Enero 1958
Chus condujo el Ford ranchera por el aparcamiento abierto del aeropuerto internacional de Maiquetía hasta encontrar un lugar adecuado. Descendieron Fernando, Miguel, Daniel y Libertad Molero; Juan y Manuel Manzano, y él mismo. Daniel agarró una maleta y un bolso, que se colgó del hombro, mientras que Chus y Fernando tomaron la otra maleta y el resto de los bultos. Luego se miraron todos. Del mar llegaba un aire caliginoso y el cielo permanecía agazapado. Los siete entraron en la terminal. Chus y Daniel, el mismo conjunto vaquero Levi Strauss, los mismos rostros serios, el mismo pelo dorado, se adelantaron a los otros sorteando a la gente y se pararon ante uno de los mostradores. Pusieron las maletas en las cintas de facturación. Tras obtener los boletos de embarque para los vuelos de Viasa hasta Madrid y de Aserca a Mérida, retornaron al grupo.
—Quedan más de dos horas hasta la salida del vuelo de Madrid. ¿Tomamos un fresco? —sugirió Manuel.
La amplia y cerrada terraza del bar estaba poblada, como siempre. Tomaron asiento alrededor de una mesa, esforzándose por que el ambiente fuera distendido a pesar del fondo de tristeza y melancolía que, como un gas invisible, los envolvía. Habían desayunado juntos en el restaurante del Macuto Sheraton, donde la noche anterior pernoctaron Chus y Daniel, tras el breve viaje a Valencia para despedirse de los familiares. Los dos viajeros no querían ver lágrimas en el aeropuerto. Tampoco deseaban agobios de otros amigos de la residencia de estudiantes de la Universidad de Caracas, donde residían. Sólo el grupo de los niños trasplantados de Madrid, que la fraternidad envolvió en un primer destino análogo. Nunca se habían separado por largos intervalos. Pero ahora, culminada la adolescencia y tras la resolución de los dos líderes del grupo, quizá había llegado el momento de la escisión natural de ese destino hasta ahora compartido. De ahí esa sensación de pérdida de algo bello; algo que ya nunca volvería. Fernando miró a los dos aventureros y quebró el apesadumbrado silencio.
—¿Recuerdan cuando llegamos? Un bojote de años.
—Él —dijo Manuel, señalando a su hermano— y yo, el doble. Éramos muy pequeños. No nos acordamos.
—Nosotros sí recordamos —habló Miguel—. ¿Cómo olvidarlo?
«Hacía el mismo calor, pero mucho sol», escribió Chus.
—Era diferente: el puerto, aquella gente… El aeropuerto es otra cosa. Todo ahora es distinto; nada que ver con aquello —dijo Libertad; alta, catira, atractiva.
«Hemos pasado buenos ratos. No ha sido un camino malo».
—Oquei, y ahora botan la armonía tú y ése; uno a la selva y otro a esa lavativa de la guerra de África —criticó Fernando—. Locos de bola. Abandonan los estudios por aventuras. Dos ingenieros menos.
«No los abandonamos; los interrumpimos durante un tiempo».
—Retrasan dos años sus estudios, pues. Y dejan el equipo de básquet en cuadro. El trainer como que está bravo del carajo. ¿Qué les habló? —dijo Manuel.
—Mira, mi yave, nadie es imprescindible —habló Daniel. Luego apuntó, mirando a Fernando—: Te tengo noticias. No hay guerra en Marruecos. ¿Ves qué desconocimiento tenemos de las cosas de España?
—Somos madrileños pero a ninguno se nos ocurre volver para hacer la mili allí, haya guerra o no.
Chus miró a Daniel, que movió la cabeza. Todos eran familia y amigos pero ellos dos simbolizaban la amistad pura. Juntos la mayor parte del tiempo libre, sin ataduras de novias, intercambiando sueños y superando retos.
—Hay que cumplir con nuestro país. Yo así lo entiendo —apuntó Daniel—. Además, no ir significa ser declarado prófugo.
—No. Somos venezolanos; no nos afectarán las reglas españolas —dijo Manuel.
—Somos medio venezolanos. La otra mitad es española. Si ustedes han decidido dejar de ser españoles, les prenderá la Recluta y los llevarán dos años a Tocuyito. Y ya saben: a los conscriptos los tunden a cuerizas.
—Sabes que eso no ocurrirá. Somos universitarios. La Recluta sólo agarra a alpargatudos.
—A veces se equivocan y arramblan con todos los que están en bares y discotecas.
—Vale, pero se demuestra y en paz.
—¿Cumplir, dices, mi yave? —señaló Fernando—. ¿Ir a África a pasar fatigas sin que nadie nos obligue a ello?
—Bueno, podría decir que nos obliga nuestro compromiso de españoles con la patria.
—¿Qué tú dices? Tronco de vaina. ¿Qué patria? ¿La de esos guerreros que viven chévere con esa lavativa a costa del sudor de la tropa?
—No hay que pensar en eso. El asunto es cumplir o no.
—Me jode esa determinación que tienen tú y éste para lo sinsentido.
—Míralo desde este lado —dijo Daniel—. Está la ventaja de poder ir a España cuando uno lo desee. Los que no hagan la mili, siendo españoles, no podrán ir mientras no prescriba el tiempo de vigencia de la obligatoriedad de cumplir con el servicio militar, ya tú sabes. Creo que hasta no tener los treinta y cinco años.
