Tres

Octubre 1957

Pili levantó la mirada de la carta recibida. Estaba en su pequeño cuarto adornado con fotografías de John Derek, Gary Cooper y Charlton Heston. Era un cuarto alegre y por la ventana veía jugar a los niños en el parque en las tardes sin frío. Tenía banderines de los pocos lugares en que había estado con las Hermandades del Trabajo, a que estaba afiliada, y un cartel a todo color, grande y ensoñador, de Caracas, acostada en la verde cordillera de El Ávila. A su lado, un cartel más pequeño y de pálidos colores mostraba la playa de El Sardinero.

Se miró en el espejo y encontró a la misma chica delgada y de rasgos delicados que la miraba a su vez, siempre en busca de respuestas que no tenía. Porque todas sus preguntas, su vida y su futuro conducían a una sola meta, tan distante como anhelada. Vivía una existencia sin sobresaltos y plena de tedio, aunque su sonrisa nunca se escondía salvo en la soledad de su refugio. Ya llevaba casi tres años en la empresa americana y la habían hecho secretaria del jefe de Personal. El ambiente era bueno y cada vez había más empleados. La firma estaba en expansión y se habían mudado a unas modernas oficinas de varias plantas en la calle de San Bernardo, esquina a Gran Vía. Tenía nuevos amigos y surgían otros paisajes emocionales. Pero ella seguía recogiéndose a las nueve de la noche, cada día, salvo cuando tenía novena dedicada a sus vírgenes preferidas, o catequesis. Los domingos, después de misa, a la que había de acudir con medias, velo y devocionario, a veces tenía misiones asignadas por los de Acción Católica, organización que captaba voluntarios para ayuda gratuita y desinteresada a desvalidos. Ahora atendía por las mañanas a una niña, en el hospital del Niño Jesús, que curaba de graves quemaduras en el aparato digestivo por ingestión de lejía. Limpiaba a la niña, le daba de comer, le leía cuentos y se llevaba su llanto y sus ojos al marcharse, porque la niña le había tomado mucho cariño.

Atrás iban quedando los tiempos en que las chicas se apuntaban a la Sección Femenina, la cara amable de Falange, para cumplir el Servicio Social, donde les enseñaban, además de la atención a enfermos y ancianos, labores de casa como costura, cocina, bordado y otras. Ella no tuvo que cumplir ese servicio obligatorio de seis meses por ser hija de viuda y porque esas artes y orientación cívica las aprendió de su madre y de su abuela. Su hermano se había echado novia y, para sorpresa de todos, había dejado el laboratorio. No le gustaba estar enclaustrado y se había metido a topógrafo.

—Geómetra, ¿eh? Es el nombre adecuado porque esto no es sólo arte; hay mucha matemática en esta profesión.

Ahora recorría España trabajando para el Ministerio de Obras Públicas, adonde había accedido mediante un contacto y derrochando desparpajo. Casi no paraba en casa. Cuando volvía de sus recorridos, se eclipsaba con la novia. Pero ella no desaparecía. Allí estaba, ayudando a su madre y a sus abuelos, viendo arrastrarse los días hasta llegar a los domingos en que salía con Conchita, única amiga disponible y constante, esquivada de novios por buscar el ideal; algo que las demás amigas, todas con acompañantes, no suscribían. «El ideal no existe. Te quedarás soltera». Pero Conchita, como ella, esperaba. Mientras, iban al cine o, a veces, a los guateques, celebrados no en locales sino en casas particulares, donde bailaban, tomaban limonadas y se dejaban vencer por el modernismo del cigarrillo. Toñi se había casado y las demás anhelaban hacerlo. Les urgía, estaban llenas de temblores, deseando sucumbir al sexo prohibido, algo que a ella no le llamaba en demasía. Cuando Toñi la abrazó a la salida de la iglesia, ambas lloraron, cada una por un motivo distinto. Su amiga le dijo al oído: «Por fin, esta noche». Porque la noche de bodas era sagrada, un vértigo al que casi todas llegaban vírgenes; noche sólo para las mujeres, que representaba la consumación de un acto tan esperado como temido, un rito en que estallaban los colores y las sombras para ellas. No se compartía con la pareja; las novias se entregaban a una posesión desconocida y a una aventura esperanzada como culminación de un sueño.

Ella, sin esa pasión que a otras desbordaba, también quería atrapar ese sueño. Volvió a leer la carta, nexo de unión con un juramento que ya duraba demasiado tiempo. Su recuerdo estaba en aquel niño que en el recreo y durante los juegos la miraba con aquellos ojos verdes tan profundos; aquel niño huérfano que venía a casa a leer y dibujar tebeos con su hermano y que la hacía palpitar hasta el ahogo, aprendiendo a tan temprana edad que el amor es gozo y tortura; aquel niño con el que tras torpes encuentros en solitario cruzó su sangre y juraron profesarse amor eterno.

