Doce

Septiembre 1959

Daniel ayudaba en el desmontaje y empacado de las camas mientras otros empaquetaban colchonetas y agrupaban las mesas, los armarios y los bancos. El zafarrancho había empezado poco después del desayuno. Todos los enseres eran amontonados para un traslado que estaba siendo ordenado y eficaz. Había que dejar el cuartel totalmente vacío, sólo las paredes desnudas. La compañía parecía una jaula de locos, llena de risas y gritos. El teniente Alemparte Barbero entró. El soldado de guardia gritó y se cuadró militarmente.

—¡Compañía, el teniente!

El oficial devolvió el saludo y miró a la tropa, que había quedado en silencio y en posición de firmes. Daniel vio al cabo de guardia acercársele y cuadrarse.

—Sin novedad, mi teniente.

—Que sigan. —Indagó con la mirada en busca de Daniel. Le hizo seña de que le siguiera. Mateo echó tras él también, pero el teniente le detuvo—. Tú no.

En la oficina ya no estaban las mesas, ni las sillas, ni la máquina de escribir, ni el armarito de los útiles.

—Estáis sin ninguno de los oficiales de la compañía.

—Se despidieron ayer. Pero todo está bajo control.

El teniente miró el enorme armario empotrado donde el brigada, de vacaciones en ese momento, guardaba sus secretos. Pidió la llave.

—No está, mi teniente. Sólo hay una y la guarda él —dijo Daniel, sobre el fondo de algarabía que llegaba desde la sala.

—Romped la cerradura.

—Las órdenes…

—Rompedla.

Daniel miró al chico cuarto, que permanecía agazapado tras él. Con una palanqueta forzó la puerta. Aparecieron pulcramente ordenados sábanas, mantas, almohadones, alpargatas, camisas, fajas, guerreras, pantalones, gorros, gorras, monos, botas, correajes, capotes, todo nuevo, sin usar. También cajas con trozos de jabón y bolígrafos, papel, libros, manuales de uso y conservación de armas, cuarterones de tabaco negro, botellas de coñac, vino, anís y güisqui. El espacio estaba atiborrado. Parecía la Cueva de Alí Babá. El teniente miró a Daniel y al chico cuarto. Vio sus camisas agujereadas, sus pantalones zurcidos, sus zapatillas rotas mostrando los dedos de los pies. En todo el curso de esta quinta sólo se había dado un uniforme y un mono de trabajo a cada soldado, que habían quedado destrozados tiempo atrás, por lo que los quintos ofrecían el aspecto de partidas de bandoleros más que de miembros de un Ejército moderno. En las formaciones para las revistas, los soldados habían de ingeniárselas para mostrar uniformes que resistieran las inspecciones, bien planchados los desgastados pantalones, disimuladas con las fajas las roturas de las guerreras. El cuello de la camisa, que sobresalía de la guerrera, era sólo eso: un cuello, hilvanado a la guerrera porque no había camisa. Cuando los arreglos no eran posibles, la única solución era comprar las prendas en los mercados de la morería. Nunca entendieron los soldados que, mientras ellos estaban desvalidos de vestimentas, los mercaderes morunos exhibían montones de ropas y uniformes nuevos. En los tenderetes de los marroquíes había mantas, capotes, botas, zapatillas, uniformes, todo del Ejército, algo de lo que desde hacía muchos meses carecían los soldados. ¿De dónde sacarían ese vestuario? ¿Cómo lo obtendrían? Ahora comprendieron. Los brigadas tenían su propio mercado negro. El teniente Alemparte Barbero dijo:

—Que formen los soldados. Repartid todo esto de la forma más equitativa.

Fue un momento de alegría y jolgorio. En la vida civil ya no les servirían esas guerreras anheladas, esas camisas necesitadas, esos pantalones deseados. Ni las gorras ni los tarbush, ni las fajas ni las chilabas. Pero sí las zapatillas, las botas, los faroles, los monos, las sábanas y el jabón, que llevarían a sus casas como regalo. Y brindarían con el coñac, el vino y el güisqui. El teniente añadió:

—Que se repartan también los vasos y los platos.

Nueva explosión de júbilo. Se abrieron las cajas, ya preparadas para el traslado, y se distribuyeron las vajillas de cristal transparente, Duralex, francés, inexistentes en España y que tanto les había sorprendido cuando los usaron al llegar al cuartel. Daniel miró los libros. Entre ellos había una colección de cuatro tomos encuadernados a la antigua: Vidas paralelas, de Plutarco.

—¿Puedo quedármelos?

