Julio 1959
La avioneta sobrevoló los inmensos tepuyes que brotaban de la umbrosa selva como ciclópeos centinelas de un mundo extraño implantado por fuerzas externas. Las corrientes de aire bamboleaban el frágil aparato. El experto piloto, de unos cincuenta años y procedente de la fuerza aérea, hizo un guiño a su pasajera.
—No se me apure, joven; como que es lo normal en estas fechas.
Era la temporada de lluvias en la Guayana venezolana y, aunque la mejor para ver las cataratas en todo su esplendor, las nubes, como inmensas bolsas de algodón, se enganchaban en las cimas planas ocultando el paisaje. Sobrevolando el Auyantepuy, el Churun Merun en aborigen, que significa la Montaña del Diablo, porque allí habita Canaima, el genio del mal, el aviador dijo:
—No es posible ver bien lo que hay abajo, en la cima. Es la tercera vuelta y no hemos avistado ninguna tienda ni humo de fogata. Ahorita sí que agotamos el tiempo. Hemos de volver. Tendrá usted que subir por tierra, señorita. Una buena caminata.
—¿Cómo se puede subir por esos acantilados cortados a pico?
—Hay uno o dos caminos intrincados. Los nativos los conocen. Pero la escalada es arrecha.
Catia Pertierra siguió mirando con los potentes prismáticos checos, intentando encontrar indicios de algo ajeno a las fantasmagóricas formas naturales.
—¡Allí! —dijo, señalando.
La blanquecina estructura de un pequeño avión apareció como una mota disconforme con el paisaje antediluviano para ser tapada enseguida por una nube impertinente.
—Es el Flamingo de Ángel, el gringo que descubrió el Salto. Algún día alguien tendrá que sacar ese trasto de ahí. Ahora hemos de revocar la búsqueda.
Catia recordó que Jimmie Angel, quien en 1935 había visto la catarata mientras buscaba un fabuloso río de oro, intentó aterrizar en la mesa con su monoplano de nombre Río Caroní, en otoño de 1937. El aventurero lo consiguió, pero el avión se clavó en un lecho pantanoso. El y sus acompañantes tuvieron que bajar caminando hasta la misión Kamarata en un viaje arriesgado y fatigoso que les llevó dos semanas. El aparato quedó ahí desde entonces. Catia miró cómo el tepuy desaparecía debajo de ellos y se encontraron volando sobre el aterrador abismo donde el verde negruzco se protegía con soplos de algodón. El avión dio una vuelta delante del Salto de Ángel, el chorro de agua más alto del mundo, más de veinte veces las cataratas del Niágara, casi un kilómetro de caída. Era un espectáculo soberbio, con el rugido de la tromba amplificado por las paredes de la tremenda y plana montaña. La cola del salto se perdía en la niebla, pero ella sabía que caía sobre el río Carrao, aguas que navegaban hacia el norte para unirse al Caroní por su margen derecha y formar el inmenso lago Canaima, nombre tomado por el pequeño pueblo donde se bañaba y a cuyo aeródromo se dirigían ahora. Como había dicho el piloto, tendría que buscar a Chus por tierra. No sería fácil porque no había caminos ni estructura para el turismo. Esas selvas impenetrables, casi en penumbra porque el dosel de ramas impedía el paso de la luz solar, donde siglos atrás los descubridores españoles y los piratas ingleses de Jack Hawkins se extraviaron y enloquecieron buscando El Dorado. Sólo los aventureros se empeñaban ahora en parecidas hazañas físicas, prácticamente sin medios y a base de tesón. Como Chus, que llevaba meses sin dar noticias. ¡Qué hombre tan diferente! Sólo ese otro loco, Daniel, se atrevía a retos que no conducían a ninguna meta práctica. Los amigos ejemplares, tan parecidos físicamente e inseparables, que, sin embargo, habían buscado diferentes frentes de aventura. Le hubiera gustado que Daniel estuviera ahora a su lado, con ella, buscando a su amigo. Pero estaba en África, haciendo el idiota, como