llenos de todo.
—Se me ahoga el alma, mi bravo.
Él pasó su mano fuerte por los cabellos de la mujer.
—Ta güeno, deja esa vaina, ¿oquei?
—Vuelve sano. Sin ti no estoy completa.
Se dieron un beso mordido, los ojos abiertos para llenarse de promesas. Luego él se quitó el sombrero, se lo entregó y se alejó hacia el control de pasaportes. Sólo se volvió una vez. Notó en ella el clamor de su pasión. Se giró y se mezcló con la gente.
Cuando el avión de Viasa llevaba un vuelo sostenido, sacó el sobre y estuvo leyendo las instrucciones. Luego lo guardó y cerró los ojos. Tenía ocho horas de vuelo. Y luego procedería.
Rafael Alcázar salió del edificio de Sindicatos, frente al Museo del Prado, junto con otros directivos y amigos. Eran las tres de la tarde, final de la jornada. Entraron en la cafetería Dólar, justo en la esquina del paseo del Prado, en la conjunción de las calles de Huertas y de Moratines. Tomaron unas cervezas y luego se despidieron. Rafael Alcázar caminó hasta el solar situado detrás de Sindicatos. Había muchos sitios donde aparcar, las aceras casi vacías de coches. Buscó su Seat 1.400. Al poner el motor en marcha, alguien se introdujo en el vehículo por la otra puerta delantera. Mateo le puso un cuchillo en su costado derecho.
—Avanza.
Rafael Alcázar salió a la plaza de Neptuno.
—¿Adónde vamos?
—A tu casa. ¿No te alegras de verme? ¿Así se recibe a un amigo?
—¿Amigo, con un cuchillo en la mano? ¿Piensas matarme?
—Debería hacerlo, pero depende de ti. Sigue.
—¿Cómo me has encontrado?
—¿Creías que cambiando de curro te libras de tu pasado?
Subieron a la plaza de Colón y luego hasta la de Alonso Martínez.
—¿Qué camino es éste? He dicho que a tu casa.
—A ella vamos.
—¿Cambiaste? ¿Qué hay de tu chalé del Viso?
—Ahí vive mi hija. Era muy grande para nosotros solos, después de que todos se casaran y se fueran.
—¿Y tus hijos varones?
—Tampoco viven con nosotros.
—¿Quién está ahora en tu casa?
—Nadie.
—¿Y tu mujer?
—Está veraneando con mi hija y los nietos en Santa Pola.
—¿Y la criada?
—Con ella. Estoy de Rodríguez.
—Entonces todo será más fácil. —Sin dejar de mirarle, dijo—: Aparca cerca de tu calle.
Rafael estacionó el coche en la calle de Covarrubias, en uno de los muchos espacios que había en los bordes de las aceras.
—Y ahora, ¿qué coño quieres?
Mateo cogió la llave de contacto y abrió la portezuela.
—Subiremos y me darás veinte mil duros.
—¿Qué? Estás loco. ¿A santo de qué? No te debo nada.
—No te hagas el chulo o te parto la cara, cabrón. Claro que me debes. Lo sabes. Es hora de equilibrar la partida.
—¿Te refieres a todo aquello? Sabes que acabó hace años. Hay un principio y un fin para todo. No iba a durar toda la vida. Olvídalo.
—Lo olvidaré cuando aflojes la pasta.
El otro lo miró pensativamente y luego dijo:
—No tengo esa cantidad. Para eso está el banco.
—Mientes. Sé que tienes costumbre de guardar cantidades en tu casa ¡Así que no me jodas!.
Salieron. Mateo pasó un brazo por encima de los hombros de Rafael y caminaron como amigos.
—Estás gordo como un cochino para la matanza. Tres años sin vernos y casi no te reconozco. ¿Todavía no te han desenmascarado? ¿Cómo lo consigues? —Ante el silencio del otro, Mateo continuó—: Bueno, a lo nuestro. Si haces algo contrario a la lógica, te mataré como al capullo que enviaste a África a liquidarme.
—No sé de qué me hablas.
—Lo sabes de sobra, mamón.
Giraron hacia la calle de Manuel Cortina.