El teniente asintió y luego le dijo que le acompañara. Hacía calor y ambos llevaban la camisa color garbanzo de manga corta, con los distintivos colgados en el lado izquierdo del pecho. Las dos estrellas del teniente refulgían en su impoluta prenda. Ninguno iba cubierto y el pelo negro del oficial contrastaba con el castaño claro del cabo. Salieron y caminaron por el pasillo abierto sobre los fosos. El teniente se paró y miró hacia abajo, por encima de la balaustrada de piedra. Docenas de camiones estaban en la explanada y eran cargados con el mobiliario y los enseres. Había gran actividad, los sargentos dando órdenes, los soldados portando bultos. Parecían hormigas contemplados desde allí arriba. En la parte alta del cuartel, enfrente, al otro lado de la explanada, una fila de camiones ocupaba toda la rampa de salida y se perdía más allá del portalón de acceso al recinto militar.

—Te preguntarás a qué he venido si no soy de esta compañía.

Daniel hizo un gesto ambiguo pero no contestó.

—Esto es el fin del mundo —siguió el teniente, sin mirarle—. Una nueva era. Un final. Un comienzo.

Daniel permaneció en silencio.

—Contemplas algo histórico. No todo el mundo tiene la oportunidad de vivir un hecho semejante. Nuestro Ejército y España abandonan el Protectorado. Les dimos la independencia en 1956, pero es ahora cuando se procede a la evacuación de Tetuán. Los franceses ya lo han hecho en su zona. Aunque seguirán ejerciendo su protectorado de otra manera más sibilina, a través de empresas comerciales y asesores militares. Nunca se irán de Marruecos, de un modo u otro. Esos cabrones saben hacer las cosas.

»No es sólo la evacuación de todo un Ejército, que arrastra al sector civil, que se nutre de él: población, negocios, comercio… El éxodo de miles de personas, el abandono de un territorio, de un país, de una civilización. Para muchos implicados emocionalmente, es un sentimiento, algo traumático, irreemplazable, más que la pérdida de un ser querido; es la derrota de una nación. Tiene que ver con la conmoción que produjo nuestra última evacuación de Cuba y Filipinas, la pérdida definitiva de nuestra secular presencia en América, la que descubrimos. El Mando superior creía, e hizo creer al Ejército y a los civiles, ingenua o interesadamente, que, a modo de compensación providencial por la América perdida y por tanto esfuerzo gastado en esta tierra infame, nuestra permanencia se eternizaría aquí porque los moros de nuestro Protectorado, al menos el que nos interesaba, el llamado Protectorado Norte, nos preferirían al sultanato de Mohamed Quinto. Confiaban en que se escindirían del Gran Marruecos proyectado para constituir un sultanato propio donde España tendría cabida, en ese utópico destino común, como asociado o protector. Sería el bálsamo por las retiradas del pasado. De tal modo se lo creyeron que sintieron el Protectorado como si de una provincia española más se tratase. Hay varias generaciones de españoles nacidos aquí. Todos creen que ésta es tierra española.

Daniel miró su rostro serio y sus modales suaves. Tendría unos treinta años.

—Sueños. Porque la realidad es otra. El jalifa El Mehdi y los cabecillas que se valieron de la candidez española, de la «tradicional amistad hispanoárabe» y del estímulo económico que la idea requería, cuando llegó el momento se declararon sumisos a Mohamed V, dejando en ridículo al general García Valiño y otros, que tanto trabajaron y se esforzaron por esa idea insensata. Así que perdimos el oro y el moro. —Hizo una pausa para que lo denunciado penetrara en la mente de Daniel—. España lleva aquí muchos siglos, sin deseos de dominación efectiva. Sólo la hubo con los militaristas de ahora, entre los que desgraciadamente me encuentro, y después de que en 1912 se nos otorgara la pesada losa del Protectorado por presión de Inglaterra, que nos obligó a asumir esta absurda responsabilidad para evitar que esta parte de Marruecos cayera en poder de los alemanes. Para ellos era mejor tener aquí a una potencia controlable de segundo orden que a la poderosa Alemania. Y España, a tragar con ese disparate. —Movió la cabeza—. Y ahora otra potencia, en la sombra, nos obliga a hacer lo contrarío. Esta vez es Estados Unidos quien, para frenar el peso que la Unión Soviética viene ejerciendo en el norte de África, se ha instalado en Marruecos desde su desembarco en 1942, tutelando y acelerando su independencia. Claramente ha dicho a Francia y a España que hagan las maletas y se larguen con viento fresco. No hay dudas al respecto. Y entre ambas fechas ¿qué? Atrás han quedado tragedias como las de Annual y éxitos como el desembarco de Alhucemas. Ninguno de esos hechos sirvió para nada. Sueños frustrados de quienes querían prolongar las glorias de un imperio que jamás volverá. En esta tierra inhóspita y desagradecida quedarán cientos de miles de muertos desperdigados en cementerios que nadie cuidará. Restos no sólo de generales, oficiales y soldados sacrificados en las duras guerras, sino de fallecidos en los años de paz. Una aventura absurda que dejará profunda huella por su esterilidad. Encontramos ciudades adormecidas, hundidas en el atraso. Al lado de esas inmutables callejuelas laberínticas, construimos ciudades modernas, limpias, con calles rectas, plazas amplias, casas luminosas. Construimos infraestructuras: red de carreteras, de autobuses de línea, de ferrocarriles, puertos, servicio postal, red de telefonía y eléctrica, servicios médico sanitarios, canalización de aguas… Tantas cosas… Pero, al contrario que en América, no supimos o no pudimos dejar lengua, cultura y religión. Nada, como el humo de una fogata. La gente dejará sus lágrimas en los paisajes que creyeron suyos y que muchos de ellos no volverán a ver.

