Junio 1959
A miles de kilómetros de la selva venezolana, Daniel levantó la mirada del libro y contempló a Mateo, que había acabado de leer una carta. Estaban en la oficina de la compañía. De fuera, a través de la puerta abierta, llegaban los gritos y risas de los soldados. Mateo puso la mano derecha sobre sus ojos y movió la cabeza.
—¿Problemas? —dijo Daniel.
—¿Qué t’importa? —contestó, sin mostrar sus ojos. Tras una pausa, añadió—: Mi’rmano me pide que vaya a verle el domingo.
—Quizás es allí donde deberías estar.
Mateo quitó su manaza y proyectó su iracunda mirada sobre el otro.
—¿Qué coño estás diciendo?
—Hubieras encajado mejor en el Tercio. Tu carácter, tu personalidad… Eres demasiado para el Ejército normal. —Volvió a su libro.
—¿Vendrías conmigo?
Daniel contempló al enorme cabo. En sus ojos saltones había un paño desconocido.
—¿Oigo bien? ¿Me estás pidiendo que te acompañe?
—Sí, cojones. ¿Vienes o no?
—No me darían permiso. Sólo los dan a familiares y para casos determinados.
—Así es.
—Tendría que saltar la muralla.
—Sí.
—Si me cogen, iré al calabozo.
—Seguramente.
El domingo, antes del alba, con el cuartel dormido y las estrellas colgadas del cielo, Daniel salió de la compañía vestido de paisano. Anduvo con sigilo hasta las terrazas situadas más abajo de los dormitorios y se acercó al muro. Caminó agachado hasta cerca del puesto de guardia. Chistó al centinela, que salió de la garita.
—¿Quién es?
—Un compañero —susurró—. Déjame acercarme.
—Hazlo, pero con cuidado —dijo el otro, apuntando el fusil. Daniel se agachó a su lado.
—Necesito saltar.
—Joder, no puedo dejarte. Me la cargo si nos ven.
—He estado vigilando. Nadie nos observa.
—Me juego el calabozo.
—Lo sé, yo también. Pero lo he verificado. Vamos, hombre. Debo hacer algo y no me han dado permiso. —Como el otro vacilara, añadió—: Venga, hoy por ti mañana por mí. Sabes cómo son estas cosas.
El centinela le miró buscando sus rasgos en la semioscuridad.
—Te conozco. Eres el cabo de la décima que siempre gana y que le cantó las cuarenta al teniente Alemparte Barbero. —Esperó la respuesta del cabo, que no llegó—. Vale, hazlo rápido.
El lugar era utilizado por quienes necesitaban salir secretamente. Era un dato que se transmitía de quinta a quinta, y no tan secreto; la oficialía no lo ignoraba. De vez en cuando un teniente se emboscaba y vigilaba. No fueron pocas las ocasiones en que sorprendieron el ejercicio de la labor prohibida. El calabozo, corte de pelo y algún castigo físico era el premio que recibían el infractor y el centinela.
Daniel pasó las piernas por las almenas, se colgó por fuera y se dejó caer sobre el terreno. Bajó por la pendiente entre matorrales y piedras y se adentró en la medina, hurtándose del cuartel. Anduvo deprisa por las semidesiertas callejuelas, cruzándose con algunas silenciosas sombras con turbantes, consciente de que algunos se paraban a mirarle. Salió a la zona europea, cruzó la plaza de España y buscó la estación de autobuses, cerca de la antigua y clausurada del ferrocarril. La estación era un centro de gran actividad y ocupaba el fondo de una gran plaza. No existía nada igual en España, lo que maravilló a Daniel una vez más. La concesionaria era La Valenciana y las líneas iban a Tánger, Ceuta, Melilla, Xauen, cubriendo todo el Protectorado español y funcionando con una regularidad inhabitual. Era muy temprano y ningún autobús había salido. Se sentó a esperar mirando el trasiego de la gente según iba llegando. Vio aparecer a Mateo, que había salido tranquilamente de paisano por la puerta principal del cuartel, tras enseñar su permiso. Se miraron sin decir nada. Sacaron sus billetes y subieron al autobús de Ceuta. Cuando circulaban por la carretera, ya fuera de la ciudad, Mateo habló.
—Espero c’ayas vigilao bien. A veces algún oficial se camufla pa’ joder.
—No esta noche.
—Te contaré lo que se dice que le ocurrió a uno d’esos tenientes mirones, García Valiño, hijo del c’asta hace poco fue alto comisario de España en Marruecos. Hostia de tío, ¿le viste alguna vez?
—Sí.