—¿Conoce tu mujer lo de nuestras antiguas actividades?
—Ella nunca supo nada. Y no debe saberlo.
—¿Y tus hijos?
—Tampoco. ¿Crees que algo así se puede pregonar?
—Bien. Entraremos en tu despacho. Abrirás la caja y me darás la pasta. Me voy a Francia, así que no volveremos a vernos. El asunto queda terminado para siempre.
—¿Crees que puedo confiar en ti?
Mateo presionó con su brazo y fueron apartándose de la línea de viandantes hasta un portalón cerrado.
—Escucha, pedazo de cabrón. Yo nunca anduve corriéndote, sino tú a mí, hijoputa. Me enviaste matones y asesinos. ¿Por qué? Tuve que irme lejos y hasta allí mandaste a joderme.
—No puedes probarlo.
—No lo necesito. Los dos lo sabemos.
—No has cambiado. Todos hemos evolucionado menos tú.
—¿Qué me estás contando? Hablas con el lomo bien cubierto. Y yo ¿qué? Trabajé para vosotros como un perro, por una miseria. Y encima tenía que llamaros de usted.
—¿Una miseria? ¿Acaso querías llevarte lo mismo que nosotros, que cargábamos con el peso de la organización y el mayor riesgo? Tú no eras nadie. Con nosotros fuiste algo ¿Qué eres ahora? Mírate.
—Maldito cerdo. ¿Cómo puedes vivir con esa farsa? Mataste a Andrés y a dos chicos. Eres tú el que tiene que mirarse al espejo.
—Hablas de cosas que pasaron hace mil años. Tú mataste al chico largo y a Facundo.
—Lo hice porque me lo ordenaste.
—¿A quién quieres engañar? Te llevaste un buen dinero. Y te gustó hacerlo.
—Está bien. Si tengo que matar, mato. Así que no me toques más los huevos y terminemos de una puta vez.
Entraron en uno de los señoriales edificios de la calle Manuel Cortina y subieron en el artístico ascensor con asiento.
—Ni un guiño, ni un gesto. Si sorprendo algo parecido a una contraseña, te mato y mato a quien sea. No te la juegues. Sólo es biyiyi a cambio de tu asquerosa vida.
Media hora después, Mateo dijo, en la puerta de la casa:
—Es mejor que me olvides. Has hecho un buen negocio. Compraste tu vida. Por si acaso y hasta que me vaya estaré vigilante.
El otro le vio bajar por la escalera y permaneció en silencio hasta que dejó de oír el retemblar de sus pasos en los anchos escalones de madera. ¿Habría terminado el asunto? Ojalá fuera verdad lo de Francia; ojalá lo fuera porque no sabía cómo conjurar la amenaza latente de ese salvaje. Nada podían hacer con carácter oficial. ¡Ah, si hubieran podido…! Cogió el teléfono y marcó un número.
—Mateo Morante acaba de salir de mi casa —dijo, al establecerse la comunicación.
—¿Qué ha ocurrido? —transmitió el aparato.
Rafael explicó lo acontecido. Luego añadió:
—El cabrón apareció de repente. Me dio un susto de muerte. Dice que se va a Francia y kaputt. Ese tipo es una fuerza de la naturaleza. Fíjate cómo despachó al que enviaste a África. Se ve que ese Carapeto no era tan bueno como dijiste.
—Claro que lo era. Ya ves cómo se ocupó de Roberto y de ese Fernando León de Tejada. Fueron trabajos perfectos.
—Pues con este animal falló. ¿Qué hacemos ahora? Tú eres el cerebro.
Tras un rato de silencio la voz dijo:
—A él no le interesa que esto trascienda. Está implicado. Lo que te ha hecho no es un chantaje, por la misma razón. Y hay un dato: pudo quitarte más dinero pero sólo se llevó lo que te pidió. Puede que realmente desee empezar una nueva vida. Tiene verosimilitud. Al fin, en tantos años nunca intentó nada contra ti. Ni contra mí, obviamente, porque no sabe que estoy en el ajo. Hicimos caso al loco de Roberto cuando nos sugirió que Mateo podría cantar. Quizá no debimos creerle y no caer en sospechas desafortunadas. Dejemos que pase el tiempo y veremos. Lo importante es que salvo ese bruto no hay testigos ni pruebas.