su hombre. ¿Su hombre? ¿Por qué insistía en llamarle así? ¿Dónde estaría? Habían pasado diecinueve meses y sus familiares no parecían estar preocupados, extrañamente, por la falta de noticias. Lo mismo ocurría con sus hermanos y primos, amigos todos. ¿Por qué esa aparente despreocupación? Ambos estaban en lugares de peligro, sobre todo Chus en estas profundas selvas donde podía haber caído en un barranco y permanecer oculto y muerto durante años o ser devorado por el tigre. ¿Qué penitencia era ésa? ¿Por qué no se fue con Daniel y ahora estarían juntos? Era otro de los misterios que tendría que aclarar. Bien. Ella lo había buscado por Mérida, Barinas, San Fernando de Apure, sin éxito. Le hubiera gustado intentarlo en Los Llanos y en El Dorado, pero era un reto desaconsejado por el bandidaje. Ya tentó la suerte con aquellos violadores cuando bajaba de Mérida. Aquí era distinto. Y tenía una pista que podía ser fiable: un confidente le aseguró que por esas fechas su hombre estaría ya en la Gran Sabana. Esperanzada, había llegado en vuelo regular desde Caracas a Canaima, donde le dijeron que tres semanas antes un catire había partido en expedición con dos guías hacia la cima del Auyantepuy. Confiando que fuera Chus, había contratado el servicio de la avioneta para emprender esta fallida búsqueda por aire. Ahora tendría que indagar por tierra, como dijo el aviador. Mañana mismo organizaría una expedición con guías pemones desde el campamento Ucaima, donde llevaba residiendo dos días, e iniciaría la escalada al macizo, no para admirar el prodigio de la naturaleza sino en busca del hombre esquivo. Si no estaba allí, subiría al alto Caroní, otro de los sitios que le dijeron visitaría Chus. Todavía no lo había buscado en ninguno de esos dos lugares. Pero estaba dispuesta a todo. Sería un examen de sí misma y de sus aptitudes. Y encontraría a ese fantasma.
Mateo detectaba el olor a carne. Percibía ese aroma espeso y embriagador aunque intentaran disimularlo con perfumes. Era una huella intangible e inconfundible para él, que podía definir si el efluvio provenía de porcino, ovino, bovino, caballar o de ave e, incluso, de humano. Además estaban las manos, esos dedos con hinchamientos característicos en las partes donde las uñas se guarecen. Era como un sello. Mucho tiempo habría de pasar para que él no pudiera distinguir sin dudar a quien hubiera tenido relación con el oficio de sacrificar animales. Por eso supo que el Paco Carapeto no era lo que decía.
Había reflexionado sobre los dos atentados que había sufrido recientemente, el del cafetín y cuando la marcha por los barrancales. Iban a por él. No fueron simples agresiones de nacionalistas exaltados a soldados de ocupación. Alguien pagaba a un grupo de moros para matarle. Siempre desconfió del Daniel Molero, ese estudiante de Periodismo enterado. Se le hacía sospechoso por absurdo que viniera de voluntario. No le encajaba. En toda tierra de garbanzos lo de voluntario era para elegir cuerpo cerca de donde se vive, dormir en casa pasado el periodo de instrucción e, incluso, poder trabajar. No para irse al quinto coño. Claro que siempre hay tíos raros. Pero si él hubiera provocado esas agresiones, con fines asesinos, ¿por qué defenderle luego? En ambos casos se batió bravamente, salvándole la vida con riesgo de la suya. Más ¿no era sospechoso que siempre estuviera ejerciendo de salvador, a pesar de su aparente falta de interés por él? Esa ambigüedad le resultaba molesta como un grano en el culo y preocupante como una fiebre. Por eso le llevó a Dar Riffien, para estudiarle y para que su hermano diera su opinión sobre él, que fue muy favorable. No. El Molero no era el asesino desconocido, aunque convino consigo mismo que era raro de cojones.