—Con ese bigote y gesto de cabrón amargao. Debería ser ya comandante, cuando menos. Pero aquí’stá, pa’ darnos por culo, como si fuéramos enemigos suyos. Cuentan que tomó costumbre d’agazaparse en noches sin luna pa’ trincar a los audaces. En una d’esas misiones el guripa le descubrió y le dio el alto. El teniente gritó su nombre e intentó levantarse. El centinela dijo c’una poya. Le mandó no moverse o le pegaría un tiro. Dijo que no se fiaba ni de su padre y que la oscuridá le impedía la comprobación. Evidentemente le había reconocío y s’estaba vengando d’él. Lo tuvo tirao en el suelo com’una puta coliya de mierda hasta que llegó el relevo. A pesar de su furia, el teniente no hizo na’ contra el soldao. Había cumplió impecablemente su labor de centinela. Y si le castigaba, quedaría doblemente ridiculizao.
El disco solar incendió el mar en su punto de salida. Mateo dijo:
—’Estao dándole a la chola. ¿Por qué t’arriesgas?
Daniel miraba arder el mar, en el lado derecho de la ruta.
—Somos amigos, ¿no? —contestó sin mirarle.
—No tanto. No tengo amigos. Los que se dicen tales no lo son. Me temen o me odian. Soy de la quinta el 57, que ya se licenció. Esta es la del 58, a la que tú tampoco perteneces, por ser voluntario. Me ven como un tarruso. ¿Qué ves tú en mí pa’estar dispuesto a jugártela?
Hubo un tiempo de silencio.
—Podría decir que vi tus ojos ayer. Sufres.
—No te tolero que me compadezcas.
—Los solitarios necesitáis ayuda. Nadie puede vivir sin los demás. Pero, si lo prefieres, pongamos que deseo conocer el ambiente legionario.
A la derecha, en lontananza, Ceuta se iba acercando pintada por el oro naciente.
—¿C’arás cuando te licencies?
—Terminar mis estudios y luego me iré a América.
—¿A América?
—Sí.
Mateo quedó silencioso, antes de continuar:
—Yo quizá me quede aquí.
—¿Aquí? ¿Haciendo qué?
—En las FAR.
Daniel tenía constancia de que venían emisarios ofreciendo a determinados cabos el paso a las incipientes Fuerzas Armadas Reales, tan necesitadas, como todo lo que empieza, de personal competente. A él mismo lo habían contactado. Buscaban —no se sabe cómo obtenían la información— soldados de nivel alto. En el caso de Mateo su imponente figura le hacía merecedor de interés. Era un ejemplo de mando y marcialidad. Habría unos cursos de adaptación y se entraría de teniente para, en fechas no lejanas y tras el paso por una academia, conseguir el grado de capitán. Se hablaba de la posibilidad de lograr un destino en puertos, aeropuertos, aduanas. Había muchos decididos a pasarse «al moro», incluso médicos, en cuanto se licenciaran. No sería una asimilación fácil pues, aparte del árabe, el idioma oficial elegido por el nuevo Estado sería el francés. Aunque lo más difícil…
—Dicen que es condición indispensable el nacionalizarse marroquí —dijo Daniel.
—Bueno, ¿qué más da ser español que moro? ¿Qué m’a dao España? Los que mandan mataron a mis viejos. ¿C’ai d’atractivo en nuestro país, con el atraso que tiene?
—Si es por atraso, Marruecos no es precisamente un modelo de modernidad.
—La milicia s’una élite. ¿Se dice así? M’importa tres cojones cómo vivan los pueblos. M’importa cómo vivo yo. Aquí tengo oportunidá de ser alguien, que allí no me s’ofrecerá.
—Tendrás que cambiar de nombre y de religión. Las FAR no admiten mandos cristianos y con nombres de tales.
—Pues me llamaré Mohamed, ¿y qué? ¿Qué coño m’importa la religión? Toas son una mierda. Eso de Cristo, Mahoma y alguno más es puro rollo y me los paso por los güevos.
—Hablas de someterte a una autoridad militar, cuando desprecias en la que estás. ¿Crees que te iría mejor en otro Ejército por el hecho de ser un oficial? Por encima de ti estarán todos los mandos superiores, que te obligarán a una disciplina que choca con tu personalidad. No tendrás la libertad por la que siempre estás clamando.
Mateo quedó pensativo. Un rato después, habló:
—Me llenas de dudas, cabrón. Cuando vine acá traía el propósito de largarme a Alemania, al licenciarme. Luego me convencí de qu’es bueno estar en las FAR. Ahora m’aces dudar.
—Lo de Alemania está bien. No tendrás que cambiar de nombre ni soportar jefes militares. Lo malo es el idioma. Y que siempre serías un currante.
—América está lejos —dijo Mateo, después de cavilar.