—¿No crees que puedan hablar alguno de los peones que utilizamos?
—¿Lo han hecho en tantos años transcurridos? Ellos tienen los mismos motivos para mantener el secreto.
—¿Y la cartera de Andrés? ¿Qué hiciste con ella?
—La quemé, entera, con todos los papeles dentro. Por ese lado podemos estar tranquilos.
—¿Y si Roberto, según dijo que haría, escribió una confesión?
—No creo que hablara en serio. Nos mentiría, como cuando nos apercibió contra Mateo. Se había vuelto muy inestable. Por eso decidí su eliminación.
—Pero ¿y si realmente lo hizo y, como amenazó, se lo dio a Fernando León?
—¿Iba a delatarse a sí mismo? De todas maneras Carapeto hizo un registro minucioso en el estudio del arquitecto, cuando lo mató. No encontró nada.
—Podía haberla guardado en cualquier sitio. En su casa.
—Fernando buscaba al asesino de su amigo Andrés. Si hubiera tenido un documento semejante, nos habría denunciado de inmediato.
—Entonces, ¿hemos matado a Roberto y al arquitecto por nada?
—No por nada. Eran potencialmente peligrosos para nosotros, como Facundo, cada uno por su circunstancia. Mejor así.
—Bueno, si este cabrón de Mateo se esfuma de nuestras vidas, sólo quedamos tú y yo conocedores de las desapariciones.
—Exacto. Y nosotros no nos desmoronaremos. ¿Estamos de acuerdo?
—Claro. Por fuerza.
La 1.10 de la madrugada de un domingo. Las calles estaban desiertas. Esperaron a que el sereno se alejara para atender una llamada en una calle lateral. Anduvieron con rapidez hacia el portal. Mateo hurgó expertamente con una ganzúa en la cerradura simple y antigua. Entraron, cerraron y subieron por la escalera hasta la vivienda. Mateo procedió con la cerradura como con la del portal. La puerta cedió. Pasaron y escucharon. Todo estaba en silencio. Avanzaron por el pasillo en la semioscuridad y buscaron el dormitorio principal. Rafael Alcázar dormía profundamente. Miraron con sigilo en las otras habitaciones y comprobaron que no había nadie más en la casa. Mateo volvió al cuarto de Rafael y le quebró el cuello. Se volvió hacia su compañero y quedó sorprendido. Daniel parecía haberse desvanecido en el aire. Mateo miró nerviosamente a los lados.
—Daniel —susurró.
De entre las sombras surgió una voz extraña.
—Qué.
Miró hacia el sonido y sintió algo parecido al pavor cuando en la zona más oscura vio dos ojos refulgentes clavados en él. Había algo sobrecogedor en su posición, como si no pertenecieran a un cuerpo y estuvieran flotando en la nada.
—¿Qué…, qué…? —balbuceó.
Los ojos estaban fijos como si fueran mecánicos. Luego se movieron. Una sombra sigilosa, como el vuelo de un murciélago, tomó cuerpo. Daniel se acercó sin que la sensación fantasmal desapareciera.
—Qué quieres.
—Joder. ¿Qué haces ahí? Ayúdame.
Quitaron el pijama al cadáver y le vistieron con las ropas que vieron colocadas en un perchero, sin olvidar calzarle los zapatos. Mateo hizo la cama, dejándola como si no hubiera sido usada. Puso el pijama y las zapatillas en la mesilla de noche y se quedó con todo lo que había en el cajón del mueble. Cogió una maleta y echó dentro unas mudas, dos trajes, zapatos, útiles de aseo y una gabardina. Fue al despacho con la maleta y vació en ella todos los papeles de los cajones de la mesa, sin olvidar la cartera de trabajo. Luego se acercó a la caja fuerte y hurgó en la cerradura.
—¡Joder, su puta madre! —dijo, al rato.
—¿Qué te ocurre? —dijo Daniel, desde la puerta.
—Nada. —Dio una patada a la caja—. Revisemos el salón, la cocina y el baño. Hemos de eliminar cualquier indicio de que el cabrón durmió aquí.