Dirigió entonces su búsqueda hacia otro lado. El Paco Carapeto, otro voluntario que llegó con un argumento extraño, procedente de Ceuta, donde se vivía mejor, y con la instrucción hecha. En su día le sonó raro, pero al no tener contacto con él su extrañeza se disipó. Recordó que en la pelea del cafetín el tipo desapareció rápidamente. Y no estuvo en la emboscada del monte. Eran indicios. Además, su destino en la enfermería, exento de todos los servicios, le mantenía distante del resto. Desaparecía del cuartel con demasiada frecuencia y parecía manejar pasta. Sólo se le veía en algunas comidas y, en ocasiones, charlando con el Molero, el Couce y ese Jiménez hinchado de músculos que no aguantaría una de sus hostias. ¿Qué hacía realmente cuando iba a la ciudad? Sin duda que robaba los antibióticos, como parece era tradición, según le dijeron aquellos de su quinta que estuvieron anteriormente en ese puesto. Y ¿qué si lo hacía? Maricón el último. Otros robaban en las cocinas y en los suministros. Y también se robaban entre los propios soldados, en cuanto uno se descuidaba, por más que los sargentos proclamaran que el robo y la milicia son incompatibles. Se rio. Le habían asegurado que el Ejército era la mayor escuela de corrupción existente en la sociedad. Y él suscribía esa afirmación. En cuanto a intentar obtener pruebas que vincularan al Carapeto con las agresiones, sin que se evidenciara su interés, era misión difícil. Obtuvo noticias de que le habían visto en tugurios de la Casbah donde se fumaba yerba. Había que actuar. Se hizo un corte en el brazo izquierdo y fue a la enfermería. Nunca había estado allí, nunca había estado malo. Su salud era de hierro. Notó auténtica sorpresa en el rostro del enfermero al verle.
—Hombre, Morante; raro verte por aquí.
Cuevas, enfermero sin galones de cabo, estaba trasteando en la vitrina de utensilios y medicamentos. La enfermería, situada en la parte alta del cuartel, era una habitación pequeña, con una cama a un lado, una mesita metálica y dos taburetes. Estaba limpia, silenciosa y razonablemente llena de humo. Al fondo, una mesa con el cuaderno de incidencias encima. Paco se había adueñado de la única silla, como si fuera el médico, y estaba leyendo un Marca de hacía una semana.
—Ya ves, me jodí el brazo con el machete —dijo Mateo que, viendo a sus compañeros con sus lustrosas batas blancas, comentó—: Joder, vaya mili que os pegáis. Par de maricas. ¿A quién se la habéis mamado para estar aquí?
—Deja —indicó Carapeto a Cuevas, levantándose—, le atiendo yo. Siéntate aquí, Morante. Veamos.
El olor a desinfectante y el ambiente aséptico impidieron a Mateo servirse de su olfato. Pero vio sus manos y notó la peste agazapada y el nacimiento de las uñas intentando liberarse de labores del pasado. Y supo que era él. Sin embargo, el capullo tenía que haber estado matando desde hacía tiempo y no lo había visto nunca. ¿Cómo podía ser? ¿En otro matadero? Claro, en el de Vallecas. Esa comprobación no sería factible hacerla porque en cuanto preguntara, insinuara siquiera, el otro se pondría en guardia. Pero ¿qué más daba dónde hubiera currado? Era él y bastaba. ¿Practicante? Le habrían dado un cursillo rápido para curar y poner inyecciones, lo que se venía haciendo cada año con los destinados a enfermería. Despejadas las dudas en cuanto a la identidad del traidor, urgía buscar la forma de que se relajara y pudiera neutralizarle. Empezó por aprovechar las curas diarias para eliminar el mutuo rechazo. Y palique circunstancial. Y asientos juntos en el comedor y encuentros casuales en los paseos, tratando de que nadie reparara en esa relación. Procuró no mirarle nunca a los ojos fijamente. No podría disimular. Y sembró el camino para llegar al momento de actuar. El cabrón no iba a tener una tercera oportunidad.
A las tres semanas habían caído todas las barreras. Carapeto era un tipo abierto, chistoso, mujeriego. Pero había algo más: solapadamente intentaba ganarse su confianza, lo mismo que hacía él. Tan así, que fue sustituyendo a sus colegas de juergas y fumeteos, moros casi todos, por Mateo. Eran dos zorros contendiendo. A instancias de Mateo, cambiaron los folladeros anestesiantes de la Casbah por otros más respirables en la zona europea. Estuvieron en las putas de doña Perla, la hebrea de los tiempos románticos que sostenía su elegante decadencia en un hermoso y discreto lupanar de la calle de la Luneta: una puerta estrecha a pie de calle, seis escalones, por los que se llegaba, pasillo desnudo de adornos, a un increíble jardín arbolado lleno de flores y aromas donde las heteras, árabes, judías, españolas, francesas, dejaban adivinar las turgencias a través de tules de colores mientras repartían té mentolado a la elegida clientela. En tardes sin nombre se pusieron pedos de grifa y quifi en hediondos fumaderos morunos, y hasta cantaron con voz desafinada la canción inevitable, que empezaba.
