Siete

Abril 1959

No era una patrulla en misión militar. Los cincuenta soldados de varias compañías de Regulares, sin armas, estaban de marcha por los barrancales, lejos de zonas habitadas, al noreste de Tetuán. Iban en ropa de maniobra, dirigidos por un oficial y un sargento. Tras un tiempo de deambular, subiendo y bajando montículos, el oficial permitió un descanso. Los soldados se esparcieron sudorosos e intentaron recobrar el resuello.

—Los que vayan a cagar que no s’alejen muncho —dijo el sargento Navarro.

El teniente Alemparte Barbero, de la Dieciocho Compañía, botas de media caña, camisa color garbanzo impecable cuando salieron, se quitó el tarbush rojo y secó delicadamente el sudor de su frente. Tomó asiento en un pedrusco y esperó a que regresaran los ausentes. Luego bebió de su cantimplora a sorbos cortos mientras contemplaba el árido paisaje.

—¿Habéis cagao tos? —gritó el suboficial—. Luego no venir con mandangas. —Nadie contestó—. Son suyos, mi teniente.

—Escuchad, cenutrios —dijo, sin mucho entusiasmo—. Ya sabéis que no entrarán más quintas a Marruecos. Esta es la última. Nos iremos dentro de un mes o dentro de seis, no lo sabemos. Estamos en situación de espera. Parte de nuestro Ejército ya marchó a España. Mientras, debemos mantenernos ocupados. Tenemos prohibido portar armas fuera del cuartel, salvo a los obligados por el servicio. Debemos hacer estas caminatas y deportes, unos grupos por un lado y otros por otro, para tener el músculo ejercitado. No molestamos a los moros en estos páramos y ellos nos dejan en paz. Las armas son innecesarias. Ahora, un tiempo para teórica y cultural. Sargento, su turno. —Se levantó y se alejó.

El sargento Navarro, cuerpo perezoso, estatura media, gafas incrustadas, mostacho de tradición, carraspeó.

—A ver, ¿quién sabe lo qu’es el glande?

—Yo lo sé —dijo un cabo.

—Venga, qu’es.

—Es éste —señaló a Mateo—; es el más «glande» de todos.

Risotadas.

—Te voy a dejar pelón, Garrido; no me toques los güevos.

—Vamos, mi sargento; es una broma. Si ya estamos casi licenciaos.

—El glande es el capullo, so burros; la punta el nabo —definió orgullosamente el sargento.

—¿Qué capullo? —dijo el mismo cabo—. Aquí está lleno de ellos.

Nuevas risotadas.

—Garrido, que te la ganas. —Dejó continuar el ambiente festivo, antes de preguntar—: Veamos, ignorantes, ¿qu’es la vagina? ¿Alguien lo sabe?

Los soldados, derrengados y sin muchas ganas de participar, no respondieron. Daniel y su grupo dejaron que el sargento tuviera su nueva jornada de gloria cultural.

—Es el toque de corneta para el rancho —afirmó uno.

—Eres más burro c’un arao, Mejías. Eso que dices es llamada de fajina. No tiene na’ que ver.

—A mí de pequeño me operaron de anginas —dijo uno.

—Joder, Castelló; eres sordo o gilipollas. He dicho vagina, no angina —reprendió, repartiendo su mirada triunfante por la desmotivada tropa—. Hay que joderse la poca cultura que tenéis, y eso c’aquí hay muncho listillo. La vagina es el chocho, so cafres.

—El otro día dijo que el chocho es el clítoris. Ahora dice que es la vagina —argüyó Mejías.

—Tiene el puto conejo metió en el coco. Eso es lo que le pasa —dijo Mateo—. Seguro que se la casca a diario.

Estribillo de risas y de comentarios mientras al sargento se le encendía el rostro y decidía si era conveniente enfrentarse al gigante. En ese momento apareció el teniente.

—Este zoquete tiene razón. Eso son mamonadas, Navarro. No es eso lo que interesa.

—Es lo que les gusta, mi teniente.

—Lo que les gusta no es lo que les conviene. Esas marranadas no van a ningún sitio. —Tomó asiento y miró a los soldados, que habían mejorado su compostura al verle llegar—. Hagamos repaso de cosas prácticas. ¿Quién sabe cuál es el ave más rápida?

—El águila.

—El azor.

—El gavilán.

—Decís lo que os viene a la cabeza, a ver si acertáis. Incultura total. Claro que no estáis en el Ejército para adquirirla, pero podríais aprovechar todo el tiempo libre que tenéis. Es una desgracia un nivel tan bajo, casi igual que el de los moros. ¿Alguien lo sabe? —Esperó un poco antes de afirmar—: Es la paloma viajera, de la especie migratoria. Alcanza más de setenta kilómetros por hora. Una simple paloma la más rápida. —Miró a Juan, a José y a Daniel—. A ver los chulos de Madrid de la décima. Ya sé que este viejo —señaló a Mateo con la mirada— es un bruto, pero vosotros tres sois los enterados. Deberíais saberlo, algo tan simple.

—La paloma migratoria no es la más rápida, mi teniente —objetó Daniel con voz neutra.

El oficial abandonó la torva sonrisa.

—¿No? ¿Cuál es entonces, enterado?

—El vencejo común. Vuela a más de ciento cincuenta kilómetros a la hora. —Todos miraron al cabo, que permanecía serio y sin quitar la vista del superior. Añadió—: Pero hay otra más rápida aún.

