Uno

Febrero 1957

La lluvia batía fuertemente, como si todas las nubes del mundo estuvieran allí, vaciándose a la vez. Sin truenos, el único ruido era el monocorde de las gotas repicando en el suelo baldío. El agua formaba grandes charcos en la zona más llana y bajaba inventándose riachuelos por las laderas hacia el cercano mar. Los faros de los camiones iluminaban la escena extrayendo de la noche un bosque acuoso irreal. El enorme convoy estaba detenido, con los cientos de reclutas aguardando en las cajas. Cerca se alzaban los barracones de madera para el Mando, intendencia, sanidad y otros servicios, además de los alojamientos para oficiales y suboficiales. Alineadas pendiente abajo estaban las tiendas de lona circulares que los legionarios del cercano poblado de Dar Riffien habían montado días antes para albergar a los quintos. Eran diecisiete hileras de veintinueve tiendas. El Mando entendió que el campamento de instrucción para los últimos reemplazos que entrasen en Marruecos debía instalarse lejos de áreas habitadas y con protección asegurada porque, aunque los acuerdos entre el Gobierno marroquí de Mohamed V y las autoridades españolas para poner fin al Protectorado se firmaron el año anterior, el Ejército español todavía seguía ocupando el territorio. Había el temor de que exaltados e impacientes ultranacionalistas marroquíes crearan disturbios. Por eso se eligió un terreno yermo y deshabitado próximo al poblado del Cuartel General de la Legión.

La intensidad de la tormenta paralizaba la iniciativa. Los camiones debían regresar a Ceuta para trasladar a más quintos. Al fin el capitán al mando salió a la lluvia y gritó una orden. Los sargentos se desparramaron e iniciaron un cacareo de voces destempladas. Los reclutas bajaron remolonamente de los vehículos al barrizal, cargando con sus maletas, y todo se llenó de ruido y confusión.

—¡Fuera! ¿Estáis sordos? ¡Abajo todo el mundo; marchando, a las tiendas! —se desgañitaban los suboficiales—. ¡Doce por tienda! ¡Rápido, cabrones!

Todos los quintos pretendían meterse en las tiendas más cercanas, lo que provocó un tapón tremendo, con muchos cayendo al lodo y arrastrando a otros. La escena era dramática, con los enloquecidos reclutas pugnando en la semioscuridad, y los sargentos golpeando inmisericordes con manos, puños y a cintazos con el deseo de conseguir un orden imposible. Mateo se dirigió a dos comparsas con los que había intimado en el largo recorrido de cuatro días desde Madrid, primero en tren, luego en barco y finalmente en camión:

—Seguirme —dijo.

Agarró su maleta y se lanzó hacia abajo sorteando la muchedumbre y el caos. De cada tienda salía una luz débil proyectada por un farol de petróleo, suficiente para señalar el camino a seguir. Tropezaron y cayeron varias veces en el embarrado y desigual terreno mientras se dirigían al centro de una de las filas, dejando atrás el pandemónium. Hasta allí no había llegado nadie todavía, empeñados todos en ocupar las primeras tiendas. Entraron en una de ellas, chorreando agua y totalmente empapados el mono color garbanzo y las alpargatas que les dieron en Ceuta. Estaba vacía, con el suelo inculto por donde se filtraban regueros de agua. Los legionarios se habían limitado a montar las tiendas sin alisar la tierra. El espacio era inhóspito y frío. Estaban en febrero y el invierno se dejaba sentir a pesar de la mediación del Mediterráneo.

El tremendo guirigay les fue llegando a medida que los hombres bajaban para ocupar las tiendas vacías. Mateo dejó pasar a nueve reclutas y rechazó sin contemplaciones a los que intentaban superar ese número. Bajó la toldilla sobre la abertura y la fijó con las correas, aislando al grupo del resto del mundo. Miró a los compañeros uno por uno. Tenían pintas de bandidos, supuso que como él. Los demás le miraron y todos entendieron que Mateo se había proclamado jefe de la tienda, sin discusión. Se acomodó en el lugar elegido, sacó un cigarrillo y ofreció a sus dos amigos.

—Vaya noche nos espera —dijo uno.

—De puta madre.

—No lo entiendo. En los libros dicen que en África hace mucho sol.

—¿Tú lees libros?

—No, qué va. Me lo dijo alguien que lo leyó.