Sacó una cajetilla Camel y extrajo un cigarrillo, sin ofrecer al subordinado. Lo prendió con un mechero dorado. Fumaba con elegancia, cogiendo el pitillo entre los dedos índice y corazón de su mano izquierda mantenidos en posición recta, uñas hacia arriba. Cuando acercaba el cigarrillo a la boca aplastaba los dedos contra sus labios como si pidiera silencio. Luego expelía el humo azulado al compás de las palabras.

—Mohamed ben Yussef, cuarenta y ocho años, dinastía alauita, llamado el Libertador por haber instaurado el reino de Marruecos y acabado con la ocupación extranjera, ya ha trazado las líneas de su Régimen: monarquía que se dice constitucional y parlamentaria pero que en la práctica es absolutista, por derecho divino. Control territorial, total sometimiento del ELM y, en especial, de las tribus levantiscas del Rif, porque no olvidan que con Abd el Krim quisieron secesionarse de Marruecos. Y dos idiomas oficiales: el árabe y el francés. El español desaparecerá de estas tierras. Dentro de unos años nadie lo hablará. Dice el mandamás que las propiedades de los españoles serán respetadas pero que tendrán que adaptarse a la nueva legislación. O sea, a las exigencias impositivas del nuevo Estado. Como era de esperar, muchos comerciantes y agricultores avisados han ido vendiendo sus posesiones lo mejor que han podido, sabia medida, sin duda, y han vuelto a España. Saben que con el tiempo lo perderían todo. Otros están preparándose para hacer lo mismo. ¿Qué garantías pueden tener sin el Ejército que les proteja? Mohamed V y sus asesores crearán nuevas leyes que colisionarán con las coloniales.

No le miraba. Era unos veinte centímetros más bajo que él y sus botas relucían como espejos.

—Dentro de unos meses el general Galera Paniagua, que, como sabrás, es el comandante en jefe de las fuerzas españolas de Marruecos, tendrá el dudoso honor de anunciar la total evacuación de nuestras tropas en este país. Habrá discursos, más o menos altisonantes, para ocultar el absurdo y la decepción. Es cierto que la salida de unidades comenzó hace meses. Arcila, Larache, Xauen y otros hitos de nuestra presencia militar ya han sido traspasados a Marruecos. Cuarteles, oficinas, casas han cambiado limpiamente de manos. Todo entero, bien conservado, sin deterioros. Los millones que costó todo ello… Muchas unidades militares han sido disueltas. Otras, así como el personal civil adscrito, fueron concentradas aquí, en Tetuán. Supongo que el Cuerpo de Regulares será disuelto también. Fue creado como una fuerza de choque, integrado sólo por mercenarios indígenas, salvo la oficialidad, que siempre fue española. Desde hace unos años los moros fueron jubilándose y no se alistaron otros. Hubo que nutrir el cuerpo con quintos españoles. Desde los acuerdos de cesión, casi todos los soldados y suboficiales indígenas que permanecían han pasado a las FAR. Sólo quedan algunos viejos en las caballerizas. No tendrá sentido este cuerpo de infantes de reemplazo, independiente de las unidades de infantería normal. —Calló, buscando la adecuada pausa—. Y es ahora cuando llega el abandono definitivo de la capital, la evacuación final. Quedarán durante un tiempo el aeródromo y el hospital; unas instalaciones espaciosas y bien dotadas, de lo más moderno que tiene España. En realidad, como sabes, Marruecos, y en particular Tetuán, ha sido una puerta para que la modernidad entrara en España en los últimos años. Aquí se pueden comprar cosas imposibles de conseguir allá, como habrás comprobado. Ropas, coches, televisores, electrodomésticos, aparatos de radio… Y el cine… ¿Cuándo en nuestro país podremos ver estas películas de desnudos?, ¿a Brigitte Bardot en Dios creó a la mujer?