Más tarde sacaron el cadáver a la escalera, después de mirar y de escuchar. Cerraron la puerta y bajaron por los escalones los cinco pisos hasta el portal. Mateo abrió con cuidado y sacó la cabeza, oteando. Todo estaba en silencio. Vio al sereno en la esquina de la calle de Luchana, junto al apagado cine del mismo nombre. Las farolas iluminaban la calle vacía. Esperaron hasta que oyeron alejarse el sonido del chuzo. Colocaron el cadáver entre los dos como si fuera un hombre embriagado, salieron y caminaron hacia la esquina, doblándola. El Seat 1.400 alquilado por Daniel estaba aparcado cerca. Una vez dentro todos, Daniel se colocó al volante y arrancó con las luces apagadas. Prendió los focos en la calle de Santa Engracia y bajaron al paseo del Prado. Mateo miró la hora: 1.40.
—Terminaremos pronto, haremos nuestras cosas y nos veremos en la estación esta noche. El barco sale pasado mañana, ¿no?
—Así es.
—Este trasto es muy lujoso. Te habrá costado un huevo.
—Sólo había Simca Mil Seiscientos. Eran muy pequeños para meter el cuerpo.
—¿Cómo es que sabes conducir? Poca gente sabe hacerlo.
—Para ayudarme en los estudios necesité trabajar. Los empleos de repartidores son los mejor pagados, precisamente por la escasez de conductores. Así que conseguí el carné.
—Eso es caro, ¿de dónde sacaste el dinero?
—¿A ti que te importa?
—¿Cómo funciona lo de alquilar un coche?
—Te piden la documentación y un depósito alto. Lo cubrí con el dinero que me diste. Por cierto, ¿te dio el dinero sin protestar?
—Intentó roñear, pero al final accedió.
—Era lógico que se resistiera. Es mucho dinero.
—Él tenía mogollón en la caja.
—¿Y se lo dejaste? —Daniel lo miró fugazmente—. Me extraña.
—Sé hacer las cosas. Quise que viera un acuerdo serio. Así no sospecharía lo que le esperaba. Gracias a ello le pillamos en pelotas. Pero memoricé la combinación para cogerlo más tarde.
—¿Y?
—Ya me viste jurar. El cabrón cambió la clave. No pude abrir la puta caja.
Guardaron silencio durante un tiempo. Mateo dijo:
—Sabes conducir, sabes alquilar coches, sabes que es mejor viajar por agencias, sabes lo que cuesta un pasaje a Venezuela… Eres una puta enciclopedia. Un día te pregunté quién eres. No me lo dijiste.
Daniel se encogió de hombros.
—No te importa mi vida como no me importa lo que tú hiciste antes. ¿Te he preguntado alguna vez?
—Es cierto. Pero eso tampoco es normal. Todos hablamos de nuestro pasado menos tú. Eso es lo extraño.
—¿Hablaste de tu pasado? Bien escondido tenías todo este lío.
—Era lógico. Pero salvo eso te dije todo de mí, dónde trabajé, dónde me crie, qué familia tengo, las novias que tuve. Tú, chitón.
—Aproveché para aprender cosas. A eso dediqué mi tiempo mientras tú lo perdías en bares y putas.
Mateo le miró un largo rato.
—¿Sabes? Nunca tuve miedo a nada. Pero cuando vi tus ojos después de estrangular al cabrón, se me heló la sangre. Parecías un fantasma viniendo del otro mundo.
Daniel no contestó.
—Cuando cruces el puente gira hacia la derecha, luego a la derecha otra vez y pasa por debajo del puente.
—¿Adónde vamos?
—Ya lo sabrás, tú sigue.
Daniel apreció que su compañero miraba hacia atrás continuamente.
—¿Qué haces?
—Lo que tú debías hacer también. Ver si alguien nos sigue.
—¿Quién nos va a seguir?
—Nunca se sabe. Hay que tomar precauciones. Y estoy viendo un coche que me parece haber visto antes.
—Lo que creo es que se te hacen los dedos huéspedes.