—¿Qué más decía sobre África?

—Que hay muchos negros. Y que son negros porque el sol les tuesta la piel. Antes eran blancos como nosotros.

—’So es una poyez. Conozco gente qu’stá to’l puto día al sol y no son negros —intervino Mateo.

—Los albañiles. ¿Son negros los albañiles?

—Bah, los libros trolan. Yo no he visto ningún negro desde que llegamos ¿Y tú?

—¿Cómo va a haber negros con la que está cayendo?

—Ni negros, ni sol, ni pollas; sólo esta puta lluvia.

Tiritaban, calados hasta los huesos. Mateo abrió la maleta, sacó ropa seca y se la puso, siendo imitado por los demás. Los ruidos duraron toda la noche y pocos durmieron. Imposible hacerlo en el suelo embarrado y con agua entrando sin pausa por todas las rendijas.

La lluvia persistió sin variación durante los siguientes días, retardando el inicio de las actividades. Bajo la cortina de agua se construyeron canalillos, bordeando las tiendas, con lo que se evitó que siguiera entrando agua por el piso. Allanaron el suelo y echaron lonas sobre la tierra empapada, y mantas encima de ellas a modo de alfombras. Pudieron así dormir en un lecho medianamente seco. Se colocaron toldos en las zonas de cocinas y de reparto de comida, al aire libre, con lo que la distribución del rancho pudo hacerse evitando el aguacero. Ninguna otra actividad podía realizarse, por lo que los reclutas pasaban todo el día recluidos en sus tiendas, arrebujados en las pesadas y tiesas mantas, esquivando los goterones. Ese período de tanta humedad, y a pesar de que todos habían sido vacunados en Ceuta, produjo muchos casos de fiebres por afecciones pulmonares y de garganta que colapsaron la enfermería, motivo que llevó a tener que habilitar uno de los barracones de intendencia para albergar a tanto enfermo. Era como vivir en una pesadilla, habitando un mundo donde no existiera otra cosa que esa lluvia obsesionante e interminable que no dejaba ver lo que había más allá porque todo se difuminaba en un gris mortecino.

—Joder, la inundación esa de los curas debió de ser la hostia.

—¿Te refieres al Diluvio Universal?

—Sí. ¿No es lo mismo un diluvio que una inundación?

Y la lluvia siguió cayendo día tras día, sin cesar, robando de las mentes los deseos, salvo el de ver el final de ese fenómeno nunca vivido antes. Y al fin, al séptimo día de su llegada, como dice la Biblia que hizo Dios cuando creó el mundo, las aguas se retiraron y no volvieron. Un sol nuevo se enseñoreó del cielo, limpiándolo hasta donde abarcaba la mirada. El otrora odioso paisaje había sido cambiado mágicamente. El mar azul se perdía hasta la línea que lo unía con el cielo y, por el lado terrestre, los horizontes se habían alejado permitiendo apreciar que en todo lo que alcanzaba la vista no había otros asentamientos humanos salvo el Cuartel de la Legión. Las órdenes y gritos empezaron de inmediato. Formaron para el paso de listas y agrupación de reclutas según sus armas, con lo que muchos tuvieron que cambiar de tienda. Más tarde pasaron por almacén a retirar el uniforme de paseo, las chilabas, la gorra de visera, que ese año sustituía al rojo tarbush, y las pesadas botas de Segarra. Después, todos a enfermería a recibir las únicas pastillas de rigor contra todo, ya fuera afección pulmonar, dolor de muelas o rotura de menisco. Las ropas se secaron, los cuerpos recobraron su humedad normal y el aire se tornó respirable.

Hasta entonces habían dormido en el suelo. Era llegado el momento de montar las camas. Del almacén recogieron los tres tablones y las dos borriquetas por hombre. Después todos se dirigieron con sus colchonetas vacías, rayadas como los uniformes de los presidiarios, a donde se almacenaba la paja en pacas, lo que dio lugar a nuevas situaciones de enfrentamiento. La paja estaba húmeda y amazacotada; había que desmenuzarla con las manos, porfiando todos en llenar su saco de forma razonable. Mateo cargó pedazos enteros, sin entretenerse en deshacerlos. Cuando cerraba su abultada colchoneta, dos tipos fornidos se despegaron de los afanados reclutas y se colocaron frente a él.