Fumaba con meticulosidad, mirando pero sin ver el trasiego de allá abajo.

—Todo esto desaparecerá como un suspiro en el viento. Y volveremos al silencio, a la censura, a la noche. En el hospital quedará durante tiempo indefinido, no mucho, parte del cuadro médico, aunque algunos soldados médicos ya han expresado sus deseos de integrarse en esta nueva sociedad, quizás adquiriendo la nacionalidad marroquí. La vida ofrece infinitos caminos. —Se volvió y clavó sus negros ojos en el soldado—. ¿No te han llegado ofertas para entrar de oficial en las FAR? Están reclutando cabos y suboficiales, y hasta oficiales, en el Ejército francés.

Daniel pensó en el viejo guarnicionero magrebí que tanto insistía en ofrecerle a una de sus hijas, casi niña, en matrimonio, con una dote de dos borricos y un baúl de sedas. Sonrió para sí recordando a los agentes de las Fuerzas Armadas Reales, creadas tres años atrás, que de paisano y en varias ocasiones le hicieron sus propuestas.

—Sí. Pero no me quedaré aquí.

—¿Qué harás una vez licenciado?

—Terminaré Periodismo. Luego, no sé.

—Yo sí sé qué haré. Dejaré el Ejército. No tengo vocación castrense y menos después de la experiencia vivida en estos dos últimos años. Siento vergüenza como militar y como español. La verdad es que debemos agradecer a los moros el que no nos hayan atacado. No podríamos haber resistido. Estamos sin municiones. Aunque realmente no sabemos si es que no hay o tenemos tan pocas que las guardamos para situaciones de extrema gravedad. No habéis hecho ningún ejercicio de tiro desde el campamento, donde para mayor vergüenza sólo se hicieron en contadas ocasiones. Hace más de un año. Fue un simulacro de instrucción. ¿Cómo es posible tener a un ejército de frontera, como es éste, sin hacer ejercicios de tiro? A muchos se os habrá olvidado disparar con puntería, o disparar siquiera.

—Siempre creí que él no ejercitar el tiro era prohibición expresa en los acuerdos de cesión.

—De ninguna manera. Nadie nos impide hacerlo dentro del cuartel, en esta explanada. O, en última instancia, en el Cuartel de la Legión, en Dar Riffien. Allí se hacen frecuentes ejercicios de tiro. Además, un Ejército debe imponer respeto. Y eso se consigue mostrando la máxima fortaleza y preparación, esté donde esté. —Dio una larga chupada y se esforzó en proyectar el humo de forma recta, como si fuera una lanza—. Sólo sabéis sacar brillo al mosquetón, arma que debería estar jubilada desde hace años, como los tanques que tenemos o la artillería, cuerpo tradicional que dejará de ser útil en el futuro cuando se generalice el uso de los misiles. Esa es la realidad de nuestro armamento: obsoleto, envejecido y escaso. Lo más moderno que tenemos son restos del que se empleó en la Segunda Guerra Mundial, pura chatarra. Y no hablemos de la armada o de la aviación. Esto hace que el espíritu de los auténticos profesionales de la milicia esté por los suelos.

—El recuerdo que tengo del teniente Fernández es contrario a esa decepción generalizada que usted indica.

—El teniente Fernández era un romántico. Vivía una milicia fuera de su siglo. Los ejércitos modernos no son como los tercios del Gran Capitán. No es tiempo de cojones sino de buen armamento. El soldado de hoy no es el individual de la bayoneta, uno contra uno, sino el de la potencia de fuego: abatir desde lejos a cuantos más enemigos mejor. Debíais disponer ya de fusiles automáticos, arma que no es novedad porque fue utilizada por los soldados yanquis en la guerra no declarada de Corea, hace nueve años. El concepto de nuestro Ejército debe cambiar totalmente. Por lógica, los reemplazos forzados desaparecerán en España y la carrera de armas se profesionalizará en todas las escalas, lo que ahora no existe. Las Fuerzas Armadas, en cuanto a efectivos humanos, deberán bajar a la mitad, cuando menos. Hay exceso de generales, oficiales y soldados, que constituyen una carga insoportable para cualquier Estado. La milicia deberá ser un trabajo más, una profesión donde estén los soldados que quieran serlo, sin obligatoriedad. Ahora distáis de ser una fuerza entrenada para el combate, ni mental ni en equipamiento. En realidad, no sois soldados, porque esto de ahora es la negación, por no decir la degradación, de un Ejército. Es innegable. Cualquiera puede mojarnos la oreja. Vemos vuestro aspecto harapiento, vuestros gestos ausentes y sin motivación, esperando una licencia que no llega, hartos de ranchos agarbanzados. —Mantuvo una pausa prolongada y miró la hora—. Incluso los centinelas, aunque van armados, tienen órdenes de no disparar en caso de invasión. ¿Se puede entender tal disparate? Un cuartel es un lugar inviolable, donde están los soldados y los bienes del Ejército, su genuina representación. En cualquier lugar del mundo el que intenta colarse en un cuartel sabe a lo que se expone. ¿Recuerdas el follón que se organizó hace tres meses con el centinela que a pesar de la prohibición disparó a uno que se había colado de noche en el cuartel, matándolo? Las autoridades marroquíes armaron un gran alboroto y pidieron la entrega inmediata del soldado, para juzgarle.

