Febrero 1958
Catia Pertierra, Miss Universidad Central de Venezuela, diecinueve años, llegó al cruce tras escalar con su Ford Mustang rentado los sesenta y seis kilómetros de angosta carretera de alta montaña que había desde Mérida, capital de los Andes venezolanos. Dos mil metros de empinada y zigzagueante subida. Estaba en Apartaderos, un pueblito colonial de casas asfixiadas a tres mil quinientos metros de altitud, el punto vial más alto del país y unión entre la carretera trasandina y la de Barinas. Buscó la bomba para repostar viendo que la noche se abalanzaba y sintiendo el intenso frío, desconocido para ella. Nunca antes había estado en la cordillera. Se arrebujó en su chaquetón y quedó sobrecogida al ver a unos niños corretear, brazos y piernas al aire asomando por tenues camisas sin mangas y cortos pantalones. No podía creerlo. Tenían las caras rojas y reían en el juego. Volvió maravillada al carro. Como que no era posible. Esa gente del altiplano… Inició la bajada a Barinas. El río Chama había viajado a su derecha desde que salió de Mérida. Ahora colgaban las abrumadoras moles de la imponente Sierra de Santo Domingo mientras que el río del mismo nombre horadaba el cañón por su izquierda, allá abajo. Pasó sin detenerse por el pueblo de Santo Domingo. A unos sesenta kilómetros de los niños de hielo, en medio de amedrentadoras curvas, más allá de Mitisus, el ruido sonó delante de ella, amplificándose en el silencio. La sinuosa y estrecha carretera estaba despejada. Tocó los frenos con precaución e intentó ver más allá de las luces de los faros. El ruido se repitió, más cerca, rebotó en el pétreo muro de la derecha y lanzó el eco al abismo de la izquierda. Catia avanzó lentamente. Unos cien metros delante divisó luces quietas de faros jugando al escondite con las cerradas curvas. La vía se abrió y pudo acercarse a una zona despejada en la parte izquierda, como un gran balcón natural. Tres carros y dos camiones estaban detenidos, sus faros delanteros señalando algo. Detuvo el Mustang y abrió la ventanilla.
—¿Qué hubo, pues?
—Como que desprendimientos —dijo un hombre. —Se llevó un carro abajo. Lo vi.
Catia sopesó la situación. Llegaron más carros, que se detuvieron junto al suyo. Un rato más tarde una larga fila de automóviles bloqueaba la carretera. Apagó el motor y salió. La pista, labrada en roca y hecha durante la dictadura del general Gómez treinta años atrás, había descendido a dos mil metros en ese lugar. No hacía el frío que arriba y la gente se reunió para comentar.
—¿Qué les parece, qué es lo mejor de hacer?
—Barinitas está cerca —dijo uno—. Vendrán a despejar.
—Altamira está más cerca.
—Sí, pero abajo, en el río. Y no tendrán medios.
Catia conversó un rato con la gente y luego volvió a su carro. Esperaría. No tenía prisa y, aunque hubiera podido salir del taponamiento, no le seducía escalar los kilómetros de curvas dejados atrás. Oyó los murmullos de la gente. El tiempo se alargó. Se acomodó y cerró los ojos. ¿Qué hacía allí? ¿Qué sueño perseguía con esa escapada? Chus. Estaba subyugada por el hechizo que desprendía. ¿Tanto que no podía esperar su regreso, en vez de enmarañarse en imprevisibles y seguramente peligrosas aventuras? ¿O era simple despecho porque el muy ingrato la ignoraba y había partido sin despedirse? Y en cuanto a él, ¿en qué clave podía entenderse su ausencia? Lo de Daniel a África era absurdo pero tenía cierto sentido. Pero Chus, ¿huía de ella y de su acoso? ¿Era un mensaje de despedida y de conclusión de algo no comenzado? Demasiadas preguntas. Sería lo que tuviera que ser. En cualquier caso todo era un reto para su bullente sangre asturiana, herencia de su abuelo español. «A lo hecho pecho», como él decía. Además era hija de militar y su formación desde niña fue medio castrense, como la de sus hermanos, lo que le había permitido solventar situaciones comprometidas. Los que la conocían sabían que dentro de su admirada figura latía un carácter intrépido. Se presentaría ante la mirada sufriente de Chus, por sorpresa, para que él apreciara sus incalmables sentimientos. Y entonces ella sabría si era amor lo que sentía o el deseo de arrebatarle el secreto de su mudez.