Sólo se oía el zumbido agobiante de las moscas. El teniente invitó:

—Déjanos boquiabiertos con tu sabiduría, oh enterado.

—El halcón peregrino, cuando se lanza sobre la presa, en picado —informó Daniel sin alterar su seriedad—. Consigue superar los trescientos kilómetros a la hora.

—Parece que estás muy puesto. Veamos si sabes cuál es el mamífero más rápido. ¿Alguno lo intenta?

—El caballo.

—El galgo.

—Casi acertáis, pero no. ¿Tú que dices, chuleras? —preguntó a Daniel, que no respondió—. El cuadrúpedo más rápido es la gacela, un venado del África. Hace ochenta kilómetros por hora.

Hubo un murmullo cuando Daniel negó con la cabeza.

—Es el guepardo. Corre a más de ciento diez kilómetros a la hora.

—¿El leopardo? La pifiaste, enterado; el leopardo corre poco, como la pantera.

—El leopardo no, el guepardo.

—¿El guepardo? ¿Eso qué es?

—Un depredador de las sabanas del este africano. Es el mamífero más rápido del mundo.

—¿Qué estás contando? Ese animal no existe. ¿En Periodismo os enseñan irrealidades? —Daniel no respondió—. A ver, ya que hablamos de velocidad, ¿cuál es la del sonido?

—Sobre mil doscientos kilómetros a la hora.

—¿Y la de la bala de fusil?

—No sé; supongo que más.

—¡Ah!, no lo sabes todo. Casi tres veces más: tres mil cuatrocientos kilómetros por hora. Es el objeto más rápido qué existe en la Tierra.

—Creo que se equivoca, mi teniente —refutó Daniel, sin perder la serenidad. Para entonces ya todos se habían constituido en meros espectadores y pasaban las miradas de uno a otro como si estuvieran viendo un partido de tenis.

—¿Qué es más rápido?

—La misma Tierra. Circula alrededor del Sol a más de cien mil kilómetros a la hora. Es el objeto más rápido a pesar de su enorme masa.

El turno estaba en el teniente, que porfió agriamente.

—Hablamos de objetos propulsados. La Tierra se mueve sin que ninguna fuerza la impulse.

—Está propulsada por las leyes físicas que regulan el cosmos. Las mismas que hacen girar a todos los planetas del universo.

Nuevas miradas para el teniente.

—¿Quieres dártelas de listo conmigo?

—No, señor; sólo contesto sus preguntas.

—¿Sí? Bien, ¿qué es el caudal?

—Una cantidad de agua que corre.

—No; incompleto. Es la cantidad de agua o lo que sea que circula por unidad de tiempo.

Le miró con sorna antes de ver caer la piedra sobre el sargento. El impacto rompió sus gafas y lo derribó al suelo. El asombro de la tropa duró poco. Un vociferante grupo de musulmanes se alzó sobre un montículo lanzándoles una lluvia de cantos.

—¡No respondáis! —gritó el teniente, aunque ya había varios descalabrados—. ¡Agrupaos y en marcha!

Con rapidez, agarrando a los heridos, echaron a correr. Las piedras seguían lloviendo. El cuartel estaba lejos.

—¡Dispersaos en grupos! —rugió el teniente.

Mateo echó por su lado, embistiendo como un toro y lanzando al suelo a varios agresores. Corrió sin mirar atrás. Su envergadura le restaba velocidad. Pensó en ese bicho que dijo Daniel. ¿Cómo era? ¿Jepardo? ¡Quién pudiera jalar así! Giró la vista. Parecía que todos los moros le seguían a él. Joder, ¿qué estaba pasando? Se esforzó en mantener la distancia. Pisó mal y cayó, rodando por una pendiente. Al momento empezó a recibir pedradas desde todos los sitios. Se levantó y se cubrió, escalando con furia el terraplén. Eran demasiados los proyectiles. Estaba siendo lapidado. Rindió una rodilla, abrazó su cabeza y resopló, chorreando sangre. «Cabrones. Si os tuviera cerca…». Pareció que algunos le habían leído el pensamiento. Los vio bajar hacia él y tuvo la dicha de golpear y verlos derrumbarse. Atisbo armas blancas en las manos nerviosas. Sacó su navaja. No les iba a ser fácil. Oyó un grito:

—¡Aquí, ayuda!

Entre lágrimas de rabia vio a Daniel cargar bravamente con un palo a diestro y siniestro. Vislumbró a otros soldados que llegaban. El grupo morisco se aventó. Daniel ayudó a Mateo a subir. El grupo de regulares lanzaba piedras con fuerza sobre los atacantes, desbaratándolos definitivamente. Corrieron los metros que les separaban del cuartel, viendo converger a los compañeros hacia el mismo punto. Minutos después bajaron la cuesta y entraron raudos por el portalón mientras los del cuerpo de guardia aprestaban sus armas. Mateo, ensangrentado, se paró a mirar. Llegaban más compañeros, el teniente entre ellos. Ningún atacante había en todo lo que alcanzaba la vista, como si la experiencia hubiera sido un sueño. El sargento y algunos soldados estaban sangrando. El oficial de guardia, con una pistola en la mano, fue informado por el teniente Barbero mientras la tropa se dispersaba y los heridos eran llevados a la enfermería.

—Tú, ¿qué pasa contigo? —habló Mateo.

—¿Qué dices? —Daniel le miraba con el semblante serio.

—¿Por qu’estás siempre al quite? ¿Qué coño quieres de mí?

Daniel se volvió y echó a andar hacia la compañía sin contestar.