—Se dijo que lo mandaron a España y que lo juzgaron allí —tanteó Daniel.

—Claro, ¿qué se iba a decir? Fue una farsa. ¿Cómo condenar a un soldado que cumplió con su deber? Hasta ahí podríamos llegar. Cuando el muchacho estuvo en España lo licenciaron y si te he visto no me acuerdo.

—Supongo que la explicación de todo lo que ha mencionado estará en nuestra provisionalidad. Si ya hubiéramos abandonado Marruecos, no estaríamos aquí para hacer instrucción de tiro y menos para disparar contra nadie.

El teniente lo miró fijamente.

—Esa es exactamente la explicación, pero no la justificación. El hecho es que, por lo que sea, hemos seguido aquí hasta ahora. Y mientras se esté en un sitio, un Ejército debe disponer de todo su potencial y de toda su autoridad. O se está o no se está. Aquí hemos estado sin estar. Algo absurdo.

Apagó la exprimida colilla y la tiró. La vieron hacer una parábola antes de perderse de vista en el profundo patio.

—El sueldo de un militar en España es de miseria. Yo no podría sostener a mi familia. Aquí los extras y pluses hacen que la paga final sea grande. Y, para muchos, están las posibilidades del contrabando a pequeña escala, aprovechando los permisos. Sabrás que, menos a los soldados, a todos los militares se nos permite pasar de todo por la aduana. La mayoría han hecho pingües negocios con la venta sin control en España de todo tipo de artículos, inexistentes, escasos o muy caros allí. Son prácticas que nunca he compartido. Como tampoco soporto la corrupción general del Ejército. Tú has sido cabo de cocina algunas veces y has visto cómo funciona. Según el capitán al mando, la tropa comía bien, regular o mal.

—Normalmente mal.

—La clave está en el equipo mandante que forman el capitán, el brigada y el sargento. Sabes que cada servicio de cocina dura un mes. Lo que quizá no sabes es que en ese tiempo la mayoría de los capitanes y brigadas se compraron un coche. Sisaban a lo grande en todas las compras de alimentos. Resultado: raciones escasas, inevitables garbanzadas, poca carne. El tema de los botes de leche condensada para los desayunos es descriptivo. ¿Cuántos viste echar en los calderos?

—Unos veinte. El cabo cocinero y los soldados de turno se quedaban unos cuantos.

—La orden al respecto era poner cien botes por caldero. Los que faltaban era dinero en los bolsillos de los desaprensivos compradores. Ocurría lo mismo con el café. Al final bebíais aguachirri. Eso sí, caliente.

—¿Puedo hacerle una pregunta, mi teniente?

—Sí, pero llámame teniente. Quita el «mi».

—Me está largando todo un discurso. ¿Por qué lo hace?

El oficial lo miró desde abajo. Daniel cayó en la cuenta de que nunca le había visto sonreír.

—Con mis compañeros no puedo hablar de esto. No todos piensan igual y siempre terminamos con fuertes discusiones. Eres de mi generación aunque tengas menos años que yo. Mañana volverás a ser civil y yo pronto también lo seré. No es momento ya de autoridad ni de grados. Es como si estuviéramos hablando dos civiles. Y no quiero que te lleves una imagen totalmente negativa del Ejército como institución, aunque sus principios hayan sido menoscabados. No todo es malo y no todos los militares son estúpidos. En realidad esta charla es como un examen de conciencia. Pero hay más. Por eso he venido a verte. —Mostró su perfil al soldado y habló como para sí—. Hay algo extraño en ti. Lo noto. Algo que, no sé…

—No le entiendo.