Las putas de la alcazaba
le han pedido al coronel
si se van los veteranos
con quién vamos a joder.
Y cuando el vino les vencía, cantaban, con música de la Raquel Meyer e intentando compadecerse:
Nena,
no me llores nena mía
que este regular un día
a tu lado ha de volver…
Una tarde en que el cielo se deshacía en amarillos y rojos, Daniel le preguntó, levantando la mirada de su libro:
—Te has hecho muy amigo de Carapeto.
Estaban solos en la oficina y Mateo se limpiaba las botas concienzudamente. Era muy cuidado con su persona y uno de los más arrogantes del tabor.
—Supongo que eso te importa tres cojones. ¿Es que me estás jipiando?
—Era una simple pregunta.
—Pues cómete una mierda. Hemos coincidido en ocasiones. Eso es todo. Ya sabes que no tengo amigos.
—¿Sabes? No creí que aprendieras tan pronto a modular tan bien. Me asombras.
—Más te asombrarías si supieras de lo que soy capaz.
A partir de la firma de los acuerdos con el futuro jefe de la monarquía alauita, dos años antes, por los que España cedía la soberanía sobre el Protectorado a Marruecos, pequeños grupos de exultantes musulmanes recorrían las calles enarbolando banderas y cantando consignas. Algunos, más impacientes y exaltados, increpaban a los soldados y, cuando los veían solos, los apedreaban, dándose casos esporádicos de agresiones con arma blanca. Ello preocupaba a las autoridades militares españolas, y más después de lo de Ifni hacía dos años, por lo que el Mando, aunque oficialmente valoraba los hechos como aislados y motivados por el ambiente de euforia que agitaba los sentimientos nacionalistas, inclusive el ataque al grupo comandado por el teniente Alemparte, tuvo cuidado en ordenar a los soldados que extremaran las precauciones, que no deambularan solos y que no se atravesara la medina al anochecer. Pero siempre había algunos fiados de su suerte, como Mateo, además de que el paso por la alcazaba evitaba el largo desplazamiento por la carretera que, bordeando el barrio moro, conectaba el cuartel con la parte europea.
Aquella tarde salieron y abandonaron su tiempo en diversos lugares. Estuvieron en el cine Avenida para ver La isla de las mujeres desnudas, que no era una película sino un documental danés sobre playas nudistas. Pero eso no desconsoló a los soldados que atiborraban la sala y que gritaban alborozados al ver los cuerpos al natural. Mateo, al notar que su compañero no bebía tanto como otras veces, intuyó que ése podía ser el día elegido. Él no tenía límites en cuanto a eso. Aguantaba como un esquimal. Ya al anochecer iniciaron el regreso por la medina. Caminaron charlando banalidades por las estrechas callejuelas llenas de orín y basura que, a través de túneles y arcos, desembocaban en la algo más ancha vía general que subía hasta la puerta trasera del fortín. Los bacales estaban cerrados, y por los angostos y precariamente iluminados callejones pasaban de vez en cuando, como fantasmas, algunos hombres sin rostro, ninguna mujer, ningún europeo. A derecha e izquierda surgían lóbregos callejones que terminaban en la entrada de una vivienda misteriosa o en pequeñas plazuelas sin salida, con puertas cerradas y ausencia de ventanas en muros desconchados.
—Joder, qué solitario está esto —comentó Carapeto.
—No más que ayer. Siempre cantas lo mismo.
Continuaron subiendo, ya por el serpenteante callejón principal emparedado entre muros desiguales, con minúsculos tragaluces situados en las partes altas. La luz languidecía por momentos. Ocasionales chilabas se cruzaban con ellos.
—¡Qué lúgubres son estas callejuelas! De los cuatro barrios que tiene la medina, éste es el más sombrío. Quizá debimos hacer caso a las órdenes de no subir por aquí. Da la sensación de que el Yenun va a aparecer de un momento a otro.
—¿De qué coño hablas?