Estaban en 1957 y había leído y oído de historias de amor jurado como la suya, que a veces se confundían con caprichos de esas edades balbuceantes. Pocos de esos amores niños cristalizaron en la juventud. Y menos con la lejanía del ser amado, la ausencia de roces y caricias, el silencio de las voces… Ahora miraba las fotos cambiantes de ese chico guapo y delgado que nada tenía que ver con el niño de sus recuerdos, aquel al que diera su primer beso tembloroso y al que abrazó sintiendo la vibración de sus carnes y un sentimiento de temor y dicha incontrolable. Luego llegó la desgracia del amado al perder a su hermano, la fascinación de su huida y la magia de su estancia en una tierra de canciones y aves multicolores. Todo ello impregnó de romanticismo una historia simple y bella y la nutrió de consistencia. Pero a veces notaba que iba quedando dolorosamente atrás, sobre todo cuando algunos amigos intentaban cortejarla o cuando veía a parejas besándose en la oscuridad de los cines. Entonces ella sentía flaquear sus convicciones, anhelante de caricias verdaderas y no de palabras escritas a miles de kilómetros en hojas lloradas. Y, luego, el temor al reencuentro sin fecha. ¿Cómo reaccionaría cuando las miradas se enfrentaran y las manos se buscaran?

Miró el cartel pequeño. Santander, el lugar que la había hechizado. Nunca antes había visto el mar y cuando pisó aquella fina playa había recordado a Jorge Sepúlveda y su Mirando al mar, la canción que se había instalado en su mente desde entonces. Como el cantante, aquel día soñó que estaba junto a Luis. Lo sintió a su lado tan profundamente que se volvió mirando alrededor, buscando ávidamente, antes de que la realidad quebrara esa ilusión. Porque su amado no estaba allí sino detrás de la línea azul del horizonte, lejos, oculto en un tiempo que crecía sin fin y que aumentaba la inmensa distancia.

«Te conservo en mi memoria tal y como te vi la última vez. Intento comprender que esa chiquilla de mis promesas de amor es la mujer que veo en las fotos que me envías. Eres tan bella que siento urgencias de verte, sentir tu respiración. Y siento el temor de que un día, incapaz de soportar la espera, cierres esta larga fidelidad a un recuerdo y te desvanezcas buscando un sustituto más real. Ese día habré muerto del todo».

Tocó el rostro de la foto última. «Ven pronto, mi vida; dame razones para que te siga amando, mi amor amado. Si supieras cuánto te necesito…».

Volvió a mirar por la ventana. El tiempo se deshacía. Su abuela se había ido para siempre y ella acompañaba a su abuelo en sus paseos diarios, recogiendo sus últimas soledades. Su abuelo. El hombre frugal con el alma desasistida por la destrucción de sus ideales democráticos. Heridas. Notaba que la gente sangraba por algo, sus esperanzas acosadas de frías realidades. Se sintió llena de lágrimas y dejó que salieran en torrente y que aliviaran su angustia y su soledad.

Mateo llegó al puesto de vigilancia número ocho al frente del pelotón de relevo de la guardia. Eran las dos de la madrugada y un ligero viento traía las primeras temperaturas invernales. El cielo estaba despejado y el manto estrellado abrumaba por su magnitud e intensidad. Todavía no llevaban las chilabas pero pronto las necesitarían. El puesto estaba en la parte contraria a la medina. Desde el seis hasta el ocho, la muralla, de unos ocho metros de altura, daba al campo montañoso y pelado, casi deshabitado. Sólo unas escasas casuchas desperdigadas insistían en permanecer en esa tierra yerma. Estaban en el inmenso Cuartel de Regulares que dominaba la ciudad de Tetuán, capital del Protectorado, adonde su quinta había llegado a mediados de mayo desde el campamento de instrucción. Mateo siempre recordaría cómo hicieron el traslado. En camiones, con las cajas cerradas y ellos dentro sin poder ver nada, como reclusos; los faros, con luces de posición; de madrugada, en el mayor silencio, como un ejército invasor aprovechando que la población dormía. Un mes después vieron marchar a los de la quinta anterior, de día, abiertos los faldones traseros de los camiones para dar la sensación de que el Ejército abandonaba poco a poco el territorio. Pero todos sabían, incluidos los moros, que las fuerzas españolas estacionadas en el Protectorado seguían teniendo grandes efectivos.