—Tú forma de ser, de comportarte. Te he venido observando desde el principio. Ganabas a todos en los juegos de habilidad, como el balón medicinal, el cruzar sobre el tronco móvil, el salto sobre el charco, el desequilibrar al contrario con un pie fijo, la subida a las cuerdas lisa y con nudos… Hasta en baloncesto estás al nivel de Martínez, aunque él es profesional. Siempre vencías. Igual en resistencia que en las marchas por el monte o en instrucción cargando con el equipo pesado y sacos de arena. Nunca te derrumbaste. Eres de los que destacan. Caes bien a los soldados y a los oficiales. Creo que fui duro contigo en ocasiones por esa cualidad. Me fastidiaba la seguridad que tienes en ti mismo y la aceptación estoica que haces de las situaciones duras que se te plantean. Nunca una queja. En realidad quiero pedirte disculpas si te herí. Me mojaste la oreja con lo de la velocidad de la Tierra y lo del guepardo. No sabía que existía ese animal. No está en los libros de naturaleza españoles. Lo encontré en uno francés. ¿Dónde lo aprendiste?

—En el National Geographic.

—¿Qué es eso?

—Es un magacín yanqui de investigación para el conocimiento geográfico. Se publica en inglés. Apenas se conoce en España. Tengo suscripción.

—¿Tú la lees? ¿Sabes inglés? —Le miró, admirado.

—Bueno, un poco —dijo el cabo, haciendo un gesto con los hombros para quitarle importancia.

—Eres un pozo de sorpresas. Y debo reconocer que, en aquella ocasión, me diste una lección. Y tu virtud: lo hiciste de forma respetuosa y sencilla, soportando mi mofa y mi abuso de mando. —Hizo un gesto evasivo—. Quizá le estoy dando muchas vueltas a mi petición de perdón. No estoy acostumbrado.

—No se disculpe, teniente. No le guardo rencor. He sufrido cosas mucho peores en la vida.

—Eres un solitario aunque estés rodeado de amigos. Lo veo porque sé lo que es eso. Y también esa extraña sensación que tengo contigo. Es como si… como si hubiera en ti una doble presencia, que aparece y se desvanece. Algo que quizá podrías explicarme.

—No entiendo lo que dice —dijo Daniel mirándole a los ojos—. Pero una cosa es cierta: me desvaneceré, como todos. Ya llegó el licenciamiento.

—Sí —convino el teniente, devolviéndole la mirada—; pero no es eso. —Siguió mirándole y luego movió la cabeza—. Tampoco entiendo que, entre tanta gente para escoger, te hayas hecho amigo de Mateo Morante.

—Él destaca de los demás.

—Pero en sentido negativo. Es cruel y arbitrario. Pega a los soldados. Nadie le quiere. No casa con tu personalidad. Le calé el primer día que le vi, cuando llegó al campamento, hace casi tres años. Ya entonces hizo demostración de abuso.

—Quizás es por la teoría de los polos opuestos. O porque él también es un solitario y necesita un hombro sobre el que llorar.

—Ése no llora nunca. Desconfía de él. No es bueno. Irá siempre a lo suyo tratando de eludir todas las normas. Reconozco que tiene dotes de mando. Haría un sargento impecable. Incluso hasta un capitán adecuado, si tuviera cultura. Nadie se le ha desmandado. Pero va a la vida civil y no dejará de tener ese poder, peligroso en un hombre como él.

—No estaremos juntos mucho tiempo.

—Lo celebro. —Apoyó las manos en el pretil granítico—. Para muchos todo empieza ahora. Acaba una década. Un ejército de barbudos de un tal Fidel Castro ha tomado Cuba. El mundo está cambiando. Y cambiará España porque tiene que modernizarse, salir de la postración. No sé si sabes que estudio ruso, con textos en francés. No hay textos en español. La prohibición de viajar por los países del Este terminará pronto, por lógica. Hay un mercado enorme ahí, esperando, y cientos de empresas en ambos lados deseando contactos comerciales. Te doy una pista. El ruso será imprescindible.

Enmudeció y Daniel respetó el silencio durante una larga pausa. Luego preguntó:

—Ya que está en confidencia, teniente, ¿me puede aclarar lo que ocurrió realmente en el otoño pasado, cuando fuimos acuartelados sin salir durante semanas?