Cuando le dijeron que Chus había tomado vuelo a Mérida el mismo día en que Daniel marchaba a España, ella supo que tenía que seguirlo. Hizo sus preparativos, pidió permiso a sus padres y a sus profesores y voló a esa ciudad. Buscó en la Universidad de Los Andes, la segunda del país, a un antiguo profesor, Anastasio Segura, que se quedó helado «como los páramos del entorno» al verla, según dijo después. A lo largo del encuentro reiteró lo incomprensible de que su antiguo alumno huyera de una mujer como ella.
—Estuvo aquí. Se hospedó en mi casa —dijo, tras profunda meditación—. ¿Sabe que le buscas? ¡Qué daría yo por que una muchacha como tú me persiguiera!
Estaban sentados en un rincón de la cafetería de la universidad, rodeados de voces y humo. Él era trigueño, mediano de cuerpo, aspecto fiable y estaría en la treintena.
—¿Dónde es que se ha ido?
—Subimos al pico Bolívar, el techo de Venezuela, cinco mil metros. Caminamos por Sierra Nevada. ¡Ah, ese muchacho admirable! Quiere conocer el país, intentar salvar a los animales salvajes y proteger las selvas, ¿no les dijo? Fracasará. Es un adelantado a su tiempo. Ahora caminará hacia Los Llanos y a la Amazonia. Concluirá en la misteriosa Guayana y desde allí iniciará el regreso, coincidiendo con la vuelta de África de Daniel.
—¿Como cuándo será eso? ¿Cómo se avisarán?
Anastasio se encogió de hombros.
—Él no escapa de ti. Es tonto que lo pienses. Lleva un propósito claro. Algo le mueve y algún día lo sabremos. De nada sirve que le acoses. ¿Por qué no vuelves a casa?
—¿Cree que abandonaré? Rentaré un carro y me llegaré a Barinas. Seguiré su rastro.
Se miraron a los ojos y ella creyó ver un mensaje.
—No encontrarás al hombre que buscas en esos bosques inmensos.
—¿Por qué no?
—Bueno… —Anastasio hizo un gesto ambiguo—. Va muy por delante de ti. Te lleva mucha ventaja.
—Lo encontraré. Seguro.
Él la miró largamente. Por un momento le vio titubear, como si quisiera añadir algo. Pero no dijo nada y repitió el movimiento de los hombros.
Cedió al cansancio y se durmió. Despertó horas más tarde. Algo la había perturbado. Salió del carro en la profunda noche. Todos los autos tenían las luces apagadas y la mayoría de la gente dormía. Unos pocos hacían corrillo mirando las luces del fondo, donde se trabajaba para despejar el camino. Había demasiada luz para ser tan de noche. Su mirada fue atrapada por los montes cercanos. Eso era. Estaban iluminados por luces titilantes, que competían con las que colgaban del cielo. Era increíble. Millones de luciérnagas que cumplían con su ciclo vital, apagándose y encendiéndose como luces en Navidad. Nunca había contemplado nada igual. Había oído que cuando las luciérnagas apagaban su luz era porque morían. Si era cierto, ahora, ante sus ojos, millones estaban muriendo y naciendo a la vez. Como las personas en ese momento, a lo largo del mundo. Sólo que los humanos tenían un ciclo vital más largo, pero ambos eran breves en la inmutabilidad del Universo. Pensó que quizá Dios, si existía, miraría a los humanos como ella miraba a esas fugaces criaturas. Se emocionó hasta el llanto. No recordaba haber llorado desde que era niña. Se sorprendió de saber que tenía tantas lágrimas dentro. Cuando el flujo acabó, quedó vacía de algo, no sabía qué. Comprendió la ignorancia que tenía de su país y el poco tiempo de que disponía para descubrirlo. Quizá no era locura lo que provocaba las andanzas de Chus. Ese muchacho tenía dentro luces que, como las de las luciérnagas, sólo se veían cuando las condiciones eran propicias.