Estacionaron el coche al final de una calle corta, perpendicular a la de Antonio López, junto al enorme Instituto Ibys, que terminaba abruptamente en un terraplén. Al otro lado estaba la larga pradera sin árboles que ocupaba todo el espacio a lo largo del pretil canalizador del río. Enfrente, más allá del Manzanares, la oscura mole del Matadero se diluía en la noche. No muy lejos, hacia el puente de Toledo, vieron el viejo teatro Curva de Zésar, una casa solitaria cubierta de pinturas coloristas y construida sin permiso municipal por un excéntrico personaje que parecía la reencarnación de Don Quijote, según Mateo. Vigilaron un tiempo y, al no ver a nadie, cogieron los monos de los asientos traseros y se los pusieron. El otoño estaba siendo templado y sólo llevaban unos ligeros jerséis. Mateo buscó una palanqueta, que dio a Daniel. Luego sacó el cadáver, se lo echó al hombro y caminó en la oscuridad hasta llegar a una boca de alcantarilla que, como todas, alzaba su cuadrada estructura de granito a unos treinta centímetros del suelo. Daniel se colocó a su lado.
—Dicen que van a construir dos pistas para que circulen los coches, una a cada lado del río. Cuando las hagan todo esto desaparecerá, también las alcantarillas. —Luego ordenó—: Ponte los guantes y abre la tapa con la palanca.
Daniel apalancó y levantó a un lado el disco de piedra.
—Ayúdame. Bajaré por las escalerillas, sujetándole por las piernas mientras tú lo agarras por los brazos.
—Me extraña que seas tan comedido y que no lo dejes caer abajo desde aquí.
—No te enteras. Quedarían rastros de carne y sangre. Y hay que evitar dejar huellas. Venga, hagámoslo rápido. —Ya abajo con el cuerpo, urgió—: Baja y acopla la tapa.
Daniel arrastró la pesada piedra y con esfuerzo la encajó en la boca de la alcantarilla, sobre su cabeza. Mateo encendió una linterna. A un lado del pozo se abría un conducto de baja altura. Mateo se agachó y abrió la marcha a cuatro patas, tirando del cuerpo inanimado, mientras Daniel cerraba la marcha empujando. El conducto estaba lleno de arañas y ojos malignos los contemplaban desde la oscuridad. Salieron a una galería de techo más elevado, con un canalillo en el centro. Cargaron el cuerpo entre los dos y avanzaron con las cabezas agachadas. Desembocaron en la galería general, de mayor altura, que les permitió ir erguidos. Avanzaron viendo a las ratas huir de ellos. Unos metros más adelante, Mateo paró e iluminó la pared, a la derecha. A unos 1,70 metros del suelo el muro presentaba una discontinuidad.
—Es un respiradero inutilizado. Lo tapiaron por eso —dijo Mateo.
Cogió la palanqueta y hurgó, mientras Daniel iluminaba. Fue sacando cuidadosamente los ladrillos, que depositó en el suelo. Dejó la faena cuando el hueco tuvo la suficiente anchura. Se quitó el cinturón y rodeó con él el cuello del cadáver, pasándolo por la hebilla. Tiró de la punta.
—Yo subo primero. Me ayudas a encaramarlo. Iré tirando de la correa. No le importará que le estrangule. Tú irás detrás, empujando.
Procedieron. El conducto era estrecho y estaba lleno de pedruscos. Se arrastraron con esfuerzo unos diez metros. Daniel notó el forcejeo de Mateo hasta verlo desaparecer con el cadáver. Se asomó al final del túnel. A la luz de la linterna vio una gran cueva. Bajó. Las luces conjuntas de las dos linternas mostraron un espacio de unos cinco por quince metros y unos dos y medio de altura. Sorprendieron miles de arañas y montones de ratas que se escabulleron rápidamente. Había paredes enladrilladas, algunas desmoronadas y con huecos, como un enorme queso gruyer.
—Esto fue al principio parte de la red de cloacas —comentó Mateo—, pero estaba cerca de los cimientos de las casas de Antonio López. Decidieron hacer la galería general más hacia el río. Es por la que hemos llegado. Por eso taparon esos conductos. La boca de alcantarilla de arriba la cegaron también.