—De los espíritus malignos, crueles y vengativos, que rondan en la oscuridad. Son creencias de aquí.
—Me paso por los huevos a esos espíritus. Lo que realmente hay es mugre. Estos moros son unos cerdos. Jalufo les daría yo a todas horas.
—En realidad viven mejor de lo que se cree. ¿Estuviste en alguna de esas viviendas?
—No.
—Yo sí. ¿Sabes? Están llenas de alfombras. Por dentro son luminosas, con grandes terrazas. Hay un patio central lleno de flores, higueras y naranjos. Todas las habitaciones rodean el patio, como en Córdoba. Hay un aroma grato y todo está muy limpio.
—Me importa una mierda cómo viven. No te esfuerces.
Carapeto se echó a reír. Luego miró hacia atrás. Nadie a la vista. Se aproximaban a un callejón lleno de sombra.
—Espera —dijo Carapeto, sacando una cajetilla—. Echemos un pito. Dame fuego.
Mateo metió la mano derecha en un bolsillo de su guerrera. Abrió la navaja de muelle nada más sacarla y, mientras que con su mano izquierda sujetaba el brazo derecho del otro, se la hundió en el vientre. El impacto anuló el sonido que deseaba salir por la boca sorprendida. Mateo lo arrastró hacia el interior del callejón y lo apretó contra la pared. Carapeto se escurrió hasta el suelo. Mateo se agachó y le cortó la yugular en silencio, como si el hombre derribado fuera uno de aquellos corderos que había sacrificado. Luego secó bien el arma en las ropas del muerto y recogió de su mano la navaja que no había podido usar. Llevó el cuerpo hacia el fondo del callejón, lo registró y afanó todo lo que el otro llevaba en los bolsillos. Se desharía de lo innecesario una vez examinado. Regresó a la entrada, miró con precaución y, al no ver a nadie, desanduvo el camino a grandes pasos sin dejar de vigilar en torno, caminando por el centro de la vía. Salió de la medina a la plaza de España, muy animada de transeúntes. Distraídamente miró la iglesia de los cristianos, con su fachada ocre, su torre lateral y su cimborrio octogonal. Pero no se fijó en un soldado que salía. Echó por la avenida de España y se mezcló con más soldados para subir con otros regulares al cuartel por la vía principal. Llegó a la compañía. La puerta de la oficina estaba cerrada y no se filtraba luz por las rendijas. No estaba Daniel. Entró, y también en el cuarto adyacente, almacén de la compañía. Tampoco estaba el chico cuarto. Se inspeccionó. Había leves manchas de sangre en sus botas, pantalón, guerrera y manos. Mojó una toalla con agua de una cantimplora y se lavó, quitando luego la sangre de sus botas. Se cambió a la ropa de faena y guardó el uniforme y la toalla en su armario. Esa noche después de la cena lavaría todo.
Cuando Daniel llegó le encontró designando los nombres para los servicios del día siguiente. A la hora de pasar lista para retreta, se echó en falta a Francisco Carapeto. El cabo de guardia de la compañía hizo la anotación correspondiente, que no pudo entregar al sargento de guardia porque estaba ausente.
El cadáver del cabo Carapeto fue hallado esa misma noche, de madrugada, por tetuaníes de la zona, que informaron, a voces, desde abajo, al centinela apostado en la garita que cubría la entrada a la alcazaba. El soldado dio la alarma de la única manera posible, ya que no podía abandonar el puesto: disparó un tiro, que dejó sin sueño al cuartel. El capitán de guardia destacó a uno de los tenientes al mando de una patrulla armada. Bajaron con linternas, un soldado médico y una camilla hasta un numeroso y gesticulante grupo de marroquíes arremolinados en el lugar. El cadáver fue subido al cuartel, en cuya enfermería fue depositado. El coronel del regimiento, con domicilio en la ciudad, fue informado y éste dio noticia al comandante general de la plaza. El capitán de guardia y el oficial de día llamaron a consulta a varios soldados. En el cuarto de oficiales, Juan, Daniel, Mateo, José y varios otros fueron interrogados. ¿Habían estado con el cabo muerto? ¿Cuándo, la última vez? ¿Por qué iba solo el cabo a pesar de la prohibición? Todos afirmaron desconocer las respuestas. Mateo dijo que había tomado unos tragos con él pero que se despidieron a media tarde cuando salieron del cine.