Tiempo después, cuando las estrellas y los insectos se habían apagado, los vehículos reanudaron la marcha. Catia circuló sosegadamente, dejando que le adelantara quien quisiera, aún emocionada por las sensaciones de la pasada noche. Al llegar a Barinitas paró en una fuente de soda. El local estaba lleno de humareda y gente comentando la avalancha. Decían que fueron dos los carros arrastrados por las piedras. Pidió unas arepas y café. Luego sacó un cuaderno y expresó en él sus impresiones. Ella podría estar ahora en el fondo del barranco. Más tarde, con el sol mirando de lado, puso en marcha el Mustang. Salvando las últimas curvas de Barinitas, y mucho antes de Quebrada Seca, llegó a un tramo de carretera descendente con montes sin fiereza y curvas de amplio radio. Le llegó el calor del cercano llano y decidió levantar el techo plegable. El viento enmarañó sus largos cabellos rubios y la relajó. A lo lejos divisó un control. Un coche policial a un lado y dos hombres con uniformes verde oliva en el centro de la pista, detrás de una señal de PARE. Levantó el pie del pedal y el carro rodó por inercia. A unos veinte metros pisó el acelerador. El motor rugió. Los hombres se echaron a un lado mientras la señal era embestida y volaba por los aires. ¿Policías o salteadores disfrazados? ¿Policías buenos o malos? Nadie con sentido común paraba en esas soledades para comprobar. Miró por el retrovisor. Los hombres no hacían intención de seguirla. Ya los Andes se iban rezagando y empezaba el paisaje abierto, con el río Santo Domingo rumoreando por la izquierda. A unos ocho kilómetros atisbó otro control. El coche policial estaba en medio de la vía detrás de la señal. Al acercarse vio a dos uniformados apuntando sus armas hacia ella. Por un altavoz oyó:
—¡Pare el carro o baleamos!
Catia llegó al grupo y detuvo el auto a un lado de la carretera sin arcén. Uno de los hombres se acercó a ella cubierto por el arma.
—Salga con las manos en alto.
Catia obedeció y el hombre se quedó sin resuello al verla. Un simple vestido floreado magnificaba su espléndido cuerpo. Los hombres se miraron. En sus rostros oliváceos y conejiles se estableció una señal. Luego compusieron unas muecas que quisieron ser sonrisas.
—Como que tiene mucha urgencia y no vio el otro control, ¿ah?
Catia no contestó. Vio al otro hombre guardar la señal en el carro y luego camuflar ambos autos entre los árboles y la vegetación. Imaginaba lo que vendría a continuación, tantas veces repetido y denunciado por el inmenso e inseguro país. Para algunos, el uniforme no garantizaba el respeto a la Ley sino su abuso para quebrantarla. Esos hombres podían ser policías de esa clase o bandidos que actuaban con esos ropajes para atracar, cosas ambas muy frecuentes. No se contentarían con robarla. Iba a ser violada y seguramente matada después. Su cadáver y el carro serían echados al río. Su cuerpo descendería al Orinoco y, si no era devorado por los peces y caimanes, se disolvería en la inmensa tumba del mar Caribe. El de la pistola señaló hacia el río, escondido entre los árboles.
—Siga hacia allá, ahorita. Ya le diré.
Catia anduvo sobre la húmeda yerba. Cerca del río, oyó:
—Párese.
Se volvió. No se veía la carretera. El hombre había guardado el arma y había desabrochado su bragueta. Su pene era negruzco y apuntaba hacia ella con decisión. No cabía duda de que el hombre saboreaba con anticipación lo que imaginaba y necesitaba urgente alivio. Catia nunca había visto un rabo tan grande, y no eran pocos los probados.
—Ahorita se quita el vestido, catira, y nos enseña la cuca. Vamos a gozarlo bien los tres —dijo, mientras el otro observaba refocilándose. Catia sacó el 38 y les apuntó. Los hombres se quedaron helados de la sorpresa.
—Ahorita se quitan los cintos y los botan acá, ¡ya! —dijo, disparando. El proyectil dio cerca del pie del desbraguetado, cuyo atributo era ahora, repentinamente, un compungido cachivache buscando el suelo en vez de la retadora berenjena del principio. La detonación levantó una bandada de pájaros multicolores. Los hombres obedecieron con presteza—. Ahora ándense a un lado, allá, y se desnudan.
—¿Qué…, qué va a hacer, señorita? —dijo uno, espantado.
—Caminen hacia el río, coño de madres. Háganlo, pues, o los acabo. Así que ojo pelao.
Las aguas estaban a unos pocos metros, más abajo del borde, y debían de bajar frías desde la sierra. Los hombres, desnudos, se aproximaron.
—Salten.