Mateo se acercó a una de las paredes cuya superficie presentaba unas zonas con pedrería desigual. Con la palanqueta desmoronó una de esas zonas hasta descubrir un hueco estrecho a 1,80 metros aproximadamente del suelo.
—Lo meteremos en este nicho y luego lo cubriremos.
Subieron el cuerpo y lo introdujeron con los pies por delante, tras la maleta y los bultos. Mateo sacó cemento de una bolsita de plástico e hizo una mezcla con tierra y agua encharcada. Luego colocó los cascotes, ajustándolos con la mezcla, hasta tapar la entrada. Cuando terminó examinó la obra y pareció quedar satisfecho.
—Sin ti no hubiera podido hacerlo —dijo—. Se requerían dos personas. Ahora comprenderás por qué te necesitaba. Las otras veces lo hicimos entre este cabrón y yo.
Daniel pareció no oírle. Tenía la mirada puesta en otros nichos.
—Están ahí, ¿verdad?
—¿Quiénes?
—Los niños.
—¿Por qué te interesa? —dijo Mateo con suspicacia, sin obtener respuesta.
—¿En cuál de ellos están?
—No lo recuerdo. ¡Bah! Hace mucho tiempo de ello —dijo, alejándose hacia el fondo de la cueva. Llamó—: Mira.
Daniel se acercó cautelosamente. Había un pozo de algo más de un metro de diámetro. Mateo iluminaba el fondo con la linterna. Daniel se asomó. Varios metros más abajo las negras aguas reflejaban las luces.
—Dicen que ahí, en el fondo, hay una fortuna. Yo bajé una vez pero tuve que desistir porque es muy hondo y el agua está jodidamente fría.
—¿Por qué no echar ahí los cadáveres? —dijo Daniel—. Era más fácil.
—Flotan. La peste saldría por algún sitio y alguien hubiera bajado a investigar. —Movió la linterna—. Si te fijas bien verás como un brillo. Dicen que es oro guardado por los rojos al final de la guerra.
Estaban los dos en cuclillas, en el borde. Mateo golpeó con un puño la cabeza de Daniel, que cayó como un fardo. El pozo se llenó de estrépito con el chapuzón. Mateo iluminó el agua durante varios minutos viendo cómo la superficie se encalmaba lentamente. Se apartó, cogió la bolsita del cemento, miró en torno y luego se subió al respiradero por el que habían entrado. Desanduvo el camino y bajó a la galería. Hizo una nueva mezcla con el cemento y colocó los ladrillos hasta taponar el agujero. Caminó por las galerías hasta salir por la alcantarilla que les había servido de entrada. Tiró la palanqueta, subió las escalerillas y empujó la pesada tapa a un lado, colocándola en su sitio una vez hubo salido. Por el este seguía la negrura. Abandonó el coche donde estaba porque no sabía conducir y tampoco tenía las llaves. Se quitó el mono, lo colocó plegado debajo de un brazo con las dos linternas dentro y se alejó con presteza. Había eliminado para siempre la inquietud. Sin testigos ni pruebas. Limpio, libre. Y ahora a Venezuela, a forrarse. Si otros lo habían logrado él también lo conseguiría. Eso dijo Daniel. Ese panoli le había servido de ayuda y le había enseñado muchas cosas. Un tipo raro. ¿Quién sería realmente? ¿Y esos ojos? ¿Por qué buscaría su amistad, pasando por los desprecios que le hizo? ¿Y cómo es que un tipo tan ilustrado y diferente a él le estuvo dando tanta cuerda? No era normal. Un momento. ¿No sería que, en el fondo, estaba enamorado de él, el muy cabrón? Podría ser, porque esos maricones siempre están agazapados hasta que salen de su escondrijo. ¡Claro, eso era! ¿Por qué si no lo de ir a Venezuela y compartir el futuro juntos? Gilipollas. Lo hubiera tenido crudo con él, no te jode. Además estaba empezando a ponerle nervioso. Que le den por el culo.
Ahora dormiría hasta la tarde para quitarse el cansancio. La jornada había sido de cojones. Pero tenía el día por delante, porque el expreso a La Coruña salía a las diez de la noche. Y luego, a otra cosa mariposa.