—Los rifeños, que con Abd el Krim hicieron correr tanta sangre en el pasado, siempre han deseado segregarse de Marruecos. En realidad no se consideran marroquíes, sólo rifeños. Nunca han sido parte del Imperio jerifiano. A principios del invierno pasado se manifestaron contra la marginación y la pobreza a que el gobierno central les tiene sometidos. Se levantaron en armas y uno de sus propósitos era el de expulsar a las tropas extranjeras; es decir, a nosotros, los españoles, porque los franceses ya se habían ido. Se planteaba un problema internacional, que Mohamed V solventó con El Mizzian, ex general español y ahora mariscal de sus Ejércitos. A principios de este año mandaron a las FAR con el ministro de Gobernación, general Ufkir, al frente. Treinta mil soldados, blindados, artillería y aviación que acabaron con la rebelión tras destruir aldeas y eliminar a familias enteras. Se habla de unas nueve mil personas matadas. Mulay Hasan, el príncipe heredero, treinta años, templó allí su ardor guerrero masacrando a su propio pueblo bajo el lema «Dios, patria, rey». Aprovechó para cepillarse también a demócratas, proletarios y sindicalistas. Todo ello se ha mantenido en el más absoluto secreto oficial. Fíjate que ocurrió en nuestra zona de Protectorado, a no muchos kilómetros de aquí, y es como si no hubiera ocurrido. Tanta es la censura para que nada oscurezca el nacimiento de esta monarquía. No deja de tener huevos el asunto. A los españoles nos acusaron de salvajismo cuando luchábamos contra las fuertemente armadas tropas de Abd el Krim. Y estos marroquíes asesinan sin contemplaciones a sus apenas armados y hambrientos compatriotas, y aquí no ha pasado nada. Todo muy instructivo, como ves.

—Mencionó a El Mizzian. Eso suena a moro.

—Lo es.

—¿Un moro, general español?

—Así es. —Miró a los lados—. Un capricho de Alfonso XIII y un protegido del Caudillo. Hace tres años era capitán general de Canarias. Cuando se firmaron los protocolos de la independencia, Mohamed V le llamó para que organizara las FAR. Aceptó encantado porque es marroquí. Pero sigue cobrando su pensión de general de nuestro Ejército.

—¿Eso es normal?

—Prefiero no hablar de ello y seguir con lo del Rif. —Volvió a mirarse las manos y continuó—: El asunto fue de una gravedad extrema para nosotros. Porque no sólo los rifeños tenían ansias revanchistas contra los españoles. Dentro del escenario político marroquí, el Istiqlal, por su pasado de lucha por la independencia de Marruecos, ha tenido y tiene un gran protagonismo. Es el mayor partido político. Su dirigente, Ben Barka, una mezcla de socialista, nacionalista e islamista con aspectos revolucionarios, no cesa de fustigar al Régimen. En el invierno pasado, al conocer el movimiento rifeño, arengó a las multitudes. Mohamed V se vio cogido entre dos fuegos. Nunca agradeceremos bastante al Rey su prudencia y sensatez al conducir el conflicto al terreno interno. Podía haber corrido mucha sangre española. Todavía tenemos muy cerca lo de Ifni, con la muerte de unos cien soldados y varios oficiales, provocada por el Ejército de Liberación, la rama armada del Istiqlal. Más vale que viva muchos años para bien de los cientos de españoles que se están integrando en la incipiente administración marroquí ante el cambio de poderes.

—También pudiera ser —apuntó Daniel— que esa prudencia del Rey no saliera de él sino que, en línea con lo que ha dicho, fuera impuesta por Estados Unidos, a quien no le interesaría un foco bélico de grandes dimensiones que se sabe cómo empieza y nunca cómo puede acabar.

—Veo que no te falta perspicacia. Es posible que tengas razón. Con tan conspicuo amigo detrás, el moro puede mostrarse generoso perfectamente. Pero no le va a ser fácil conducir este país, ingobernable durante siglos. Tendrá que dominar al ELM, a las tribus levantiscas, a los comunistas; a los partidos políticos, sindicalistas y organizaciones estudiantiles; todas surgidas de la nada y con la intención de mangonear en el Régimen. Muchas piedras en el zapato. Claro que cuenta con su hijo, que está mostrando una dureza de la que él carece.

—Tiene usted un gran conocimiento de la historia y de la actualidad política de este país. Incluso parece que le obsesiona.

El teniente se rodeó de un meditabundo silencio.

—Llevo aquí cinco años. Estudiar este momento histórico de España y Marruecos es lo menos que puedo hacer. Y no es exactamente obsesión, sino decepción por tanto tiempo perdido.

—Es su país. Que hagan con él lo que les parezca.

—Sí. —Se pasó una mano por los ojos como para ahuyentar imágenes negativas. Añadió—: Tengo esposa y dos hijos en Madrid. Los echo mucho de menos. —Buscó en uno de sus bolsillos—. Toma mi tarjeta. Si me necesitas, cuando sea, localízame. Y no lo olvides: sois los «Últimos de Marruecos», la última quinta, quizá no tan famosos como los «Últimos de Filipinas», pero vivís un mismo hecho histórico: el abandono de unas tierras por las que tanta sangre se vertió. Podrás presumir de ello.

—Nos faltará algo. —El teniente enarcó una ceja. Daniel continuó—: Una habanera-bolero como Yo te diré.