Los vio chapuzarse y manotear en la corriente. Alcanzarían la orilla más abajo. Ojalá se ahogaran. Regresó a donde estaban los cintos y las ropas. Recogió las documentaciones y las armas y volvió con precaución hasta los carros. Se dirigió al auto policial y disparó a la radio y a tres ruedas con uno de los revólveres policiales. Entró en su Mustang y un momento después se alejaba, escuchando las arpas de Hugo Blanco. «Gracias, abuelo». Más tarde paró a un lado del camino. Fue hasta el río y arrojó las armas de los hombres. Con los documentos su padre haría un poco de ruido en Caracas, ya fueran de bandidos o de policías transgresores. Dos horas después llegaba a Barinas, ahogada por el calor de esas tierras bajas cubiertas de bosques. En la plaza Bolívar, cerca de la Catedral del Pilar, encontró la tienda indicada por Anastasio.
—Sí, ese catire alto estuvo aquí. Cargó corotos para llevarse a la selva. Partió en bus hasta San Rafael de Canagua.
Catia almorzó con apetito y sin prisa. Dejaría el carro en Barinas y tomaría el bus hasta San Rafael, desde donde, por el turbulento río Canagua, llegaría al Apure, en la región más llana del país, con docenas de ríos y afluentes que buscaban incansables el inmenso Orinoco como niños en busca de la madre. Indagaría en los pueblos de las riberas y llegaría hasta San Fernando de Apure. Si no encontraba pistas volvería a casa desde allí por aire. Pero continuaría indagando la estela del aventurero admirado. Porque, contrariamente a cuando se echó a la búsqueda irreflexiva, ahora sabía que gracias a ese rastreo la vida le estaba mostrando sensaciones que jamás habría creído experimentar.
Cinco jóvenes se alineaban frente a una de las mesas en el amplio barracón de oficina de mando del centro de instrucción provisional instalado junto al Cuartel General de la Legión en Dar Riffien. Tres de ellos estaban esposados. Detrás, un cabo y un número de la Guardia Civil chorreando agua por los tricornios sobre sus capotes y con los fusiles bien sujetos. Al otro lado de la mesa, junto a un escribiente, un capitán de Regulares miraba unos papeles y pasaba la vista de ellos a los jóvenes alineados. Había otras tres mesas, con sus máquinas de escribir y los correspondientes escribientes haciéndose los desentendidos.
—Severiano Palomares Prieto, Manuel Irastorza Fernández y Javier Echevarría Riolí. Prófugos. ¿Sois vosotros? —dijo el capitán, señalando a los esposados, que asintieron.
—Quitadles las esposas —ordenó a los civiles.
—Después de que firme la entrega, mi capitán.
El oficial garabateó sobre el papel y lo selló. El cabo recogió el impreso e hizo una seña a su compañero, que liberó las manos de los prófugos. Luego saludaron marcialmente y se retiraron tras proteger sus mosquetones con los capotes. El capitán miró un rato a los muchachos antes de dirigirse a un legionario que permanecía de pie junto a la puerta.
—Que los lleven al calabozo. Ya decidiremos sobre ellos.
El soldado abrió la puerta y gritó. Dos legionarios armados entraron y se llevaron a los reclutas. El oficial miró a los otros mozos y dejó que una pausa jugara con sus nervios.
—Juan Couce Toro, ¿quién es de vosotros? —inquirió, con la cartilla militar en la mano.
—Yo —se ofreció un muchacho de pelo castaño, bien parecido, gesto risueño y aspecto atlético, de más de metro ochenta.
—Di «yo, señor».
—Yo, señor.
—Madrileño. Te retrasaste dos meses.
—Estaba en el hospital. Fiebres tifoideas.
—Ya veo. Supongo que estás curado porque aquí no se viene a descansar.
—Sí, señor, estoy bien.
—Estás asignado a la Décima Compañía del Tabor de Regulares de Tetuán número uno.
Miró hacia un punto de la sala donde un hombre rubio de unos treinta años, mentón fiero, nariz rezagada y párpados gandules permanecía sentado en el borde de una mesa, fumando y observando la escena. Llevaba el uniforme color garbanzo de Regulares, la ancha faja roja debajo del cinto con la pistola reglamentaria. Las estrellas de teniente y el escudo del cuerpo, media luna y dos fusiles cruzados, destacaban en el lado izquierdo de su pecho. Las botas de media caña devolvían el reflejo de las velas. El capitán se volvió al otro muchacho, más alto que su compañero, cabello que se adivinaba rubio, porque iba rapado al cero, facciones correctas pero serias.
