Marzo 1957
El joven dejó los papeles, manuscritos y firmados por Roberto Fernández, y miró al otro, como había estado haciendo en ocasiones durante la silenciosa y absorbente lectura. Ahora, al terminar, la mirada fue más sostenida. Estaban en un cuarto de tamaño mediano: una habitación de estudiantes, con dos camas en litera y dos mesas de trabajo.
—Un asunto asombroso.
—Sí. Ya ves todos los que han muerto para mantener el secreto. Hasta quien escribió esa declaración.
—Son los documentos que buscaron en el estudio de papá.
—Sí. Esa fue la razón de que lo asesinaran. Trataban de encontrarlos.
—¿Dónde los hallaste?
—En su caja del banco. En un sobre, lacrado.
—¿Por qué no hizo denuncia al recibirlos?
—No podía. Hubiera descubierto al informador, partícipe de los hechos delictivos, aunque no de los asesinatos.
—Pero cuando Roberto murió, pudo haberlo hecho.
—No estaba autorizado por Roberto. Y ya sabes cómo era de cumplidor. Lo que has leído es la descripción de la trama, nombres, fechas y demás datos de una organización que terminó siendo asesina. Te leeré la motivación del denunciante. —Abrió un sobre pequeño—. Dice: «Estimado Fernando. Esta confesión no me libra de culpa pero hace que pueda seguir viviendo con cierta paz de espíritu. No debe salir a la luz porque mi familia quedaría deshonrada y perjudicaría gravemente a otras de menguada culpabilidad. Por eso no me he suicidado. Eres hombre íntegro y sé que no me defraudarás si te pido que me ayudes a que los asesinos reciban su merecido, yo incluido. Porque soy un asesino. Tengo planes de cómo hacerlo. Si, mientras, muero, es que me habrán matado. En ese caso estarías solo para administrar justicia a tu albedrío, pero siempre de la forma más secreta y descomprometida. ¿Podrás perdonarme por lo de Andrés?». —Miró al otro—. Como ves, el material es una bomba, que puede carbonizar a mucha gente si estalla.
—Espera un momento. Estoy entendiendo que Roberto estaba sugiriendo que ellos dos se convirtieran en jueces. ¿También en verdugos? ¿Una invitación para acabar en silencio con los asesinos?
—Entendiste lo mismo que yo.
—¿Crees que habrán mantenido contactos después de esta carta?
—Sí, sería lo lógico. Hasta qué punto, nunca lo sabremos.
—¿Debemos hacer lo que ellos se proponían?
—Muy buena pregunta, que vincula el deber con lo que realmente nos interesa.
—«Por desgracia, el deber no coincide siempre con el interés».
—Sí en este caso. Nuestro deber e interés está en trincar a los asesinos, no para hacer justicia, como sugiere la carta, sino como venganza por nuestro ser más querido.
—Entonces, el ir a la policía…
—Para nada. No podríamos hacer nuestro trabajo.
—«Una vez que se cede al primer impulso, nadie puede contenerse». ¿Estamos seguros? Hemos de tener prudencia con lo que hagamos.
—«La prudencia es la hija del fracaso». Tendremos paciencia, y dominaremos el primer impulso. ¿Recuerdas nuestra promesa ante el cuerpo asesinado de papá?
—Sí, hermano.
—Llevaremos a buen fin lo que ellos pensaban hacer y no pudieron. Yo tengo que ir a Milicias ahora, y tú, el año que viene. Mientras, estableceremos un plan perfecto, sin precipitaciones. Haremos seguimiento de los asesinos. Y cuando acabemos la mili, caeremos sobre ellos. Les pillaremos descuidados. No nos convertiremos en criminales por eso. Es una misión. Y será nuestro secreto. Nadie deberá conocer nunca nuestra intervención.