En la semioscuridad de la noche no vieron al centinela ni oyeron su obligada petición de contraseña. El silbido del viento enmascaraba los ruidos menores.

—Guripa, dónde coño estás —llamó Mateo.

Miró dentro de la oscura y estrecha garita. Estaba vacía. Sólo el mosquetón apoyado en una pared. Dio un paso a un lado y oyó un ruido. De la oscuridad, bajo las almenas, surgió el centinela abrochándose la bragueta.

—Aquí, cabo —dijo, sacudiéndose y componiendo su atuendo. Mateo vio algo que se movía en la sombra. Apartó al centinela y aprestó su fusil.

—Salga quien coño sea —ordenó.

Las sombras expulsaron a una mora, bajita, tratando de cubrirse el rostro con el velo. Mateo se lo quitó de un manotazo. Era una niña, unos doce años, que refugió su cara entre las manos. El soldado intentó recuperar su fusil pero Mateo se lo impidió.

—Tú —dijo a uno de los del relevo—. Coge’l arma d’este desertor, al que sorprendimos desarmao.

—Oye, cabo…

—Y tú —se dirigió a la chica, que se movía con temor y gimoteaba—, ¿sabes qu’esto s’un cuartel y que no se puede entrar sin permiso?

—El pedir chapar, yo chapar con él dos veces pero él no querer pagar.

—No le hagas caso. Estas putas…

El puñetazo de Mateo lo lanzó al suelo fulminado.

—Animarle —dijo. Dos de los soldados se afanaron sobre el caído. Cuando recobró la conciencia, lo levantaron. Mateo lo miró—. Págale.

El soldado, medio desvanecido, sacó unos billetes y eligió uno de una peseta. Mateo atrapó el manojo, cogió uno de veinticinco pesetas y se lo dio a la muchacha, devolviendo el resto al centinela.

—Pero, oye…

—Continuar la ronda. Llevaros a este imbécil pero no l’entreguéis el fusil. Daremos el informe de lo c’a pasao. Yo llevaré a ésta al lugar de donde vino. Me reuniré con vosotros antes de terminar el recorrío. Y tú —señaló al nuevo centinela—. Que no te pase na’ si haces lo mismo qu’este gilipoyas.

—Coño, déjalo estar —dijo uno—. Es un compañero. Lo van a moler.

—Abandono de puesto y de arma. Eso s’un delito. Se joda.

—No seas cabrón; él…

Mateo le dio un tremendo bofetón. El soldado se fue al suelo, liberando la gorra y el fusil, que cayeron lejos.

—Mecagüen tu madre. No consiento que me s’able así. —Miró a los componentes de la patrulla con fiereza—. Joderé tamién a quien n’aga lo que digo. N’ay tutía ni compañeros que valgan. ¿Está claro?

Hizo una seña a la chica y la siguió. Caminaron unos metros a lo largo de las almenas. Ella se detuvo en un punto, donde había una cuerda gruesa enrollada y tirada en el suelo. Miró al otro lado del muro, abajo. En la penumbra distinguió a dos mujeres, mirando hacia arriba. Una sería la madre, que, como otras, habría ofrecido su hija al centinela para paliar su miseria. Una escalera estaba apoyada hacia la mitad de la muralla. La niña habría lanzado desde allí la cuerda al centinela, quien la habría izado, para hacer lo inverso cuando terminara la faena. Mateo había oído que eso se venía haciendo con frecuencia. No le había prestado atención. No era asunto para un furriel exento de servicios. Pero quiso su fatalidad que el teniente Alemparte viniera destinado a la compañía durante ese mes a reemplazar al teniente Martín, ido de permiso. Y el muy cabrón, que desde el primer día de campamento le tenía enfilado, le puso en todos los servicios. ¿Dónde se había visto que un furriel hiciera guardias e imaginarias? Bueno. Quedaba poco para aguantar la situación pues el mes terminaba. Y ahora estaba allí, en esa aventura, que en el fondo le importaba un rábano. Cuando terminaran la ronda firmaría el parte de incidencias en el cuerpo de guardia y entregaría al guripa, que dormiría en el calabozo y al que más tarde meterían en el Hacho por dejación de servicio, el peor delito de un centinela. En cuanto a la chica…

—¿Tú querer chapar, teniento? —dijo la niña, subiéndose las ropas.

Mateo tomó la cuerda y la tiró afuera. Luego cogió a la niña y la arrojó abajo. La vio caer fulgurando, como una estrella fugaz, antes de estrellarse contra el suelo. Oyó el grito horrorizado de las mujeres mientras se acercaban al cuerpo, que no se movió. Las vio levantar los brazos y plañir desconsoladas. Agarró su fusil y siguió el recorrido del pelotón.