—¡Cónfiro! ¿Eso es una ventaja? Olvídate de esa vaina. ¿Para qué ir a España, qué hay allá? Los que han estado hablan del tremendo atraso. Malas carreteras, carros de mierda, nafta por las nubes, censura, prohibiciones, los estudiantes amordazados, la prensa vendida… Tremenda diferencia con Francia e Italia en todo. Y no digamos con Estados Unidos.
—Estoy de acuerdo con Fernando —habló Juanín—. Y bueno, si hay que ir a los treinta y cinco años pues esperaremos a tenerlos. ¿Quién quita? La vida es larga. Hay tiempo para todo.
«No hay tiempo».
—Chus tiene razón. La vida vuela. Además, no se trata de visitas de inspección o de misiones de la ONU sobre derechos humanos. Algo menos trascendental. Es ver el país, sus monumentos, nuestros barrios, tú sabes. Por un bolo dan dieciocho pesetas. Serían visitas baratas e instructivas. Y, además, allí no hay delincuentes, dicen.
—¡De bola! Pero yo prefiero gozar de este país, de mi libertad. Y si no puedo volver en años, pues no vuelvo. Nada se me perdió allá.
—De acuerdo con él —señaló Juanín—. Aunque la locura de este zumbao —apuntó con la barbilla a Chus— no es más razonable. Ver el nacimiento del Orinoco y escalar el Auyantepuy, para ver cómo se precipita el Salto de Angel, debe de ser un gozo. Pero no estarse dos años por esas selvas, entre gente torva y tribus indias. ¿De qué vas a vivir? ¿Cómo te las apañarás, ah?
El interpelado se encogió de hombros.
«Ver al tigre y al tucán en libertad; investigar a cientos de especies aún desconocidas antes de que desaparezcan. Descubrir toda la Guayana, incluso la que nos quitaron los ingleses, la Esequiba…», escribió Chus.
—Dicen que esos piratas, al que agarran, lo hacen desear no volver.
—No lo creo —dijo Daniel—. Tampoco que agarren a nadie por esas espesuras sin fronteras. Ningún aventurero es un invasor. Ellos, los ingleses, caminaron así por el África Oriental en el siglo pasado.
«Hablar con los viejos indios porque "cuando un indígena anciano muere, desaparece una pequeña enciclopedia viviente". Subir a la Amazonia, bajar a El Dorado. Verlo todo, estar en el nacimiento del mundo…».
—¡Cónchales! Así dicho parece chévere. Pero dos años…
—¿Por qué si comulgan igualito, no hacen la misma locura juntos? Los dos a África y luego a la selva, ¿ah? —apuntó Libertad—. Así reventarían los dos años, pero juntos.
—Buena pregunta, pero les brindo otra —añadió Miguel—: ¿Qué tanta prisa por ir a África? Tu llamada a filas sería dentro de dos años.
—Les expliqué —respondió Daniel—. Quiero ver Marruecos. Dentro de dos años no será posible.
—Me contesten éste —dijo Fernando—. ¿Por qué los dos parten al mismo tiempo, como si el culo les escociera a la vez?
Daniel miró a Chus y entre ellos se estableció un mensaje que los otros interpretaron como un sentimiento de emoción. Daniel desvió la mirada hacia las mujeres que se movían por la terraza. No había mujeres tan hermosas como las venezolanas. Por eso no tenía novia; las quería todas, las cambiaba con frecuencia. Amaba a este país. España quedaba muy lejos pero también tiraba de él como le ocurría a Chus. Había nacido allí. ¿Cómo sería ahora su Vallecas natal?
—Ya lo hemos hablado. Aceptemos las cosas como son. ¡Miren qué palo de hembra! —señaló, intentando el alivio común.
—Debiste decirle a Catia que te ibas hoy —dijo Libertad, mirando a Chus—. Ya la conoces. Me quitará la palabra cuando se entere.
El muchacho acaparó todas las miradas. Escribió:
«Catia no es nada mío».
—Un tipo loco, es lo que eres —señaló Miguel—. Tronco de hembra que desperdicias.
—¡Eh! —exclamó Libertad—. No sólo somos objetos, tú sabes, ¿ah?
—En este mismo lugar, cuando llegue el momento, volveremos a encontrarnos —dijo Daniel, volviéndose a Chus—. ¿Oquei, mi yave?
«Estaremos juntos en las Navidades del 59».
—Deben librarse de la chiva, pues —dijo Fernando, dejando una pausa de zozobra.
—Cuando ustedes regresen acá, como que encontrarán a alguno casado. Se perderán la boda.
—¡Qué esperanza!
Miraron a través de la enorme cristalera que protegía el refrigerado recinto del agobiante calor exterior. Afuera, las aeronaves salían y entraban, miles de vidas prisioneras de sus destinos. Las palabras fueron secándose poco a poco, acuciadas por el tiempo que se acortaba. Se miraron unos a otros en silencio y luego enlazaron sus manos sobre la mesa y formaron un círculo por el que se transmitieron las emociones que pugnaban por salir.
—¡Eh! ¿A qué tanta pena? ¿Qué carajo les ocurre, ah? —Dijo Daniel—. Hurgué en los recuerdos. ¿Saben qué me viene a la memoria así agarrados?
Todos le miraron. Daniel esbozó una sonrisa, el blancor de sus dientes destacando.
Al corro de la patata, comeremos ensalada…
Los demás rieron y le acompañaron en los sones que les unían a un pasado apenas disuelto. Y siguieron cantando, renovando su fe en ellos mismos, hasta que los altavoces anunciaron el fin de la espera.