—Sí —asintió el oficial, haciendo una pausa—. Aunque para ello se necesitaría que hicieran una película. —Movió la cabeza—. Nunca se hará. Al contrario que en Filipinas, no hay nada heroico en esta retirada.

—Nos queda la «recompensa» por tan alto designio —agregó Daniel—: Seis meses más de mili que la quinta normal.

—La gloría tiene siempre costos adicionales.

Convinieron un silencio y miraron más allá del paisaje. Luego, el oficial se volvió al soldado. Daniel descubrió temblores en sus ojos intensos.

—Quizá nos encontremos algún día por la vida.

No le dio la mano. Daniel lo vio bajar por la cuesta hacia el barullo hasta que empequeñeció en la distancia, antes de desaparecer por entre los camiones.

La Gran Vía, rebautizada sin éxito en 1939 como avenida de José Antonio, estaba tan concurrida como siempre. Era la arteria donde se concentraba la mayor parte de las salas de estreno y la más ruidosa de coches y tráfico de la ciudad. Como cada domingo, las aceras estaban llenas de gente que hacía cola ante los mágicos y suntuosos cines. Enormes lienzos perecederos surgidos del artista Jano colgaban de las carteleras y mostraban los rostros imborrables de los ídolos del star system americano. Pili rio obligadamente un chiste de Federico, que pareció habérselo dedicado a ella sola. Conchita salía con Juan desde un mes antes y, para animarla, había insistido en que conociera a un buen amigo de él, y salieran juntos. Y allí estaban los cuatro ahora en la cola del cine Imperial para ver La colina del adiós. La película se emitía por sesiones y había que acudir con tiempo para conseguir buenas entradas. Llevaban más de una hora de pie soportando el calor, ellas con sus vestidos blancos acampanados mientras ellos se asaban dentro de sus trajes y los dogales de sus corbatas. Federico era atlético, jovial, atractivo, un poco pagado de sí mismo y estaba haciendo lo imposible por caerle bien.

A las siete menos cuarto empezaron a salir los de la sesión anterior. Un barullo de gente, porque los cines se llenaban en todos sus niveles. Ellos consiguieron asientos en la parte de atrás del patio de butacas. Antes de que se apagaran las luces, Pili notó que estaban rodeados de parejas jóvenes. Eran «las filas del amor». A menos de la mitad de la película notó que el brazo de Federico se apoyaba en el respaldo de su butaca. Miró de reojo. Conchita estaba concentrada en un besuqueo con Juan, al igual que hacían todas las parejas del entorno. Nadie estaba viendo la película. Se sintió incómoda, pero el ambiente pasional y el tema de la película invitaban a la comunicación sensual. Por eso, cuando él la atrajo hacia sí y la besó en los labios, ella cerró los ojos y no se resistió. Una fría sensación le recorrió las piernas. Ningún hombre la había besado antes. Estaba descubriendo lo que era vedado y deseado a la vez por las chicas. Se sintió llena de palpitaciones mientras la melodía Love is a many esplendored thing deshacía sus defensas. De pronto una alarma se le encendió. ¿Qué estaba haciendo? Cerró la boca y le apartó con fuerza. Él insistió.

—¡No!

El grito sonó destemplado en la atmósfera intimista. Las parejas cercanas se volvieron a mirar, al igual que Conchita. Pili se escudó en la pantalla y el tiempo siguió su curso sin que Federico volviera a tocarla. Cuando al final, Jennifer Jones, con la inolvidable banda sonora atronando, sube la colina en busca de William Holden y lo ve, para luego desaparecer de la realidad, Pili, como la heroína, sintió que flotaba en una inmensa soledad.

Cuando salieron, la situación de desencuentro matizó los ánimos del grupo. Eran las nueve. Ella quería irse a casa pero cedió a las circunstancias. Fueron a un bar y los demás tomaron un bocadillo de calamares mientras ella se conformaba con un café. Más tarde tomaron el metro hasta Legazpi. De allí salían los autobuses para la Ciudad de los Ángeles. Eran las diez pasadas cuando se bajaron. Los grandes pinos sombreaban las luces y deshacían el calor. Mientras Conchita y Juan se despedían, Federico preguntó:

—No querrás verme más, ¿verdad?

—No es por ti.

—Fui un estúpido. Quise ir demasiado rápido. Perdóname.

Ella miró a lo lejos, tanto que le dolió la vista.

—Tengo un novio en algún lugar. Pero vendrá. Perdóname tú. No debí haber salido contigo.

—Conchita me habló. ¿Le esperarás siempre, aunque tu vida se escape?

—El vendrá.

Luego, en su habitación, tardó en conciliar el sueño. El roce con Federico la había trastornado. «Luis, Luis, ¿vendrás algún día?», preguntó a la noche antes de dormirse agotada por el calor y la desolación.