—Tú eres Daniel Molero Pérez.
—Sí, señor.
—Aquí dice que eres de Madrid, de Vallecas, pero tienes un acento raro.
—He estado viajando por ahí. Siempre se pega algo de otras lenguas, señor.
—Voluntario. Tu quinta es la del 60, dentro de dos años. ¿Por qué vienes aquí de voluntario?
—Un tío mío sirvió en el Tabor de Tetuán número uno, en la Décima Compañía, precisamente.
—Ni más ni menos —dijo el capitán, mirando al teniente—. ¿Y?
—Me habló de sus experiencias y del hechizo de esta tierra. Siempre quise experimentarlo por mí mismo.
—Puede que te arrepientas. ¿Qué te pasa en la cabeza? ¿Por qué ese rapado?
—Como me lo cortarían aquí, preferí traerlo hecho, señor.
—Aquí no se pela a nadie desde hace años, salvo a los que así lo merecen como castigo. Eso son prácticas del pasado. Estamos en 1958 y en un Ejército moderno.
—Me informaron mal, señor.
—Asignado a la Quince Compañía del Tabor de Tetuán.
—Perdón, señor. Si pudiera ser, desearía ir a la Décima Compañía. Mi tío…
—Ya lo has dicho. —Miró de nuevo al teniente, que asintió—. Bien, a la décima.
El teniente se levantó. Era un gigante rubio con ojos que se divisaban azules por el poco espacio que dejaban los párpados. Su aspecto impresionaba. Se puso la gorra montañera de copa roja y se enfundó la chilaba verde oscura. Caminó con negligencia hacia los reclutas, sin mirarlos.
—Si no dispone lo contrario, mi capitán, me los llevo.
Salieron a la lluvia. El oficial se echó la capucha sobre la visera y caminó por el encharcado suelo a largas zancadas salpicadas. Los reclutas mantuvieron el paso cargados con sus maletas. Llegaron a una de las hileras y entraron en una tienda, donde un suboficial y un recluta se levantaron al verlos. Había una mesa y cajones de madera que servían de archivadores, así como una cama al fondo y diversos pertrechos.
—El sargento Moríñigo es uno de vuestros mandos directos y os dirá lo que tenéis que hacer a partir de ahora. —Se volvió a Juan—. Tú, qué haces en la vida civil.
—Soy analista de métodos.
—Eso qué coño es.
—Mido los tiempos de fabricación de las piezas y la calidad de las mismas para que todas se ajusten a las especificaciones.
—¿La empresa española ha llegado a esa perfección?
—Trabajo en Isodel Sprecher, una empresa alemana con dirección mixta. Fabricamos componentes eléctricos.
—Te quedas cuidando las cosas de la compañía. Dormirás con el escribiente en la otra tienda. —Miró a Daniel—. Y tú, ¿qué hacías?
—Estudio Periodismo. Quiero vivir la mili desde dentro, desde el punto de vista del soldado.
—Eso no explica lo de voluntario.
—Oí que ésta podía ser la última quinta que viene al Protectorado. Si hubiera esperado, quizá no habría llegado al tiempo de Marruecos.
—¿Qué quieres decir exactamente?
—Deseo captar los momentos últimos de España en el Magreb, tras tantos años y tanto esfuerzo.
—¿Vas a escribir un libro sobre ello?
—Quién sabe; quizá más adelante. Ahora sólo quiero recoger las impresiones.
—Sabrás que aquí estuvieron periodistas y escritores como Pedro Antonio de Alarcón, Ramón Sender y Arturo Barea, que escribieron realidades crudas. Pero hay otro tipo de literatura, más universal y heroica: la que glosa los avatares de los Ejércitos coloniales, como la de Kipling o la de P. C. Wren. ¿Por dónde se inclinarán tus apuntes?
—Depende de si es ensayo o novela.
—Es lo mismo. Ten por cierto que en el fondo de todo este esfuerzo hay romanticismo y grandeza. Porque los Ejércitos coloniales son el verdadero Ejército, la milicia real. Y en ningún otro lugar se encuentran, juntas, las verdades auténticas: honor, compañerismo, abnegación, espíritu de superación. Incluso amor. Sólo cerca de la muerte se viven las puras sensaciones. —Miró a ambos reclutas, de uno al otro, mientras éstos, instintivamente, se ponían firmes—. No lo olvidéis nunca.
El silencio fue tan intenso que el ruido de la lluvia rugió como si estuviera tronando.