—Más lo está Australia y muchos van allá.
—¿En qué parte de América piensas?
—Venezuela. Allí hablan nuestro idioma. Sería como estar en casa pero en un país con grandes posibilidades para gente emprendedora.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que es tierra de oportunidades. Me han dicho que muchos se hacen ricos, porque allí no se va a trabajar de peón. Parece que la gente nativa es floja, por el clima. Los europeos que van montan negocios y se forran.
—¿Eso es verdá?
—Puedes creerlo.
El autobús llegó a la parada, bajaron y caminaron hacia el poblado legionario de Dar Riffien, que albergaba el Segundo Tercio, denominado Tercio Duque de Alba. Al ser festivo no había instrucción. El hermano de Mateo estaba en la Cuarta Compañía de la Segunda Bandera. Era un hombre menguado, cercano a la treintena, y los esperaba tras el portalón de entrada. Pasados los trámites de rigor, los dos hermanos se abrazaron con emoción. Mateo lloraba abiertamente, soltando agua como si quisiera deshidratarse, lo que asombró a Daniel. Ver llorar a un individuo tan notoriamente insensible era algo desconcertante.
—¿Por qué t’as vuelto a enganchar?
—Ya te lo dije. Puede que no sirva para otra cosa; como tú, creo.
—No. Yo me licenciaré con esta quinta y saldré adelante. Tengo planes. —Miró a su compañero.
Daniel fue presentado y luego pasearon por la población militar. Antonio les enseñó el teatro, la iglesia, la cantina de tropa, el economato, las naves de las compañías, la enfermería y los talleres, las caballerizas, el parque móvil y la unidad de carros ligeros. Pasearon un rato por los parques y jardines sembrados de palmeras. Tomaron unas cervezas y fueron presentados a otros legionarios. Había mucha gente de paisano, mujeres y niños que visitaban a familiares legionarios; muchos suboficiales estaban casados y vivían en familia con hijos en ese pueblo especial. Comieron opíparamente el espléndido rancho legionario y luego salieron a ver el campamento donde ambos regulares, en años diferentes, habían hecho la instrucción. Estaba desarbolado; sólo las calles apisonadas de arena recordaban que allí vivieron miles de hombres durante meses.
—A ver ese burdel que tenéis —dijo Mateo—. Quiero hartarme a follar con estas putas que no dejan marcas.
Daniel sabía que las mujeres estaban muy vigiladas médicamente, que les hacían controles periódicos, que las reemplazaban con regularidad y que tenían asignación económica del cuerpo, lo que permitía que los legionarios pagaran muy poco por el servicio.
La mancebía estaba matizada en sombra. Una gran sala circular donde las mujeres permanecían sentadas en bancos junto a las paredes. La seguridad de tener cubiertas sus necesidades económicas les permitía no exhibirse como en un mercado libre. No tenían que buscar clientela. Unos ventanales de diseño árabe situados en la parte alta de los muros permitían apreciar borrosamente los rostros y los cuerpos, sin descripción de detalles. Los dos hermanos se decidieron por sendas chicas evidenciadas de carnes. Daniel buscó un asiento en un rincón. Sus ojos fueron acostumbrándose a la penumbra y pudo divisar entonces a una joven esquivada por los hombres, desprotegida de curvas y cuyo rostro tenía un aire al de Audrey Hepburn, la artista que le encantó en Vacaciones en Roma. Incluso sus tímidos modales invitaban a la comparación. La estuvo mirando un rato, apreciando su delgadez. Ningún soldado la requería. Se levantó, se acercó a ella y le dio la mano sin decir nada. La chica se levantó y le condujo por un pasillo hasta una habitación, también en penumbra, de mobiliario ajustado: cama, dos sillas, perchero, evacuatorio, una jofaina y un jarro. Él se acercó a la ventana y apartó las cortinas. La luz entró como un invasor y mató las sombras. Al otro lado, a unos trescientos metros, la playa y el incalmable mar serenaban el sol. Miró a la chica. Tenía el pelo negro y los ojos grises. La vio desnudarse, echar agua en la palangana y lavarse con esmero. Luego se le acercó. Su delgadez no estaba exenta de incipientes formas y sus pequeños pechos parecían firmes, como mitades de cocos invertidas.
—Ven que te lave.
—¿Qué años tienes?
—Diecinueve.
—¿De dónde eres?
—De Salamanca. ¿Y tú?
—¿Cuánto llevas aquí? —dijo él, sin contestarle.
—Cinco meses. Dentro de un mes termina mi convenio y vuelvo a la Península.
—¿Cómo te llamas?
—María.