Más tarde, en la compañía, Juan Couce fue a la litera de Daniel, situada junto a la cerrada oficina. Aunque se había dado el toque de queda pocos durmieron esa noche. En la compañía no había más luz que la débil de la mesa del puesto de imaginarias, en el pasillo, frente a la entrada. Y, al fondo, otra donde las letrinas. La oscuridad tapaba las filas de literas, de donde surgían apagadas conversaciones y el brillo de los cigarrillos.
—¿Podemos hablar un momento a solas? —susurró Juan.
—Habla.
—No aquí. —Hizo un gesto señalando la litera de abajo—. Es importante.
Daniel bajó al suelo y fueron al cuarto almacén. Cerraron la puerta por dentro.
—No enciendas la luz. Tengo linterna —dijo Juan yendo hacia el fondo del almacén. Puso la linterna sobre un armario y la enfocó a la pared. A la luz indirecta, Daniel vio el nerviosismo de su amigo.
—Fui a la iglesia a llevarle una botella de coñac al cura. Es del mismo pueblo que una vecina de casa y gracias a él pude ir de permiso, como sabes, el mes pasado. —Carraspeó—. Vi a Mateo y a Paco. Iban juntos, como en ocasiones. Los vi ir hacia la medina como para subir al cuartel por allí. Estuve un rato charlando con el cura, que es hombre conversador y ameno. Al salir vi a Mateo otra vez. Él no me vio. Iba solo y caminó delante de mí hacia el cuartel por la vía principal.
Daniel le miró un rato.
—Si Mateo y Paco iban juntos por la medina, ¿cómo es que luego aparece subiendo solo por la vía principal? Además, dijo que al salir del cine se despidieron, lo que no es cierto.
—¿Se lo contaste a alguien?
—No. Y no sé qué hacer. Necesito tu consejo.
Daniel dio unos pasos y se detuvo mirando la oscuridad. Luego retornó a Juan.
—Lo que sospechas es sólo eso: sospechas. Si lo largas al capitán, tendrás problemas. Interrogatorios, careos…, ve a saber. Te acojonarán. Y sin pruebas, no hay nada, salvo el seguro sentimiento de venganza posterior de Mateo hacia ti. El no te dejará en paz, puedes creerlo. Además, ¿por qué Mateo iba a matar a su colega de juergas, con lo bien que se llevaban? Así que es mejor que lo olvides. En cualquier caso, ¿qué te va en este entierro? Paco no era precisamente amigo tuyo.
A la mañana siguiente todo el cuartel, salvo los soldados de servicio, fue convocado en la gran explanada. El Mando decidió que el cabo había sido asaltado por algún fanático marroquí y ésa fue la versión que se transmitió a la soldadesca. El coronel lanzó un enardecido discurso de advertencia. El Ejército español cumpliría con el mandato hasta sus últimas consecuencias. No les iban a acobardar acciones como ésa. Pero las precauciones habrían de extremarse. Se cancelarían temporalmente todos los permisos y los paseos, y nadie no autorizado expresamente abandonaría el cuartel. Y los autorizados para ir al hospital, al aeródromo, a las oficinas generales, a los mercados para la compra de alimentos, etcétera, irían con patrullas armadas. Se hizo hincapié en que los centinelas del inmenso recinto vigilasen constantemente los alrededores, que si veían a alguien sospechoso merodear hicieran disparos de advertencia.
Los familiares del soldado muerto fueron avisados y llevados desde la Península hasta el cuartel por cuenta del Ejército, que también se hizo cargo de los gastos del traslado del cadáver hasta su lugar de enterramiento. El domingo siguiente se celebró una misa especial y una vistosa parada con el Tabor número uno al completo, salvo los hombres de servicio, más parte de otros tabores venidos de plazas ya entregadas a Marruecos. Varios miles de hombres en líneas compactas, fusiles refulgentes. Se interpretaron los himnos de infantería y de Regulares y hubo vibrantes discursos. Y ante esa concentración de fuerza y de unidad los soldados se sintieron más seguros y hermanados. Todos menos uno, que valoró los hechos desde una posición diferente porque era el único que sabía que los marroquíes no tenían nada que ver en los acontecimientos de esa actualidad emotiva.