—Tú —se dirigió a Daniel—, pasarás a una de las tiendas, a la que designe el sargento. Serías escribiente si no lo tuviéramos ya. —Señaló al recluta, grueso y con gafas, que permanecía firme como un palo—. En cuanto a lo que decías de que éste podría ser el último reemplazo que venga al Protectorado, eso está por ver. Se decía lo mismo del anterior. Permaneceremos aquí hasta que lo decida Franco. Los franceses se han rajado y se han largado. Nosotros tenemos más huevos que ellos. Lo importante es ser un buen soldado. En esta tierra no nos quieren pero tenemos que cumplir. Y hasta puede que tengamos que luchar contra las FAR. Eso sería bueno para tus experiencias y tu carrera de periodista, ¿no es así?
Daniel dudó un momento, pero ya el teniente había salido hacia la lluvia con determinación, como si fuera un enemigo contra el que luchar.
El sargento apagó la untuosa sonrisa y su bigotito recobró la horizontalidad. Era de boca absorbida, mezquino de estatura y carnes, y ningún atisbo de marcialidad existía en su cuerpo. Entrecerró los ojos y, de improviso, dio a Daniel un tremendo bofetón, repitiendo el acto velozmente con Juan. Los mozos trastabillaron y se llevaron las manos a la cara, más sorprendidos que doloridos.
—¡Y ahora, cabrones, saludadme! Soy vuestro sargento y no me habéis hecho ni puto caso, sólo al teniente. ¡Firmes!
Los reclutas se estiraron.
—¡Os puedo moler a palos, enterados de mierda! ¡No me toquéis los huevos! —Los ojos se le movían como si quisieran emanciparse del rostro vinagrero—. Me importa una mierda el porqué llegáis tarde al campamento. Vais a pringar de lo lindo para recuperar el mes que os lleva la quinta. Y no creáis que el teniente os ha tomado deferencia por vuestras posiciones en la vida civil. Ya se habrá olvidado de vosotros, pero yo no. Aquí no sois nadie, menos que la cagada de una vaca. Así que mucho ojo conmigo a partir de ahora, que os meto el cuerno. Tú. —Se volvió al escribiente—. Lleva a estos dos cabrones a sus tiendas. Éste —señaló a Juan—, a la de almacén, contigo, y éste a la veintidós. Y ponles al tanto. ¡Marchando, me cago en…!
Los tres reclutas salieron de estampida y pasaron a la tienda aneja. En ella se amontonaban ordenadamente arcones, fusiles encadenados, mantas, faroles, bidones pequeños y multitud de cosas, con la piltra del escribiente al fondo, luciendo impecable, en estado de revista.
—Me llamo Iraola —dijo el escribiente—. Ya veis cómo funciona aquí la cosa. Los oficiales son soportables, pero los sargentos… La madre que los parió. Bueno, apéate de tu maleta —indicó a Juan—. Dormirás aquí, junto a mí. Así nos tendremos para hablar por las noches. Si lo permite la lluvia os acompañaré al almacén general para que cojáis los catres. También el mono de trabajo y el uniforme. Aquí os daré mañana el correaje y los mosquetones.
—No parece que tengáis mucho trabajo —dijo Juan.
—Ninguno. Cuando hay lluvia no se hacen ni instrucción ni deportes. Los que pringaron duro fueron los de la quinta anterior, que tuvieron que transformar un erial enfangado en este poblado, transportando toneladas de arena. —Miró a Daniel—. Vamos. Luego vienes a por las mantas.
Echaron a correr hasta una de las tiendas, que estaba llena de reclutas. Once pares de ojos les miraron con aprensión.
—Vamos, dejad un hueco a vuestro nuevo compañero.
—Joder, más peste de pies. ¿No lo puedes llevar a tu tienda? Allí tienes sitio de sobra. Aquí estamos muy apretados.
—Venga, ¿o prefieres que se lo diga al sargento?
De mala gana le hicieron un sitio al lado de la puerta.
—Aquí pondrás tu cama. Claro que no es el mejor sitio, pero te jodes.
—No me importa —dijo Daniel. Miró fuera. Todo estaba solitario como si estuvieran en un poblado deshabitado, con el agua cayendo sin pausa sobre la compactada superficie de arena.
—¿Siempre llueve así?
—Sólo cuando llueve —aclaró Iraola, saliendo a todo correr.
—Eh, tú, ¿traes tabaco? —dijo una voz.