Él se sentó en una de las sillas y la miró largamente, indeciso. Ella se le acercó y le acarició el rostro. Olía a lavanda y tenía el cuerpo bronceado de playa. Su sexo parecía querer desaparecer entre sus débiles muslos. Daniel se levantó, se quitó la ropa y no permitió que ella le lavara; lo hizo él mismo. Luego la cogió en brazos, la llevó a la cama y se dejó hacer.
Más tarde, él preguntó si tenía alguna fotografía. Ella buscó en su bolso y sacó varias. Daniel las miró detenidamente y luego escogió una.
—¿Me la das?
—¿Para qué la quieres?
—Para tenerte no sólo en el recuerdo.
Ella accedió y ambos procedieron a vestirse.
—¿Cuánto por el servicio?
—Nada. —Ante su mirada desconcertada, añadió—: ¿De dónde vienes? ¿Quién eres?
—¿Qué quieres decir?
—Llevo en esto dos años y nunca encontré a nadie como tú, con tanta delicadeza. Y no he visto en ti la mezcla de compasión y superioridad de casi todos. Nos desprecian pero nos necesitan. Somos útiles a una sociedad que nos repudia. Tú me has tratado como a una mujer normal. No has intentado salvarme. Es extraño. Por un hombre como tú dejaría esto.
Daniel miró sus ojos desmesurados, como girasoles desperezándose.
—¿Cuánto cobras normalmente?
—Diez pesetas.
Él le dio veinticinco y le obligó a cogerlas. Luego se aproximó a la ventana y contempló la espuma y los brillos cambiantes cabalgando sobre la cima de las olas, naciendo y deshaciéndose en el movimiento interminable. Ella se le acercó y miró su perfil abstraído, enmarcado en el cristalino azul. Alzó una mano y acarició la mejilla del soldado, que se volvió a mirarla.
—Nunca nos dejamos besar por los clientes —dijo ella—. ¿Puedo besarte?
Lo hizo, abandonándose y cerrando los ojos. Cuando los abrió, luces acuosas mostraron un paisaje infinito de inocencia intocada.
—Tardaré en olvidarte, soldado.
Avanzada la tarde, los dos regulares subieron al autobús de vuelta. No dijeron nada durante un buen rato.
—¿Qué t’a pareció? —dijo Mateo.
—¿El qué?
—Joder, to’ lo qu’emos visto.
Daniel recordó a María.
—Bien. Está todo muy organizado. Lástima que tenga que desaparecer cuando el Protectorado vuelva a Marruecos.
—Será lo último que s’entregue, si es que s’entrega.
—¿Sabes qué? Deberías esforzarte en hablar mejor. Te comes las sílabas.
—Eso no es importante. M’importa un güevo. No soy un finolis.
—No me vengas con ésas. Intentas destacar siempre. Si hablaras bien, caerías mejor. Al fin, eres de Madrid, no un gañán.
—M’importa… —El gigantón hizo una prolongada pausa. Luego dijo—: Sólo hice dos años de escuela. Lo que sé me lo curré a pulso. —Hizo otra pausa—. ¿Tú m’enseñarías?
—Sí. Eres listo y voluntarioso. Haremos un curso intensivo de dicción.
Llegaron a Tetuán al anochecer, con tiempo de pasar lista, y cada uno desanduvo el camino de la mañana. Daniel llegó al pie del muro y gritó quedamente. El centinela se asomó.
—Voy a subir.
—No te veo bien, ¿quién eres?
—De la décima, el cabo escribiente. Salté esta mañana.
—¿Vienes solo?
—Sí.
—Apártate un poco que te vea bien. —Miró y luego dijo—: Espera un poco.
Desapareció y él se agazapó entre los arbustos. Al poco, el centinela asomó la cabeza y le hizo una seña. Daniel subió con agilidad agarrándose a los salientes y a los huecos de la muralla. En un momento estuvo arriba.
—Gracias. —Le observó. Era un tipo muy alto. Lo reconoció. Martínez, que jugaba en la Liga Española de Baloncesto con el Barcelona y que cumplía en la Dieciocho Compañía. Eran compañeros en el equipo del cuartel—. Alfonso. No sabía que hacías guardias. Los campeones están exentos.
—Es para que no nos aburramos, según el teniente Alemparte, tu «amigo». Ya sabes cómo es. Además, no quiero privilegios.
—Debiste haberte hecho cabo.
—No importa ya. Queda poco.
Daniel bajó a las terrazas y subió los escalones que llevaban a la compañía. Más tarde pasaron lista. José y Juan se le acercaron.
—¿Cómo te ha ido?
—Bien.
—Hiciste mal en ir con ese tipo. ¿Por qué lo has hecho? Te has jugado mucho.
—¿Qué es la vida sin riesgos?