Agosto 1959
Catia Pertierra subió los últimos metros que le faltaban para alcanzar el borde del Auyantepuy, después de unos dos mil quinientos metros de ascensión desde el llano. Ya en la cúspide se apoyó en el palo para recuperar el resuello. La cima de la montaña, al igual que la de todos los enigmáticos tepuyes, era plana, como si una gigantesca sierra la hubiera descabezado. La meseta, abandonada de árboles, mostraba su desolación. La lluvia, compañera inseparable en tantas jornadas, se escurría por su sombrero y le nublaba la vista, impidiéndole ver más allá de unos pocos metros. Habían ascendido por la vertiente sur, contraria a la parte donde se despeñaba la catarata de Ángel, y sabía que el altiplano tenía unas medidas aproximadas de cincuenta por quince kilómetros. Tendrían que caminar para ver si el catire mencionado estaba allí y era el hombre que buscaba. Con suerte lo hallaría y averiguaría si su pasión era amor o un reto ancestral. Llevaba un anorak, prenda de nylon recién importada de Estados Unidos, que le protegía el cuerpo del frío. No dejaba de maravillarse al ver a los tres indios pemones, de la tribu de los kamaracoto, caminar con sus chaquetones simples y las piernas desnudas, acarreando los bultos e inasequibles al cansancio, en comparación con el evidente agotamiento que ella sentía. Llevaban quince días de marcha desde el campamento Ucaima, a cincuenta kilómetros del tepuy que ahora coronaban. El viaje hasta el campamento Kavac, en la base de la inmensa montaña, les llevó tres días y lo hicieron remontando el río Carrao en curiara, para bordear el macizo hacia el sur, y descansar luego en la isla Orquídea, que estallaba con el color de esas misteriosas y floridas especies. Luego, la subida entre inmensas moles pétreas, sin senderos, haciendo camino salvaje, inmersos en una vegetación de gigantescos helechos, musgos desbordados y plantas endémicas, con decoración apabullante de orquídeas y bromelias. Atrás fueron quedando los días de caminatas retadoras, las noches de acampadas en las frías tiendas de lona bajo la implacable lluvia constante y las bolsas de niebla.
Se esforzó en ver a través de la cortina de agua. Especies vegetales extrañas que se aferraban a las piedras desnudas en su afán de pervivir en el clima atroz; centelleantes cristales de cuarzo; enormes piscinas naturales; extrañas formaciones rocosas parecidas a torres desmochadas de fortalezas medievales. Y la soledad de siglos. Era estar en un mundo perdido en el tiempo, fuera de lógica, esperando ver aparecer de repente a un dinosaurio o a un Neanderthal. Recordó a su amiga Marta. «Eres la más deseada de las féminas del estado Carabobo y de esta universidad. Tienes corte de aduladores, situación familiar sin problemas económicos, ambiente social envidiable y una vida conducida al bienestar y al placer. ¿Por qué, pues, no cejas en el empeño de cargarte de incomodidades, ah?». No le respondió. No lo hubiera entendido. Ella no estuvo en la noche mágica de los montes iluminados. Miró a los pemones, parados, esperando instrucciones.
—Buscaremos hasta el borde del Salto de Ángel. Si vemos la tienda, montaréis las nuestras al lado. Si no está, las montaremos en cualquier sitio para pasar la noche, antes de bajar.
Ellos no respondieron. Catia echó a andar detrás de uno de los guías, venciendo el agotamiento. Fueron progresando lentamente. Sus botas aguantaban bien pero su peso la iba debilitando. «Dios, que esté. No resistiría haber subido hasta acá y no encontrarlo». Pero dos horas después vieron dos diminutas tiendas color azul en una gran oquedad, al abrigo de la lluvia. Por eso fue imposible verlas desde el aire. Catia sintió palpitar su esperanza. Ya cerca vio que de una de las tiendas salían dos indios. Los habían oído y los miraban.
—¡Chus! ¿Estás ahí? —gritó esperanzada.
De la otra tienda salió un hombre alto, delgado. Ambos se contemplaron llenos de sorpresa y admiración. Y todo desapareció salvo sus miradas.