—¡Tú, hijoputa! —dijo uno—. Eso no vale. Tienes que repartir. Así que suelta los pedazos que te sobran.

—Lo que te voy a soltar s’un peazo, pero de hostia. C’os den por el culo.

—Un chulo, ¿eh? —dijo el segundo, iniciando un ataque junto al otro. Siempre se arrepentirían de su desacertada elección. Mateo les golpeó sin contemplaciones, dejándolos tirados en el suelo retorciéndose de dolor.

—Joder, cómo golpeas. Eres un bestia —dijo uno de los compinches.

Sin decir nada, Mateo se cargó la pesada colchoneta a la espalda y se encaminó hacia la tienda seguido por sus secuaces. Un teniente le interceptó. Era de baja estatura, algo rechoncho, moreno de pelo y cetrino de piel.

—Tú, enterado, a qué compañía perteneces y cómo te llamas.

Mateo le dio los datos, que anotó.

—He visto cómo trataste a tus compañeros. Pareces un matón, pero aquí se dejan los cojones colgados a la entrada. Vuelve, saca toda la paja de la colchoneta y me la enseñas. No dejes ni el polvo.

Mateo lo hizo. El teniente no se había movido del sitio. Los miró a él y a la colchoneta vacía. No le gustó la mirada del recluta.

—Durmiendo sobre la simple tela aprenderás que el Ejército es solidaridad, piezas humanas que se aúnan para un bien común. El soldado es el depositario último de las virtudes de la milicia. No puede haber uno sobre otro, todos iguales, solidarios. Si empiezas con ese comportamiento de chulo nunca serás buen soldado. Y tendrás serios problemas. Si fueras soldado te metería en el calabozo. Pero eres recluta y por eso te libras. Así que, aunque tienes suerte de no estar en mi compañía, ándate con ojo porque vamos a estar juntos mucho tiempo.

Mateo se alejó. El bocazas se equivocaba si creía que iba a dormir sobre la tela. No sabía con quién echaba el pulso. Dormiría sobre un buen lecho de paja, esa misma noche. Había muchos pringados a quienes amedrentar. Y le importaba tres cojones ser un buen soldado. Iría a lo suyo, como cada quisque.

El trabajo inmediato por hacer era urbanizar todo el poblado, alisar el suelo y dejarlo sin barro. A diario esos miles de hombres bajaron varias veces a la playa, situada más allá de la carretera Ceuta-Tetuán, pero cercana; llenaban los macutos de arena y la subían resoplando, para echarla sobre la tierra y compactarla al estilo chino, con los pies. Se subieron toneladas de arena y en menos de una semana el campo inicial había sido transformado. Desaparecieron los desniveles, la rala vegetación y las piedras. La inmensa explanada, las calles entre las tiendas, la zona destinada a comer y el acceso desde la carretera quedaron tan compactados y lisos como si hubieran sido hechos por procedimientos mecánicos. Las mantas se orearon y la enfermería se vació. Se plantaron palmeras entre las tiendas y se colocaron postes en cada calle y confluencia, con carteles indicadores del arma, la compañía y los servicios. Paralelamente se inició la construcción de las duchas y las letrinas, dos edificios de unos veinte metros de largo por dos de ancho y tres de alto, en desnivel, para que las aguas sucias descendieran por canales hasta pozos alejados. El diseño permitía que los hombres entraran por un extremo, cumplieran y salieran por el otro, ya duchados o evacuados. Y en poco tiempo el asentamiento se convirtió en un poblado limpio y funcional con todos los servicios para los más de seis mil hombres que lo habitaban, algo tan sorprendente como estéril porque, quizá, todo ello quedaría destruido y abandonado al final del periodo de instrucción.

Organizadas ya las compañías por armas se procedió a la separación por secciones. En el centro de cada hilera una tienda quedó de oficina de compañía y despacho de oficiales, y otra, al lado, para almacén. En la Décima Compañía eligieron como escribiente a un muchacho mallorquín, oficinista de profesión. Y de furriel adelantado, la elección designó a Mateo, que había caído muy bien al capitán y tenientes por su inusual figura y su natural disposición para el mando. Le habían prometido hacerle cabo después de la jura de bandera, cuando pasaran al cuartel. Y él procuraría hacerse respetar, evitando encuentros con el teniente que le había menospreciado.